El Caballero Negro (Versión p...

By ClaraMaio

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Está es una versión "light" que reescribí para que la pudiera leer mi hija adolescente. 😉 Romance, aventuras... More

1ª parte
2ª parte
3ª parte
4ª parte
5ª parte
6ª parte
7ª parte
8ª parte
10ª parte
11ª parte

9ª parte

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By ClaraMaio

– ¿Cómo coño ha entrado aquí? –le preguntó a Vincent–. Trae al lord y averigua lo qué estaban haciendo los oteadores.

Lord Conery apareció caminando con aire majestuoso antes de que terminara de hablar.

– Mis oteadores estaban en su puesto y no han visto a nadie.

– Entonces, ¿quién la ha dejado entrar en el castillo?

– Nadie –bramó de nuevo el lord–. No se ha bajado el puente levadizo hasta que llegasteis vosotros.

– Está aquí. O sea, que ha entrado. Y ya ha matado a tres de mis hombres sin que sepamos donde está ni cómo ha entrado.

– ¿Y cómo ha llegado aquí tan pronto? –preguntó Vincent con una duda carcomiéndole–. Hemos cabalgado hasta reventar los caballos.

– Esa puta ha cabalgado toda la noche –decidió Peters.

– Todos los caminos han estado vigilados desde que os fuisteis ayer. Es imposible que llegara aquí sin que nadie diera la voz de alarma –le recordó el lord.

– Pues ha cogido el camino más impensable –le dijo con voz suave y peligrosa–. Uno que seguramente usted obvió por peligroso o por inaccesible durante la noche –tanteó el soldado.

El lord se puso pálido.

– Hay uno. Pero nadie en su sano juicio cabalgaría de noche por él.

– Bennett es la mejor en hacer lo que nadie haría en su sano juicio. Ser testigo del asesinato de su madre la dejó un poco tocada. O a lo mejor es su sangre escocesa. Su mente no funciona como la de una mujer normal. Ella es una superviviente. Le dije que no la infravalorara. Muchas veces. Su ineptitud me ha costado tres hombres.

El lord se mordió el labio. A él la ineptitud del soldado del futuro le había costado su único hijo. Desenfundó su espada. En sus ojos brillaba la venganza.

Peters lo miró divertido, sin preocuparse por la amenaza. Se sabía bien protegido por sus hombres y, al primer intento de atacarlo, era hombre muerto.

Pero el lord no se enfrentó a él. Se dirigió a Dow y apoyó el filo de su espada en su garganta. Los dos lores se estudiaron mutuamente. Dow supo que el anciano hablaba en serio. Y el anciano sabía que Dow no le tenía miedo, de hecho, parecía provocarlo con una sonrisa confiada para que cumpliera su amenaza.

Peters lo miró aún más divertido. No iba a dejar que hiciera daño al único cebo que podría atraer a Bennet. Pero tenía la curiosidad de averiguar si sería ella la que detendría la espada del lord o si tendría que hacerlo él personalmente.

– ¿Qué le parece si le corto la cabeza? ¿Eso la atraerá?

– No debería hacer eso, milord –le recomendó Peters con voz calmada, casi intentando contener una carcajada.

– Su vida por la de mi hijo –terqueó él. Terco

– Ahora mismo, Breena Bennet está enfadada. Si lo mata, la cabreará mucho. ¿Quiere verla cabreada?

Antes de que nadie pudiera evitarlo, alejó la espada de la garganta de Dow y tomó impulso para incrustarla en su cuello. Sonó un único disparo, silenciado por un trueno que retumbó en el castillo en un eco lúgubre. Lord Conery soltó la espada y se desplomó en el suelo con un agujero en la frente. La sangre se diluyó en la lluvia que comenzaba a caer.

Los soldados se pusieron a cubierto. Peters sonrió. Ahora sabía por donde buscar. Por el ala norte. Y debía tener un rifle. Llamó uno por uno a sus francotiradores preguntándoles si la habían visto. La respuesta fue siempre la misma. No.

– Tú –le dijo al caballero que había acompañado al lord–. Mátalo –le ordenó, señalando al rehén.

El caballero se negó con un movimiento brusco de cabeza.

– Ella me matará.

– Jackson, oblígalo.

Jackson se movió con pasos lentos hacia el caballero, desenfundando su arma, y apuntándole a la cabeza con mano firme a pesar del miedo a ser el siguiente.

– Tú decides.

– ¿Decidir qué?, ¿quién me mata?

– Ella te pegará un tiro en la cabeza y será una muerte rápida –le informó–. Si él te dispara, tardarás días en morir.

El caballero lo miró con rencor.

– Te esperaré en el infierno.

Y en un arrebato de furia, desenfundó la espada y atacó a Dow con ella. Sonó un disparo. Y el caballero cayó muerto a los pies de Dow.

Fran Peters sonrió triunfal.

– Torre norte –chilló victorioso–. Vosotros dos, subid a la torre. ¡Breena Bennett! –chilló aún más alto.

– Sólo tienes una forma de rescatar a tu lord con vida y es que me entregues la tarjeta de memoria.

La respuesta de Breena fue otro disparo. El soldado que aún estaba junto a Dow, y que había apuntado al caballero, cayó desplomado junto a los otros cadáveres. Sonó otro disparo. El francotirador, que más daño podía hacerle, cayó sobre su rifle. Sonó otro disparo. Y alcanzó a Peters en un hombro porque tuvo la suerte de moverse para ponerse a cubierto. Otro disparo. Otro soldado cayó muerto. El resto de los soldados se dispersaron por el patio y en el interior del castillo antes de que ella los masacrara a todos sin poder presentarle batalla.

– ¿Es que nadie puede parar a esa zorra? –preguntó Peters a gritos por la radio.

Empezaron a aporrear la puerta que había a sus espaldas. Sabía que era cuestión de tiempo que tiraran la puerta abajo con una granada. Pero primero tenía que deshacerse de los dos francotiradores que quedaban.

Cambió de lugar. Buscó al francotirador más alejado, y cuando lo tuvo en su mirilla, disparó antes de que él la localizara. Se cambió de sitio y buscó la posición del siguiente francotirador. Disparó de nuevo. Confirmó que también había caído. La puerta tras ella saltó por los aires. Se cruzó el rifle a la espalda. Y sin molestarse en mirar hacia la puerta, corrió hasta el borde de la torre. Con un salto, se impulsó al filo la barrera y saltó al vacío.

Durante un segundo se quedaron congelados, sin moverse, sin apenas respirar, sólo pendientes de su caída. Los pies femeninos tomaron tierra en la muralla exterior, doblando las piernas hasta casi quedar de rodillas, consiguiendo mantener el equilibrio. Entonces volvió la frenética actividad para atraparla.

Breena se enderezó rápidamente y comenzó a correr sobre el muro de la muralla para llegar a la torreta desde la que podría descender sin dificultad. Unos soldados comenzaron a disparar sus armas automáticas, pero no tenían suficiente trayectoria para alcanzarla.

