Aceite de girasol

Από lumadiedo

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Todo comenzó en un motel barato, con dos mejores amigos. _________ Esta novela fue escrita en el 2007/2008, e... Περισσότερα

Aceite de girasol
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FIN

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Από lumadiedo

La cafetería de la secundaria era espaciosa y limpia, repleta de luz por tantos tubos fríos, pero su grupo prefería comer en el patio. La escuela se encargaba de que sus alumnos —un delegado por aula— disfrutaran de la jardinería y se les asignaba una parcela de tierra en donde podían sembrar flores, plantas medicinales o tés. Ella no se encargaba del sector que le correspondía a su clase, pero disfrutaba mucho de él. Era extremadamente floral y liberaba perfumes dulces. Normalmente estaba rodeada de mucha gente, sólo cuando comía permanecía únicamente con su grupo de amigas. Eran cinco, incluyéndola, y eran amigas de todos. No había nadie en la escuela que se llevara mal con ellas.

Rosa se puso de pie, con su cabello rubio natural ondeando en el viento primaveral. Dejó su vianda sobre el banco de piedra y le sonrió a sus amigas.

—Ya vengo, olvidé comprar el jugo —ellas asintieron y volvieron a una conversación sobre muchachos, su tema predilecto.

La blonda cruzó por el jardín y llegó al patio asfaltado que llevaba al pasillo principal, cuando una pelota rebotó contra la pared a su lado, sobresaltándola.

—Perdón, Rosa —la aludida sonrió y le hizo un gesto a Emanuel, un compañero de su clase.

—No pasa nada, no me golpeó —él levantó el pulgar y le dio la espalda para volver a la moderada cancha de fútbol.

A lo lejos, Rosa no logró identificar a uno de los muchachos. Entrecerró los ojos e intentó enfocarlo mejor, pero no había caso, no lo conocía. Él, que caminaba hacia ella, pareció notarlo y levantó la cabeza, antes de sonreír. Automáticamente, las mejillas de Rosa ardieron. Tenía una espectacular sonrisa. Avergonzada por haber sido atrapada mirándolo y sin ni un poco de ganas de enfrentarlo, apresuró el paso hacia el pasillo. Caminó a pasos pequeños y veloces hasta llegar a una de las máquinas expendedoras de cartoncitos de jugo, junto a la de latas de gaseosa. Miró los cartoncitos que había en la máquina, sin saber qué comprar. Había de naranja, de frutos rojos, de manzana, de banana, incluso había cartoncitos de leche y de té fríos. Decidió que sería el de frutos rojos.

Abrió la palma de su mano y las moneditas tintinearon al chocar entre sí y contra su anillo. Las introdujo en la máquina y apretó el botón correspondiente, pero el aparato sólo le devolvió las monedas. Volvió a intentar y sucedió lo mismo. No podían ser falsas, su padre las había cambiado en el banco el día anterior. Hasta brillaban, limpísimas y nuevas. Las contó y bufó. No le alcanzaba el dinero. ¡Que tonta!, se dijo. Una monedita más alcanzaría, pero no iba a ir hasta el cuarto piso, al aula, a buscar una moneda. Suspiró, resignándose a no beber nada en el almuerzo.

Una carcajada queda la hizo voltearse. El muchacho de la sonrisa deslumbrante estaba detrás de ella, no demasiado cerca, con la piel brillante de sudor y las mangas de la camisa remangadas. Le sonrió otra vez, volviendo a hacerla sonrojar, y metió la mano en el bolsillo de su pantalón de uniforme.

—Permíteme —ella se corrió un paso mientras él introducía las monedas y apretaba un botón.

Rosa se detuvo a observar el color extraño de los ojos del muchacho desconocido. Eran castaños, pero con reflejos color miel pura en ellos, y decorados por tupidas pestañas. Ella se quedó petrificada ante la cercanía de él, quien estaba concentrado en su tarea. Pese a que había jugado al fútbol y estaba cubierto por una fina capa de sudor, no olía mal. Al contrario, tenía aroma a canela y café con leche.

—Ten —Rosa bajó sus ojos azules hacia el cartón de jugo de frutos rojos que descansaba en la mano extendida de él, transpirando las gotas de una bebida helada.

—No podría aceptarlo —respondió, haciendo fuerza para no balbucear.

—Por favor, hazlo —insistió. Ella lo miró a los ojos y tomó el cartoncito, sonriéndole con las mejillas sonrosadas.

Él volvió a deslumbrarla con su sonrisa y se dio media vuelta, para continuar su camino hacia las escaleras. Antes de que llegara a ellas, Rosa reaccionó.

—Prometo devolverte el dinero —gritó.

