Life Beyond Times

By _Driley_

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¿Qué harías si un día despiertas en el antiguo Egipto? Para Yugi Mutou no había otra opción más que cundir al... More

Prólogo
Bajo el sol más brillante y la arena más fina.
Rayos de sol y pétalos de cerezo.
Los lotos en el río.
Un corazón noble.
La fiesta del faraón.
Tras las murallas del palacio.
Estrellas de sangre.
Un atardecer rojo carmesí
La dama de blanco
El sutil susurro de la deidad
El trastabilleo de la corona
La calma antes de la tormenta

El bandido del desierto y el joven del sol naciente.

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By _Driley_

No sabía cómo es que sus piernas le permitían seguir caminando, apenas había dormido. Unas enormes ojeras se posaban debajo de sus ojos carmines, angustiados. No era un secreto que la mayoría de gente en el palacio supiera del atentado ocurrido, tampoco que el faraón estaba especialmente molesto con la situación. Isis había logrado salvar la vida del japonés, haciendo casi milagros y sin siquiera pedir permiso, inducido a Yugi en un coma temporal del cuál no tenía certeza de cuándo despertaría. Aquella incertidumbre mezclada con tristeza se había convertido en ira. Entre los pasillos del palacio, Atem se dirigía a donde Mahad, quien se estaba encargando junto con Shimon y Mana de analizar el cadáver. Una vez en la habitación, un olor asqueroso se coló por su nariz, al parecer el calor del día lo había hecho aún peor.

—Mahad ¿qué has descubierto? —dijo mientras se cubría con su capa. A pesar de la basta ventilación el hedor le provocó arcadas.

—Es uno de nuestros guardias, no sabemos en dónde se encontraba pero, hallé esto —agarrando unas pinzas, su visir le tendió un insecto sobre un plato pequeño, parecía un escarabajo—. Es un M'nit*, un parásito maligno que se encuentran en el desierto, usualmente en aldeas abandonadas, comen carne podrida.

—Logré estudiarlos en una expedición con Mahad, le derriten la piel al huésped hasta matarlo —Mana había tomado la palabra, igual llevaba una tela cubriendo una parte su rostro—. Es horrible ver a alguien que ha sido infectado por uno...

—Si la picadura los inutiliza ¿cómo logró entrar? —Atem quería evitar tanta habladuría, necesitaba saber quién había sido el culpable. Mahad notó la seriedad en los cansados ojos de su líder.

—El ataque es culpa de alguien más —Shimon, quien se sentaba al otro extremo de la sala parecía no molestarle el olor—. Un Ka maligno muy poderoso pudo ser el causante de que controlaran a este hombre.

—¿Hablas de que alguien lo infectó a propósito y se escabuyó hasta la habitación de Yugi para matarlo? —la rabia aumentaba en el faraón. La pregunta de por qué el japonés y no él lo atormentaba.

—El día de su fiesta, cuando el bandido atacó, nadie supo cómo escapó. Sin embargo, en una pared del palacio encontramos una sustancia parecida a la que el ser emite, es probable que...

—Esté buscando venganza —interrumpió Mana, preocupada por su primo, incluso por su amigo—. Sabía que él es importante para ti.

—Nos estuvo vigilando... —de repente el olor no importaba, ni siquiera el hueco en la boca de su estómago que le imploraba que comiera. De alguna forma aquel hombre los había estado observando—. Mahad, no podemos bajar la guardia, no sabemos cuando hará su próximo movimiento. Mana, cuida a Yugi, cuento contigo para vigilarlo hasta que despierte.

La chica entendía que su primo no pidiera las cosas como usualmente lo hacía. Gentilmente asintió, el visir en cambió respondió con una afirmación y reverencia. Ambos salieron de la sala para realizar sus respectivas tareas, Atem dió la media vuelta, dispuesto a salir del lugar.

—Joven Atem... Se avecinan tiempos oscuros —Shimon había hablado. El faraón aún estaba de espaldas—. ¿Por qué no quisiste preguntar por el efecto de los artículos del milenio?

