Life Beyond Times

By _Driley_

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¿Qué harías si un día despiertas en el antiguo Egipto? Para Yugi Mutou no había otra opción más que cundir al... More

Prólogo
Bajo el sol más brillante y la arena más fina.
Rayos de sol y pétalos de cerezo.
Los lotos en el río.
Un corazón noble.
La fiesta del faraón.
Estrellas de sangre.
El bandido del desierto y el joven del sol naciente.
Un atardecer rojo carmesí
La dama de blanco
El sutil susurro de la deidad
El trastabilleo de la corona
La calma antes de la tormenta

Tras las murallas del palacio.

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By _Driley_

—¿Ori...? —el maestro Shimon le costaba pronunciar el japonés. Yugi empezaba a pasar más tiempo a su lado y le parecía gracioso e incluso tierno ver al viejo intentando hablar su idioma.

Origami habló Yugi naturalmente—. Es la combinación de dos palabras: ori, que significa doblar; y kami, que es papel.

—¿Papel? —el japonés no recordaba que en ese momento no se tenía idea de qué era eso. Después de todo, el papiro aún era algo utilizado.

—Sí, es como el papiro pero más resistente. Se hace de árboles. En mi tiempo es lo más común —el menor empezó a buscar encima de la mesa. Al levantar un pesado libro encontró un pedazo de papiro—. Se le dice, el arte de doblar el papel para hacer figuras.

Shimon veía intrigado los movimientos de Yugi. Aquel pedazo de papelillo era muy endeble, podía notarlo en los dedos de su alumno. El nipon débilmente consiguió hacer un cuadrado.

—No sé muchas figuras pero, está prohibido cortar el papel o usar algo para pegarlo... —siguiendo con los dobleces Yugi aprendió a moderar la fuerza en su trabajo—. Podría decirse que pierde su pureza.

—Maravilloso... —habló el hombre asombrado por cómo ese cuadrado pequeño se convertía en un rombo.

Un par de dobleces más fueron necesarios para que el menor tomara de los extremos del papel y lo jalara hacia afuera. Ahora el rombo parecía tener brazos.

—¿Puede adivinar qué es? —Shimon negó con la cabeza, aunque le daba un aire a una estrella—. Ya casi, solamente... —mientras hablaba, uno de los bracitos fue doblado en la punta. Finalmente los delgados dedos del japonés tiraron de los rombos, sin embargo, el papel al ser tan endeble se rompió de un lado.

—Oh, Yugi se ha... roto —cómo un niño desesperanzado, el maestro se quedó quieto.

—Creo que después de todo, algunas grullas no vuelan —recargando su lastimada creación la observó—. ¿Sabía que si logra hacer mil de estas, puede pedir un deseo? Al menos, eso creemos.

—¿Lo que sea? —su alumno asintió con la cabeza—. Pureza y trabajó a cambio de un anhelo

Yugi sonrió, era una bonita manera de decirlo. No tenía idea de qué tanto podrías querer algo para dedicar tus días a construir pájaros de papel. Era como si entregaras parte de tu libertad para conseguir algo, concediéndola a esas esculturas.

—No hay nada más puro que las cosas que se dan naturalmente ¿no cree, maestro?

—Bien dicho, jovencito —el japonés podía sentir un aura parecida a la que le rodeaba cuando estaba con su abuelo—. Y dime, ¿qué otra cosa puedes decirme de tu pueblo?

Yugi lo pensó. En realidad había bastantes cosas, como la comida, pero a final de cuentas él no sabía hacer mucho en la cocina. Se quedó mirando su blanco faldón. Definitivamente la ropa era bastante diferente, incluso si se comparaba con sus atuendos tradicionales.

—En mi tiempo la ropa es muy diferente, podría decirse que incluso ha llegado a ser universal. Sin embargo los países siguen conservando sus atuendos tradicionales.

—¿Países? —la brecha temporal parecía enorme entre los dos. En ese momento habían imperios, naciones, no existía la democracia como en el futuro.

—Sí, bueno, en el futuro toda la Tierra estará ocupada, reclamada por alguien —Shimon parecía algo confundido, seguramente se preguntaba qué pasaría con Egipto—. Es como... Muchos reinos que conviven, cada uno en su lugar.

