El Caballero Negro (Versión p...

由 ClaraMaio

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Está es una versión "light" que reescribí para que la pudiera leer mi hija adolescente. 😉 Romance, aventuras... 更多

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6ª parte
7ª parte
8ª parte
9ª parte
10ª parte
11ª parte

1ª parte

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由 ClaraMaio

Caminó con determinación entre las mesas del restaurante, luchando en su interior por no echar a correr pero apresurada por escapar del local, de otro nuevo bochorno, de un nuevo fracaso. Cuando alcanzó la puerta, echó un último vistazo por encima del hombro antes de salir al exterior. Fue un gesto rápido, más para asegurarse de que no la seguía que para lamentarse de lo que dejaba atrás.

Una mueca escapó de sus labios. Su mejor amiga había preparado esa cita a ciegas, y le había pedido expresamente que se vistiera sexy, como si esa palabra significara lo mismo para las dos. Se esmeró en ponerse una cómoda y coqueta falda larga de terciopelo, que se ajustaba a su cintura y que caía ligera alrededor de sus piernas bien formadas. La acompañaba por una provocativa camiseta ajustada, de tiras y de corte redondo, que realzaba sus generosos y bien formados pechos, pero que se había cubierto con una chaqueta que sólo dejaba entrever una mínima parte del escote. Era lo más sexy que tenía. Y era lo más sexy que le apetecía vestirse para un desconocido.

Se conocía perfectamente y reconocía cuáles eran sus limitaciones. Sabía que era del montón, y que los hombres no se giraban para admirarla, por mucho que se esmerara en arreglarse y maquillarse. Pero reconocía que tenía un cuerpo deseable, producto no sólo de la genética, sino del esfuerzo por mantenerse en forma para su trabajo. Y, por encima de todo, poseía una personalidad única que tanto atraía a unos como repelía a otros. Que a sus veinticinco años no tuviera pareja, no le preocupaba, pero era consciente de que a su amiga le impacientaba que nunca hubiera tenido un novio o, incluso, rollos de una noche. Pero a ella nunca le habían interesado las relaciones. Sólo se había preocupado, primero, por sus estudios, y después, por su trabajo.

Así que cuando se sentó frente al hombre guapo, bien vestido, con un cuerpo escultural de muchas horas de gimnasio, demasiado bien pagado de si mismo, y que apestaba a arrogancia, enseguida decidió que no le gustaba en absoluto. Y no sólo supo cómo acabaría todo, sino que sería en un futuro muy próximo.

Cuando Breena Bennett se quitó el abrigo, él no disimuló el hecho de que no podía dejar de mirarle el trozo de escote que quedaba a la vista, por lo que renunció a quitarse la chaqueta. Pero cuando el hombre comenzó a hacer insinuaciones demasiado directas de cómo iban a terminar la noche, y lo envolvía todo como un regalo maravilloso que iba a recibir de él, se enfureció.

Él había dado por supuesto que ella era una virgen desesperada en busca de un macho, y rápidamente lo hizo salir de su error. Se levantó sin más y, ante su asombro, se encaminó hacia la puerta sin darle ningún tipo de disculpa. No se merecía ni un simple adiós. Ya hacía mucho tiempo que había pasado la etapa de las explicaciones.

Esperó a salir a la calle, y sentir el aire frío en la cara, para ponerse el abrigo. Se subió al coche de alquiler y durante un segundo apretó con fuerza el volante, enfadada con el hombre, pero, en especial, consigo misma. A veces se preguntaba si tendría corazón. O si el hombre que le hiciera sentir verdaderos sentimientos de mujer, existiría... o si algún día lo encontraría...

Estaba de vacaciones por primera vez desde que era policía. Megan la había convencido para visitarla en el Reino Unido, y había aprovechado a hacerlo tras una misión conjunta de su gobierno y el británico. Pensó que un cambio de país y de aires le sentaría bien, pero, por lo que veía, los hombres se comportaban igual, independientemente de la parte del mundo en el que se encontraran.

Encendió el coche y salió del pueblo, camino de la casa de campo en la que vivía su amiga. Era de noche. La oscuridad se fue haciendo cada vez más profunda según abandonaba el pueblo y se adentraba en el campo.

El coche se detuvo inesperadamente tras unos golpes secos. Comprobó el chivato del combustible y marcaba que estaba lleno. Tras unos infructíferos intentos por encenderlo, buscó el móvil en su enorme bolso bandolera y llamó a su amiga.

El teléfono no dio señal. Allí no había cobertura. Contrariada, bajó del coche, se colgó el bolso del hombro y comenzó a alejarse, caminando a lo largo del arcén hasta que unas rayas de cobertura aparecieron en la pantalla. Remarcó el número de su amiga.

- Megan, se me ha estropeado el coche. ¿Puedes venir a buscarme o llamar a una grúa?

Como respuesta escuchó su voz entrecortada.

- ¿Megan, me oyes? -Preguntó mientras miraba, fastidiada, la punta de sus botines y golpeaba una pequeña piedra-. Se me ha estropeado el coche.

Las interferencias se hacían cada vez más insoportables y comenzó a moverse inquieta, buscando mejor señal. Se detuvo en seco. Debajo de sus pies el asfalto se estaba desvaneciendo bajo su mirada. Miró hacia un lado y vio oscuridad y campo. La carretera había desaparecido. Se giró asustada, con todo su cuerpo en tensión y el vello de su piel completamente erizado.

Respiró aliviada cuando vio que el coche, con las luces todavía encendidas, continuaba donde lo había dejado. Intentó dirigirse a él, pero una fuerza invisible la mantenía fija en su lugar y le impedía acercarse por mucho que lo intentara. Mientras tanto, coche y carretera se desvanecían ante sus ojos hasta desaparecer por completo.

No supo cómo asimilar lo qué le estaba pasando. Durante unos segundos pensó que estaba soñando, hasta que un pitido del móvil la despertó de su ensueño y la devolvió a la realidad.

- ¡Megan!, esto es muy raro.

Nadie le contestó. Ni su amiga. Ni interferencias... Nada. Ojeó la pantalla del móvil y reparó en que había perdido por completo cualquier atisbo de cobertura. Miró a su alrededor. Estaba en el medio de una oscuridad total sólo rota por una luna casi llena y un cielo estrellado, libre de nubes.

Durante un breve instante miró pensativa las estrellas. Las reconoció, pero tenía la sensación de que eran diferentes. Y, entonces, una idea alarmante cruzó su cerebro. Hacía unas semanas había hecho una vigilancia nocturna en las afueras de la ciudad y su compañero le había dado una lección de astronomía bajo un cielo estrellado. Deseó haberle prestado más atención en lugar de reírse de sus aficiones, pero si algo recordaba, era su charla sobre las pequeñas estrellas brillantes que poblaban el cielo del año 2013 y que no eran otra cosa que los múltiples satélites artificiales creados por el hombre.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Allí no había ni un solo satélite, por eso no tenía cobertura. Boquiabierta, se preguntó a dónde habrían ido. Guardó el móvil en el bolso y buscó desesperadamente el consuelo de su pistola. Soltó un juramento al recordar que la había dejado en su apartamento en la ciudad de Nueva York. No tener ningún arma era algo que no le preocupaba porque era más que capaz de defenderse sin necesidad de ellas, pero le daba una sensación de seguridad que no tenía en ese momento y que necesitaba desesperadamente.

El silencio no se podía comparar a ningún silencio que hubiese percibido antes. Y el aire olía diferente. Olía a limpio, olía a campo... faltaba el característico olor a civilización, a contaminación. Un mal presentimiento le pasó por la cabeza y se preguntó si cualquier raza alienígena habría atacado el planeta. Sacudió la cabeza en una frenética negación y se le escapó una risita nerviosa que acabó en carcajada al imaginarse luchando en cualquier resistencia humana tal cual una serie de ciencia ficción de bajo presupuesto. Se tapó la boca con una mano mientras se cercioraba de que nadie a su alrededor la había visto u oído.

El presagio de la soledad, y la incertidumbre de lo que estaba pasando, le hizo tomar la decisión de quedarse en donde estaba hasta que alguien se acercara a rescatarla, si es que alguien lo hacía. Pasó una hora en alerta buscando cualquier sonido de civilización, hasta que cansada de estar de pie, decidió sentarse. En poco tiempo, la hierba empapada por la helada comenzó a mojar primero su ropa y luego su piel. Buscó una postura cómoda y se quedó dormida abrazada por el rocío y el frío de la noche otoñal.

Las primeras luces del sol la sorprendieron encogida en el medio de una pradera tratando de mantener un calor que intentaba escapar de su cuerpo. Se despertó cansada y dolorida. Tardó unos minutos en comprender en donde estaba, o para ser más exactos, en donde no estaba. Recordó la noche anterior. Se llevó una mano a la frente tratando de aclararse la mente. Y sólo sacó una cosa en claro: su frente estaba ardiendo y todo eso debía ser un sueño producto de su estado febril.

Trató de levantarse. Sus piernas apenas la sostenían. Una brisa fresca azotó su cuerpo y sus ropas mientras el sol la calentaba. A trompicones buscó una sombra, pues sabía que no le convenía pasar el día bajo el sol cuando estaba empezando a tener fiebre. Empleó parte de sus fuerzas en acercarse al árbol más cercano, y le pareció que pasaba una eternidad hasta que logró tumbarse bajo su tronco. Abrir la cremallera del bolso con dedos temblorosos fue una tarea larga y penosa. Cuando, al fin, pudo acceder a su interior, sacó una botella de agua y un neceser pequeño en el que encontró una pastilla de ibuprofeno que se tragó sin pensarlo dos veces.

