Deseo deseo ©

By euge_books

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¿Qué pasaría si a un chico le viene la regla? Lo sé, lo sé, vas a decirme que estoy loca y delirante, pero lo... More

🍒Deseo deseo🍒
¡BOOKTRAILER!
Primer día de clases
Vómito de Fanta
Violet
Sentencia de muerte
Estúpida fiesta, estúpido Mittchell, estúpidos todos
Cerecita, la vengativa
Los efectos del vodka
Deseo deseo
Buenos días
¿Qué demonios está pasando?
¿Qué has hecho, Bárbara?
No puede ser verdad
Día de esconderse en el baño
Piernas sucias
El incansable Mittchell vuelve al ataque
La maldición de Bárbara y la bendición de Mittchell
Tutorías sangrantes
Mittchell Dramático Raymond
Revelaciones
La regla afecta las hormonas
Definitivamente, se le salió un tornillo
Chocolates en casilleros
Intensidad al mil por ciento
La fiesta más horrenda de la historia
Mentiras, fiesta y decepción
Humillación en Volcalandia
Gloriosa ley del hielo
#Ignorado
Maldita sea, Raymond
Charlas de medianoche
Inoportuna clase de matemática
De urgencias en el baño
Diagnóstico incorrecto
La enfermera sexy robapadres
Maratón de pelis y helado
Mini Iron Man
Amores que matan
Llamada telefónica de emergencia
Veo veo
El mayor 3312 de la historia de los 3312
Lobos sexys y adolescentes adoloridos
Herir no es lo mismo que partir en dos un corazón
Colorín colorado, este acuerdo se ha acabado
Agua fría y mantas calientes
Puertas cerradas vuelven a abrirse
Problemas en el paraíso
Usa tus propias botas, idiota
Intentando una nueva jugada
No es perdón, es servicio
Bibidi Babidi Bú
Adiós, estrella; hola, futuras responsabilidades
¿Empezar de cero?
Falda y tacones combinan bien con piernas peludas
Oportunidad ganada
Besos a medianoche y un «te quiero»
Nuevo comienzo
Epílogo

Esfuerzo número dos y un tal vez

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By euge_books

Bárbara


En el corto trayecto hacia nuestro destino, percibo todas las miradas de los adolescentes sobre nosotros. Casi puedo oír sus pensamientos: ¿el mundo se ha dado vuelta y ha invertido la polaridad de las cosas? ¿Ahora los opuestos se atraen? Todo eso y más sale por sus ojos, es excesivamente incómodo y que Mittchell bromee como si nada lo es aún más.

―¿No te callas nunca? ―le pregunto, bordeando la esquina que nos conduce a las puertas del comedor.

―Cuando estoy en la cama no hablo. ―responde, haciendo una mueca obscena con las cejas los labios. Tuerzo la boca con asco y camino más rápido.

―¡Información innecesaria!

Él solo se carcajea y aprieta el paso hasta igualar el mío.

Mi estómago se revuelve cuando huelo el olor a comida recién hecha. No sé determinar si es de ganas o porque tanto dulce de golpe me ha caído mal. No soy diabética ni tengo problemas con los alimentos, pero sí tengo una obsesión extrema por esos chocolates. Mamá tenía razón, algún día serían mi perdición, y aquí estamos, a punto de ingresar a un sitio con muchos platillos deliciosos y yo con un ataque de azúcar.

―Entra tú. ―pido, empujándolo desde atrás. Se voltea, apenas consciente de que me había quedado rezagada y frunce el ceño con confusión.

―Está bien, señora, como mande. ―Levanta ambas manos en señal de rendición y entra. Respiro profundo unas cuantas veces antes de dirigirme al baño de mujeres más cercano. Por supuesto, el mismo que utilicé cuando mi camisa quedó empapada de jugo de arándanos y desfilé como Taylor Hill en la pasarela de Victoria's Secret. Seguro que ella lo hace mejor.

Solo queda una chica cuando entro y no parece notar mi presencia. Cuando se va, pongo el pestillo y me dejo caer contra el frío mármol gris. Está fresquito aquí dentro, seguro porque la temperatura en el exterior es unos grados más cálida. Agradezco el golpe de frío y me froto los brazos hasta que estoy segura de que no vomitaré.

Me inclino y mojo mi cara con agua helada. Por fin puedo respirar con normalidad, aunque mi camisa está húmeda en ciertas partes.