El japonés sonrió, no sabía que tan seguro era decirle que aquel reino sería ruinas siglos después.

—En Japón, usamos algo llamado kimono. Tradicionalmente, son de seda, pero es muy costosa —dijo el menor haciendo hincapié en el precio—. Así que pueden hacerse de otras telas. Hay varios tipos para las mujeres, incluso cambia su nombre, pero para el hombre el montsuki es la prenda formal por naturaleza.

—¿Qué es la seda? ¿Igual está hecho de eso?

—La seda está hecha a partir de los hilos de un gusano —Shimon hizo un gesto de desagrado, Yugi rió—. No es tan asqueroso, se lo prometo. Los montsuki igual están hechos de eso. Se componen de varias capas, una yukata sencilla, un kosode con su haori , un cinturón sencillo, los hakama, un obi y el haori himo.

La cara del maestro era un poema. No había entendido nada de lo que su pupilo había dicho, parecía que él era el alumno.

Gomen, la yukata es una prenda larga, de mangas no muy anchas pero largas. El kosode es parecido a la yukata pero que se usa especialmente para el montsuki. Haori es parecido a un camisón de manga ancha y larga. El obi es lo que sujeta los hakama, los cuales son los pantalones. Por último, el haori himo son cordones que van a la cintura —haciendo una expresión de sorpresa el viejo se acomodó en su silla. Demasiados nombres para un atuendo—. ¡Oh! los pies se cubren con algo llamado tabi y las sandalias, zori, son de madera.

—Con lo fácil que es usar un cinturón para amarrar tela... —dijo cruzando sus manos en la mesa. Gesto que le recordó a Yugi cómo su abuelo hacía lo mismo cuando se quedaba pensando.

—Mi abuelo, me regaló uno antes de morir... —aquella prenda le tenía mucho cariño. Ese hombre que consideraba un padre le había dicho que lo usara cuando se casara—. Sólo me lo probé una vez.

Un silencio brotó entre los dos. La nostalgia invadía los pensamientos del menor. No tenía mucho que lo había perdido. Poco antes de caer en el pasado se habían cumplido seis meses. Aún podía recordar la calidez de su mano sobando su cabeza cuando terminaban de cepillar un caballo. Y cómo olvidar aquel día donde le enseñó a montar. Las lágrimas empezaban a hacer mella, no lo hablaba con nadie, le daba vergüenza dar pena ajena.

—Yugi, tengo una idea —Shimon, quién estaba recargado en la mesa, habló repentinamente—. ¡Muéstrame cómo es esa prenda!

—¿El montsuki? —los restos de las lágrimas se aglopaban en las orillas, mojando las pestañas oscuras del japonés.

—¡Mandaré a la misma modista del faraón a hacerlo!, no importa si no es seda —el mayor abrió un cuadernillo que reposaba a su lado, el cuál había usado en todas sus sesiones para anotar lo que su pupilo le contaba—. ¿Qué tal si intentas hacer un dibujo de cómo es?

Después de decir eso se levantó rápidamente. Yugi estaba extrañado pero con una sensación de dulzura en el pecho. La acción de su maestro había sido muy generosa, como si quisiera que no extrañara tanto su tierra.
Empezó a dibujar cada una de las prendas, lo más explícito que podía. No tenía idea de dónde podría sacar color negro, o cómo entendería la modista aquellos garabatos. Al cabar lo checó nuevamente. No parecía que su maestro regresara pronto. Levantándose de su asiento caminó entre los pasillos. La luz del Sol daba de lleno, resaltando los frescos en las paredes. Sirvientes yendo de un lado a otro, guardias postrados en las puertas. Poco a poco Yugi se encontró con más y más gente del palacio. Doblando la esquina a la derecha en el pasillo, se topó con una sala no muy grande en donde varias mujeres ordenaban prendas y las lavaban. Al otro lado de la habitación varios sirvientes entraban y salían.

“Debe ser la parte de atrás... Quizá un lateral” pensó el ojiamatista.