El moreno no respondió. Se había dado cuenta que algo no marchaba bien cuando puso un pie en la habitación de Yugi, aún peor cuando aquel líquido no había hecho mella alguna en él.

—Los guardias aseguran haber visto al joven Yugi matar a un compañero suyo —el poder del rompecabezas, la sortija de Mahad. La maldad no podía ocultarse a sus portadores—. Tú viste otra cosa ¿qué era?

Atem no había querido hablar de eso pero Shimon ya era un viejo con experiencia, había portado la llave milenaria antes que Shada.

—La sombra, al fondo del cuarto... —la escena de la sangre en el piso, la enorme mancha huyendo por la pared de la ventana, la ausencia del Ba.*

—Sea lo que sea, este hombre no tiene la culpa, Atem. La maldad ha corrompido el alma de otro para utilizar a su prójimo —su maestro tenía razón. No podía dejar de lado a la familia del guardia.

Apretó los puños, estaba siendo egoísta. Se había esmerado tanto en encontrar un culpable que durante día y medio no se preocupó por el inocente que había muerto a causa del bandido e incluso lo culpaba de atacar a Yugi. Las lágrimas se le salieron de los ojos, no dejaba de ser humano, tenía miedo de lo que pudiera pasar.

—No es tarde para aclarar las cosas —el viejo se levantó de su silla y en silencio caminó hasta salir. El moreno se quedó parado, intentando calmar sus emociones.

—¿Por qué la sangre de Yugi anuló el efecto? —Atem sabía que el único capaz de resolver esa pregunta sería su maestro. El mayor detuvo su andar.

—El tiempo te lo responderá, recuerda que no estás solo —siguiendo su camino dejó a su faraón solo.

¿Hace cuanto que no lloraba? Un rey no debería llorar, o al menos eso había escuchado el día en que su padre le habló sobre su madre. La última vez que derramó lágrimas había sido solo, la noche del día de su nombramiento. Después su mente se había envuelto en un fino velo, ocultando el dolor con la misión de proteger a su pueblo, aquella tela le desviaba la vista fuera de esa herida.

Si no está, si no lo pienso, si no lo veo, no existeeso se susurraba el mismo, o su mente, no sabía con certeza, pero aquello lo mantenía a salvo.

Hey! Wake up —una voz graciosa le hablaba en su sueño, algo lejana—. Wake up, wake up!

Aquel sonido se hizo más claro, Yugi estaba seguro de que lo tenía al lado. Con mucha dificultad abrió los ojos, la vocesita no se callaba, repitiendo lo mismo. El techo, el aroma del lugar. La sorpresa lo hizo levantarse de golpe, provocándole una punzada en el costado. Se miró la mano, el abdomen, la pierna. Nada. Sin heridas pero, por alguna razón un dolor fantasma se hacía presente. Apagó el despertador en forma de dragon negro y ojos rojos. Había regresado a su tiempo. Nada había cambiado, ni siquiera su ropa. Levantándose con cuidado de su cama se miró en el espejo del baño, se pellizcó y lavó la cara. Todo parecía ser muy real, sí estaba en su tiempo.

—Atem... —¿qué había pasado con él? ¿y su cuerpo? ¿había muerto y por eso regresó? Muchas preguntas, cero respuestas.

El reloj en la pared marcaba una hora restante para el inicio de la escuela. Si aquello no era un sueño todo debería seguir igual allá afuera. Sus únicos dos amigos, la horrible comida de la cafetería, el aburrido profesor de geometría y su examen. Yugi tuvo una idea, tal vez si todo seguía intacto, después de clases podría pasar a la biblioteca para buscar entre los libros de Historia. Necesitaba saber qué había sucedido con su amigo.
Apurado tomó su uniforme de una percha en la puerta, esta vez no llegaría tarde al colegio.

—Atem, debes comer —Mana sostenía un plato con sopa, su primo, estaba en la biblioteca, sentado en una mesa al fondo, analizando unos papeles. La noche empezaba a caer y ni siquiera se había molestado en dormir un poco, asearse o comer.

—No tengo hambre —dijo clavando su mirada en el papiro. La verdad es que no podía concentrarse en leer.