El muchacho arqueó las cejas, sorprendido, antes de que una sonrisa torcida ocupara su rostro.

—No hace falta —negó con la cabeza, para dar media vuelta hacia las escaleras con las manos en los bolsillos y comenzando a silbar una canción.

La blonda permaneció estática durante unos segundos, sintiendo con claridad los latidos de su corazón. Bajó la vista hacia la bebida, cuya transpiración comenzaba a mojarle la palma de la mano y los dedos, y sonrió resguardada por el cabello que le caía en cascada por sobre el hombro. Se preguntó en qué clase estaría, cuántos años tendría. Sobre todo, se preguntó si él la había encontrado linda o si sólo era caballeroso. Cualquiera de las dos opciones era lo suficientemente buena para ella.

Volvió a paso lento, tomando jugo rojo pasión del sorbete transparente. Aún sentía las mejillas calientes, cosa que sus amigas confirmaron mientras se acomodaba a su lado.

—¿Te sientes bien, Rosa? —preguntó Samanta, apoyando el dorso de la mano sobre la frente de la aludida.

—Sí, sí —se apresuró a contestar, acomodándose el cabello hacia un costado y jugando con él—. Sólo es el sol, está fuerte.

—Oh —dieron al unísono.

—¿De qué hablaban? —preguntó, tratando de olvidar los nervios que había sentido sólo al estar en la presencia de aquel muchacho.

—De desamor. No es justo que sólo Eli tenga novio. Aunque yo no querría ser novia de Gastón —rió Sofía.

—La voz de la envidia —los bucles negro azabache de Eli se movieron cuando rió dramáticamente.

—¿Cómo es que aún no tienes novio, Rosa? —se giró Doli—. Eres la más linda de la escuela y eres muy popular entre los chicos.

—Eso no es cierto —respondió ella, avergonzada—. Además, no me gusta nadie.

—Gastón me presentó al chico nuevo. Es muy lindo, harías buena pareja con él —sugirió Eli con las mejillas sonrosadas, gracias al entusiasmo.

—¿Qué chico nuevo? —el corazón de Rosa golpeó nerviosamente contra su pecho.

—¿Cómo me dijo que se llamaba? —preguntó la pelinegra en voz baja, mientras pensaba con la vista fija en la copa del árbol bajo el que estaban sentadas—. Damián, Daniel, Devon, ¡David! —alzó el índice, victoriosa.

—David —susurró Rosa, llevándose la mano a la mejilla. Debía ser él, se dijo, ese nombre era perfecto para él. Sonrió y levantó la vista hacia su amiga—. Supongo que conocerlo no me va a matar.

Nunca se sabe, dijo una voz en su interior.

.

Al día siguiente, se encontraba parada en la puerta de la escuela, buscando inconscientemente, entre los que llegaban, al chico nuevo. Se suponía que esperaba a Samanta, que llegaría en cualquier momento con las notas de álgebra que le había prestado el día anterior, y necesitaba para la clase. Además, su amiga tenía que contarle cómo le había ido con su vecino, eterno amor de su vida. Miró el reloj en su muñeca y suspiró. Como siempre, Samanta llegaría tarde y ella no tendría sus notas. Decidió entrar, cansada de saludar a cada alumno que pasaba. Se dio media vuelta y embistió a un estudiante que pasaba. Frotó su frente, en donde la había golpeado el accesorio de plástico de la correa de la mochila, y levantó la mirada.

—Lo siento mucho —ella negó con una sonrisa tras un segundo, al ver al chico del día anterior.

—Está bien.

—¿Pasas? —preguntó, correspondiendo el gesto y señalando la puerta. Ella asintió. El muchacho de cabello castaño abrió la puerta e hizo un ademán caballeresco—. Después de usted.

No podía decir nada, así que se limitó a cruzar el umbral. Él desapareció enseguida en la muchedumbre y ella quiso darse un cachetazo. ¿Por qué no podía hablar con los chicos como todas las demás?, se preguntó con frustración. Se ponía demasiado nerviosa, estaba segura de que su rostro era un fuego, aunque no había pasado nada. Él simplemente había sido caballero. Se pasó un dedo debajo del flaquillo, acomodándolo hacia el costado, y suspiró mientras se vaciaba el pasillo ante la campana.

—¡Rosa! Creí que me esperarías afuera —la aludida giró sobresaltada y sonrió.

—Sí, iba a entrar ya, se hacía tarde —dijo tomando su bolso por la corta correa con su mano izquierda.

—Bueno, vamos. Sino llegaremos tarde de verdad.