Peinando la zona pudo divisar cestos donde ropa un poco más fina estaba doblada, seguramente era de alguno de los Seis. Encima de uno reposaba una capa de color crudo.
Su corazón dió un salto. No. No podía pensar en eso, era peligroso salir. Yugi se aferró a su faldón.

—Sólo un poco... —en menos de un minuto ya tenía entre sus manos aquella tela—. Será rápido

Montándose la prenda sobre los hombros y cabeza salió. Nadie parecía reconocerlo, sin embargo, jaló parte de la tela para cubrir su rostro. Las calles empezaban después de un trecho, ya que estaban algo separadas del palacio. Todo era muy junto, el polvo se le pegaba a los pies y el suelo brillaba.
Adentrándose entre casas empezó a observar aquel mundo que le había acogido desde su llegada. Las casas, como cubos, llegaban a tener dos pisos, tenían las ventanas tapizadas con entramados de palma así que era imposible ver a los adentros. Por las calles, mujeres cargaban cántaros de agua o suministros para sus casas. Los niños corrían, incluso uno de ellos le chocó el muslo. Después de avanzar un par de calles más, Yugi se encontró con una avenida. Los puestos repletos de verduras, frutos o gente modestamente vendiendo pescados. Un par de ancianos estaban sentados a la puerta de una casa, jugando algo. El japonés miraba un puesto, iba a otro. Le sorprendía como había tantos artesanos e incluso, los nobles paseaban por ahí. Se detuvo cuando un hombre en su tendero hizo brillar algo. Acercándose al par de personas delante del mercader miró las alhajas a vender. Brazaletes de cobre en su mayoría, uno que otro collar con turmalinas u oro.

—Señorita, para esos ojos tan únicos una pieza de cobre no le haría justicia —habló el hombre rebuscando en su cajón. A Yugi le había tomado por sorpresa que lo confundiera con una mujer—. Mire esto, tiene el color de sus ojos —el hombre extendió en la palma de su mano un collar de plata. Una grulla con las alas abiertas y en su abdomen una piedra de color morado intenso.
El vendedor estaba a nada de acercarse al japonés cuando éste sintió un jalón en su hombro.

—¡Oye tú!

Sus pasos resonaban suave pero insistentemente en los pasillos. Hace poco que había terminado de atender un asunto importante y quería visitar la clase de Yugi, sin embargo, la sala de Shimon estaba completamente vacía. No se alarmó hasta que notó que no estaba en el jardín. No podía pedirle a los guardias que buscaran ya que tenía que mantener lo más secreto posible la identidad del japonés.
De tanto caminar llegó a la entrada de los sirvientes. Todos, al notar su presencia se detuvieron en sus acciones y se postraron frente a él. Atem se acercó al guardia de la puerta.

—¿Has visto a alguien salir fuera de lo usual?

—No, mi faraón. Nada ha cambiado aquí —habló con la mirada agachada.

—Alguien tomó una prenda de la cesta del maestro Mahad, no vi quién era pero creí que era una lavandera, no ha vuelto —una joven, de piel morena y cabello muy oscuro tomó la palabra.

Aquello lo alertó. Nadie más tendría que taparse del mundo exterior sino fuera un secreto. Con prisa salió de la habitación para dirigirse a los establos. No tenía tiempo, alguien podría desconocerlo e incluso algún noble intentar apropiarse de él.
Su caballo blanco se agitó con su presencia.

—Tengo que salir de emergencia —se dirigió al sirviente que cepillaba al equino—. Ensíllalo con una montura diferente. Ahora.

El faraón no era grosero, en lo absoluto, pero si estaba enojado o estresado se ponía bastante serio, aquel gesto de tranquilidad se difuminaba. Despojándose de sus joyas las encomendó a su siervo, incluso la corona se quedó en sus manos, encima de su capa color índigo.

—Lleva todo esto al visir, volveré antes de que el Sol se acerque a mitad del oeste —ajustándose la enorme capa color café en la cabeza se apeó a su caballo, el cuál, al primer azuze salió rápidamente.

