La Vigilia del Dragón

By Cuervo_MzHyde

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Los reyes de Whërtia han sido asesinados de forma misteriosa en la sala del trono en la capital del reino, Dr... More

Capítulo 1
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19 - Rosa sanguina
Capítulo 20 - El extranjero
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24

Capítulo 2

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By Cuervo_MzHyde

   El viento hacía que sus cabellos negros azotasen su cara de una forma muy molesta; además, la arena, levantada y arrastrada por el aire, se clavaba granito a granito en su blanca piel. Por suerte, la mitad de su rostro estaba cubierto por un pañuelo de tela violeta que los lugareños habían preparado para ella, protegiendo así la parte inferior de su cara. Luxia no estaba acostumbrada a las excursiones por el extenso Desierto de Ídaro, pero desde que había alcanzado los dieciocho años, hacía ya tres, su agenda había estado repleta de viajes oficiales como aquel. Como princesa de Whërtia no le quedaba más remedio que abandonar la capital cuando se requería la presencia de sangre real en algún otro punto del país. Suspiró, aunque ninguno de sus acompañantes se dio cuenta, y continuó con resignación su paseo por aquella llanura de arena que no parecía tener fin.

Por suerte no tardaron más de una hora en alcanzar Dréveda, un enorme oasis situado en el centro del desierto y convertido en una enorme metrópoli. La ciudad no estaba mal, pero no se podía comparar con el lujo de Dracania. Las calles eran estrechas y muy transitadas. Montones de ídaros de pieles oscuras y curtidas por el fuerte sol caminaban con prisa transportando carretas o tirando de animales extraños que Luxia no había visto en su vida. Observaba todo con bastante fascinación, la asombraban las casas de barro y teja, el extraño idioma que no alcanzaba a entender y la gran variedad de productos exóticos que se ofrecían en los puestos callejeros.

—¿Le apetece una?

Aquella voz masculina consiguió volar todos sus pensamientos e hizo que se girase para toparse con su nuevo interlocutor. Un joven, sin lugar a dudas ídaro, sonreía tras el mostrador de uno de los puestos. Luxia titubeó, mirando la mercancía que él ofrecía. Se trataba de una especie de fruta de color anaranjado, redonda y no muy grande. Tenía buena pinta. Comenzó a andar en dirección a él, animada por la idea de algo que llevarse a la boca, que desde hacía horas sentía seca y arenosa.

—Pues... sí, sí que me gustaría probarlas. ¿Qué son?

—Damilias, Alteza, muy populares aquí en Dréveda. —Él comenzó a palpar las frutas y cuando encontró una de su agrado, la tomó para ofrecérsela.

Luxia la cogió de buena gana y la acercó a su nariz, aspirando su aroma, después la mordió despacio dejando que el dulce jugo acariciase su lengua y se deslizase posteriormente por su garganta. Era delicioso. Cuando terminó de con ella, ofreció su mejor sonrisa al vendedor, que no dudó en devolvérsela.

—¿Le ha gustado?

—Sí, ojalá pudiera hallar damilias en Dracania.

Él pareció encontrar la idea divertida, pues una fuerte risa escapó de sus labios.

—Si me permite hacer un comentario, Alteza, estoy seguro de que cualquier hombre de Whërtia vendría hasta aquí cada mañana con la salida del sol, compraría cientos de damilias y correría raudo hacia el sur para estar en Dracania a la hora de su desayuno.

Luxia sonrió, aunque fue por pura cortesía pues la respuesta del hombre se le antojaba tan cruel como cierta. A diferencia de su hermana Oscandra, Luxia nunca había sido una princesa caprichosa. Disfrutaba ganándose las cosas por su propio mérito, luchando por conseguirlas. Su mente voló entonces hasta su hogar. Llevaba casi dos semanas lejos de casa, de sus padres, de su hermana, de Shaith... Cuando el rostro del muchacho inundó su cabeza, la sacudió buscando volver a la realidad y dejar de lado ese tenebroso pensamiento.

—¿Se encuentra bien? —El joven ídaro parecía preocupado por ella.

Como respuesta Luxia asintió con la cabeza y amplió brevemente su sonrisa. Un fuerte ajetreo hizo que los jóvenes rompieran el contacto visual y comenzasen a prestar atención a lo que ocurría a su alrededor. Unos gritos exigían que se despejase el camino y el sonido de unos cascos retumbó como un tambor. La gente correteaba, tratando de pegarse a las paredes para ponerse a salvo y los animales se quejaban con sus guturales sonidos y pisotones en el suelo.