Cuando había recorrido la mitad del muro, un soldado apareció en el extremo del muro, apuntándola con su arma. Breena se detuvo en seco y miró atrás. Otro soldado le cortaba la retaguardia y la apuntó. Breena se movió lentamente hacia atrás hasta que sintió desaparecer el suelo bajo sus talones. Miró a uno y a otro intermitentemente. Supo el momento exacto en que iban a disparar. Sujetó el puñal con fuerza. Respiró profundamente. Y se dejó caer al vacío. Otra vez.

Clavó el puñal en la pared. Y resbaló en la piedra. En el segundo intento, se hundió entre dos piedras y detuvo su caída bruscamente. Se agarró con la punta de los dedos a la esquina de una piedra que sobresalía de la pared. Arrancó el puñal de la pared y lo guardó en su cintura.

Miró arriba. Los dos hombres se acercaban disparando. Miró abajo. Desde abajo también disparaban. Era cuestión de tiempo que acabaran alcanzándole. Se dejó caer de nuevo. Y se agarró a otro saliente. Soltándose de nuevo para no convertirse en un blanco fácil.

Cuando decidió que ya no tenía más escapatoria, desenfundó su arma a la vez que se empujó lejos del muro saltando de nuevo al vacío. Rezando para esquivar las balas. O que el chaleco la protegiera lo suficiente para no acabar malherida. Disparó hacia el cielo. Los dos soldados cayeron del muro. Ella acabó cayendo de espaldas en un carro lleno de heno. Las balas bailaban a su alrededor. Se levantó tan pronto sintió el heno bajo su cuerpo. Y saltó fuera del carro mientras las astillas saltaban a su alrededor.

Corrió hacia la puerta más cercana mientras presionaba el número cinco del mando que guardaba en su muñeca. Parte de la torreta que estaba al final del muro saltó por los aires. Los escombros volaron por todas partes. Los soldados que estaban cerca del carro empezaron a alejarse para evitar se aplastados por los cascotes. Se metió dentro del edificio cuando una piedra pasó rozando su cabeza. Cerró la puerta y la atrancó con una barra de madera.

Se volvió para percatarse que estaba en un establo. Mentalmente profirió un insulto. Tenía que pensar algo rápido porque esa era una posición débil. Sabía que no tardarían mucho en intentar hacerla salir de allí con fuego. Y con toda esa paja no les iba a resultar difícil. Caminó entre los caballos y acarició a Excalibur. Tuvo una idea y la puso en práctica antes de que se le acabara el tiempo.

Justo cuando terminó de pasar dos cuerdas alrededor del cuerpo de Excalibur, un golpe seco golpeó la puerta. Una fuerte explosión la hizo saltar por los aires, asustando a los caballos. Sujetó las riendas de Excalibur, intentando apaciguarlo. Acto seguido voló un proyectil al interior y unas alpacas comenzaron a arder.

Breena se movió con rapidez antes de que no pudiese controlar a Excalibur. Se tumbó de espaldas debajo de Excalibur y sujetó los pies entre la cuerda y la panza del animal, y con una mano se sujetó a la otra cuerda, mientras que sostenía su pistola con la mano vacía. Su plan era lo más parecido a escabullirse bajo los fondos de un camión. Y eso ya lo había hecho una vez. Pero un camión no era un animal vivo y todo era más controlable.

Con el fuego y el humo, los animales comenzaron a ponerse nerviosos. Cuando el primero encontró la salida, salió aterrorizado, seguido en estampida por el resto del grupo. Los primeros caballos fueron recibidos con disparos, pensando que ella podía montar alguno. El resto de los animales salieron cada vez más asustados en un grupo cerrado como una piña para protegerse unos a otros. Excalibur entre ellos.

Se detuvieron en el medio del patio, a donde los empujaron los soldados, queriendo liberar el lugar de obstáculos en los que ella pudiera esconderse. Cuando los animales se calmaron, Breena se dejó caer en el suelo. Permaneció con la espalda apoyada en el barro durante unos segundos en los que tomó conciencia de lo que acontecía a su alrededor. De los soldados. De la lluvia. De los caballos. De la posición de Dow, cerca, pero demasiado alejado para rescatarlo oculta por los cuerpos de los animales. De su cansancio. Apoyó una mano en su abdomen, involuntariamente. Y alejó el cansancio de su mente.

Se puso en pie. Su altura, oculta por la envergadura de los caballos. Acarició a Excalibur a lo largo de su lomo y lo golpeó en la grupa obligándolo a alejarse de ella. Se abrió camino entre el resto de los caballos y disparó en cuanto tuvo a tiro a otro soldado. Un segundo soldado se volvió hacia ella, disparando. Breena se cubrió tras un caballo, que empezó a encabritarse cuando las balas se incrustaron en sus flancos. El animal herido enfureció al resto, que comenzaron a moverse nerviosos. Breena se lanzó debajo de un animal para ponerse en pie al otro lado, buscando protección y un lugar idóneo para atacar.

Un soldado se mezcló entre los caballos, buscándola. Fuera del grupo, tres soldados más tomaron posición para cazarla a la menor oportunidad. Breena saltó por encima de un caballo para caer encima del soldado. Los dos rodaron por el suelo. Se levantaron rápidamente y Breena le golpeó las manos con una patada seca, haciendo que el hombre perdiera su arma. Se abalanzó sobre ella. Lo esquivó, golpeando con un puño cerrado su cabeza. El hombre se sacudió, atontado, y Breena le disparó a bocajarro en la espalda antes de que se recuperara del todo.

La sangre y el disparo pusieron aún más nerviosos a los caballos. Breena actuó aún más rápido. Recargó su arma y cogió la del soldado muerto. Había tres soldados ante ella, y otros tres más alejados, al otro de los caballos, no sabía dónde se encontraba Fran Peters, pero no podía arriesgarse y esperar para averiguarlo.

Se sacó el casco y lo tiró al suelo. Necesitaba toda la visibilidad y la movilidad que le fuera posible, y el casco le daba la sensación de que la hacía más torpe. Levantó la cabeza hacia el cielo para recibir a la lluvia en su cara y en su pelo recogido en una coleta. Si iba a morir, al menos quería disfrutar de la sensación del agua recorriendo su cara por última vez. Y corrió entre los caballos.

Cogiéndolos por sorpresa, surgió como una exhalación entre los caballos. Efectuó un par de disparos y cayó abatido el primer soldado con el que se encontró. Los otros dos comenzaron a disparar y se dejó caer de rodillas. El impulso de su carrera le hizo seguir avanzando, patinando sobre el barro, de rodillas.

Comenzó a disparar las dos pistolas al mismo tiempo, a la vez que se daba vueltas sobre si misma, esquivando las balas. Se tiró en plancha en el suelo y, dejando caer la pistola de su mano izquierda, apuntó con las dos manos unidas para mejorar el tiro. Dos disparos. Dos soldados dejaron de dispararle, permaneciendo inmóviles sobre el suelo.