―¿Es en serio? ―me quejo, viendo cómo mi sujetador se hace notar. Menos mal que elegí un tono blanco en vez de negro esta vez.

Pero mi karma no acaba ahí. Alguien toca la puerta con los nudillos, tal vez una pobre alma que se está orinando.

―¿Bárbara? ¿Te encuentras bien? ―No es una mujer la que me llamaba.

―Tienen que estar jodiéndome.

¿Por qué Mittchell tiene que encontrarme en los peores momentos? Mi pie lleno de mierda, el estómago revuelto... ¿Qué será lo siguiente? ¿Irrumpir en mi casa y encontrarme en ropa interior?

Los golpes vuelven a sonar y las sirenas de advertencia suenan en mi cerebro cuando intenta abrir la puerta.

―Sé que estás ahí, acabo de escucharte maldecir. No tengo poderes para atravesar materiales, ¿sabes?

Ruedo los ojos al cielo y trato de normalizar otra vez mi respiración. Estaba calmándome antes de que llegara, ¿no podía ir a comerse su hamburguesa en paz?

Sabiendo que no me queda de otra que abrir, me incorporo, aliso mi vestimenta de manera que no se note mi torpeza con el agua, y abro. Él está parado ahí, luciendo preocupado y divertido en partes iguales. Trae una bandeja pequeña en sus manos en donde descansa una botella de agua fría y unas papas fritas.

No hace falta ser un genio para distinguir para quién es cada cosa.

―Ten, me dijo Evina que te lo dé. Te vio entrar y dijo que te veías verde como Mike Wasowski.

Típico.

Le agradezco y me bebo de un trago el contenido. Mi garganta se siente aliviada en muchos sentidos y me apoyo contra la puerta. Evito deslizarme hacia abajo porque el suelo está sucio y no quiero aumentar mi mala suerte al ensuciar mi falda.

―¿Te sientes mejor? ―pregunta al cabo de unos segundos. Está masticando una papita como si fuera un castor. Una tras otra, sin descanso.

―Si dejaras de comer delante de mí, lo estaría.

Aprieta los dientes y guarda su comida detrás de su espalda.

―Lo siento. ¿Ya?

―Sip.

El silencio nos envuelve. Yo calibrando la posibilidad de iniciar una conversación en la puerta de los baños de mujeres y encerrarme de nuevo, y él, a saber qué estará pensando.

―Deberías guardar una ración para la semana siguiente.

Estallo en risas, por supuesto que diría algo así. Es Mittchell Raymond, mente estúpida, parece que lo olvidas.

―Sí, tienes razón. ―acepto. Bebo un par de tragos más hasta que me siento recompuesta. Mis manos han comenzado a helarse por la temperatura, por lo que decido salir. Mala idea, su cuerpo se interpone de manera muy conveniente.

―¿Estás segura de que estás bien? ―insiste. Arrugo la nariz y me cruzo de brazos―. Solo digo. No quiero que te pongas a vomitar en el pasillo. Eso sería peor que salir con un pie lleno de caca.

―¿Te das cuenta que estuve a punto de hacerlo si no me hubieses ayudado? No es bueno para mi salud que menciones lo que se forma en mi aparato digestivo.

―Es verdad, es verdad. Lo lamento, mi culpa. ―balancea los pies, sin hacerse a un lado todavía―. Entonces...

Muerdo con fuerza mi labio inferior. Mi paciencia tiene un límite, no sé de dónde estoy sacando reservas porque el tanque inicial se acabó hace rato. Me ruego control mental para no darle un puñetazo en el abdomen y salir corriendo de ahí. En su lugar, finjo una sonrisa y ladeo la cadera. Desde esa postura, parece incluso más alto de lo que ya es.

―¿Entonces qué?

―¿Estás bien?

―¡Sí, Raymond! ¡Podría saltar de un rascacielos sin vomitar!

Ay no, no, no. Cerebro borra esa imagen, bórrala.

Enseguida se da cuenta de lo que me sucede y niega con la cabeza, apretándose el puente de la nariz.

―Ni se te ocurra. ―advierte cuando ve mi penoso intento por contener la bilis poniendo una mano en mi estómago.

―¿Yo? ―Mi voz sale unas octavas más agudas de lo normal, delatándome―. No, cómo crees. No voy a...

Me toma de los brazos y me guía dentro, me inclina sobre un cubículo y me alza el pelo hacia arriba para que no me lo manche. Me costó menos de dos segundos expulsar todo lo que había ingerido.

―Ya salió. Ya salió. Ya está.