Apenas unos segundos después un carro tirado por dos animales similares a caballos con garras y la piel cubierta por manchas, se detuvo tras ella. Las telas verdes que cubrían la estructura y protegían el interior del intenso sol se apartaron dejando que una cabeza asomase. El propietario de esta no era un hombre ídaro, pues su piel era demasiado pálida y sus ojos demasiado claros. Luxia lo reconoció al instante.

—Wïllem, ¿qué ocurre? ¿A qué viene tanto alboroto?

El aludido recorrió a la muchedumbre con la mirada inquieta hasta toparse con los ojos azules de la princesa, entonces su anciano rostro se relajó y no pudo evitar emitir un suspiro de alivio. Sin embargo, pronto volvió a adquirir una mueca preocupada y una mirada nerviosa.

—¡Alteza! ¡Por los dioses! ¡Por fin la encuentro! Suba, rápido, tenemos que marcharnos.

Luxia se encaminó hacia el carro con el ceño fruncido y una expresión confusa en su bello rostro de muñeca.

—¿Irnos? Pensé que permaneceríamos en Dréveda hasta la semana próxima.

—Y así era, princesa, pero ahora debemos marcharnos, se requiere su presencia en Dracania y eso implica nuestro regreso con la mayor celeridad.

—¿Requerir mi presencia? ¿Qué ha sucedido, Wïllem?

El rostro del anciano perdió el nerviosismo, de pronto sólo parecía abatido y triste, terriblemente triste.

—Ha sucedido... ha sucedido una desgracia, Alteza.

***

Los cadáveres de sus padres aún tenían un tacto cálido y la sangre seguía manando de sus heridas cuando Oscandra llegó a la sala del trono. Estaba repleta de soldados que se paseaban por la estancia sin lograr entender cómo aquello había podido ocurrir. Los cuerpos inertes de Marieia y Camildor Dranile, reyes de Whërtia, se encontraban sentados en los enormes tronos de obsidiana. Ambos tenían un corte profundo de oreja a oreja que había provocado su traicionera e inmediata muerte.

Al hallar así a sus padres, Oscandra no pudo reprimir un grito de dolor que salió desde lo más profundo de su alma. Sus ojos dorados se abrieron de par en par y sus piernas que siempre habían sido ágiles dejaron de saber andar. Cayó al suelo de rodillas, pero el dolor interno no le permitió sentir el provocado por el golpe. Apoyó las manos en el frío suelo y bajó la cabeza, ocultando su rostro entre el cabello blanco. Intentó no llorar, pero fue en vano.

Al verla en aquel estado, un grupo de guardias no dudó en acudir a su encuentro. Trataron de levantarla, pero la joven se negó a ello, ignorando sus manos gentiles y sus rostros preocupados. Al ver que no conseguían nada, fue el capitán Teemotil quien se acercó a ella.

—Alteza... lo lamentamos mucho, os juro que había dos soldados en la puerta y otros dos aquí dentro, como es costumbre para la seguridad de los reyes.

Tras estas palabras la princesa levantó la cabeza. Su rostro estaba contraído en una mueca de sufrimiento y las transparentes lágrimas se deslizaban por sus pálidas mejillas.

—¿Lo lamentáis, capitán? Los reyes de Whërtia, mis padres —remarcó—, han sido vilmente asesinados en su propia casa, ¿y tenéis la valentía de decirme que lo lamentáis?

Teemotil titubeó, pero su boca se mantuvo cerrada. Su fracaso había sido demasiado grande, habría unas consecuencias que asumir.

Sabiendo que el ya entrado en años capitán no tenía intención de discutir su enfado, Oscandra se puso en pie y rezó a los dioses en silencio para que la llenasen con su fuerza y la colmasen del valor necesario para sus próximos pasos. Avanzó despacio, sus largas piernas temblaban como las de un ciervo recién nacido. Declinando toda la ayuda que se le ofrecía, subió por las escaleras bien sujeta a la barandilla de mármol. Por fin alcanzó la elevada plataforma donde se encontraban los tronos ocupados por los restos de los reyes. Tuvo que poner mucho cuidado, pues todo su interior pedía llorar de nuevo, ahora no podía permitírselo, no así, no allí.