Su espalda frenó en seco contra las piernas de Dow y el poste que lo mantenía prisionero. Durante un segundo luchó para no perder la conciencia a causa del dolor.

Tres hombres se acercaban, uno por su derecha, dos por su izquierda. Sólo tuvo tiempo de ponerse en pie, decidiendo por el camino a quien encarar. Dio la espalda al hombre solitario y apuntó a los dos hombres que se detuvieron a unos metros. Amartillaron sus armas. Los tres. Y Breena se alejó un par de pasos de Dow. Sin dejar de mirar a los dos hombres que tenía al frente.

– Entrégate, Bennett –le ordenó el hombre que estaba más adelantado.

Breena no respondió. Permaneció impasible. Las piernas abiertas para mantener el equilibrio. Los brazos ligeramente doblados, y su mano izquierda apoyada en la mano que sujetaba el arma para evitar al mínimo el retroceso de la pistola. Controlando la respiración agitada por el  esfuerzo, para no influir en los disparos que sabía que habría.

– Entrégate, Bennett –repitió el soldado, comenzando a ponerse nervioso.

– ¿Crees que he llegado hasta aquí para entregarme?

– Se acabó –le gritó el hombre que estaba detrás del que había hablado primero–. Si aprecias tu vida y la de él…

– ¡Cállate! –ordenó ella–. Estoy cansada, acabemos de una vez. Tirar las armas y entregaros. Si no queréis morir, claro –su voz fue suave, casi conciliadora.

Y, por un momento, estuvieron a punto de obedecerla. Después, estuvieron tentados a reírse de sus palabras. Y comenzaron a moverse nerviosos. Breena y el primer hombre dispararon a la vez, sin más preámbulos. Los hombres que estaban a sus espaldas se desplomaron en el suelo.

– ¿Estás loca? –le preguntó el soldado, furioso.

– ¿Dónde está Peters? –le preguntó a su vez, buscando a su alrededor, buscando en las torres, en las ventanas del castillo, en las almenas, entre los caballos. Sus manos sujetando aún la pistola, lista para usarla.

– No lo sé.

– Suéltalo –ordenó, señalando a Dow, sin atreverse a mirarlo, escudriñando cada rincón oscuro. Buscando al enemigo.

Una puerta saltó por los aires. Y todo se precipitó. A cámara lenta. Fran Peters apretó a fondo el acelerador de una moto y salió con un rugido potente, levantando barro por todas partes. El infiltrado cortaba las cuerdas de Dow. Breena agarró la espada que estaba en el suelo junto a un caballero muerto. Y corrió hacia Peters, que aceleraba hacia el puente levadizo. Breena hizo volar la espada por el aire. La encastró entre los radios de la rueda delantera. La moto se detuvo bruscamente, levantando la rueda trasera y lanzando al hombre por encima del manillar.

Fran Peters se levantó apurado mientras Breena le disparaba sin compasión. Se arrastró cojeando hasta el carro lleno de heno que usó como protección. Comenzó a devolver los disparos y Breena se vio obligada a refugiarse en cuclillas detrás de un carro vacío. Quitó el cargador, y lo repuso con otro, mientras buscaba a Dow con la mirada. Lo vio con el soldado, parapetado tras una pila de toneles de vino.

El soldado le hizo señas con la mano para que lo cubriera mientras se movía hasta otro carro, que estaba al otro lado del patio, y que Peters había colocado estratégicamente por si tenían algún tipo de batalla campal.

Breena negó con la cabeza. Y le hizo señas para que se quedara en donde estaba con Dow, protegiéndolo.

– Bennett, yo sólo quiero la tarjeta de memoria.

– Si no te la he dado antes, ¿qué te hace pensar que te la voy a dar ahora?

– Podíamos llegar a un acuerdo.

– Creo que no estás en posición de negociar.

Breena sacó la anilla de seguridad de una granada y le hizo una señal al soldado, que comenzó a disparar. Breena salió de su escondite, disparando también hacia el objetivo, y lanzó la granada contra él mientras corría para ocultarse tras unos toneles que estaban más cerca del carro de heno.

Peters corrió fuera de su escondite y se lanzó al suelo. El carro estalló en miles de pedazos. Breena se acercó, apuntándole con su pistola. El otro soldado apareció a su derecha y disparó varias veces hasta que Peters permaneció inmóvil en el suelo.

Breena lo encañonó. El soldado hizo lo mismo.

– ¿Qué coño haces? –le preguntó el soldado.

– ¿Por qué lo has matado?

– ¿No ibas a hacerlo tú?

– Quería respuestas.

– Te las puedo dar yo.

– ¿Y quién eres tú?

– Maldita sea, te he ayudado, ¿desconfías de mí?

– Digamos que desconfiar de todo el mundo me ha salvado la vida muchas veces.

– Te he salvado la vida, se la he salvado a él –dijo, señalando a Dow, que se había colocado al lado de Breena, con una espada en la mano.

– ¿Quién eres? –repitió.

– Malcom Emerson. CIA.

– No tengo forma de comprobarlo, lo cual es una suerte para ti.

El sonrió con una mueca.

– Sería un poco enrevesado, ¿no crees?

– Puede ser –admitió Breena.

–  Willen me avisó que eres desconfiada.

– ¿Conoces a  Willen?

– El me reclutó. Dijo que si te decía que habíamos trabajado juntos, confiarías en mí.

Breena bajó la pistola. Él hizo lo mismo y guardaron sus armas al mismo tiempo, mirándose con desconfianza.

Dow la sujetó por la cintura y la atrajo hacia él. Breena se abrazó a él, desesperada. Sintiendo el cuerpo tembloroso entre sus brazos, los pechos femeninos rozando su pecho, sus brazos rodeando su cuello, sus manos entrelazadas en su pelo mojado, su boca buscó los labios femeninos y la besó hambriento de su boca y de su cuerpo.

La penetró con su lengua, apremiante, necesitado de su pasión. Había tenido tanto miedo por ella. La había visto muerta tantas veces, a lo largo de esa mañana, que pensó que, si fuera un gato, ya casi habría agotado sus siete vidas. La mano que había apoyado en sus nalgas la atrajo hacia su pelvis. Breena pudo sentir su dureza contra su abdomen y gimió de placer.

La lluvia, débil pero persistente, se hizo más fuerte y los hizo volver a la realidad. Dow dejó su boca bruscamente, y apoyó la frente sobre su pelo mojado.

– Luego –murmuró en su oído y Breena sonrió con la promesa.

– Puedo buscaros una habitación en el castillo –les informó Emerson con una sonrisa.

– Nos vamos –le informó bruscamente, cayendo de repente en la cuenta de algo que él había dicho.

– ¿No queréis descansar unos días?

Breena negó.

– Dow tiene prisa por llegar a casa.

– ¿Está a salvo la tarjeta? –preguntó de repente–. Willen me ordenó ayudarte con ella si necesitabas ayuda.