—No es cuestión de querer o no, tienes que —la morena se sentó enfrente suyo, quitando el papel y poniendo el plato en su lugar.

El mayor, fastidiado por todo lo sucedido miró la comida. Aún estaba caliente, olía delicioso, probablemente porque ya estaba muy hambriento. La chica no dijo palabra más, se dispuso a ordenar los tubos con todo lo que estaba en la mesa. Aquel truco lo había aprendido de su tía, la esposa de Aknadin, cuando Seto y Atem no querían comer les dejaba la comida para que el aspecto y olor los cautivara. Mana se alegró al escuchar el sonido de la cuchara rozar con el plato.

—¿Ves? No era tan difícil —dijo una vez su primo había terminado—. Deberías intentar dormir esta noche, aunque sea un poco.

—Cada vez que cierro los ojos vuelvo a ver la sombra, la sangre, todo —el tricolor se talló los ojos, cansado.

—Yugi va a despertar, pero no puedes ayudar si no estás al cien, lo sabes —su prima le había tomado de las manos. En su dedo índice se hallaba un anillo de oro con una turquesa en el centro—. Mamá siempre decía eso... Incluso el día del incendio me lo dijo.

Ahora era la chica quien lloraba. Su madre, quien había muerto presa de las llamas, dió su vida por la de su hija. Después se descubrió que aquello había sido un atentado y, por su seguridad, su padre la mandó con su tío Aknamkanon a vivir.

—Mana... —Atem recordó a la pequeña niña engreída que llegó al palacio. Esa misma noche la había escuchado llorar en su nueva habitación.

—Me regalaste un pájaro de madera para que no me sintiera mal y me dijiste que mi mamá ahora estaría con su hermana —la chica rió, secándose las lágrimas con el dorso de su mano—. Siempre has sido muy gentil, Atem... No dejes de serlo ¿sí?

Shimon tenía razón. No estaba solo, sólo era cuestión de dejar que los demás fueran su apoyo, dejar de guardarse lo que tenía, preocuparse más por él no estaba mal.
Unos pasos interrumpieron su momento, la figura de Isis se apareció de atrás de las estanterías.

—Faraón, un guardia exige hablar con usted pero detecto una fuerza maligna sobre él —el temple de su sacerdotisa parecía nunca tambalearse—. Los Seis ya están presentes en la sala real.

Los dos jóvenes se levantaron de sus sillas. Atem se sentía mejor, como si aquel ácido que se derramó en su pecho debido a la tristeza fuese limpiado suavemente con un paño.
Una vez enfrente de su trono, la pelinegra se postró a la izquierda del faraón, Mana quedó detrás de todos.

—Faraón —la voz de aquel hombre sonaba retorcida, como si dos personas hablaran al mismo tiempo—. Veo que pudo evitar una parte de mi venganza.

—¿Quién eres y qué quieres? —el enojo se convirtió en seriedad.

—Algunos me llaman la escoria de la sociedad, otros, el Rey de los ladrones —el cuerpo del guardia no era más que una marioneta—. Personalmente me gusta decir que soy lo que resta del sucio acto que cometió tu familia —aquellas palabras habían salido llenas de odio, incluso los ojos parecían ser otros—. Vengo a advertirte que no importa qué cueste, me vengaré —una risa salió de los labios del culpable—. Yo, Bakura, ¡juro que derramaré la sangre que sea necesaria! Y si no me crees... —de los pliegues en la ropa el títere aventó a los pies de los sacerdotes un pañuelo, dentro de este había un dedo—. Mi convicción es tan fuerte ¡QUE MORIRÉ SÍ ASÍ SE HACE JUSTICIA!

El nombrado Bakura tomó la espada que descansaba atada a la cintura del guardia para ponerla en el cuello de su víctima. Atem entendió todo, aquella sombra era ni más ni menos ese hombre. No importaba si el huésped moría, esa parte de él que había depositado en otra persona regresaría a su cuerpo.