Muy despacio, tratando de que sus movimientos no se vieran torpes, se arrodilló frente a sus padres y tomó una mano de cada uno, las posó en sus mejillas y cerró los ojos, notando cómo la calidez lentamente abandonaba sus cuerpos. Se preguntó si sus almas se quedarían vagando por allí o si la abandonarían en un abismo donde nunca más podría encontrarles. Al cabo de unos minutos abrió los párpados y se puso en pie. Los ojos dorados de los reyes perdían su brillo, para no ver tan terrible espectáculo ni un segundo más se los cerró con manos gentiles. Besó el cabello azul de su madre y el gris de su padre. Les dio la espalda y observó la sala desde allí arriba.

El alboroto parecía haber cesado. Los guardias ya no se paseaban, sino que la observaban quietos y firmes desde abajo, con rostros decepcionados y abatidos, Oscandra les ignoró, era tarde para ese tipo de emociones. Solo le buscaba a él y por suerte no tardó en aparecer.

Las enormes puertas doradas se abrieron de golpe y un joven de cabellos pelirrojos, jadeante y aún con ropa de entrenamiento, hizo acto de presencia. Al verle, Oscandra se sintió llena de fuerza y pudo moverse de nuevo, bajando con agilidad los escalones que tanta dificultad le habían supuesto al subir. Salvó la distancia que les separaba en apenas unos segundos y se abrazó a él con una fuerza desesperada. El joven, que aún estaba recuperando el aliento, tardó un poco en reaccionar pues la imagen de los cadáveres le había trastocado, sin embargo, el cálido cuerpo que rodeaba su torso era ahora mismo más importante que cualquier otra cosa. Abrió la mano izquierda dejando que la espada que hasta entonces había sostenido chocase estruendosamente contra el suelo. Una vez se vio libre, correspondió con fuerza al abrazo, cerró los ojos y besó el blanco cabello de la princesa.

—Shaith...

—Tranquila, cariño, estoy aquí contigo.

Ella asintió con la cabeza aún con el rostro escondido en su pecho, notando cómo el agua salada volvía acumularse en sus ojos.

Él se separó ligeramente de ella y llevó una mano gentil hasta su barbilla, obligándola a mirarle. Oscandra temblaba, pero una suave calma la llenó cuando volvió a encontrarse con los ojos también dorados del joven. Él mostró una sonrisa triste y sin decir nada aproximó sus rostros. La princesa se dejó llevar por el suave y dulce tacto de sus labios, se aferró a su jubón y compartió con él su aliento, permitiendo que éste la reconfortase y tratase de convencerla de que aquello no era el fin el mundo.

Cuando el beso se rompió, ambos volvieron a abrazarse y se mantuvieron un rato en silencio, fue Oscandra quien finalmente lo rompió.

—Luxia... ¿dónde está mi hermana, Shaith?

Él no contestó de inmediato, incluso vaciló un poco al principio, finalmente notó cómo intensificaba su abrazo, carraspeaba y contestaba.

—Han ido a buscarla, mi vida, pronto estará aquí.

Ella tragó saliva y asintió, mostrando que estaba conforme con aquello, pronto volvería ver a su gemela, pronto, juntas, tendrían que enfrentarse a todo el caos que se avecinaba.

***

Se tardaba aproximadamente trece días en recorrer la distancia que separaba Dréveda de Dracania, teniendo en cuenta la cantidad de escoltas que habían acompañado a Luxia y el número de carros repletos de regalos que el gobernador del desierto había entregado a los dracanianos buscando agasajarles con las pocas riquezas que su territorio ofrecía. Trece era un número de días que la princesa no podía permitirse, debía llegar pronto a casa, debía comprobar con sus propios ojos que realmente sus padres ya no estaban sentados en sus tronos con sus imponentes ojos dorados y sus vistosos cabellos, señales de que ambos eran fuertes poseedores del Alma del Volcán, como Oscandra, como Shaith, pero no como ella. Aquel pensamiento se había dedicado a torturarla desde que era una niña. Pocos eran los whërtianos que poseían tal don y sin embargo la princesa había crecido rodeada por un buen número de ellos. Völcanios, así se llamaban los que contaban con tan magnífico poder. Según la religión, el Gran Dragón Durmiente había roto su alma en pequeños pedazos al comenzar su vigilia miles de años atrás y había depositado estos fragmentos en los corazones de algunos hijos de la tierra de Whërtia. Estos niños nacían marcados por el color de sus cabellos: rojos, azules, verdes o grises, dependiendo del elemento que les fuera afín. Cuando un bebé así aparecía en el mundo, era entrenado con tesón para despertar ese fragmento de alma. El día que lo conseguía sus ojos se tornaban dorados y pasaba a ser oficialmente un völcanio, poseedor de un poder intenso, capaz de una transformación feroz.