—¿¡Qué haces aquí!? Las demás ya se adelantaron y tú sigues perdiendo el tiempo —el menor no dijo nada, estaba bastante asustado de que un extraño estuviera arrastrándolo. No quería decir palabra alguna para no armar un escándalo. Después de caminar unos metros el agarre se hizo más suave, dándole la oportunidad de correr de aquel noble—. ¡Vuelve acá!

Pudo escuchar el revuelo detrás suyo, quería regresar al palacio, había sido una mala idea salir y ahora no recordaba con certeza que calles había tomado. El bullicio a su alrededor empezó a marearlo. Izquierda, derecha, izquierda. No estaba seguro de a dónde iba, sólo quería alejarse de ese hombre.

“¡Alguien ayúdeme!” era lo único que pensaba. Parado a la mitad de una calle se intentó ubicar. Todo se veía tan desconocido, no estaba seguro de qué camino tomar y si no decidía rápido podrían atraparlo. Podía escuchar su corazón en los oídos y como el frío se apoderaba de sus dedos, culpa del nerviosismo. De pronto las voces a su alrededor se alteraron. El galope de un caballo resonaba a sus espaldas. Yugi se volteó asustado, un blanco corcel venía en dirección suya, su jinete sacó un brazo de la gran capa que tenía encima.  Asustado de sentir como era tomado por la cintura y con miedo de caer a las patas del animal se subió a las faldas de éste. Podía jurar que le había clavado las uñas al montado. Escondiéndose en la espalda ajena intentó calmar su corazón, apenas y podía ver por el rabillo de su la tela encima de su cabeza.

“Todo estará bien” se repetía a la par del sonido de los cascos pegando contra el suelo. Minutos después el bullicio se calló, dando paso a sonidos más tranquilos. El caballo se detuvo y el jinete bajó. Estaba en el castillo, nuevamente había regresado a casa.
Yugi volteó a ver a su salvador, el cuál en cuanto tocó piso se descubrió la cara.

—Atem... —dijo completamente apenado. El japonés desvió la mirada.

—¿Estás bien? ¿No te lastimaste? —preguntó el mayor, preocupado por lo que pudo haber pasado o si incluso había sido muy brusco con él.

—Yo... Lo siento —con dificultad el menor miró a los ojos a su amigo. No traía corona, ni una joya siquiera. El faraón en persona había tenido que ir a rescatarlo por su imprudencia.

—No me respondiste —dijo tendiéndole la mano. Atem empezaba a recuperar esa expresión calmada de siempre.

Yugi tomó su mano. La sensación era algo correosa, solamente las yemas tenían suavidad. Su calidez le hizo ruborizarse un poco, aún después de bajar se había quedado mirando su mano sobre la ajena.

—Estoy bien —respondió atropelladamente, retirando su mano lentamente—. Siento haber salido así... Fue mi culpa creer que sería tan fácil.

—Oye... —el moreno llamó su atención tocando su hombro—. Me preocupé ¿sabes? —lo rojo de las mejillas de Yugi subió más—. Si querías salir sólo tenías que pedirlo, Mana pudo haberte acompañado.

—Me dejé llevar —Atem había empezado a caminar dentro del palacio, el ojiamatista le siguió.

—Sólo... No vuelvas a hacerlo —en cuanto entraron una joven extendió una charola con la corona. El mayor se la colocó, dándole ese toque de grandeza que le faltaba—. Yugi, no estoy enojado —dijo por la tensión entre ambos—. Vamos, sonríe.

Los labios del faraón se curvaron mostrando un poco de sus dientes. Era una sonrisa bastante tierna. Inherentemente el japonés sonrió ante ese gesto tan encantador.

—He pedido la tarde libre, hagamos algo ¿no? —por último aquella capa había vuelto a caer por sus hombros. Yugi asintió, caminando a su lado, mirando lo más discretamente posible los ojos carmines de su amigo.

Aún si aquello fue un error, incluso si el sabor del momento fue amargo, el final que flotaba entre ambos parecía haberlos juntado más. Ese hilo, invisible, se estrechó entre esas dos almas, sin que ninguno de los dos lo notara, lento, como el movimiento de las estrellas en el cielo.

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