Me da pequeñas palmaditas en la espalda hasta que mi respiración se regulariza. Jadeando, me siento en el suelo, sosteniéndome la cabeza, la cual late con fuerza. Después de todo lo que hemos vivido, esto es lo que más vergüenza me da. Ahora siento un poco lo que sintió cuando vi sus pantalones manchados.

Me extiende el botellín que me he dejado fuera y me lo pasa por los labios, humedeciéndolos. Me ayuda a levantarme y me dirige hacia los lavabos, donde me echa agua en la nuca y la frente.

―¿Por qué me ayudas? ―pregunto con las palabras arrastradas.

―Porque es mi culpa que estés así. ―Siento su mano recoger mi cabello y haciéndolo un moño desordenado en mi cabeza―. Además, cuenta como un segundo esfuerzo, ¿cierto?

Rio un poco, pero le golpeo el hombro cuando menos se lo espera.

―No soy una acumuladora de méritos.

Me enderezo y compruebo que mi camisa no ha sufrido grandes daños. Se ha mojado un poco más debido a la pequeña ducha improvisada a la que me ha sometido, y no veo rastros de color en mi ropa salvo la pertinente.

Enjuago mi boca varias veces. Debo tener un chicle y perfume en alguna parte de la mochila.

―Está bien, no lo eres. ―Deja pasar un dramático silencio antes de abrir la boca de nuevo―. Pero, ¿igual cuenta?

Lo empujo.

Tomo el bolso que quedó a un lado de la puerta y revuelvo hasta dar con el dichoso bote de perfume. Siempre lo tengo desde que a este imbécil se le ocurrió ponerme una bomba de pedos en una silla. La clase olió mal por dos semanas enteras, también todos los alumnos. Tuve que decirle a mamá que se había descompuesto una cañería, porque era literalmente un suplicio acercarse a mí.

En los rincones de mi mochila encuentro el perfume, dos gomas de pelo, tres bolígrafos que he estado buscando hace meses y un condón. ¿Cómo rayos llegó esto a mis pertenencias? Lo saco, asqueada, porque además está vencido, y lo tiro en el cesto de la basura.

―¿Qué haces? Acabas de lanzar al capitán Gorrito. ―dice él. Mi cabeza se voltea lentamente como en una película de terror. Puedo decir lo mismo de su rostro cuando veo su expresión―. ¿La broma del condón que te hice el año pasado? Dije que tenías un...

―¡Ya lo recordé! ―grito. Vuelvo a poner todo en su sitio y termino de arreglarme.

Esa broma era una peculiar suya. Le encantaba ponerles condones a la gente en sitios visibles, donde podían caerse con facilidad y dejarlos en evidencia, o directamente en sus mochilas. Era completamente innecesario burlarse de la actividad sexual de alguien, demasiado absurdo hasta para Mittchell que por poco tiene sexo en cada pasillo con la mitad de la población femenina. Aunque, ahora que lo pienso, eso hace mucho que no sucede.

Tengo que sacarme esta nueva imagen de la mente si no quiero regresar al retrete.

Me embadurno de loción de flores y me apoyo contra la pared para recuperar el aliento. Todavía no ha acabado el horario del almuerzo, calculo que faltarán diez minutos, tiempo en el que tengo que decidir si me voy o si me quedo.

―No vas a quedarte bajo ningún termino. ―dice él, colocándose delante de mí y chasqueando los dedos cerca de mi cara.

―¿Lo dije en voz alta?

―Sí, y de ninguna manera permitiré que te quedes en este estado. Y no estoy haciendo esfuerzos de nada.

Mi pecho se agita con su última oración, o puede ser mi deteriorada situación lo que hace que me sienta cada vez peor con cada minuto que pasa.

―Mis padres trabajan todo el día, no hay nadie en casa.

―Bueno, pues llámales. Pregunta si pueden pasar por ti.

―¿Estás loco? No estoy en jardín de niños. Puedo tomarme un bus. ―Pataleo como una niña pequeña―. ¡Olvídalo! Me quedaré.

Arquea la ceja y lo siguiente que registro es que me está llevando en brazos por el pasillo hasta la oficina de la directora.

Cruzo los brazos sobre el pecho y miro a mi compañero, enfurruñada. Él me regala una sonrisa de suficiencia y vuelve su vista al teléfono, donde la musiquita del Flying Tom taladra mis oídos.