– Está a buen recaudo, no te preocupes.

– ¿No la tienes contigo? –preguntó asombrado.

– Por favor, Emerson, ¿crees que iba a venir aquí con la tarjeta encima? ¿Tan tonta me crees?

– ¿Dónde…?

El soldado dejó de preguntar. Comenzó a desenfundar su arma. Breena ya estaba agarrando la suya y empujó a Dow, tirándolo al suelo y cayendo sobre él. Efectuó varios disparos mientras lo hacía, sin apuntar, para obligarlo a retirarse. Se quedó sin munición. Hizo caer el cargador mientras sacaba otro de su cintura.

Emerson se enderezó y se dispuso a disparar. Dow se lanzó sobre Breena en el momento en el que él disparaba. La tiró al suelo y la cubrió con su cuerpo. Breena permaneció inmóvil entre sus brazos, bajo su cuerpo, que le impedía moverse. Sonó un único disparo y Breena se puso tensa, temiendo sentir las convulsiones de la muerte en el cuerpo que la estaba protegiendo. No llegaron. Y unas botas se detuvieron ante ellos. Siguieron las botas, subiendo por las piernas masculinas hasta llegar a la cara, y Brandon los miró sonriente.

– ¡Por favor, dejad de retozaros por el barro! –bramó con una sonrisa.

Dow aflojó el abrazo y Breena se libró de él, buscando a Emerson mientras terminaba de cargar su pistola.

Emerson yacía en el suelo, con la cabeza separada del cuerpo. Breena miró a Brandon, que le sonrió, encogiéndose de hombros, luego miró a Dow, que aún permanecía recostado en el suelo. Se abalanzó sobre él, tocándolo mientras buscaba desesperada posibles heridas de bala. Dow la abrazó para que se dejara de mover.

– Estoy bien –le susurró con tono categórico.

Entonces comenzó a golpearle por todas partes por donde Dow no se cubría, hasta que la abrazó todavía con más fuerza hasta que la inmovilizó por completo.

– Pensé que te había matado –sollozó, las lágrimas comenzaron a brotar desconsoladas–. No lo vuelvas a hacer. Nunca más.

– Yo también pensé que te habían matado –explotó Dow–, varias veces esta mañana. Y yo estaba atado a un poste sin poder protegerte –le limpió las lágrimas con la mano–. ¿Sabes lo que he sufrido pensando que te iba a perder?

Breena se zafó de él y lo abrazó desesperada.

– Lo siento –le dijo una y otra vez mientras le besaba cada centímetro de piel de su cara.

Dow atrapó su boca y la besó profunda, lentamente, saboreándola delicadamente hasta que sintió que se relajaba entre sus brazos. Breena hundió la cara en su pecho, regocijándose de sentir su corazón latiendo en su oído.

– Deberíamos irnos –les demandó Brandon mientras miraba a su alrededor nervioso–. No me gusta este castillo.

– Por mí, perfecto –aseguró Dow, poniéndose en pie con Breena en brazos.

– Tenemos que deshacernos de todas las armas –les informó Breena.

– Y tú tienes que cambiarte –le espetó Dow.

– ¿No te gusta mi ropa?

– Estás sucia y mojada. Y conociendo tu tendencia a enfermar…

Ella frunció el ceño.

– Tú encárgate de que la dama se cambie de ropa –le rogó Brandon–, y yo me encargo de las armas.

De la Torre del Homenaje salió la viuda del lord seguida por sus caballeros. Brandon apoyó la mano en la empuñadura de su espada. Dow recuperó la espada que estaba tirada en el suelo. Breena desenfundó la pistola. La dama corrió hacia donde su marido había caído, muerto. Lo observó durante un rato sin moverse, mirándolo desde su altura. Y le golpeó varias patadas en un costado. Escupiéndole. Luego se plantó delante de los tres.

– Lamentamos lo ocurrido –se disculpó Dow, señalando al lord muerto.

– Lamento todo esto –se disculpó ella a su vez, casi avergonzada–. Mi marido se dejó influenciar por esos extranjeros. Y he perdido a mi marido y a mi hijo. Aceptad mis disculpas y nuestra hospitalidad.

– Gracias por su amabilidad, pero sólo necesitamos dos cosas –le informó Dow–, un baño para mi dama –dijo señalando a Breena, que estaba completamente embarrada–, y destruir las armas que tenían esos hombres.

Breena se preparó para cualquier negativa, sabía que esas armas serían muy suculentas en esa época y, en malas manos, podrían usarse para destruir el mundo tal y como lo conocían.

– Yo también pienso que hay que destruir esas armas del demonio –estuvo de acuerdo–. ¿Cómo lo hacemos?

Dow y Brandon miraron a Breena.

– ¿Tenéis un herrero para fundir el hierro?

Brandon y los escuderos se encargaron de supervisar la recogida de armas y de que se las llevaran a Breena, que las desmontaba, echando la munición en un tonel y las partes desmontadas en un carro. El herrero fundió las armas y Breena hizo estallar la munición fuera de las murallas del castillo.

Ya se estaba acabando la tarde cuando terminaron. Y continuaba lloviendo cuando la dama del castillo les ofreció pasar la noche. Aceptaron. Por primera vez en mucho tiempo durmieron en una cama.

Brandon aceptó un baño caliente y bajó a cenar al salón en compañía de la dama viuda. Dow rechazó la invitación gentilmente, alegando el cansancio de su dama. La viuda la observó detenidamente y, viendo su cara pálida, se disculpó por su torpeza. Dio órdenes de preparar un baño caliente para lady Strone, la agarró por un brazo y la acompañó a la habitación que les había asignado. Los hombres las siguieron.

– ¿De cuanto estás, querida?

Breena enrojeció ante la franqueza de la mujer, inconscientemente miró atrás para comprobar que Dow no hubiese escuchado la pregunta. Suspiró aliviada. Dow charlaba con Brandon y otro caballero, que se había acercado para devolverle la espada que había encontrado entre las cosas de los hombres del futuro.

– Más de un mes –dijo con suspicacia–. ¿Cómo lo adivinó? Aún no se me nota –murmuró tocándose la barriga.

Ella sonrió.

– Sí se te nota. La palidez, como te tocas la barriga cuando no te das cuenta, ese brillo en los ojos…

Breena se quedó boquiabierta.

– Pero él aún no lo sabe, ¿verdad? –especuló.

Breena sólo negó con la cabeza.

– ¿Cómo lo sabe?

Ella se carcajeó.

– Cuando se lo digas, averiguarás por qué lo sé.

Cuando por fin los dejó en su cuarto, ya les estaba esperando su cena. Cenaron mientras las criadas preparaban el baño, llenando la bañera a cubos que iban trayendo desde el piso inferior. Cuando se quedaron a solas, Dow aseguró la puerta con una tranca y, sin perderla de vista, comenzó a desnudarse, tirando la ropa al suelo según caminaba hacia ella.

– ¿Te vas a desnudar para meterte en la bañera? ¿O tendré que hacerlo yo?