Cuando veintiún años atrás los reyes Marieia y Camildor anunciaron el nacimiento de sus dos hijas, Whërtia entera comenzó a hacer apuestas por el color de sus cabelleras. Tratándose de descendientes de una völcanaqua y un völcaventus parecía obvio que ambas poseerían también fragmentos del alma del Dragón. Sin embargo no fue así, el pelo de Luxia había resultado ser negro como la más profunda de las noches mientras que el de Oscandra siempre había brillado blanco y radiante igual que la luz del sol. «Luxia» y «Oscandra» eran los equivalentes a «Luz» y «Oscuridad» en whërtiano antiguo, y había sido idea de Goisch, el bufón de la corte, invertirlos con el color de sus melenas por alguna extraña razón que nunca quiso decirle a nadie. Los reyes lo encontraron divertido y por ello lo hicieron, no sin crear una enorme confusión pues la gente acostumbraba a errar al nombrarlas.

Durante los primeros años se pensó que el negro de Luxia se volvería azul con el paso del tiempo y que el blanco de Oscandra se tornaría gris, pero nunca fue así, sino que se mantuvieron puros y brillantes hasta que cumplieron los dieciséis, cuando se dio el don por perdido. Sin embargo, una fría tarde de invierno —que Luxia seguía intentando borrar de su memoria—, los ojos de Oscandra, que siempre habían sido tan azules como los suyos, se tornaron dorados y el Dragón despertó en su interior, abrazándola como una nueva völcania, una nunca antes vista. Oscandra era la primera y única völcania afín a la luz.

Intentando dejar atrás aquellos pensamientos, Luxia recobró la vista y la fijó en el horizonte. Wïllem y ella habían dejado atrás su caravana y habían emprendido el viaje solos, ligeros y sin permitirse descansos. Llevaban cuatro días cabalgando y por fin la imponente Dracania, capital del reino, se alzaba ante ellos y saludaba como el sol cada mañana.

Tres horas después ambos jinetes, sucios y cansados desmontaron frente a la enorme muralla de la gran Fortaleza de las Cenizas, situada en el centro de la ciudad, hogar de reyes durante siglos. Era un castillo gigante de piedra gris maciza. Sus muros eran altos y sus ventanas abundantes. Contaba con innumerables torres pequeñas, pero había cinco de mayor tamaño rematadas con esculturas imponentes. La punta de la torre que se encontraba al norte brillaba por el dragón hecho de rubí que la presidía; la del este estaba decorada por otro dragón en brillante y verde esmeralda; en la oeste contaban con otro de fluorita gris y la del sur se coronaba con uno tallado en zafiro. En el centro de la fortaleza se alzaba la más grande de las torres y sobre ésta un gigantesco dragón de ónice brillaba con los reflejos del sol. La llamaban Fortaleza de las Cenizas porque cuando el dios Ventus soplaba con fuerza sobre la superficie del Mar Carmesí, situado a pocas millas de allí erosionaba ligeramente la piedra creando pequeñas nubes de humo gris.

Era su casa y por fin estaba de nuevo allí.

A pesar de que estaba agotada, hambrienta y empapada en sudor, Luxia no quiso permitirse el lujo de pasar por su habitación antes de dirigirse a la sala del trono. Avanzó por los pasillos, que por primera vez se le antojaron interminables, pensando en que todo aquello no podía estar ocurriendo de verdad. Había visto y vivido muchas cosas increíbles durante su corto paso por el mundo, sin embargo algo que nunca había estado en su cabeza, algo que jamás se había planteado: la posible muerte de sus padres. No podía concebir que esos dos seres que idolatraba fuesen, en verdad, mortales.