Reclinó la cabeza, mareada, en el tronco, y rezó para que la encontraran rápido. Daría el sueldo de un año por estar en una cama mullida, tapada hasta las orejas para quitarse el frío de encima. Los escalofríos dieron paso a un calor sofocante que le obligó a quitarse el abrigo en medio de un delirio en el que en los pocos momentos en los que volvía en si no sabía ni dónde estaba ni cuánto tiempo había pasado. Intentó mirar su reloj pero recordó que no lo llevaba puesto y el esfuerzo de buscarlo en su bolso se le hizo imposible, por lo que cerró los ojos y descansó.

El retumbar de un millar de tambores sonando a la vez tronó en su cabeza, empujándola a abrir los ojos. El suelo empezó a temblar y pensó que se trataba de un terremoto, pero había pasado por varios y no lo reconoció como tal. Cuando logró ponerse en pie, distinguió una polvareda en el horizonte y pensó en un todo terreno que se conducía a través de la campiña, pero no reconoció el ruido de ningún motor.

En el medio de la neblina febril, distinguió a cuatro jinetes a caballo que se acercaban al galope. Su mente iba a una velocidad mucho más lenta que su cuerpo, y su cuerpo iba a paso de tortuga. Con lo que cuando los jinetes detuvieron sus monturas ante ella, su cerebro aún seguía barajando si el atraer la atención de unos desconocidos, era un riesgo que podía asumir. O si esos hombres serían algún tipo de equipo de rescate. O simplemente dejar de darle vueltas a todo y pedir su ayuda.

Los hombres que permanecían en sus monturas, observándola, parecían recién salidos de una película del rey Arturo. Decidió que si eran actores, no podían ser peligrosos. Como a través de un túnel, vio como se quitaban el casco con el que protegían sus cabezas, y se sonreían entre ellos mientras desmontaban y se le acercaban. A pesar del estado en el que se encontraba, supo lo qué iba a pasar, y se preguntó si estaba preparada para librar esa batalla.

Hizo un balance rápido de su estado físico: sus piernas apenas la sostenían, los brazos le colgaban sin fuerzas a lo largo de su cuerpo, su mente no estaba ágil, y sus ojos apenas distinguían lo que tenía delante. Con su arma reglamentaria a mano, podría haber tenido una posibilidad de salir victoriosa, eso si no le temblaba el pulso. En esas circunstancias, sabía que estaba derrotada. Pero no iba a dar su vida por perdida sin luchar.

Los hombres le dijeron algo mientras tomaban posiciones a su alrededor. Breena no los entendió, y aunque reconoció el idioma de las islas, dedujo que debía de tratarse de algún dialecto con algún tipo de acento fuerte al que no estaba acostumbrada. Pero en ese momento no consideraba vital saber lo que decían, sino mantenerse centrada en sus movimientos.

Uno de los hombres, más entusiasta o tal vez sólo más deseoso de saciar sus propias necesidades, trató de agarrarla por un brazo mientras los otros dos tomaban posiciones más cercanas para cortarle el paso en caso de huida. ¡Cómo si estuviera en condiciones de correr! Centró las pocas energías que le quedaban en sus siguientes movimientos.

Agarró la mano que intentó sujetarla. Con un movimiento brusco aprovechó la inercia del hombre y lo acercó a ella mientras con un puño le dio un golpe en la cara, que le partió la nariz y lo dejó sangrando y gritando, lleno de ira, mientras intentaba cortar la hemorragia. Al segundo que se le acercó, le regaló un rodillazo en sus partes más viriles, para, inmediatamente, al tercero darle una patada que le partió la rodilla que lo hizo gritar de dolor sin poder moverse del suelo. Al último lo pateó en pleno estómago y, al hacerlo, un dolor extremo le recorrió desde la planta de su pie hasta el cerebro. Había cometido el error de infravalorar la solidez de la placa de metal que cubría su pecho y barriga y, si con sus facultades al completo, hubiera tenido tiempo de corregir su mala maniobra, en esa situación sabía que era imposible. Con ese pequeño instante de dolor no sólo había perdido su frágil concentración, sino también las pocas fuerzas que le quedaban.

Cuando uno de los hombres se abalanzó sobre ella y la tiró al suelo, intentó defenderse desesperadamente sin fuerzas que la avalaran. Los hombres, enfurecidos por sus cuerpos maltratados y su orgullo herido, ganaron en poder mientras ella se debatía intentando morderles, darles patadas o puñetazos. Uno de los hombres la agarró por los brazos y otro por las piernas, y la mantuvieron inmóvil mientras el tercero le pegó un puñetazo en la cara que le partió un labio y casi la dejó sin sentido. Acto seguido el hombre la miró con una sonrisa cruel y se bajó los pantalones mientras le subía la falda buscando sus partes más íntimas.

Breena gritó de frustración por no poder defenderse y luchó por contener las lágrimas que asomaban a sus ojos. El hombre se acarició el pene con orgullo para atraer la vista femenina hacia su miembro, buscando en ella una mirada de terror ante lo que le esperaba. Breena no sólo no le dio ese placer sino que escupió en el suelo para hacerle ver lo que pensaba de él y de sus partes viriles.

Eso fue suficiente para que al hombre se le encendiera la sangre y caer con toda su fuerza y odio sobre la mujer que no suplicaba clemencia. Se desplomó de rodillas entre sus piernas abiertas mientras el hombre que le sujetaba los brazos miraba hipnotizado como el cuerpo de su compañero caía al suelo, al tiempo que la cabeza degollada rodaba hacia el extremo completamente opuesto.

Estaban tan pendientes de la mujer que ninguno había oído acercarse al caballero hasta que la sangre lo salpicó todo, alertando al hombre que la sujetaba por las piernas, quien se levantó de un salto al tiempo que desenvainaba su arma. Tan pronto se giró en busca del enemigo, el filo de una hoja afilada le rozó el cuello y soltó su espada mientras se llevaba las manos a la herida de la que salía sangre a borbotones. El tercer hombre echó a correr hacia su montura mientras el de la pierna rota le suplicaba ayuda para escapar, pero fue dejado atrás sin prestarle auxilio y el guerrero le atravesó el corazón silenciando sus gritos. Sin hacer ningún intento de seguir al que huía, limpió la sangre de su espada en la ropa del decapitado y la envainó mientras recuperaba su caballo a unos metros de distancia.

La mujer encogió las piernas sin fuerzas para recolocarse la ropa. Se enroscó en un ovillo, sin ánimos para huir y menos para llorar. Estaba tan cansada, y se sentía tan enferma, que ya no estaba segura de que lo que veían sus ojos fuese real. Estaba convencida de que todo era un mal sueño producto de la fiebre. Sintió un movimiento a su lado y trató de levantarse, asustada.

De pie ante ella, con el sol a su espalda, el hombre vestido íntegramente de negro, y con una reluciente cota de mallas, se le veía poderoso y temible desde su posición en el suelo. Pero Breena lo miraba con la calma de saber que la había salvado y de que estaba tan débil que si él pretendía matarla no tendría fuerzas suficientes para impedirlo.

- ¿Lord Vader? -musitó confusa.

El hombre se quitó el yelmo de acero de la cabeza y miró con urgencia hacia atrás. Breena observó hechizada sus rasgos firmes, el pelo negro liso y despeinado que le caía hasta los hombros, las trenzas que bailaban en sus mejillas, los ojos profundos, fríos y salvajes que la miraban sin ningún tipo de emoción. Y en todo el desorden que bailaba en su cabeza reconoció que era impresionantemente alto y corpulento, y que su físico poderoso desprendía un poder tan intenso que lo imaginó como un guerrero salvaje de los tiempo antiguos. Sin lugar a dudas estaba soñando, porque un espécimen como él no podía existir en la vida real, como mucho en las películas y con muchos efectos especiales.

- Lord Strone -le respondió con voz grave mientras le tendía una mano y le hablaba en gaélico con un acento áspero.

Breena trató de enfocar la mirada en él mientras intentaba traducir lo que le había dicho, pero ninguno de los idiomas que conocía se le parecía.

- No he entendido nada de lo que me has dicho -murmuró, sintiendo que comenzaba a perder el sentido otra vez.

- Si quieres vivir, inglesa, ven conmigo -le repitió en un inglés cargado con el acento más raro que había oído en su vida, y que la obligó a escuchar con mucha atención para descifrar lo que le decía.

No tenía fuerzas para hablar, así que su única respuesta fue intentar ponerse en pie para recoger el bolso y el abrigo. Sus piernas no le funcionaban todavía y se desplomó otra vez en el suelo. El guerrero, agobiado por la prisa, recogió sus cosas y la agarró por la cintura sin ningún miramiento, dejándola sobre el negro corcel sin ningún esfuerzo por su parte.

Breena se encontró sentada en el poderoso animal, mirando preocupada a su alrededor. Temía que si se desmayaba y caía desde esa altura, se rompería el cuello. El caballero apareció a su lado y la rodeó con sus fuertes brazos para sujetar las riendas, sin dejar de mirar hacia atrás, espoleó el caballo y partieron al galope. La repentina energía de la montura la asustó y se sujetó con fuerza al hombre, temiendo salir disparada hacia el suelo. Con ese estrecho e íntimo contacto, él sintió el calor de la fiebre que despedía el cuerpo femenino.

- Necesito espacio, señora -le pidió, apartándola un poco-. Me persiguen y tengo que llegar a ese bosque si quiero despistarlos.

Breena se alejó bruscamente como reacción a las palabras cortantes, a punto estuvo de caer si el lord no lo hubiese impedido aumentando la fuerza de su abrazo.

- No tanto, señora -le reprochó en un tono burlón.

Azuzó todavía más al caballo, que salió en una carrera incansable dejando atrás a los perseguidores. Cuando se adentraron en el bosque, ya les llevaban una buena distancia. Dirigió su montura al trote, entre los árboles y la maleza cada vez más espesa, y se desviaron de lo que parecía un sendero para adentrarse más profundamente en el corazón del bosque.