Breena se desnudó, cohibida bajo su mirada. Tras una noche alejada de él y una mañana en la que había librado una batalla, se sentía completamente cohibida por su presencia. Y después de las palabras de la viuda sobre su evidente embarazo, desnudarse delante de él, la atemorizaba. Para cuando terminó de desvestirse, Dow ya la estaba esperando, desnudo, divertido por su tardanza.

Breena enrojeció ante su escrutinio, la mirada masculina se detuvo en el collar que descansaba entre sus pechos.

– ¿Así que sí tenías la tarjeta contigo? –sonrió él. Ella le contestó con una mueca–. ¿Cómo supiste que no era de fiar?

Los ojos de Breena se iluminaron.

– Porque me habló de Willen –Dow no la entendió–. Yo siempre lo conocí como Donald Mallon, sólo supe su verdadero nombre cuando vimos su video. Pero tu descendiente no podía saber cuando vería ese vídeo, por lo que habría avisado a Emerson para que usara el apellido Mallon, no Willen.

– Nuestro descendiente –especificó Dow.

– Lleva tu apellido, así que es seguro que es tuyo, no puedes saber si será mío.

– Sé que la única razón por la que no sería contigo es que estuvieras muerta –murmuró con voz entrecortada–. Y no voy a permitir que eso ocurra.

La agarró por la cintura y la levantó en vilo, para meterse en la bañera con ella. La sentó entre sus piernas. Breena apoyó la espalda en su pecho mientras la abrazaba entre sus brazos poderosos.

Dow la ayudó a bañarse. Ella lo bañó a él. Se frotaron con jabón por todo el cuerpo. Acariciándose. Besándose. Riendo. Se lavaron el pelo, con suaves masajes con las yemas de los dedos. Él tocándola mientras ella vaciaba un cubo de agua limpia sobre su cabeza. La atrajo hacia él, besándola cuando dejó el cubo en el suelo.

– Te toca –decidió, girándola para enfrentar su espalda. Ella echó la cabeza hacia atrás, arqueando la espalda, y mientras el agua del cubo caía en cascada sobre su cabello, lo ahuecó con las manos. Dow se inclinó para apoderarse de sus labios, besándola con dulzura, saboreando cada centímetro de su boca, besándole el cuello mientras ella se apoyaba en él.

– No sabes lo que ansiaba tenerte en privado, para mí solo –le acarició el abdomen, saboreando su suave redondez. Involuntariamente, pensó en el día en que un hijo suyo estuviera allí dentro, y en el placer que sentiría cuando su semilla la hinchara con el fruto de su amor. Las palabras susurradas en su oído provocaron que las mariposas, que habitaban su cuerpo, se movieran locas de contento por cada terminación nerviosa.

Le agarró la cara con una mano y la inmovilizó, curvándose sobre ella, ajustando su  posición para apoderarse de su boca. Breena subió los brazos por encima de su cabeza y se agarró al pelo de Dow. Con la espalda apoyada en el cuerpo masculino, levemente girada hacia él para facilitarle el acceso a su boca, Breena jugó con su lengua.

Dow comenzaba a sentir la imperiosa necesidad de hacerla suya una vez más, pero, antes, pretendía darle más placer. No tenía prisa por satisfacerla ni satisfacerse. Por primera vez tenían toda la noche para ellos. Y tenía que ser especial, sin prisas. Como si fuera su primera vez.

Ayudándose de una mano, que apoyó en el borde de la bañera, se puso en pie, llevándosela con él sin dejar de abrazarla. Se tiró sobre la cama, dejándose caer sobre un costado, y la giró hacia él, encarándola, abrazándola, besándola mientras sus respiraciones aún seguían agitadas, intentando recuperar el aliento.

Breena se abrazó a él, débil y somnolienta. Sus ojos brillaban con el deseo saciado, sus mejillas coloradas, sus labios hinchados por sus besos. Las piernas masculinas entrelazadas entre las femeninas.

– No te duermas, cariño, tenemos que secarnos.

– Tengo que asearme un poco –le informó ruborizada.

La levantó en vilo y la acercó a la bañera. Cogió una toalla pequeña, la mojó y la limpió con ella, limpiándole los muslos. Breena se ruborizó con sus atenciones, y él le sonrió seductor. Cuando terminó, la envolvió en una toalla y la ayudó a secarse. Mientras ella se secaba el pelo, sentada sobre la cama, aclaró la toalla y él también se aseó.

Se detuvo junto a ella. Y rodeándola en un abrazo, la acostó entre las mantas.

– Vamos a dormir, nena.

Se acurrucó en sus brazos. Sus cuerpos desnudos abrazándose, sus piernas entrelazadas, sus pechos apoyados en sus pectorales duros, su cara hundida en su cuello. Para ella, eso era estar en casa. Y se quedó dormida plácidamente.

Hasta que la despertó un movimiento que le metía mano. Escuchó la voz femenina que gemía de placer mientras la acariciaba. Cuando quiso moverse, una losa la aprisionó, y sintió como le abrasaba un calor cada vez que él se movía. Abrió los ojos de repente cuando su propio grito la despertó, presa del placer.

– Buenos días, mi amor –le susurró Dow en el oído, besándola en el cuello, enterrándose en ella, lentamente, profundamente.

Breena le rodeó la cintura con una pierna y la entrelazó entre las masculinas. ¿Cómo podía él hacerle el amor sin que se hubiera dado cuenta?

– Dow –le recriminó con una sonrisa, mientras se movía bajo su ritmo sensual.

Dow le devolvió la sonrisa con aire inocente.

– Resulta que me desperté y me encontré dentro de ti. Y mi cuerpo sólo me pedía una cosa.

– ¿Qué? –preguntó ella en un susurro.

– Amarte.

Y la amó de nuevo, muy lento, y muy profundo. Y los dos enloquecieron, gimiendo, acariciándose, besándose, hasta que sus cuerpos convulsionaron a la vez con un grito de liberación.

Dow se dejó caer sobre ella, tratando de recuperar la respiración. Breena le acarició la espalda amorosamente.

– ¿Nena, qué me haces?

– Acariciarte.

– No me refiero a eso. Desde que te conozco, no puedo dejar de tocarte. Te follo hasta dormido. Es la segunda vez que lo hago.

Breena se rió y se movió para abrazarlo.

– Yo podría decir lo mismo. Cada vez que me tocas, sólo pienso en que te quiero dentro de mí.

– Pues nos tocamos durante la mayor parte del día –le informó recordando que montaban juntos a caballo.

– ¡Oh, sí! –reconoció, enrojeciendo de vergüenza–. ¿Crees que no lo sé?

– Mierda, nena, no me puedes decir eso. Ahora cabalgaré excitado durante todo el día–. La sujetó por las caderas y la atrajo hacia su pelvis, para que sintiera de lo que le hablaba.