—¡Eso no será hoy! —el rompecabezas del milenio empezó a brillar a la par que el faraón extendía una mano—. Ya cobraste una vida, no dejaré que vuelvas a hacerlo.

—¡Deja el alma de este hombre libre! —Mahad había intercedido con la sortija, viendo el mal del cuál Bakura se había aprovechado.

—¡Rápido, traigan una tabla de piedra! —el maestro Shimon había hablado, varios sirvientes corrieron a por una.

La espada había caído al suelo. Shada alzó la llave para abrir la mente del guardia, de la espalda de éste emergió una criatura de color terracota, con un solo ojo y unos pequeños cuernos; el ojo de Aknadin había surtido su efecto. Finalmente, Seto empuñó el cetro, era hora de terminar con esto y luego el alma del hombre sería juzgada.

—¡El reino de las sombras es dónde perteneces! —la tablilla que había sido puesta entre las escaleras al trono y Bakura se mantuvo de pie por el poder que emergía del cetro. Aquel monstruo de un ojo se retorció, siendo atraído a la prisión de cantera.

Un sonido sordo fue lo último que quedó. Incosciente, en el piso, el guardia había dejado de ser la vasija del ladrón. Karim se encargaría de juzgarlo una vez estuviese despierto.

—Lleven a este hombre al calabozo, cuando despierte traíganlo a mí —el mencionado dió las órdenes a dos siervos mientras otros se encargaron de llevar la tablilla junto a las demás.

Atem no dijo palabra, solamente se retiró, aún tenía algo que confirmar.

El bullicio de la entrada, el sonido de los casilleros, la campana que anunciaba el inicio de las clases, parecía que Yugi nunca había estado ahí, le asombraba que tan solo casi tres meses habían bastado para sentirse un extraño entre las calles de Tokyo. Sentado en su pupitre observó el salón a detalle, grabateó con su pluma fuente, recordando la tarde con su amigo. No negaría que se sentía en casa pero, le faltaba esa esencia que sólo el palacio tenía ¿o sería la gente que conoció? Quizá ambas, todo era muy diferente. El timbre de receso le sacó de su fantasía.

—Oye Yug... ¿estás bien? —Jonouchi Katsuya, uno de sus dos únicos amigos le tocó el hombro.

—Ah, sí, sí, es sólo que me preocupa el examen, no estudié nada —respondió ocultando su verdadero pensamiento.

—¿¡El examen era hoy!? —el rubio se llevó las manos a la cabeza—. Viejo, vamos a reprobar.

Tenía que admitir que extrañaba el comportamiento de Katsuya, era muy gracioso, su única compañía junto con Anzu.

—Deberíamos ir a la terraza, no están esperando —dijo el ojiamatista, casi riéndose.

—¡Sí, sí! —dijo tomando su caja de bento, atada en una servilleta con perros. Su hermana acostumbraba hacerle el desayuno ya que Jono no era nada bueno en la cocina—. Pero ¡vamos! A nadie le interesa la historia de reyes muertos, ya no existen, ¡además Katsuki-sensei está obsesionado con eso!

Ambos chicos caminaban hacia donde su amiga. Yugi escuchando todas las razones de su compañero sobre por qué aprender tanto de Egipto era casi una locura. Una vez pisando la azotea el tricolor sintió el aire en su cara, desde ahí se podían ver los arces rojos, aquellos que Atem tanto quería ver.

—¡Chicos, por aquí! —la castaña, sentada en una banca, movió su mano para atraer la atención de sus amigos.

El azul del cielo, sin nubes; los rayos del sol, que no quemaban; el dolor en su mano izquierda, único resquicio de su viaje ¿por qué había vuelto? Añoraba regresar a Japón, sin embargo, ahora le sabía a una victoria incompleta.

—Chicos, gracias por todo —Anzu y Jonouchi pararon su animada discusión sobre el examen, asombrados de que su amigo hablara de sus sentimientos—. Hoy estoy algo sensible —rió, algo le decía que era mejor hacerlo o se arrepentiría.

—Suena como una despedida, no es justo —la dulce Masaki hacia pucheros, cruzando los brazos con unos palillos en mano.