Estamos fuera de la oficina de la directora, sentados en los asientos de cuero fríos esperando a que se desocupe para poder pedir permiso e irme a casa. No es como si tuviera muchas opciones. Mittchell me llevó sin cansarse hasta depositarme en donde estoy ahora. Me costó un mundo no vomitar de nuevo, pero lo conseguí milagrosamente.

Lo fulmino con la mirada por quinta vez en diez minutos y, justo en ese instante, la puerta de madera se abre y deja entrever a la directora. No le doy más de cincuenta años, pero aparenta de treinta. Tiene arrugas en las esquinas de los ojos y en los bordes de la boca. No es de mis personas favoritas, siempre que acudía a ella para que me ayudara contra el bulliyng que recibía, se limitaba a archivarlo en un acta cubierta de polvo, pero la situación nunca se resolvía. Está corrompida por el dinero que los padres ingresan para que sus hijos no les causen más problemas en casa. Es un ciclo corrupto e interminable que me enfurece, pero no puedo hacer nada contra él.

―Lamento la demora, alumnos. Pasen, por favor. ―pide, haciendo un gesto amable y moviéndose para que podamos entrar. No contengo mi enojo y a ella también le lanzo una mirada, haciéndole saber mi molestia―. ¿Qué es lo que sucede?

―La señorita Sucker no se siente bien, vomitó su desayuno y está levantando fiebre. Trato de convencerla para que se vaya a su casa, pero no me escucha. ―relata. Me revuelvo cuando me toca el hombro, enfadada. ¿En qué momento me tocó la cabeza para saberlo?

―Ya veo, no tienes buena pinta. ―dice. Me muerdo la lengua para no soltar ningún comentario sarcástico―. Puedo llamar a tus padres para que vengan a recogerte.

―Ellos están demasiado ocupados, no hace falta que los moleste. Además, me siento mejor.

―No, no te sientes mejor. Apestas. ―me susurra Mittchell cerca de mi oído y olfatea alrededor para molestarme.

―Pues aléjate.

En medio de nuestra lucha mental, no me di cuenta de que la señora ya está llamando a mi madre, y ella le ha contestado.

―Entiendo. ¿Puede pasar por ella? ―continúa la mujer. Aprieto mis labios, esperando que diga que no porque soy así de cabezota―. Perfecto, la esperamos.

Diablos.

Deja el teléfono en la base y me dedica una sonrisa tranquilizadora.

―Está en camino, cielo. ¿Quieres una aspirina para el dolor? ¿Una para la cabeza, quizás? ―ofrece.

―Estoy bien, gracias.

―Para el estómago, si tiene.

Mittchell y yo hablamos al mismo tiempo y le piso el pie con fuerza sin que la directora nos vea. Aprieta los dientes y simula una sonrisa.

―Tomaré solo agua. ―zanjo el tema, doy las gracias de forma atropellada y salgo por la puerta.

Me siento en los sillones de nuevo y bebo un largo trago antes de cerrar los ojos. Mittchell desciende a mi lado y suelta un suspiro.

―¿No te sientes mejor por ir a tu casa? ―cuestiona. Respiro profundo, pero tiene razón. Quedarme por mi propia obstinación me hubiera causado otro mal de cabeza y no me iría nada bien―. No cuenta como esfuerzo, pero, si tu madre no contestaba, yo mismo te habría llevado.

Mis cejas deben haber tocado el techo.

―No te creo. ―Una sonrisa baila en mis labios, indecisa por salir o quedarse escondida. En cambio, él muestra todos sus dientes y sus ojos brillan con una emoción desconocida.

―Pero sigo esperando mi respuesta a la cita.

Muerdo mi labio, pero soy incapaz de contener la risa. ¿Por qué rayos me estoy comportando de esta manera? ¿Es que se me cruzaron los cables en la cabeza?

―Tal vez, Raymond.

―¿Eso es más un sí?

―Es un tal vez.

No lo dejo continuar pues vislumbro a mi madre entrando por la puerta principal, con una mueca de preocupación. Llega hasta mí, saluda a Mittchell, le da las gracias y nos aventuramos al exterior con ella abrazándome por los hombros.

No sé por qué tengo la sensación de que no se ha movido de su lugar hasta que entré en el coche. 


¡Tenemos un tal vez! ¿Aceptará? ¿Qué harán? ¿Qué cita le tiene preparada? Muchas muchas preguntas que iremos descubriendo con el tiempo. 

Espero que hayan disfrutado del capítulo. 

Besos, 

Euge.

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