Iba pensando en ellos, deseando con una vehemencia irracional que no fuera verdad su muerte, rogando con desesperación que todo fuera un error. Iba llorando por dentro, maldiciendo a la Fortaleza por ser tan grande, a Wïllem por haber sido portador de la noticia, a sus padres por haber muerto y a los cinco dioses por haberlo permitido.

Por fin la doble puerta dorada se presentó ante sus ojos. A pesar de que eran pesadas pudo abrirlas sin esfuerzo y la intensa luz que se colaba por el techo acristalado dañó sus ojos. Cuando sus ojos se acostumbraron barrió la estancia con la mirada. Sabía que había gente allí, pero lo que llamó su atención fueron los dos enormes ataúdes blancos que descansaban cerrados sobre dos mesas de mármol. Su boca se entreabrió, pero fue incapaz de decir nada y sus ojos quedaron perdidos en una mirada a un infinito inexistente. No volvió en sí hasta que unas suaves manos enguantadas aferraron las suyas, trató de volver a enfocar y giró ligeramente la cabeza para observar a la dueña de aquellas manos. Oscandra estaba tan bella como siempre. Su pelo blanco caía como una cascada de luz sobre sus hombros desnudos, su bello cuerpo quedaba cubierto por un precioso vestido negro de tela scarlatiana, sobre su cabeza brillaba la pequeña corona de ónice que había recibido al cumplir los diez años, sus ojos dorados brillaban como siempre, pero expresaban sólo dolor, tristeza y también miedo. Era la primera vez que los profundos ojos de su hermana expresaban aquello, y al hacerlo confirmaban la aterradora verdad: esos ataúdes blancos contenían los cuerpos de Marieia y Camildor Dranile, reyes de Whërtia.

—Es... es cierto, ¿no?

Oscandra esbozó una pequeña sonrisa cargada de tristeza que tenía como propósito evitar las lágrimas. Asintió con la cabeza y aferró las manos de Luxia con un poco más de fuerza.

—¿Cómo?

—No lo saben. Todo estaba en orden, fue algo silencioso. Un asesino experto, alguien poderoso... es... es un misterio.

Un nudo se había formado en la garganta de Luxia que sólo pudo asentir, había vuelto a perder el habla. Al notar esto, Oscandra soltó sus manos y pasó a estrecharla contra su cuerpo, ignorando el sudor y la suciedad. Luxia no dudó en corresponder al gesto y juntas liberaron sus sollozos, haciendo que se mezclasen y fuera imposible distinguir cuál pertenecía a cada una.

Se separaron al cabo de unos minutos y se miraron a los ojos que otrora habían sido iguales. Eran gemelas idénticas y, hasta que Oscandra consiguió sus ojos dorados, lo único que las diferenciaba era el cabello y el carácter. Eran realmente distintas, pero se querían con fervor pues no eran sólo hermanas, sino que eran las piezas de un mismo puzle, eran lo que a la otra le faltaba, eran amigas, grandes amigas.

Oscandra había recuperado la postura y serenidad, siempre había tenido una mayor confianza en sí misma que su hermana; sin embargo, Luxia aún temblaba, descompuesta, incrédula, invadida por la incertidumbre.

—¿Qué vamos a hacer ahora, Os?

Su hermana se quitó el guante negro y acarició con cuidado su mejilla, piel con piel buscando transmitirle todo el calor posible.

—Honrarles, Lux. Vamos a hacer que Whërtia siga creciendo, ¿vale? Vamos a hacer que se sientan orgullosos.

Luxia asintió, aún incapaz de dejar de llorar. Era su deber continuar con la labor de sus padres y a pesar de que nunca se había sentido a la altura de nada, debía luchar por aquel férreo propósito.

Un carraspeo consiguió llamar su atención, recordarle que no eran las únicas personas presentes en la sala. Fijó la vista en los demás, que se encontraban de pie cerca de los ataúdes, justo frente a las escaleras que llevaban a los dos enormes tronos. Allí estaban Teemotil, capitán de la guardia de la ciudad; Goisch, el bufón real que incluso en aquella ocasión mantenía sus estrafalarios atuendos y el eterno maquillaje que cubría cada pequeña porción de su piel; un par de Hijos Susurrantes, encargados de los cadáveres y por último, Shaith, völcanígneo, amigo de la infancia, prometido de Oscandra y también, por mucho que Luxia trataba de evitarlo, el amor de su vida.

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