Como el guerrero parecía saber a donde se dirigía, Breena se tranquilizó, incluso agradeció el fresco que le proporcionaban los árboles milenarios. Miró hacia arriba. La copa de los árboles apenas dejaba pasar la luz del sol, y casi parecía que se había hecho de noche, aunque en algún lugar de su cabeza sabía que era de día.

Se habían detenido para localizar por el sonido dónde se encontraban sus perseguidores. No recordó que estaba sobre un caballo hasta que quiso seguir con la mirada a un pájaro que salió volando entre las copas de los árboles. De repente sintió que se inclinaba demasiado hacia atrás y que perdía el equilibrio.

El hombre actuó con rapidez y la sujetó con firmeza, atrayéndola hacia él. Sus caras quedaron a sólo unos centímetros en los que se observaron mutuamente. Breena no sabía a qué conclusión había llegado él con su escrutinio. Ella, sin embargo, no podía dejar de mirar hipnotizada los rasgos duros y atractivos, la piel bronceada y los ojos negros que la miraban curiosos.

- ¿Cuál es tu nombre? - le preguntó en un susurro.

- Breena -susurró también, y cuando vio que el rostro atractivo se fruncía en una mueca, le acarició las arrugas con sus dedos fríos y temblorosos -, ¿y el tuyo?

- ¿Me estás tomando el pelo?

La pregunta la sorprendió. Pensó si se referiría a su atrevimiento de manosearle el rostro cuando eran auténticos desconocidos, atrevimiento que nunca hubiera tomado si no pensase seriamente que todo eso era, o bien un sueño, o una broma desagradable de su amiga Megan, por lo que podía permitirse el ser audaz y atrevida.

- Breena es un nombre gaélico -dijo él a modo de explicación, ella se encogió de hombros esperando ver a dónde quería llegar-. ¿Eres escocesa? Tienes que serlo, un inglés nunca le pondría a su hija un nombre escocés. ¿Por qué no hablas gaélico? ¿Cómo has llegado aquí, te han secuestrado?

Breena no entendió cual era el problema con su nombre. Iba a preguntárselo cuando volvió a sentir escalofríos y empezó a temblar mientras le castañeaban los dientes. Buscó su abrigo, y como no podía ponérselo a causa de los temblores, el caballero la ayudó y la recostó contra su pecho antes de que perdiera el sentido.

- Tienes que aguantar un poco más, aún no podemos detenernos a descansar.

Lord Strone instó a su caballo a seguir avanzando. Sabía que su fiel compañero empezaba a estar cansado. Él también lo estaba. Habían huido de una batalla en la que más de la mitad del ejército en el que luchaba había sido masacrado tras combatir durante horas con auténtico valor. Hasta que el rumor de que su rey había caído malherido en el campo de batalla, había sido el detonante para que tocaran en retirada, pues el ejército enemigo se había crecido al saber la noticia y ellos habían empezado a morir uno tras otro. La orden era volver a casa. A él y sus hombres los había sorprendido en el medio del ejército enemigo, camuflados como ingleses para poder llegar hasta el rey inglés con la misión de terminar con su vida, por lo que habían tenido que luchar duro para salir huyendo.

Cada caballero, cada escudero había abandonado el campo de batalla para regresar a su hogar por sus propios medios. Cuando el ejército enemigo los había visto partir en retirada, los persiguió para darles caza, buscando y matando a los individuos que se rezagaban, individualmente eran un blanco fácil. Se había separado de sus hombres en la última escaramuza con los ingleses. Y llevaba dos largos días con sus noches cabalgando, siempre con ese grupo de hombres pisándole los talones.

Se detuvo en un pequeño claro a la orilla de un riachuelo y desmontó con la muchacha inmersa en un sueño inquieto. La sujetó firmemente con un brazo mientras con el otro se quitó la capa y la envolvió en ella, dejándola en el suelo. Acercó el caballo a beber agua fresca y le acarició el cuello mientras lo hacía.

- Gracias, Excalibur, muchacho.

El caballo sacudió la cabeza como si le quitara importancia a su agradecimiento. El lord lo liberó de todo lo que cargaba para luego atarlo a un árbol. Deseó tirarse en el suelo y descansar, pero miró a la mujer y frunció el ceño. Cuando había escuchado sus gritos angustiados y se había acercado a rescatarla, sólo había pensado en cumplir la promesa que se había hecho de que ninguna mujer pasaría por lo mismo que había sufrido su esposa, si él podía evitarlo. No era la primera mujer que rescataba de semejante destino, pero era la primera que estaba sola, y tan enferma que se veía obligado a cuidar de ella hasta que la pudiera dejar al cuidado de otra persona.

Se acercó a su lado deseando terminar cuanto antes, y al tocarle la frente la notó ardiendo. Tenía que bajarle la temperatura, pero antes se quitó la cota de mallas puesto que llevaba tres días con ella y ya era más un castigo que una protección.

Sacó unos paños de su alforja, los mojó en el agua fría del riachuelo y se los aplicó en la frente. Decidió que estaba demasiado abrigada y la despojó de la capa y del abrigo. Continuó aplicándole compresas frías por la cara y por las partes más decorosas de su cuerpo sin atreverse a ir más allá, hasta que su frente se puso tibia. Tras hacerle beber un poco de agua, se dejó caer a su lado sobre la capa. Estaba agotado.

Colocó la espada a mano y cerró los ojos buscando el descanso que tanto necesitaba. Hacía dos noches que no dormía y ésta tampoco lo haría, pero al menos sería la primera en la que podía dormitar algo y darle un pequeño y merecido descanso a su cuerpo exhausto. El frío del suelo se mezclaba con el aire frío de la noche, que presagiaba la llegada del invierno. Se cubrió con su parte de la capa.

Abrió un ojo y enarcó una ceja cuando la mujer se apretó contra él, buscando el calor de su cuerpo como protección contra el frío. La mejilla femenina descansaba sobre su brazo, y sus manos temblorosas encontraron un hueco de calor entre su brazo y su costado. Esa familiaridad lo contrarió. Desde la muerte de su esposa había buscado muy a menudo el alivio de su cuerpo con prostitutas, pero había evitado un contacto tan íntimo con cualquier mujer. El que una desconocida se tomara semejantes libertades, le disgustó.

Se mantuvo rígido, dando por fracasada su merecida noche de descanso, hasta que las primeras luces del amanecer lo sorprendió con ella totalmente abrazada a él. Y a él, sorprendentemente, devolviéndole el abrazo, con la cabeza escondida en el hueco del cuello femenino, entre su pelo largo y rizado que olía a rosas. Se sentó de golpe ante la postura tan inapropiada. Se dijo a si mismo que la causa había sido básicamente la búsqueda mutua de calor, y, nervioso, preparó el caballo para continuar la huida.

Breena entreabrió ligeramente los ojos cuando la levantó en brazos, y los labios femeninos le ofrecieron una cálida sonrisa.

- Lord Vader -susurró antes de caer otra vez en un profundo sopor.

Subió con ella al caballo, malhumorado porque era la segunda vez que lo llamaba con el nombre de otro hombre. Si él la había rescatado, por lo menos debería llevarse el reconocimiento.

El primer día desanduvo parte del camino que había hecho el día anterior, en un intento desesperado de sorprender al enemigo con una táctica inesperada. Así pasaron varios días en los que Dow jugaba al gato y al ratón con sus perseguidores, y Breena cabeceaba en sus brazos durante el día para dormitar sobre su capa durante la noche.

Los pocos momentos de lucidez de la muchacha le sirvieron para averiguar su nombre. No reconocer su extraño acento. Saber que no tenía parientes ni marido que la reclamara. Y averiguar que venía de un país del que nunca había hablar.

Breena le preguntaba su nombre cada vez que se despertaba, y, con su paciencia ya mermada, siempre se volvía a presentar. Y ahora estaba otra vez despierta, mirándolo con ojos febriles y lanzándole una de sus sonrisas cálidas. A lo largo de ese último día se había despertado más a menudo, lo que consideró una buena señal en su proceso de recuperación.

- Buenas tardes, Breena -la saludó burlón, sabiendo de antemano cual iba a ser su respuesta.

- Lord Vader, sigue aquí.

Una mueca cruzó la cara atractiva, pero ya no se molestó en corregirla pues ella había vuelto a dormirse contra su pecho. Se despertó cuando Dow se detuvo para montar el campamento para pasar otra noche.

La fiebre, que había remitido ligeramente a lo largo del día, volvió con más intensidad, y Breena vio entre la neblina de sus ojos como el fornido caballero encendía un pequeño fuego y preparaba una ligera sopa de ortigas. Lo último que distinguió fueron unos intensos ojos negros mirando el fondo de su alma mientras la sujetaba para ayudarla a beber la sopa.

A la mañana siguiente se volvió a despertar en sus brazos. Para ella era una novedad que un hombre grande y sólido, tendido sobre un costado, la abrazara firmemente como si temiera perderla. Su cuerpo se tensó instintivamente ante el contacto íntimo con aquel hombre del que sólo recordaba pequeños detalles entre delirios de fiebre.

Sintió como su espalda se apoyaba en el pecho masculino, duro como una piedra. Sus nalgas encajaban en su bajo vientre. Los muslos del hombre se entrelazaban entre los de ella. Su cabeza rozaba el mentón masculino. Sus brazos la envolvían de forma que parecían protegerla del frío o de cualquier peligro, y la hacían sentirse segura. Su respiración acompasada la obligó a relajarse de nuevo contra él. Era como si su cuerpo se hubiera rendido a él, mientras su mente se preocupaba por estar tan íntimamente ligada a un desconocido.

El hombre recolocó la postura poniéndose más cómodo contra ella. Aumentó la fuerza de su abrazo. Una mano descansó en su pecho inocentemente. Y la pierna que se perdía entre las suyas, subió ligeramente entre sus muslos hasta acariciar su sexo.