Breena abrió los ojos por la sorpresa. Volvía a estar listo para ella, como si no se hubieran acabado de amar. Eso no podía ser normal en un hombre. Le gustaría poder llamar a su amiga Megan para intercambiar impresiones.

Se pegó a él con un movimiento sensual, haciéndole ver que estaba dispuesta para satisfacerlo completamente. Dow bufó con un gruñido salvaje y se levantó de golpe. Casi enfadado. Breena se cubrió con una manta, tímida y avergonzada.

– No estamos en casa –la informó decidido, sonriéndole–. Y no te lo puedo hacer una y otra vez hasta dejarte rendida, porque nos tenemos que ir ya. Es de muy mala educación bajar a deshora cuando estás invitado en la casa de otro lord.

– ¿Me amarías hasta dejarme rendida? –preguntó con los ojos brillando de deseo.

Se tiró sobre ella en la cama, como un felino a punto de atacarla. La besó profundamente.

– Te mataría a polvos –la amenazó en un susurro que hizo que le hirviera la sangre y aumentara su ritmo cardiaco.

Alejándose bruscamente, Dow le puso un trapo húmedo y frío en los muslos. Ella dio un respingo.

– Si vas a asearte, hazlo ya, que nos vamos.

Breena enrojeció bajo su mirada mientras se limpiaba los restos de su pasión. Se vistieron. Él, una ropa limpia que había sacado de sus alforjas. Ella, una camisola y un sencillo vestido de lana que le había dado la dueña del castillo. Cuando salieron para bajar a desayunar, Brandon ya hacía un buen rato que los estaba esperando, nervioso, apoyado contra el marco de su puerta.

– Nos tenemos que ir ya. Hay mucho revuelo en el castillo.

– ¿Por nosotros? –preguntó Dow.

– ¡Sí! Anoche tuve un encuentro con una criada y me advirtió que nos matarían nada más atravesar la puerta.

– ¡Mierda! –bramó Dow.

– Recomiendo usar la misma vía de salida que de entrada –propuso Brandon mirando a Breena.

Bajaron las escaleras, escoltando a Breena. Brandon abriendo el camino. Dow cuidando la retaguardia. Las espadas enfundadas, pero preparados para usarlas.

Cuando entraron en una despensa, Dow levantó una ceja. Breena movió una piedra y una pared se deslizó para dejarles entrar. El cadáver de la mujer soldado aún seguía allí y pasaron sobre ella, cerrando la puerta y adentrándose en el pasadizo.

Dow se detuvo de repente.

– Tengo que volver a por Excalibur.

Brandon lo miró sonriente.

– Esta noche, mientras… dormíais, me encargué de él. Y Excalibur te está esperando afuera con nuestros escuderos y mi caballo.

– Piensas en todo, amigo.

Al salir del pasadizo, los estaban esperando los escuderos en el pequeño grupo de árboles. Sin perder tiempo, subieron a los caballos y partieron al galope, alejándose del castillo hacia un bosque que se perfilaba en el horizonte. Cuando se dieron cuenta de que no eran perseguidos, aflojaron el galope y se relajaron un poco.

Dow la rodeó por la cintura en un abrazo fuerte y la apretó hacia él. Breena sintió la dureza de su deseo contra sus nalgas y su cuerpo tembló de excitación.

– Te dije cómo iba a estar todo el día –le recordó.

– Ahora entiendo porqué las mujeres están desnudas por debajo de tanta ropa –susurró con picardía, sacudiendo las faldas a la altura de la entrepierna.

Dow gruñó como un animal herido y se movió inquieto.

– Va a ser un día muy largo –protestó.

Durante los días siguientes, cabalgaron casi día y noche, intentando alejarse del castillo Conery y de cualquiera que los pudiera estar persiguiendo. No consiguieron relajarse hasta que abandonaron esas tierras.

Habían pasado quince días atravesando valles, subiendo montañas, galopando campiñas, y vadeando ríos y lagos, acercándose a casa a pasos agigantados. Amparados por una lluvia, que los había acompañado la mayor parte de los días, molesta, pero que no les impedía avanzar.

El frío comenzó a hacerse más fuerte. Tan fuerte que por el día se colaba por la ropa, hasta calarle todos los huesos y hacerle castañear los dientes sin control, a pesar de que Dow la cubría también con su capa y la abrazaba contra su cuerpo.

Al llegar la oscuridad, dormían apretujados unos a otros, protegidos de la intemperie en la tienda que montaban todas las noches. Ella dormía abrazada a Dow, sintiendo como su calor la calentaba como si fuera una estufa, el costado de Brandon apenas rozando su espalda, cubiertos con las capas  y con varias mantas. Breena no entendía cómo podía hacer tanto frío. No sabía si era porque se acercaba el invierno, o porque se acercaban irremediablemente al norte del norte. Muchas veces llegó a pensar que iba a morir congelada.

 El día que comenzó a nevar, no sólo descubrió un nuevo sentido a la expresión morir de frío, sino que ya estaban en diciembre, el día de san alguien, con lo cual no supo el día exacto, y que ya llevaban varios días en tierras de Lord Strone. Tenía muchas preguntas que hacerle pero los dientes le castañeaban y no podía articular palabra.

Dow los dirigió a través de un terreno irregular hasta una casa de barro que empezaba a cubrirse por la nieve. Breena se quedó sola sobre el caballo, sintiendo como la envolvía el aire helado cuando Dow desmontó, hundiéndose en la nieve.

Se encaminó a la puerta con paso firme. Se detuvo, indeciso, con la mano en la empuñadura, la espada a medio desenvainar, observando, sorprendido, como el matrimonio corría hacia él armado con útiles de labranza que sujetaban con aire amenazador.

Se detuvieron en seco al reconocerlo, dejando caer las armas y tirándose a sus pies a pesar de la nieve.

– ¡Milord! –gritaron sollozando, arrodillados a sus pies–, gracias a Dios que es usted.

– ¿Quién pensabais que era? –Preguntó ceñudo, mirándolos desde su altura, su porte regio como un príncipe–. Y levantaos, por favor.

– Son guerreros, destrozan nuestras casas, las cosechas, matan a nuestros hijos.

– ¿Desde cuando?

– Desde la primavera.

– ¿Sabéis quiénes son?

La mujer negó con la cabeza sin atreverse a mirarlo a los ojos. El hombre lo esquivó indeciso, sin atreverse a hablar, pero deseando ser alentado para hacerlo.

– Llevan los colores de los MacHollister –le informó, por fin.

– ¿La familia de mi mujer? –preguntó malhumorado, sin entender por qué la familia de su mujer estaba atacando sus tierras como si fueran aves de rapiña. Miró por encima de su hombro, recordando a Breena–. Necesitamos un sitio para pasar la tormenta –informó con voz ronca.

– Sería un honor compartir nuestra humilde casa con usted –se apresuró a invitarlo el hombre.

– Gracias –murmuró–. ¿Tenéis algún sitio para los caballos?

– Yo acompañaré a los escuderos al establo –y mirando de reojo a Breena, se atrevió a añadir–. Mi esposa os acompañará a la casa, la señora parece necesitar calor.