—No irás a ningún lado, tranquilo hermano —aquellas sonrisas le decían que todo estaría bien, aunque pasara lo sea, ellos no se irían de ahí.

Lo que quedó del día corrió con normalidad y nostalgia. Incluso en el examen varias cosas ya las sabía, con suerte podría alcanzar el aprobatorio. De regreso a casa paró en la biblioteca. Algo que siempre le había gustado era ir a hojear libros de lo que fuera, a veces tomaba un café con la anciana que acomodaba tomos en el turno de la tarde. Buscando entre los pasillos dio con unos cuantos libros sobre el antiguo Egipto, agarró uno al aire titulado “Historia de los faraones”. El índice no tenía rastro alguno del nombre de su amigo pero, al final había una sección para aquellas evidencias donde se encontraron otros reyes, de los cuales no había mucha información. Yugi abrió la página indicada y pasó el dedo por las líneas, casi un párrafo después encontró algo. Cerró el libro de golpe, atropellando su pulgar que sostenía las hojas.
Quizá no debió haber leído eso. Nuevamente dejó el libro en su estante correspondiente, debía ir a casa antes de que la curiosidad le carcomiera, esa línea había sido suficiente.
Al salir de la biblioteca varias hojas rojas se arremolinaron a sus pies. Tomando la que estaba en mejor estado se dispuso a regresar. Ahora estaba preocupado. Miró su pequeño tesoro, sosteniéndolo por la rama, los arces en pleno otoño tenían el color de los ojos de Atem, se parecían aún más cuando el sol de la tarde rozaba las copas de éstos.

“Gracias Yugi” su voz resonó en su memoria. Él no le había agradecido, aunque, tampoco tenía la certeza de estar vivo en aquel tiempo ¿o dimensión? Aún no le quedaba claro qué separaba su tiempo del suyo.
Abrió la puerta de su casa, sus padres seguían fuera del país, gestionando las propiedades que su abuelo dejó, así que tenía casa sola para rato.
Descalzándose subió a su cuarto, tiró su mochila y observó la ventana en la parte superior de su habitación, el Sol entraba en sólo un rayo enorme, alumbrando su escritorio. Allí, encima de todo se encontraba el libro de Historia. Su memoria desempolvó la vez que estuvo momentáneamente en su cuarto, en aquel sueño. Temeroso de encontrar algo como lo de la biblioteca echó un vistazo a la página. En la parte inferior izquierda se encontraba la foto de la piedra, el pie de ésta decía: Piedra de Ra. Encontrada en el Valle de los Muertos, en el Templo del Alma Divina”
Aquella gema de la que el faraón hablaba, ahora sabía donde estaba pero, ¿de qué servía? No sabía volver, mucho menos si podría. Leyó lo que restaba de la página. Nada, información sobre la minería de ese tiempo, nada importante. Se volteó, cruzando sus manos detrás de su cuello, ahora tenía la ubicación pero faltaba algo. Mirando a través de la ventana dejó caer sus brazos, exhalando derrotado. Su cuerpo dió un saltito, una lucecita naranja se había reflejado en la pared debajo del rayo de Sol, aquello no podía ser otra cosa que el collar que su abuelo le había dado.
De tan rápido que volteó Yugi tuvo que atrapar en el aire su silla. Se había olvidado por completo que lo tenía, era un gran recuerdo ya que su abuelo se lo trajo de su último viaje. Extendió su mano hasta la joya, la cual estaba sostenida con correas de cuero, al rozar sus dedos con ella ésta pareció relucir como el oro. El piso desapareció, sustituído por una leve caída, Yugi miró hacia arriba, una mujer dorada parecía caer hacia él con los brazos extendidos, el japonés le devolvió el gesto y la fémina por su parte tomó sus manos. Su toque le contagió una paz nunca antes experimentada, viendo su sonrisa maternal parecía que la guerra no había tenido lugar en el mundo. Su kalasiri*, sus joyas, su diadema, todo brillaba al igual que su belleza.

—Joven Yugi —su voz, podía jurar que una diosa le estaba hablando—. Aún no es tiempo, el momento llegará.