Breena dejó de respirar, sorprendentemente excitada por ese contacto tan personal e íntimo. Se movió inquieta por las miles de mariposas que no sabía que habitaban en ella y que ahora se dedicaban a revolotear en su estómago. Tragó saliva a duras penas cuando él se movió instintivamente contra ella en respuesta a su movimiento, sintiendo como la excitación, que había provocado al moverse, se clavaba en su trasero. Procuró quedarse muy quieta para no estimularlo aún más. Escuchó el gemido de disgusto contra su oreja, y como el cuerpo duro como una roca se alejaba de ella y se ponía en pie de golpe, disgustado.

Breena estuvo a punto de fruncir el ceño, disgustada por su disgusto, pero se contuvo intentando aparentar que seguía dormida. Al hombre le disgustaba sentirse atraída por ella. No la sorprendía. Sabía que ningún hombre se giraba para mirarla. Nunca lo habían hecho. Como mucho sentía sus ojos, sorprendidos, cuando se ponía algún vestido ajustado y escotado, y descubrían que debajo de los vaqueros y camisetas recatadas tenía un cuerpo casi perfecto, con músculos marcados y sin un gramo de grasa en todo él. Tenía un maravilloso pelo, negro, largo y rizado, pero casi siempre lo llevaba oculto en una coleta o en un moño, se decía que para mayor comodidad. Ahora lo tenía suelto, pero lo notaba sucio y desaliñado, con lo cual supuso que no estaría en su mejor momento.

Conocía sus limitaciones, y la verdad era que ella misma había contribuido a ellas volviéndose descuidada con su propia apariencia. El hecho de estar toda su vida rodeada de hombres, sin una figura femenina a la que imitar, no había contribuido a convertirla en una mujer coqueta y orgullosa de exhibirse. Sin embargo no encontraba una razón lógica que justificara que le doliera que a ese desconocido le disgustase despertarse excitado por su cuerpo. Podía no ser guapa, pero tampoco era fea, y, definitivamente, no era ningún monstruo. Sólo era una mujer. Una más del montón. Un interminable tono de gris, como toda su vida.

Recordó pequeños retazos de los días pasados con él. Sus manos aplicándole paños fríos por casi todo su cuerpo para bajarle la temperatura. Se ruborizó. Él la había visto y tocado más íntimamente que ningún otro hombre que conociera. Como ya había visto lo que se escondía bajo la ropa, podría ser que, después de todo, él tuviera razones para disgustarse por reaccionar a un cuerpo que no era para nada deseable. Y ella debería tener razones para sentirse dolida por su disgusto, porque si un hombre que la había visto tan íntimamente, la rechazaba, ya no tenía esperanzas de que cualquier otro no lo hiciera.

El hombre hacía ruido a sus espaldas y Breena se volvió. Estaba preparando algo de comer en un pequeño fuego. Era el hombre más alto que había visto en su vida. Ancho de hombros, ancho de espaldas. Musculoso. Su cabello negro y liso casi le rozaba los hombros y de él sobresalían varías trenzas diminutas pero más largas que el resto de su pelo. Vestía como un caballero de la Edad Media, enteramente de negro, incluida su cota de mallas. En su cintura llevaba una ancha espada y varias dagas bajo el cinturón de cuero que le caía ligeramente bajo sus estrechas caderas. Era un hombre imponente.

Se sentó incrédula.

Las imágenes de cuatro hombres recién salidos de una película del rey Arturo, que intentaban violarla, habían surgido de repente en su cerebro, y como un caballero montado en un enorme corcel negro, vestido íntegramente de negro y con una reluciente cota de mallas negra, la había rescatado. Se fijó en sus ropas, vio el caballo y supo que él era su caballero negro. Como si fuera consciente de ser el centro de su atención echó un rápido vistazo hacia ella.

Breena contuvo la respiración cuando el rostro más atractivo que había visto en su vida la observó. Barba de un par de días. Ojos oscuros y penetrantes que parecían mirar en su interior y leer sus más profundos pensamientos. Y cuando se encaminó hacia ella, los labios carnosos, que parecían encandilarla mientras su mente se perdía en fantasías de cómo sabrían sus besos, se torcieron en una pequeña mueca que la devolvió a la realidad.

Dow se sentó a su lado en la manta. Colocó un pequeño cuenco con gachas entre los dos. Una pequeña mueca seguía en sus labios, sabía perfectamente lo que venía ahora. Breena estaba despierta y cómo siempre le iba a preguntar quien era.

- ¿Quién eres? -le preguntó, turbada bajo su mirada minuciosa.

Dow le sonrió. Su sonrisa no alcanzaba sus ojos pero provocaba unos ligeros hoyuelos alrededor de la comisura de sus labios. Breena comenzó a derretirse bajo su hechizo, deseando acercarse y besar esos hoyuelos tan deseables.

- No soy lord Vader -le respondió de repente, con un tono frío, lanzándole una mirada helada.

- ¿Conoces a lord Vader? -preguntó ansiosa, deseando una respuesta afirmativa, deseando sacudirse el mal presentimiento que le revoloteaba por la cabeza.

- No conozco a ningún lord Vader -bramó aún más furioso ante su insistencia en confundirlo con ese hombre, preguntándose de nuevo si ese lord sería su prometido, lo cual le irritaba incomprensiblemente aún más.

- ¿Entonces cómo conoces su nombre? -preguntó cohibida.

- Porque me has confundido con él. Varias veces.

La furia de su voz marcaba todavía más el acento irreconocible pero extrañamente tan sensual que la hacía vibrar. Y Breena enrojeció. ¿Cómo podía haber confundido al hombre que la había rescatado de una violación y de una muerte segura con el malvado Darth Vader? Recordó la cota de mallas completamente negra y sus ojos sanguinarios al enfrentarse a los hombres, y se justificó al confundirlo con él en pleno estado febril.

- Lo siento.

- ¿Es tu prometido?

Breena sonrió, disculpándose.

- Es un personaje de ficción.

Creyó notar un suspiro de alivio en el hombre.

- ¿Cómo Ulisses?

- Algo así.

- No había oído hablar de él.

Breena se mordió el labio, tenía que hacerle una pregunta y le asustaba su respuesta.

- Dow...

- Entonces, recuerdas mi nombre -sonrió.

- Claro, eres Dow -sonrió a su vez-, lord Vader, no.

- No -corroboró con suavidad-, lord Vader, no. Soy Dowald Willen. ¡Come, muchacha! -le ordenó, recordando las gachas y llevándose unas a la boca.

- Me llamo Breena Bennett -le informó, no recordaba si ya le había dicho su nombre.

- Lo sé -le tendió las gachas mientras él cogía otras pocas con la mano.

Breena lo imitó.

- ¿En dónde estamos? -logró reunir el valor suficiente para preguntar, aunque se temía que el problema no era el dónde sino el cuándo.

- Al sur de Whiteplains, creo.

- Whiteplains... ¿Estados Unidos?

Dowald frunció el ceño. Ya estaba acostumbrado a su acento raro. A las palabras raras que le había oído en sueños, pero no dejaba de sorprenderlo.

- Whiteplains, Inglaterra.

- ¿Eres inglés? -preguntó, intentando situar su acento mientras pensaba que estar cerca de Whiteplains era buena señal, recordaba que había un Whiteplains en Inglaterra cerca de la casa de su amiga.

El negó con la cabeza ante su orgullo herido por haber sido confundido con un inglés.

- Soy escocés -se jactó.

- Y estás aquí por... ¿negocios?

- Estoy aquí para luchar por mi rey.

- ¿Qué rey? - Breena lo miró boquiabierta-. Hasta hace unos días gobernaba la reina Isabel. ¿Ha muerto? ¿Cómo? ¿La han matado? ¿El príncipe Carlos es el rey ahora o ha abdicado a favor de su hijo?

Dowald levantó una mano ante tanta pregunta.

- Mi rey es el rey Jorge de Escocia.

- Escocia no tiene rey desde...

Se llevó una mano a la boca, otra vez asustada por ese pensamiento que martilleaba una y otra vez en su cerebro.

- ¿En qué año estamos? -murmuró sin atreverse a mirarlo, no quería ver en sus ojos la certeza de que estaba loca. Como Dowald no le contestaba, levantó la cabeza para buscar sus ojos. La estaba escrutando detenidamente.

- 1013 -le respondió sin más, y vio cómo las mejillas femeninas perdían color-. ¿Te encuentras bien?

Breena sacudió la cabeza, primero en un sí, luego en un no.

- ¿Me estás tomando el pelo? -logró preguntar cada vez más asustada. Ante la negativa de él volvió a insistir-. ¿Mi amiga Megan te pagó para que me gastaras una broma?

- Nadie te está gastando una broma, muchacha.

- ¿Estamos realmente en el año 1013?

- ¿La fiebre te ha dejado mal de la cabeza?

- Yo vivo en el año 2013.

Dowald no dijo nada, así que lo volvió a mirar para encontrárselo estudiándola fijamente, de nuevo. ¿Estaba decidiendo si estaba loca?

- No me crees -murmuró apesadumbrada.

- Te creo -la estudió de arriba abajo y ella se ruborizó ante su escrutinio.

- Tienes ropas extrañas, un acento extraño y aunque hablas inglés, parece otra lengua.

Breena se dejó caer sobre la manta y cerró los ojos. No podía creerse lo que le estaba pasando. ¿Cómo había llegado allí? ¿Podría regresar a casa?

- ¿Hay una guerra? ¿Con quién? ¿Estamos en el medio de alguna batalla? -recordó lo que le dijo sobre luchar por su rey y se preocupó.

Dowald le sonrió tratando de tranquilizarla.