Dow bufó profundamente. No necesitaba que un campesino le dijera qué era lo que necesitaba su esposa. La desmontó del caballo y, con ella en brazos, siguió a la campesina al interior de la casa.

La construcción era de una única planta, sin habitaciones, en donde estaba la cocina con el fuego del hogar encendido para dar calor a toda la vivienda. Unas escaleras de mano se apoyaban en un extremo para dar acceso a una pequeña buhardilla bajo el techo, que era donde dormía la familia. Era tan pequeña, que cuando entraron tras la mujer parecían llenarla con su presencia.

Dow dejó a Breena sentada al lado del fuego. Le sacó la capa completamente empapada por la nieve que se había pegado entre las pieles.

– ¡Mierda, Breena! –gritó cuando comprobó que el resto de su ropa estaba igual de húmeda–. ¡Quítate esta ropa! ¿Cómo no me has dicho que estabas mojada?

– No lo estoy, milord –dijo, castañeando los dientes. Un intento de sonrisa se quedó en una mueca.

– Estás calada hasta los huesos –murmuró en su oído, poniéndola de pie y pegándose a ella sensualmente–, aunque cuando termine de quitarte esta ropa, apuesto que también estarás empapada en otro lugar.

Breena sonrió con nerviosismo, enrojeciendo bajo su mirada porque la simple amenaza la había excitado, y, a pesar del frío que entumecía sus músculos, un calor doloroso le recorrió bajo su vientre y se extendió hasta su entrepierna, humedeciéndola, instintivamente lista para recibirlo. Automáticamente se rozó a él, y Dow le sonrió con tristeza, dándole un beso casto en la comisura de sus labios.

– Lo sé, nena –murmuró de nuevo en su oído–. Hace dieciséis interminables días que no hemos… estado solos en ningún momento. Yo también te necesito –la acercó hasta hundirla en su pelvis, Breena sintió su necesidad clavándose en su abdomen–. Cuando nos vayamos de aquí, en dos días estaremos en casa.

– ¿Dos días? –preguntó esperanzada –¿Por qué no continuamos? Yo puedo continuar.

– Lo sé. Va a comenzar una tormenta de nieve, no nos hemos detenido por ti.

Sí lo habían hecho. Ellos estaban acostumbrados a ese clima y podían haber avanzado hasta que la tormenta les impidiese ver el camino, entonces hubieran montado la tienda y esperado a que pasara. Para ella sería muy arriesgado continuar, y viendo el estado en el que se encontraba se alegraba de haberlo hecho.

– Quítate esta ropa antes de que cojas un resfriado –intentó deshacerle los nudos del vestido, pero sus dedos también estaban torpes por el frío.

– ¿Me permitís, milord? –le pidió la campesina, pasándole una manta y colocándose a la espalda de la mujer que temblaba como una hoja movida por el viento.

La puerta se abrió de golpe y una fuerte ventisca entró cuando lo hicieron los hombres, que entraron en compañía de una niña, que se quedó en una esquina, asustada, y temblando de frío.

Sin necesidad de palabras, John le lanzó el bulto con las ropas de Breena. La campesina, que ya había tomado el control de la situación, lo abrió y lanzó un grito de disgusto al ver que no estaban en condiciones de que la mujer las pusiera.

– Emily, ve a la habitación y trae ropas de tu hermana –ordenó a la niña, que subió disparada por las escaleras cuando ella atacaba el último nudo–. Milord –ordenó más suavemente, señalando la manta y a la dama. Dow le dio un codazo a Brandon y entre los dos levantaron la manta, creando una pequeña pared de intimidad para que Breena se desnudara al calor del fuego.

La campesina tuvo que luchar para que el vestido le saliera por la cabeza. La lana se le pegaba a la camisola y, al estar mojado, se hacía más pesado y le costaba trabajo tirar de él. Cuando, por fin, lo consiguió, se quedó únicamente con la camisola, que se pegaba al cuerpo femenino como una segunda piel, y marcaba sus formas más eróticamente que si estuviera desnuda. Los pezones se dibujaban en la tela,  justo por debajo del pronunciado escote, marcando sus generosas redondeces.

Dow gruñó visiblemente irritado y apartó la mirada de ella, dolorosamente excitado por el deseo. Brandon le sonrió burlón, mirando descaradamente el prominente bulto de sus pantalones. Abrió la boca para uno de sus comentarios mordaces.

– No estoy de humor, Brandon –bramó Dow antes de que pudiese hablar.

– Nos hemos dado cuenta, milord –respondió descaradamente–. Hace dieciséis días que no estáis de buen humor. Y no es que lleve la cuenta.

Ya está. Ya lo había dicho. Y se sentía mucho mejor. Era la mínima satisfacción que se merecían después de aguantarle su malhumor, como si ellos tuvieran la culpa de que el mal tiempo no le hubiera dado la privacidad suficiente para “ponerse de mejor humor”.

Dow gruñó aún más exasperado. Una cosa era que se sintiera frustrado por su necesidad no satisfecha por ella, y otra muy distinta era que su humor cambiara tanto que sus amigos sabían si se acostaba con ella o no.

Breena palideció con sus palabras. Estaba tan concentradamente escandalizada en la conversación que no se dio cuenta de que la campesina le había quitado la camisola hasta que sintió el calor del fuego en su espalda.

La campesina se había quedado inmóvil, mirando boquiabierta su vientre abultado. Automáticamente se llevó una mano al abdomen y echó un rápido vistazo a Dow para asegurarse de que no la estaba mirando. La campesina siguió su mirada hasta el lord y la volvió otra vez a ella. Cuando Breena se vio sorprendida, se ruborizó bajo su mirada y se giró para darle la espalda a Dow y encarar el fuego. La anciana sonrió. Desde el principio había comprendido que esa mujer era especial para su lord. Ahora sabía que ella debía tratarse de la nueva señora del castillo. Y le gustó.

Por primera vez en quince días, bajó la vista hacia su barriga y la vio abultada y redonda, no lo suficiente como para que se notara a través de la ropa, pero sí para que se viera claramente en su completa desnudez. La mujer le ayudó a vestirse la camisola y el vestido que le había traído la niña. Por fin estaba entrando en calor y los temblores comenzaban a ceder.

– Os traeré un poco de sopa.

Mientras la mujer calentaba la sopa, los hombres se cambiaron de ropa en la esquina más alejada. Breena encaró el fuego en un intento de devolverles la privacidad que le habían dado a ella primero. La niña permanecía alejada, tiritando en una esquina, evitando mirar a los hombres grandes que la intimidaban, y observándola a ella, intrigada por su presencia y sin atreverse a hablar.

– Emily –la llamó con voz dulce y baja–. Ven y siéntate conmigo, por favor.

La niña no se movió y Breena le tendió una mano para que lo hiciera.

– Acércate al fuego. Hace frío.