—¿Qué momento...? —se sentía en las nubes, completamente perdido en la calidez amarilla.

—Recuerda, no estás solo —el ojiamatista asintió—. Solamente cree.

La mujer le soltó las manos y un azul profundo empezó a invadir el ambiente, aquella diosa parecía alejarse más y más de él. Nuevamente sus pies tocaron el piso, todavía se encontraba con su ropa que usaba en Tokyo. Dunas de arena se extendían debajo suyo, la noche era callada, una ráfaga de viento lo hizo tambalearse. El ojiamatista se cubrió con la manga de su uniforme para evitar que la arena se metiera en sus ojos y una vez se calmó pudo oír pasos yendo hacia él. Ahí, parado con su túnica roja, estaba el hombre que intentó matar a Atem el día de la fiesta. En sus costillas se hallaba la cicatriz de la flecha.

—¡Diabound! —la aguardientosa voz del chico convocó a un monstruo con forma de serpiente—. Acaba con él.

La bestia se impulsó hacia Yugi y él cruzó los brazos. De la arena emergió un dragón de color negro, en su piel tenía esferas de color rojo. Vociferando y con una de sus enormes garras aplastó al monstruo del otro, ambos seres se volvieron arena ante el impacto.

—Debes apurarte —la mirada llena de malicia parecía ahondar en su ser—. Porque un destino peor te espera.

El ojiamatista entendía a lo que se refería. Ahora todo estaba claro, no había muerto pero la próxima vez no tendría tanta suerte.
¿Iba a morir en algún tiempo? Esa idea chocaba con la observó en las hojas de aquel libro.
El peliblanco caminaba en dirección suya, volviéndose polvo. Yugi miró sus manos, él también se desintegraba pero aún podía escuchar la risa enferma de aquel tipo, sumada a los desenfrenados latidos de su corazón.

Una golondrina observaba el cuerpo inerte del japonés en cama. Mana, aprendiz de Mahad, había encontrado la forma de mantener vigilancia sobre su amigo sin estar totalmente presente. Aquel pequeño animal estaba parado sobre la silla del escritorio de Atem, ante cualquier movimiento inusual, volaría con su maestra para avisar, según la morena sería un hechizo simple pero viable, no le costaría tanto desgaste a su Ba. Habían pasado tres días desde que Isis dejó intencionalmente en coma al ojiamatista, días en los que no se había movido, los siervos se encargaban de su cuidado y por la noche Atem cuidaba de él, después de todo se hallaba en su propia alcoba.
La respiración de Yugi empezó a hacerse más fuerte. El ave, que acicalaba sus plumas, prestó atención.

En sus sueños, el ojiamatista estaba sumido en la oscuridad de la noche, acompañado de su propio latido. Ambos sonidos cesaron cuando despertó. Súbitamente, abrió los ojos, estaba erguido en la cama, totalmente hiperventilado. Una fina capa de sudor le perleaba la frente, se sentía seguro de salir de ese coma. Igual que en su tiempo las heridas dolían pero ahora sí estaban ahí, las vendas se encontraban en su costado, mano y pierna. No tenía otra ropa más que un faldón, sin embargo este carecía de cinturón alguno así que no era buena idea levantarse. El ave ya no estaba, en menos de un minuto se encontraba piando alredor de su ama.

—¿¡Estas seguro!? —la avecilla revoloteaba—. Debemos ir con Atem, esto es un milagro —Mana estaba completamente feliz, mucho más calmada ya que dos seres queridos estarían recuperados.

A la joven no le importó que su primo estuviera en la sala real, entró corriendo, con el ave a su lado. Atem miró a la alegre chica y sus ojos brillaron, aquello era una buena noticia. Un intercambio de miradas fue suficiente para que ambos casi trotaran a la alcoba del mayor. Ya enfrente de la puerta se veían como dos pequeños emocionados, Atem empujó la puerta. Enfrente, en la cama, yacía semisentado el ojiamatista.

—Atem... —el menor dejó de observar sus manos para clavar la mirada en el otro tricolor. El faraón por su lado se apresuró a abrazar a su amigo, no mentiría si dijera que el alma le volvió al cuerpo.