- La batalla ha terminado. Los escoceses siempre estamos en guerra con Inglaterra -le informó para restarle importancia y no preocuparla, no iba a contarle ahora las incontables guerras por las luchas por el poder de ambos reyes-. Hay una guerra, pero nos hemos retirado porque los ingleses han malherido al rey Jorge. Esperaremos hasta que se recupere para volver a atacar.

- ¿Y el resto del ejército?

- Diseminados. Los ingleses nos persiguen para aniquilarnos.

- Tú estás sólo.

- En la última escaramuza me separé de mis hombres -una mueca apareció en su cara atractiva-. Fue cuando te encontré.

Breena se quedó en silencio. Era perfectamente consciente de que una mujer enferma y medio inconsciente era un lastre para cualquiera que estuviera huyendo, ella lo sabía muy bien. Le pareció notar un cierto tono de reproche, pero parecía demasiado caballeroso como para echarle nada en cara.

- Nos vamos -fue más una orden que una pregunta.

Breena se levantó de la manta y se dio cuenta de que necesitaba ir al servicio con bastante urgencia. Miró a Dow sin saber cómo decírselo, se sintió una carga y cuando él la miró vio la desesperación reflejada en su rostro.

- ¿Ocurre algo?

- Necesito ir al servicio.

Dow levantó las dos cejas intentando descifrar el significado de sus palabras, y cuando cayó en la cuenta de que la mujer cruzaba las piernas con desesperación, señaló hacia unos arbustos.

- Tengo que hacer -durante un segundo pensó en una forma fina de decirlo pero no se le ocurrió ninguna- pis -terminó.

- En los arbustos -le informó-, y no te alejes mucho. No podré protegerte si un inglés aparece para violarte y rebanarte el cuello. No necesariamente por ese orden.

Breena se apuró a buscar un sitio y descargar su vejiga. Cuando hizo el camino de vuelta, el destello de un pensamiento cruzó su cabeza. ¿Cómo había hecho sus necesidades fisiológicas todos esos días en los que apenas estuvo consciente? La respuesta se presentó en el hombre montado a caballo cuando salió al claro. Cerró los ojos, turbada. El no sólo la había visto casi desnuda sino que la había visto en situaciones tan indecorosas como ésa. Y ese pensamiento la mantuvo clavada a la tierra sin poder moverse, hasta que Dow, ajeno a sus pensamientos, detuvo el caballo junto a ella y le rodeó la cintura con un brazo para izarla y sentarla en la silla de montar. Por primera vez, Breena no yacía inconsciente en sus brazos y se sentó a horcajadas delante de él. Dowald la rodeó con sus brazos para sujetar las riendas y el negro corcel inició el camino a su orden. Extrañamente le gustaba la sensación de esos brazos alrededor de su cintura. Pensó, con incredulidad, que su cuerpo parecía haberse acostumbrado al hombre mientras su mente yacía inconsciente.

Pasaron buena parte de la mañana en silencio. Breena tenía muchas cosas en las que pensar y una de ellas, y la más importante en ese momento, era en cómo buscar un sitio en el que quedarse pues no quería ser una carga para él durante más tiempo. La otra era cómo regresar a su tiempo.

Abandonaron el bosque de coníferas y salieron a un claro. Dowald desmontó y la ayudó a hacer lo mismo.

- ¿Tienes hambre, Breena? -le preguntó, invitándola a sentarse a su lado y compartiendo con ella un trozo de carne.

- ¿Cuánto tiempo he estado enferma?

- Ya estabas enferma cuando te encontré y hoy hace cinco días de eso.

- Lo siento -murmuró.

- ¿Qué es lo que sientes, muchacha?

- Ser una carga para ti.

Él hizo una mueca con sus labios, por alguna extraña razón nunca la había considerado una carga. Pero no se lo dijo. Y Breena malinterpretó su mueca y su silencio como una confirmación a sus palabras.

- ¿No puedes dejarme en algún sitio que te quede de camino?

Los ojos negros se oscurecieron con la frialdad de su mirada. ¿Tanta prisa tenía por deshacerse de él después de haberle salvado la vida?

- Si me indicas cómo llegar a una ciudad, o a un pueblo o una aldea, podré hacerlo sola.

- No voy a dejarte sola por estas tierras llenas de ingleses con ganas de matar escoceses -bramó tan irritado que Breena se sobresaltó-. ¿No recuerdas que ya te salvé una vez de una violación?

- Sé que te hago ir más lento -explicó ella, intentando parecer convincente en su razonamiento, pero en el fondo de su corazón no quería separarse de él-, y que eso pone en peligro tu vida.

- No ha sido un problema hasta ahora -le espetó Dowald, enfadado porque ella hiciera semejante propuesta.

Breena lo vio levantarse y perderse entre unos arbustos. Tardaba en volver, por lo que se recostó en el suelo con la cabeza apoyada en un brazo, esperándolo. Su enfado la sorprendía. No sabía si lo que le molestaba era tener que cuidar de ella o que ella se quisiera ir. Y se quedó dormida mientras su mente discutía sobre las posibles causas de su enfado.

- Breena, cariño.

La mano masculina le rozó el hombro y Breena se sentó de golpe, asustada, con la mirada perdida y somnolienta. Su espalda tropezó contra el pecho masculino.

- Tenemos que irnos -murmuró en su oído.

Breena se volvió para mirarlo.

- Gracias.

- ¿Por qué?

- Por salvarme la vida y por no dejarme abandonada -se inclinó ligeramente para darle un beso en la mejilla, pero él se movió incómodo y, en vez de besar su mejilla, le plantó involuntariamente un beso en la comisura de los labios.

Una especie de descarga eléctrica la atravesó y se enderezó rápidamente. Dowald se acercó a ella. Breena estaba casi segura de que la iba a besar. Deseaba que lo hiciera. No podía dejar de mirar hipnotizada los labios que se acercaban. Rogando en silencio que la besara. Podía respirar su aliento, sus labios casi rozándose. Pero Dowald la observó, pensativo, sin moverse.

En un arrebato de valentía, Breena recorrió los milímetros que los separaban para que sus labios se tocaran en una delicada caricia que la sacudió como si una descarga eléctrica la hubiese alcanzado. Los labios masculinos se movieron entre los de ella, volviéndose apremiantes. A Breena le costó trabajo seguir sus exigencias sin perder el aliento. Dowald se volvió más audaz mientras su lengua recorría la boca femenina, aprendiendo a conocerla. Sus lenguas se acariciaron, tocándose, explorándose. Breena hundió los dedos en su pelo y lo atrajo hacia ella, necesitada de su contacto. Las manos masculinas le acariciaron la espalda empujándola hacia él.

Dowald dejó de besarla inesperadamente y hundió la cara en su pelo, jadeando. Breena permaneció inmóvil, defraudada porque se hubiera detenido, también tratando de recuperar el aliento. Sin dejar de abrazarla, Dowald se puso en pie, arrastrándola con él.

- Tenemos que continuar -la voz ronca hizo que las mariposas de su estómago revolotearan nuevamente.

- Sí -concedió Breena, conteniendo la respiración, deseando que Dowald continuara el beso donde lo había dejado. Que continuara la intensidad de sus caricias hasta que explotaran por el deseo. Que continuara hasta saciar esas sensaciones desconocidas que eran nuevas para ella y que estaban a punto de hacerla estallar en mil pedazos.

Salió del ensueño cuando Dowald la sentó en la silla del caballo. ¡Mierda! Cerró los ojos bruscamente mientras él se sentaba tras ella. Había olvidado que estaban en una guerra y que Dowald estaba huyendo para salvar la vida. Se trataba de continuar la huida, no le estaba pidiendo permiso para continuar los avances amorosos.

Se sintió incómoda cuando él la abrazó para hacerse con las riendas. Se había quedado con ganas de más, de mucho más. El hecho de que él hubiera mantenido la sangre fría la llenó de rencor. Los hombres sólo pensaban con lo que tenían entre las piernas y, o bien estaba ante el único espécimen que no lo hacía, o ella no le atraía en absoluto. De cualquier manera, tenía cosas más importantes en las que pensar, pero comenzó a sentirse demasiado cansada para hacerlo. Dowald apoyó una mano en su frente y la obligó a recostarse contra él, abrazándola cálidamente.

- Duerme -murmuró contra su oído-. Vuelves a tener fiebre.

Se pasó buena parte de la tarde adormilada, sintiendo como caía en un profundo sopor para despertar sobresaltada entre los brazos masculinos. Cuando las últimas luces del día empezaron a desaparecer por el horizonte, estaban en otro bosque de coníferas.

Dowald Willen levantó el campamento en un pequeño prado rodeado de árboles a la orilla de un río. Breena, tumbada en el suelo, envuelta en la capa, vio con ojos adormilados y cansados como él aligeraba al caballo de la silla, las alforjas, su bolso y el bulto con su cota de mallas. Estiró una manta a su lado y sacó algo de comida de su alforja. Se sentó en la manta y, por primera vez desde que llegaron, la miró y, golpeando con una mano la manta, le indicó que se acomodara a su lado.

Breena obedeció, despacio porque estaba tan cansada que apenas podía moverse. Cogió el trozo de carne que le tendía y lo mordisqueó sin apetito. Una mano masculina le palpó la frente para controlar su temperatura y descendió hasta su mejilla pálida. Breena acarició la mano con su mejilla. Él se apartó de ella como si le molestara su contacto más allá de lo estrictamente necesario.

- ¡Come! Necesitas fuerzas para recuperarte.

Breena no supo en qué momento se quedó dormida. Tal vez lo había hecho con el trozo de carne en sus manos, o quizás a mitad de un mordisco. Sólo supo que cuando el hombre se tumbó a sus espaldas y la rodeó en un abrazo protector, se sintió más tranquila y durmió profundamente toda la noche, sin sueños que la alteraran.