Ella se acercó lentamente, casi hipnotizada por sus palabras. Breena se sentó en el suelo y la niña la imitó con timidez. Breena acercó las manos al fuego y la niña la imitó de nuevo.

– Mi madre –comenzó Breena en un comentario casual– se llamaba Emily.

– ¿En donde está tu madre? –preguntó con una voz muy infantil llena de curiosidad.

Breena se maldijo porque su intención era entretener a la niña para que no se asustara de ellos. Sabía lo intimidante que podrían resultar a la vista de un adulto, para cuanto más a los ojos de una niña pequeña, y decirle que su madre estaba muerta, no era la forma más adecuada de conseguirlo.

– Mi padre te diría que está con las hadas –recordó lo que siempre le contaba su padre cuando su madre había sido asesinada.

La niña se sintió irremediablemente atraída cuando escuchó la palabra hadas.

– Mi abuela dice que las hadas no existen.

Breena se encogió de hombros.

– Puede que tu abuela tenga razón –la niña la miró desencantada–. Pero también puede estar equivocada.

La niña miró automáticamente a la anciana con cara de “ya te lo dije”.

– ¿Las has visto alguna vez? –le preguntó en un susurro de confidencia, inclinándose hasta que su nariz casi rozó la de la niña.

– No –murmuró la niña alicaída. Breena emitió un gemido de disgusto, al tiempo que se enderezaba, apartándose de la niña, casi parecía disgustada–. ¿Y tú? –preguntó con una vocecita cargada de emoción.

– No –reconoció Breena, pero en sus ojos brillaban de emoción–. Pero nunca esperé verlas. Yo creo que a las hadas no les gustan los humanos. Tienen miedo de lo que podríamos hacerles si cazáramos una. Y no me extraña.

– ¿De verdad crees que existen?

– ¿Por qué no? Pero creo que nos ven cómo nosotros vemos a una mosca. No creo que se dediquen a concedernos deseos. ¿Tú te dedicas a concederle deseos a una mosca?

En la carita de la niña se dibujó una expresión de sorpresa con los ojos muy abiertos.

– ¿Las moscas piensan que yo soy un hada?

– Emily, deja a la señora, está cansada y va a cenar.

Para cuando terminaron la cena, el viento soplaba más fuerte en el exterior, golpeando la casa como si quisiera hacerla volar. Habían disfrutado de una sopa caliente y carne seca sentados a la única mesa que había en la casa. Breena fue a sentarse junto al fuego. Había dos sillas, pero decidió dejarlas para los ancianos y se sentó en el suelo, junto a la niña, lo más cerca del foco de calor que le fue posible. La anciana preparó un vaso de leche caliente para la dama y se lo ofreció con una sonrisa de complicidad mientras señalaba disimuladamente su barriga. Breena aceptó el vaso con un agradecimiento rápido mientras se le encendían las mejillas ante las atenciones a las que no estaba acostumbrada.

Sabía que esa mujer la estaba mimando y no se creía merecedora de sus atenciones. Era cierto que estaba embarazada de su lord, pero no era su esposa. Si a veces estaba convencida de que Dow la quería, otras veces pensaba que, una vez llegaran al final del camino, sería también el final de su aventura. Su hijo sería un bastardo y ella repudiada, con todo lo que eso significaba en aquella época.

Temía no ser aceptada si se presentaba, embarazada, ante su familia. De todas formas no sabía cómo iba a ocultarlo durante más tiempo, así que si Dow la iba a dejar, esperaba que lo hiciera antes de que su barriga aumentara más su volumen. Calculó que debía estar ya de dos meses, aproximadamente, y en cualquier momento su secreto sería imposible de esconder. Y ya estaban en diciembre. Y estaba comenzando a nevar. No sabía cómo iba a abandonar el castillo de Dow, ella sola y en plena nieve, pero estaba obligada a hacerlo porque para cuando el invierno terminara, su embarazo estaría tan adelantado que lo sabría todo el mundo.

El dinero ahora no era un problema. Tenía los diamantes del soldado asesino, con los que podría contratar un guía. Se preguntaba si tendría tiempo de hacerlo antes de que Dow descubriera su embarazo. No podría soportar que lo averiguara. Ella sólo quería su amor y quería oírselo decir sin que se sintiera obligado por ningún tipo de honor. Si él la amara, sabía que el niño también sería amado. Pero si no la amaba, podría reírse de ella por ser tan tonta como para quedarse embarazada de un lord sin ser su esposa.

La anciana la sacó de su ensimismamiento, ofreciéndole una de las sillas. Breena la declinó, pidiéndole a ella que la usara. Lo que hizo que la mujer volviera a insistir.

– Déjalo, Alice. Breena no va aceptar y ninguno de nosotros quiere que os toméis más molestias de las que ya os habéis tomado.

Dow se sentó tras su espalda y la abrazó atrayéndola hacia él. La veía tan triste y desolada que necesitaba consolarla. Breena quedó sentada entre sus piernas, recostada contra su espalda.

– ¿Sabéis si mis hombres ya han vuelto a casa? –preguntó Dow al anciano, mientras la besaba en el cuello y le susurraba al oído unas palabras tranquilizantes de que todo iba a ir bien. Breena sonrió, sabía que se refería a la tormenta, pero quiso pensar que era a todo lo que la carcomía por dentro.

– Os llevan una semana de ventaja, milord.

Breena se giró y apoyó la mejilla en su pecho, acurrucándose en sus brazos, buscando el calor de su cuerpo. Dow le besó el pelo automáticamente.

– Ya deberían haber llegado, entonces –decidió, pensativo.

– ¿Visteis si mis hombres los acompañaban? –le preguntó Brandon.

– Sí, milord.

– ¿Vas a volver a casa tan pronto lleguemos a mi castillo o te quedarás a pasar las navidades con nosotros?

– Mi madre está sola, así que partiré de inmediato para pasarlas con ella.

– Hemos oído que lady Strone está con ella.

Breena se puso rígida. ¿Lady Strone? Pensaba que Dow era viudo.

– Mi madre –especificó en su oído al percibir la tensión del cuerpo femenino.

– Entonces, vas a tener que venir a pasar las navidades con nosotros si quieres estar con tu madre.

– Parece ser –informó la anciana– que la mitad del ejército de lord MacIvor ha vuelto a casa y sus madres van a venir al castillo Willenby.

Breena se enderezó inesperadamente, mirando a Brandon boquiabierta, sin poder hablar por la sorpresa de lo que acababa de descubrir.

– ¿Eres Brandon MacIvor?

– El mismo –confirmó Brandon con una sonrisa orgullosa.

– Ya lo sabías, te lo había presentado –Dow la miró inquieto. Le preocupaba su comportamiento.

– No lo recordaba –respondió confusa, recordando que aún estaba medio enferma cuando él había hecho las presentaciones –. ¿Eres lord Wallace?

– ¿Me conoces? –preguntó intrigado.

– ¿Eres el laird de Iveird? –insistió.

– Sí. ¿De qué me conoces?

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