—Estás bien... —fue lo único que el ojicarmin dijo, pegado a la piel desnuda del japonés, oculto entre su hombro y cuello.

Yugi extendió su mano hacia Mana, no quería dejarla fuera del abrazo. La joven no lo pensó dos veces, se lanzó a la cama, hundiendo su cabeza en el otro hombro disponible. Duraron así un par de minutos, en silencio, secándose cada quien sus lágrimas hasta que la morena se levantó, debía ir a avisarle a Isis que todo estaba en orden. Atem se quedó solo con Yugi, aquel silencio entre ambos se sentía como miles de días de haber estado separados.

—Yo... Quiero agradecerte por salvarme —Yugi pasó la mano por sus vendajes. Aún recordaba la imagen de su amigo durmiendo—. Por preocuparte y seguramente cuidar de mí.

—Fue Isis, yo... Sólo hice lo que debía hacer —Atem no podía dejar de ver aquellos orbes amatistas, el dueño de los mismos lo había notado, sonrojándose un poco. Yugi recordó el color de las hojas de los árboles, su sueño, debía contarle. El menor le tomó las manos al moreno.

—Estuve en Japón, esta vez fue real, te lo juro, no sé cómo pero pasé un día entero allá —la mirada dulce de Atem se había cambiado por una llena de curiosidad—. Mis amigos, todo está bien.

La nostalgia se desbordaba en los ojos del japonés, aunque si miraba más a fondo sabía que algo lo tenía nervioso.

—Los arces ya están rojos —el pulgar de Yugi paseó por el dorso Atem—. Me acordé de ti... —se odiaba por haber descubierto su nombre en la biblioteca.

—Oye... —el ojicarmín le acarició la mejilla al menor, limpiando una lágrima—. Todo estará bien.

Atem le ofreció una sonrisa tranquila. Yugi miró como sus labios se curvaban diciéndole que en verdad no pasaría nada, que al menos por ahora no se preocupara.

—Gracias, Atem —respiró. No tenía caso darle vueltas al asunto, después de todo quizá podría cambiar la historia, lo que importaba era la información que había conseguido—. Por cierto... En mis libros encontré algo que podría ser útil.

—¿Qué cosa? —el faraón sintió que tan pronto despertaba ya lo estaban separando de su lado otra vez.

—La piedra de Ra, sé dónde está.

—¿En serio? ¿Cómo? —eso sí que había sido sorprendente, seguro en el futuro alguien tomó posesión sobre ella.

—Está en el Valle de los Muertos, en el Templo del Alma Divina.

—¿El templo Ntry'Ba? Creí que eso sólo eran cuentos de mi nodriza... —era cierto lo del valle pero, nadie tenía certeza o prueba alguna de que aquel templo existiese—. Nadie lo ha encontrado, Yugi.

Las palabras del mayor desanimaron un poco al japonés.

—Pero podemos empezar a buscar información —a Atem le dolía pensar en la partida del menor, sin embargo, una promesa era una promesa—. Te prometo que encontraremos la solución.

Yugi asintió, confiaba en el faraón, nunca le había fallado.

—También, bueno, vi al hombre del atentado en mi sueño, me dijo que me apresurara ya que un destino peor me esperaba —la ira hizo mella a través de la sangre del mayor, esta vez no lo permitiría tan fácil.

—Se ha presentado aquí, intentó matar a otro guardia, lo detuvimos pero demostró que estaba tan decidido que incluso se ha cortado un dedo para conseguir víctimas —a criterio del tricolor, la teoría de que aquel sujeto estaba realmente loco se reafirmaba con ese dato.

—Atem —habló Yugi decidido, tomando la mano ajena entre las suyas—. No estás solo, ninguno de los dos lo estamos.

Las palabras de la mujer refrescaron la memoria del japonés mientras que la voz de Shimon resonó en la mente del faraón.