Sintió frío y se dio cuenta de que Dowald no estaba a su lado. Abrió los ojos. Comenzaba a ser de día. Sin moverse, puso en alerta cada uno de sus sentidos para descubrir su posición. No lo escuchó a sus espaldas y se preocupó. ¿La habría abandonado? Sus ojos detectaron un movimiento en la superficie del río y lo descubrió dándose un baño. Antes de que pudiera volverse o cerrar los ojos, Dowald emergió del agua completamente ajeno a los ojos femeninos que lo no le quitaban ojo. Breena tragó con dificultad y se encontró conteniendo la respiración mientras lo observaba detenidamente.

Él era el ejemplar de hombre más escandalosamente perfecto que había visto en su vida. Su cuerpo brillaba a la luz de los primeros rayos matutinos con el agua resbalando por su piel. El hombre era fibra pura, sin un solo gramo de grasa en todo su cuerpo musculoso. No pudo evitar admirar sus pies grandes. Las piernas musculosas que se tensaban mientras caminaba hacia donde había dejado su ropa. Sus ojos se abrieron por la sorpresa cuando se detuvo en el impresionante miembro relajado que descansaba en su entrepierna, durante un momento pensó en lo grande que era.

Se ruborizó, sin atreverse a pestañear, imaginándose que ella lo excitaba hasta el punto de ponérselo duro y aún más grande, y que él le hacía el amor lleno de deseo por ella. Desechó la idea por inverosímil. Ese hombre de pura sangre jamás se fijaría en una mujer tan corriente como ella. Continuó recreándose la vista en su vientre plano. Subió por la tabletita de chocolate hacia sus costillas, el vello que crecía en el valle de un pecho musculoso y marcado. Se maravilló de las cicatrices que contó, algunas le parecieron heridas bastantes serias, que le recordaron que él era un guerrero.

Descubrió con horror que Dow se había detenido, y que estaba observando detenidamente su reacción mientras lo admiraba. Parecía deleitarse con su admiración con una sonrisa en sus labios y en sus ojos. Breena se ruborizó, pero no pudo apartar sus ojos de los de él, y lo siguió mientras se vestía los pantalones.

- ¿Nunca habías visto a un hombre desnudo? -le preguntó divertido.

Breena enrojeció todavía más, sabía por qué le había hecho esa pregunta. Ella era la hambrienta, y él, el plato de comida más sabroso que había visto en su vida. Y Dow había visto el hambre en sus ojos cuando lo estaba examinado, estaba convencida de eso. Pero si él se pensaba que iba a ser una presa fácil, estaba muy equivocado, había una gran diferencia entre babear por él y otra caer rendida a sus pies.

- No eres el primero -logró decir, tratando de sonar como la mujer de mundo que era. Mentalmente, contaba los múltiples correos electrónicos que sus amigas le mandaban de hombres musculosos con poca o sin ninguna ropa. La cruda realidad era que los únicos hombres desnudos que había visto en persona, eran sus hermanos, por lo que no tenía mucho con lo que comparar.

Dowald se acercó a ella cubriéndose el pecho con una camisa. Con el ceño arrugado, se arrodilló ante ella, con las piernas femeninas en el medio de las de él.

- Así que -dijo, sujetando la cara femenina entre sus manos para obligarla a mirarlo a los ojos- no soy el primer hombre que ves desnudo.

- No -no era una pregunta, pero se obligó a hablar intentando tragar saliva.

- ¿Cuántos? -preguntó rabioso. Lo encolerizaba sobremanera el hecho de que hubiera visto a otros hombres desnudos pero lo que más le enfurecía era no saber las circunstancias, y las que se imaginaba, incomprensiblemente, lo volvían loco.

- ¿Cuántos qué?

- ¿Cuántos hombres has visto desnudos?

Breena se encogió de hombros.

- ¿Quién los cuenta? ¿Tú cuentas el número de mujeres a las que has visto desnudas?

El rostro de Dowald se congeló por la ira más primitiva, la de los celos. Él ya había perdido la cuenta del número de mujeres a las que había visto desnudas y con todas ellas había saciado sus necesidades más básicas. Durante un momento le atormentó que otros hombres hubieran saciado esas mismas necesidades con ella. Después pensó que si él la tomaba, borraría cualquier recuerdo de ellos y sería suya para siempre. Después pensó que era una estupidez, que esos otros hombres siempre estarían presentes para compararlos con él.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, se abalanzó encima de ella, a horcajadas, tirándola de espaldas sobre la manta. Deslizó los labios en los de ella y la comenzó a besar con exigencia, en un beso intenso y posesivo. Breena soltó una exclamación de sorpresa, lo que le permitió a Dowald aprovechar la boca entreabierta para meterle la lengua y recorrerle la boca con experta pericia.

Sus lenguas se unieron en un baile erótico y sensual, rozándose, conociéndose. Se volvieron más ardientes, más profundos y menos comedidos, mientras las manos la acariciaban por todo el cuerpo como si no pudieran decidirse por qué parte del pastel empezar primero. Le acarició los pechos, y ella respondió con un gemido de placer que lo volvió loco. Con una mano recorrió la columna femenina hasta la cintura, continuando su avance por la curva del trasero, empujándola suavemente contra sus caderas.

Breena sintió el musculoso cuerpo varonil de Dowald que se apoyaba lánguidamente contra ella. Y se movió bajo él, buscando satisfacer parte de esa dulce agonía a la que la había llevado. Su mano la frotó entre los muslos a través de los pliegues de la falda y su cuerpo comenzó a arder en una necesidad nueva para ella que nunca había tenido antes.

- Dow -susurró en una súplica, su cuerpo tenso, desesperado para que la liberase del dulce tormento, deseaba que se desnudara y le arrancara la ropa. Necesitaba sentir su cuerpo desnudo pegado al de ella para luego acostarse con él. Nunca lo había deseado tanto en toda su vida-, por favor.

Dowald se detuvo en seco. Malinterpretó su súplica y se puso en pie, atusándose el pelo, nervioso. Admiró los labios hinchados por sus besos, sus pechos que temblaban por la respiración agitada. Había estado a punto de deshonrarla y se sintió culpable por no saber contenerse con ella, que estaba bajo su custodia. La miró de reojo mientras preparaba a Excalibur para el largo día y la irritación en el rostro femenino lo hizo sentirse aún más culpable.

- Vamos -bramó con voz ronca, enfadado, mientras le tendía una mano para ayudarla a ponerse en pie. Breena rechazó su mano y se levantó aún sin entender qué estaba pasando. Él la deseaba, ella también a él, pero la rechazaba una vez más tras enseñarle las puertas del cielo y, sin misericordia, la dejaba caer sin paracaídas. No entendía cuál era el problema. Frunció el ceño ante una nueva idea.

- ¿Estás casado?

Dow la dejó sobre la silla de montar y saltó al caballo, sentándose detrás de ella.

- No.

El monosílabo la turbó todavía más, porque, entonces, aún entendía menos lo que pasaba entre ellos. Se pasó buena parte de la mañana pensando en que la excitaba como ningún hombre había hecho antes. Un solo roce la ponía a mil. Era agotador luchar por mantenerse alejada de él cuando sus brazos la rodeaban mientras sujetaba las riendas, y el movimiento del caballo la hacía tropezar una y otra vez contra su pecho.

Dow aumentó la fuerza de su abrazo y la atrajo contra él.

- Relájate, Breena. No voy a violarte. Soy capaz de contenerme.

Breena respiró con dificultad.

- Pero puede que yo no lo sea -se quedó inmóvil. No podía creer que hubiera dicho eso. ¿Qué iba a pensar de ella?, ¿que era una salida?, ¿que era una mujer fácil? Notó su excitación contra su espalda, un bufido hosco, y a Dow saltando del caballo para caminar a su lado durante el resto de la jornada.

El día transcurrió en un incómodo silencio. Dow permaneció menos comunicativo que de costumbre. Breena tampoco tenía ganas de hablarle. Estaba disgustada, primero la hacía sentirse deseada para luego ser rechazada, y eso la agotaba anímicamente y la cargaba de rencor hacia él. ¿Tan malo era acostarse con ella? No le estaba pidiendo matrimonio.

A lo largo de la tarde Breena comenzó a sentirse mal otra vez. El sueño la consumía y daba un par de cabezaditas hasta que abría los ojos sobresaltada, recordando que estaba encima de un caballo gigante y, que si se dormía, podría caerse y romperse el cuello. Dow se sentó tras ella sin previo aviso y la sobresaltó a mitad de otra cabezadita.

- Duerme, muchacha -le susurró al oído mientras la rodeaba con sus brazos y le tocaba la frente, empujándola hacia su pecho. Breena no se resistió. Los ojos se le cerraron solos y se quedó adormilada casi al momento.

Bien avanzada la tarde, lo que comenzó como una ligera llovizna acabó por convertirse en un diluvio. La protegió completamente con su capa, intentando evitar que se empapara, ya que lo que menos necesitaba era una mojadura cuando comenzaba a curarse.

Buscó un lugar en el que refugiarse. En la distancia, distinguió una humilde cabaña de cuya chimenea salía una pequeña columna de humo. Puso al trote a su montura y se detuvo a una distancia prudente, buscando señales de una posible emboscada. Cuando consideró que era seguro, se detuvo ante la puerta de madera.

Nadie había salido a recibirlos. Así que rodeó a la muchacha con su brazo izquierdo al tiempo que sujetaba las riendas con la misma mano y empuñaba la espada con la derecha. Toda precaución era poca. Se inclinó para golpear la puerta con la empuñadura de la espada e hizo retroceder su montura.

Un anciano apareció bajo el marco de la puerta. Miró con cautela al majestuoso caballero que lo miraba desde la altura de su regio caballo de guerra, inmune completamente a la fuerte lluvia que lo estaba dejando empapado.

Dowald Willen no esperó un saludo de bienvenida, sabía que esa gente tendría muchas y muy buenas razones para no ser amigable con él, así que guardó la espada en su funda y le habló con voz grave y educada, mirándolo directamente a los ojos.