Cuando entraron al aula, el delegado del curso estaba escribiendo en el pizarrón. Se acomodaron velozmente y esperaron que diera sus anuncios. Explicó que les quedaba un mes para el festival de la escuela y que estaban retrasados, puesto que aún no habían decidido qué harían. Algunos querían hacer una obra de teatro, otros un puesto de dulces, y otros, experimentos químicos. Se pasaron la clase dando ideas, gracias a que la profesora les había cedido la hora. Las dos ideas finalistas habían resultado ser un puesto de té, café y dulces, y un número musical. Votaron anónimamente con papelitos y, tras un rato de conteo, decidieron que harían un café en el aula.

—Muy bien, necesitamos un encargado para el comité del evento —anunció el delegado.

Rosa, que se sentaba junto a la ventana, en la fila del medio, observó a su alrededor. Nadie levantaba la mano. Ella torció el gesto y miró a Samanta a su lado.

—No me parece tan dramático ser el encargado —opinó.

—Rodri, Rosa quiere ser la encargada —dijo, agitando la mano para llamar la atención del delegado.

—¿Qué? ¡No! —susurró la blonda, tomando a su amiga por el brazo—. No tengo tiempo, Samanta.

—Perfecto, Rosa será —coincidió Rodri.

Rosa suspiró tristemente, tenía muchas actividades extracurriculares, ¿cómo iba a hacerse cargo del festival?

—La primera reunión del comité es después de clases en el aula cinco, Rosa —informó desde detrás del escritorio de la profesora. Ella asintió, resignada, mientras Samanta reía por lo bajo.

El día continuó como todos los otros, y sus amigas la mantuvieron entretenida contándole sus experiencias en festivales anteriores. Era el segundo festival de secundaria del que participaban, y en esa escuela, los festivales era cosa seria, sobre todo a los dieciséis años.

Al término del día escolar, se despidió de ellas y bajó las desoladas escaleras con su bolso en la mano. No quería ir, bufó. Pero, se dijo, ahora era responsable. Caminó hasta el aula cinco y tocó la puerta mientras entraba. Sólo había tres personas, debía ser temprano. No podía saberlo, nunca había sido parte del comité.

—Rosa, no sabía que eras encargada —exclamó Matías, uno de los chicos con cuyo grupo ella y sus amigas se juntaban.

—Samanta —se limitó a decir a modo de explicación con una sonrisa apenada. Él rió.

—No te preocupes, no es tan malo.

—Ah, ya has sido encargado, ¿verdad? —Matías asintió.

—El año pasado —Rosa se dio por entendida a su vez, mientras miraba pensativa los asientos. ¿Estaban asignados o podía sentarse en cualquier lado? Era demasiado despistada para esas cosas. Siempre disfrutaba de los festivales, pero jamás formaba parte de su organización—. Puedes sentarte en donde quieras —le  comunicó su amigo, adivinando lo que pasaba por su mente.

—Gracias —sonrió apenada. Se sentó junto a él, ya que era al único que conocía en el aula, aunque por el momento sólo hubiera dos chicos y una chica más.

El sonido de pasos acelerados en el pasillo les llamó la atención a todos los presentes, quienes mantuvieron los ojos fijos en la puerta abierta. El chico nuevo se había detenido bruscamente en la puerta, con la respiración agitada, tomándose del marco.

—¿Llego tarde? —levantó la vista y rió, antes de ser acompañado por los demás. ¿Acaso todos conocían al nuevo?— Veo que no.

—No puedo creer que realmente vinieras —carcajeó Matías, a lo que el muchacho de ojos castaños se acercó hacia ellos. Dejó su mochila sobre el banco delante de él y sonrió, aún falto de aire.

—Que haya dicho que no quería venir, no quiere decir que no fuera a cumplir mi palabra —suspiró encogiéndose de hombros, antes de arrojarse sobre la silla.

Abrió los ojos y arqueó las cejas, cómo notando la presencia de ella por primera vez, desde que había entrado. Rosa, por su lado, estaba muda, rígida en su silla y sonrojada por el simple hecho de sentir el olor a canela y café con leche que salía de él.

—Eres la chica del jugo —sonrió—. Soy David, pero dime Davo.

—Rosa —contestó en voz baja.

—Es un placer. ¿A ti también te obligaron o querías ser parte del comité? —preguntó, pero ella no tuvo tiempo de responder.

—La obligaron —intervino Matías—. Samanta, para ser más específicos. Tienes que conocerla, esa chica tiene demasiada energía —rió.

Ya el aula estaba llena y el profesor designado había entrado, por lo que todos se habían acomodado al frente, esperando indicaciones. Rosa miró a Davo de refilón, mientras él le decía algo evidentemente gracioso a Matías. Nuevamente supo que lo había mirado con demasiada atención, porque él giró la cabeza y le devolvió la mirada con una sonrisa, antes de acomodarse hacia el frente, dispuesto a tomar nota.

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