—Sé que no, ahora lo entiendo —dijo mirando la mano ajena sobre la suya—. Por eso, aún debo darte algo —Atem se levantó, yendo a su mesa sacó algo de una caja de oro para sentarse de nuevo enfrente del menor—. Esto era lo que te decía hace unos días.

Entre sus manos se hallaba un brazalete de oro. El ojo de Horus tallado en bajorelieve, el mítico Wedjat contenía una piedra color ámbar en la pupila. Al voltear el mayor el accesorio Yugi pudo ver un buitre grabado de la misma manera, sus alas estaban abiertas.

—Era de mi madre —la mirada del moreno no se despegó del artículo—. Lo usaba como amuleto. Tanto el ojo como el ave significan protección, verdad. Ella lo usó hasta el día de su muerte.

—¿Estás seguro de que lo tenga? —el ojiamatista sentía que aquello era demasiado importante para él.

—Totalmente —Atem tomó la muñeca de Yugi, colocando la joya en la misma—. Nejbet proteje a los faraones. Mi padre me dijo que había sido cierto al salvarme a mí del parto complicado, después de todo yo sería el siguiente en tomar el trono.

—Pero yo no...

—¿Ser un faraón? Sé que no pero si tuvieras la oportunidad estoy seguro de que serías un maravilloso líder —el japonés admiró su nuevo presente—. Protegió a mi madre, al menos hasta que tuvo que interceder por mí, sé que lo hará de nuevo contigo —nuevamente tomó las manos de Yugi entre las suyas, apenas recargando sus dedos en sus palmas y viceversa.

—Es hermoso... Lo cuidaré siempre, muchas gracias, Atem.

—Hay algo más... —la pena adornó el gesto del mayor, haciéndole alejar sus manos de las ajenas—. Después de lo sucedido quisiera que no estuvieras tan lejos y por eso te iba a preguntar si... bueno... quisieras quedarte conmigo de ahora en adelante.

Aquella petición le había subido a Yugi todas las tonalidades de rojo a la cara. Su corazón se salía del pecho, aunque no tenía por qué, no había nada de malo que dos amigos durmiera juntos, o que compartieran habitación.

—Si dices que no lo entenderé perfectamente, respeto tu decisión y precisamente te preguntaba para...

—¡No, no, está bien! —era un nervioso, pero tampoco estaba tan seguro de poder dormir de nuevo en una habitación sin nadie cerca—. Creo que me vendrá bien algo de compañía.

Ambos estaban completamente avergonzados de sus reacciones, eran casi unos adultos y a solas se comportaban como un par de niños. El silencio que se sembró era extraño, incluso a Yugi le empezaron a dar ganas de reír, no supo si de los nervios o la felicidad, pero Atem leyó sus intenciones ya que tan pronto vio su mirada soltó una pequeña carcajada, la cual fue interrumpida por Isis.

—Alteza, debo revisar las heridas, si no es molestia.

Atem se levantó, aún dándole la espalda a su sacerdotisa le regaló a Yugi un pequeño guiño, o al menos un intento.

—Claro que no Isis, puedes pasar, debo asegurarme de que Yugi tenga ropa y comida. Volveré en un rato.

Así, la calma volvió a pasearse por los pasillos del palacio, aunque fuese por ahora. Larga, corta, mediana, no sabían que tanto duraría su estadía pero por hoy todo estaba bien.

Aún si la tormenta destroza la tierra, el cielo es cubierto de negras nubes y la noche se alargue siempre hay un final; el agua cesará, el cielo volverá a brillar y la noche estará decorada por al menos un lucero. La vida siempre ganaría, ya que sin ella, la muerte no existiría.


*M'nit es una abreviación hecha por mi del nombre de la diosa Menhit. Su nombre significa "la que sacrifica"

*Ba: el alma según los egipcios. A lo que se refiere Atem con la ausencia es que aquel ser que mató Yugi ya no era una persona.

*Kalasiri: prenda utilizada por las mujeres en el antiguo Egipto que les cubría los pechos con dos tiras de tela, llevaban un faldón y un cinturón.

La madre de Atem y la de Mana eran hermanas.

Nejbet es una diosa que protege a los faraones, tiene forma de buitre blanco.

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