- Os estaría muy agradecido si nos dejarais pasar la noche bajo vuestro techo.

El anciano lo miró hoscamente.

- Siento no poder ayudaros, señor.

- Sólo por esta noche -no estaba acostumbrado a suplicar por lo que su ruego se parecía más a una orden-, y el pajar sería suficiente.

- Hay patrullas del rey por todas partes y si os encuentran bajo mi techo, me colgarán por traidor.

Sopló una fuerte brisa que levantó los pliegues de la capa descubriendo a la mujer. Se apresuró a volverla a cubrir. Su mirada fría se posó en el anciano. Sopesando si atravesarlo con su espada por su falta de hospitalidad a pesar de haber suplicado, cosa que él nunca hacía. O simplemente dar media vuelta y buscar otro refugio. Se decidió por la segunda opción y cuando estaba haciendo girar su caballo, una voz femenina detuvo su partida.

- ¡Señor!

Se volvió para enfrentarse a una anciana que, pese a la lluvia, caminó apresurada hasta detenerse a su lado.

- Su esposa -le señaló al bulto que sujetaba entre los brazos-, ¿está enferma?

- Así es -sus palabras fueron secas. No estaba de humor para dar a unos desconocidos ningún tipo de explicación sobre su relación con la mujer.

- Podéis quedaros a pasar la noche - señaló el pajar mientras el anciano comenzaba a reprenderla-. Está enferma -ante el razonamiento de su esposa el anciano sacudió la cabeza, sabía que nada le haría cambiar de opinión.

- Os ruego que os vayáis con las primeras luces del día -pidió el anciano en tono brusco-. No queremos tener problemas con nuestro rey.

- Eso haremos.

Intentó acomodarse lo mejor posible en ese pajar. Era pequeño, pero suficientemente grande para resguardarse la pareja y el caballo. Agradeció ese pequeño descanso de la lluvia. Aligeró al caballo de su carga y lo ató en una esquina. Cuando acomodó a la mujer sobre la paja, que había aplastado a modo de cama, descubrió que ella también estaba calada hasta los huesos a pesar de su capa casi impermeable.

Un golpe rápido en la puerta lo puso en tensión y en un acto reflejo apoyó la mano en su espada. Cuando se abrió la puerta, aparecieron los ancianos. Él, malhumorado, con una manta vieja bajo el brazo y una palangana con agua que dejó junto a la enferma. Ella, sonriente, con un par de cuencos llenos de sopa caliente.

- Creo que van a necesitar esto. Sentimos no poder atenderos mejor -se disculpó la anciana.

El lord cogió los cuencos de sus manos y con una sonrisa les agradeció el esfuerzo.

- Poder dormir al abrigo de la lluvia era todo lo que necesitábamos. Gracias por la sopa.

La anciana enrojeció ante el agradecimiento del atractivo caballero y su marido tiró de ella hacia el exterior.

Tras un reparo inicial, despojó a la mujer de sus raros ropajes. Breena no puso ninguna objeción hasta que sintió como unas manos diestras pretendían quitarle su camiseta. No había dicho nada cuando le había sacado el abrigo y la chaqueta, pero en ese punto abrió los ojos e intentó detener su avance agarrándole las muñecas.

Dow la sujetó con fuerza y la obligó a mirarlo.

- Breena, cariño, tus ropas están mojadas, tengo que quitártelas, ¿lo entiendes?

- Yo lo haré -pidió con pudor, y sólo cuando le dio la espalda, procedió a desvestirse con torpeza. Cuando terminó, se acurrucó en la manta, tapándose hasta la nariz.

El hombre, menos recatado, se desnudó sin ocultarse a su vista. Buscar intimidad en ese diminuto pajar era imposible y él no tenía ningún pudor a la hora de exhibir su cuerpo, del que estaba orgulloso. Cuando se quitó una especie de túnica acolchada, se quedó sólo en pantalón y camisa, que se pegaba a los poderosos músculos que se escondían debajo de la tela. No se molestó en desatar la camisa y se la sacó por la cabeza. Los músculos de la espalda se estiraron con el movimiento. El abdomen se volvió más plano delineando sus abdominales. Y el pecho se tensó aumentando el valle en el que se escondía una ligera mata de pelo.

Para su desolación, Breena sintió como una bandada de mariposas alocadas revoloteaban en su estómago, provocándole unas emociones poco frecuentes en ella que la impresionaron. Ningún hombre le había acelerado el pulso con sólo admirarlo. La verdad era que ningún hombre la había excitado hasta ese punto antes, ni con besos ni con caricias. De hecho, en algún momento de su vida, había llegado a pensar que los hombres no le interesaban. Después había descubierto que las mujeres tampoco. Así que había llegado a la conclusión de que o bien era asexual o había nacido sin corazón.

Ajeno a los pensamientos de Breena, Dow se dedicó a estirar la ropa de los dos por donde podía, para que se secara. Breena seguía con admiración el cuerpo musculosamente perfecto mientras se movía por el pajar tan seguro de si mismo. Le tendió la sopa, que cogió con manos temblorosas, bajando la mirada para que Dow no viera en sus ojos el apetito que él le había despertado.

- ¿Necesitas ayuda?

- Creo que no -le aseguró rápidamente.

No le gustaba sentirse indefensa ni depender de otra persona, pero aún menos depender de un hombre por el que sentía una atracción que no era correspondida. Buscó la cuchara pero cuando lo vio sorber del cuenco, se dio cuenta de que no habría cuchara y no preguntó por ella. Con la barriga llena y el cuerpo caliente se sintió adormilada y se acurrucó temblando. La mano masculina le tocó la frente y sonrió.

- Creo que tienes un poco de fiebre, pero aún así está mejorando.

- Me siento mejor, gracias.

- Tenemos que compartir la manta -le comunicó, azorado, esperando permiso para proceder o una negativa firme para rechazarlo.

- No hay problema -Breena no entendía por qué le preguntaba eso ahora después de todas esas noches en las que había compartido su capa con ella.

- Estaré desnudo -le advirtió-, tengo que quitarme estos calzones porque también están empapados y ya me está cogiendo el frío. No puedo enfermar yo también.

Sin darse cuenta bajó la vista hacia los calzones empapados que se pegaban a su paquete marcándolo de forma que dejaba muy poco a la imaginación.

- No hay problema -repitió tragando con dificultad, excitada ante la posibilidad de compartir cama con ese hombre sumamente fascinante y completamente desnudo-, sólo vamos a compartir el calor de nuestros cuerpos.

¿Compartir el calor de nuestros cuerpos? Se mordió los labios cuando él se volvió para quitarse los calzones y se preguntó cómo podía ser tan extremadamente pedante como para soltar semejante cursilada. Le echó la culpa a la fiebre.

Bajo la luz de la vela, el hombre se acercó lentamente mirándola a los ojos. Se metió bajo la manta, tumbándose de espaldas, con la espada a su lado, y cerró los ojos tratando de descansar.

Breena se movió ligeramente inquieta procurando mantenerse en su lado sin tocarlo. Pero no era una tarea fácil porque la manta no era muy amplia y no podía alejarse mucho sin destaparse. Se quedó dormida luchando por no rozarlo. Pero en lo más profundo de su mente sentía curiosidad por saber lo que se sentiría cuando un hombre como él acariciaba los rincones prohibidos de una mujer... Sus rincones más escondidos. No como había hecho por la tarde, que la había acariciado por encima de la ropa y, a pesar de todo, la había puesto a cien. Se preguntó qué sentiría si sus manos recorrieran su cuerpo desnudo. ¿Serían las sensaciones aún más intensas?

Soñó que se abrazaba a él buscando su calor y que su abrazo le era devuelto con miles de caricias provocativas que le calentaban el cuerpo. Soñó que esas caricias no eran suficientes y que pedía más.

Para el guerrero aquello era lo más parecido a una cama que había visto en mucho tiempo. Su cuerpo cansado se debatía por descansar, pero la suave piel femenina lo perturbaba. Durante unos instantes pensó que lo mejor para los dos era dejarla con aquellos ancianos, que podrían cuidar de ella, y marcharse sin mirar atrás. Suspiró angustiado. Durante esos días, que se había visto obligado a cuidarla, había creado un vínculo con ella que hacía tiempo que no tenía con una mujer. Sus ropas y su manera de hablar le intrigaban. Su cuerpo delicado había despertado su lado tierno y protector. Antes de quedarse profundamente dormido, decidió que la llevaría personalmente a su casa. La había visto tan indefensa y maleable en sus brazos, que no sólo se consideraba responsable de ella sino que también tenía la necesidad de esa responsabilidad.

Sintió con toda su intensidad como el cuerpo desnudo se pegaba al suyo. La piel masculina ardiendo al contacto de la femenina. Breena se movió buscando su calor y, al hacerlo, abrazó su desnudez con sus brazos delicados. Instintivamente le rodeó la cintura y acarició la espalda suave. Soñó que ella se movía como respuesta al gesto placentero, que una mano tibia acariciaba el pelo de su pecho descendiendo provocativamente hasta su abdomen. Su órgano despertó de golpe de su letargo de una forma tan violenta que lo sorpendió. La mano femenina se detuvo tímida a escasos centímetros de su miembro, lo que lo excitó todavía más. Nervioso, se tumbó de lado y la abrazó. Mentalmente reconoció unos pechos bien formados que encajaban perfectamente en sus manos, la barriga plana y sin un gramo de grasa en un cuerpo musculoso y para nada blando como el de las mujeres que había conocido.

Breena movió las caderas inquieta bajo sus atenciones. Dow apoyó una mano en sus nalgas y la inmovilizó mientras la besaba como un hombre que saciaba su sed de varios días. Las manos femeninas exploraban curiosas cada centímetro de su cuerpo, aprendiendo cada cicatriz, cada músculo, provocando aún más la excitación masculina con sus torpes caricias.

Breena gimió ante sus avances, lo que lo calentó todavía más. Y la mano que paralizaba sus nalgas continuó su avance hasta encontrar el monte prohibido, lo acarició delicadamente, sintió su deseo y supo que también ella estaba preparada para recibirlo. La tumbó de espaldas, buscó sus labios y los encontró receptivos, devolviéndole cada uno de los besos cada vez más intensos. Hasta que la excitación se hizo tan grande que contenerse ya no era una opción y hacerle el amor era la única salida para detener el dolor que lo amenazaba.

Breena detuvo las caricias curiosas del cuerpo musculoso, sorprendida por un repentino y pequeño dolor. Abrió los ojos y vio el rostro perfecto que tanto la atraía en sus sueños febriles. Cuando Dow se movió suavemente, Breena se agitó a su vez bajo él, buscando su propio placer, dándole placer. Con cada movimiento, un suave gemido de placer escapaba de los labios femeninos, excitándolo, e incitándolo a continuar.

Se detuvo un instante en el que la miró boquiabierto. Dejándose caer sobre ella, escondió el rostro en su cuello. Atónito, acaba de comprender que no era un sueño. Breena se movió bajo él, hambrienta de su pasión, instándole a continuar con un susurro dormido que lo apremió, pidiéndole que no se detuviera. No se pudo negar. La pasión lo consumía por dentro y, ahora, plenamente consciente de lo que estaba haciendo, la acarició delicadamente, provocándola, dándole toda su ternura.

Gimió cuando Breena ahogó un grito de placer, a punto de volverse loco. Breena se retorció presa de una excitación que no comprendía, y comenzó a clavarle las uñas en la espalda, y, jadeando, le suplicaba que no se detuviera. La besó una y otra vez hasta saturar sus sentidos. Hasta que ella gritó, liberando la fuerza del orgasmo que estalló dentro de ella como una explosión de emociones. Hasta llenarla con todo el deseo de su pasión.

Se quedó exhausto. Tendido sobre ella. Acariciando la piel suave de sus caderas. Sin separarse de ella, buscó sus labios y la besó con ternura. Breena lo miró con las mejillas sonrojadas y los ojos brillantes por la fiebre y, con una sonrisa satisfecha, lo abrazó y continuó durmiendo.

A Dow le fue más difícil recuperar el sueño. Era la primera vez que le pasaba algo semejante y no sabía cómo encarar el día siguiente. ¡La había follado dormido! ¡Y había sido el mejor polvo de su vida! Su honor de caballero le obligaba a cumplir con la mujer a la que había deshonrado, llevándola al altar, y el hombre que llevaba dentro quería llevársela a la cama una y otra vez. Ahora que la había probado, no creía que pudiera mantener sus manos lejos de ella por mucho tiempo. Tampoco creía que pudiera vivir sin ella el resto de su vida. No quería vivir sin ella. No sabía lo que ella pensaría de él cuando recapacitara con la claridad de una mente sin fiebre. Él tenía claro que no la iba a dejar escapar, no después de lo que habían compartido. Era suya. Para siempre.

Empezaban a salir las primeras luces del día cuando la puerta se abrió de golpe. Dow se puso en pie de un salto, totalmente desnudo y completamente desorientado, mientras desenfundaba la espada buscando al enemigo. Por la puerta abierta apareció el anciano, asustado, que miró apurado la poderosa desnudez del guerrero.

- Se acercan jinetes. Estarán aquí en unos minutos, tenéis que iros -tan pronto le informó, se dio la vuelta y se largó.

Dowald Willen recogió su ropa. Se arrodilló al lado de la mujer a la vez que comenzaba a vestirse.

- Breena, despierta.

Ella lo miró adormilada.

- Tienes que vestirte, ¿puedes tu sola?

- Creo que sí - probó a sentarse y comprobó que, si bien había recuperado buena parte de sus fuerzas, se sentía como si un tren le hubiera pasado por encima. Se cubrió con la capa y cuando se puso de pie para recoger su ropa se le escapó un pequeño grito de dolor.

- ¿Qué pasa?

La pregunta del hombre le hizo ruborizarse.

- Me siento... -no encontró una palabra que definiera exactamente cómo se sentía-, un poco agotada -pasó por alto la sonrisa prepotente de él cuyo significado le era imposible de descifrar.

- Supongo que será por la fiebre -terminó por decir, aunque no estaba muy convencida porque únicamente tenía agujetas en las piernas y sentía su vagina completamente dolorida.

Era una combinación de dolor con una agradable sensación de plenitud que la llenaba de una energía renovadora. Nunca había tenido esa sensación en su cuerpo. Se sintió confusa porque no sabía ni a qué achacarlo ni con qué compararlo. Notó el ceño masculino fruncido mientras su mirada pasaba de ella a la manta que habían usado de cama. Tuvo que contenerse por no seguir su mirada.

Dow se vistió y ensilló el caballo antes de que ella consiguiera recuperar toda su ropa. Se acercó a ella apurado.

- Vienen jinetes, supongo que enemigos. Necesito que estés lista para cuando regrese a buscarte - ella asintió con la cabeza-. ¿Entiendes la necesidad de que te apures? Puede que no tengamos mucho tiempo para escapar.

Breena sintió que le hervía la sangre ante las palabras del hombre, la trataba como si fuera una niña pequeña y lo miró indignada a los ojos. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo alto que era, pues para encararlo tenía que levantar completamente la cabeza. Debía medir casi dos metros. Dos metros de puro músculo.

- Estaré lista cuando vuelvas.

Dow se colgó la espada a la cintura, montó en su caballo y se inclinó para pasar por debajo de la puerta.

Breena no perdió el tiempo en ver cómo se alejaba. Al quedarse a solas, dejó caer al suelo la capa y se apuró a vestirse poniéndose únicamente las prendas más urgentes. Bragas, falda y top. Se dejó las medias a la altura de los tobillos sin molestarse en subirlas, se puso los botines y guardó en su bolso la chaqueta y el sujetador que ya se pondría más tarde. Fue entonces cuando recordó la mirada insistente del hombre hacia la manta. Cuando encontró lo qué había atraído la atención masculina, se quedó perpleja mirando la pequeña mancha de sangre. Parpadeó confusa, hacía días que había tenido su menstruación, faltaban por lo menos quince días para que se tuviera que preocupar por ella. Supuso que con su enfermedad y el estrés de esa aventura sin sentido, se le estaba adelantando. Se acercó a la palangana. Con el trapo con el que Dow le había aplicado compresas frías en la frente, se limpió la sangre seca de los muslos y aseó sus partes íntimas, que sintió como heridas bajo su contacto. No había más sangre por lo que decidió que igual había sido algo puntual.

Un lejano retumbar que se acercaba, la arrancó de sus cavilaciones y se puso el abrigo. Cruzó el bolso por el hombro y, con la capa de él en sus manos, buscó, sin éxito, algún arma con el que defenderse en caso de necesidad. Se preparó para salir a la espera de su orden.

El guerrero había salido al exterior con la firme determinación de enfrentarse al enemigo. Con la espada desenfundada espoleó la montura en dirección a los tres jinetes que cabalgaban a su encuentro. Los tres se pararon en seco cuando distinguieron la montura solitaria y uno de ellos desenfundó su espada y cargó contra él.

Dowald Willen dirigió al semental hacia el enemigo, listo para responder al ataque. Cuando los dos contrincantes estuvieron a una distancia en la que pudieron verse las caras, bajaron sus espadas y se detuvieron uno frente al otro.

- Dow, amigo, pensé que no volvería a verte.

Dow sonrió.

- Mi querido Brandon, me alegra verte. ¿En donde están el resto de mis hombres? -le preguntó preocupado-. ¿Y los tuyos?

- Les he ordenado continuar hacia tu castillo bajo las órdenes de nuestros jefes de guardia. Supuse que escoltado por un ejército tendría que librar demasiadas batallas antes de encontrarte.

- No tenías por qué venir a buscarme.

- Eres como mi hermano.

- Lo sé.

- Creo que has perdido a tu escudero -se burló el recién llegado, señalando a uno de los dos escuderos que lo esperaban a una distancia prudencial y que a una señal del hombre se acercaron al trote.

- ¡Lord Strone! - gritó el joven John, contento y sorprendido de verlo-. Temíamos que os hubieran matado o secuestrado.

Brandon interrumpió los saludos con unas palabras toscas y cortantes.

- Siento estropear esta reunión pero traemos una partida de soldados pisándonos los talones que no tardarán mucho en alcanzarnos. Tenemos que irnos, nos superan en número.

Dow se hizo cargo de la situación al momento y giró su caballo.

- Tengo que hacer una parada para recoger mis cosas.

Brandon sólo pudo seguirlo. En sus labios murió una pregunta sobre qué le había llevado tan apurado a ir en busca de un enfrentamiento, dejando atrás parte de sus pertenencias, lo que le obligaba a perder un tiempo valioso en regresar a por ellas. Eso no sólo no era prudente sino que podía ser peligroso.

Lo siguieron hasta un edificio ruinoso en donde Dow detuvo su galope en seco, gritando un nombre de mujer y saltando del caballo junto a la puerta. Los tres hombres lo esperaron sobre sus monturas. Observando, con curiosidad, como el hombre corría hacia la puerta en el momento en el que una mujer menuda, vestida con una extraña indumentaria, salía al exterior con la capa de él en las manos y se detenía, vacilante, evaluándolos detenidamente. Se hizo a un lado para dejar entrar a Dow. Brandon comprendió enseguida que era el tipo de equipaje que uno no podía dejar atrás. Ahogó la carcajada que estuvo a punto de escapar de sus labios. Dowald Willen no era la clase de hombre que se arriesgara por una mujer, lo que significaba que aquella tenía que ser especial.

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