Mamá

By JaviMatt

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La primera luna nueva del otoño anunciaba la inminente llegada de Mamá. Y debéis saber que Mamá nunca se iba... More

Mamá
La voz de Reno
Invisible
La puerta roja
El despertar
Cicatrices
Llamada perdida
El Señor Oscuridad
Adiós, Mamá
Sal en los labios
Contacto

Tacos, tequila y sepultura

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By JaviMatt

Leo abandonó la habitación con la imagen de Mónica grabada en su retina. A diferencia de otras personas, él no sentía una aversión manifiesta por los hospitales, si bien le asqueaba el olor a estéril en el aire que dejaban los desinfectantes y demás productos de limpieza. No era, desde luego, el mejor lugar para pasar el día (sobre todo para los allí ingresados), claro que también distaba mucho de ser el peor. No llevaba mucho tiempo ejerciendo, pero sabía que, en la profesión que había elegido, con demasiada frecuencia tocaba hacer de tripas corazón y lidiar con situaciones y entornos desagradables; al menos si aspirabas a ser alguien en aquel mar lleno de tiburones llamado periodismo.

Mónica llevaba en coma una semana, y sin visos de un pronto despertar. Sus constantes vitales, monitorizadas en todo momento, eran estables y la brecha en la parte posterior de la cabeza estaba sanando bien. Sin embargo, no podían descartar posibles daños cerebrales hasta que no despertara.

Los servicios de emergencia, alertados por un vecino que había escuchado gritos seguidos de un fuerte golpe, hallaron el cuerpo de la psiquiatra en el suelo del baño, inconsciente y manchada de sangre. Según los médicos, unos centímetros más abajo y el impacto habría sido mortal. La policía se puso en contacto con Beatriz a la mañana siguiente, pues era uno de sus contactos en caso de accidente, y esta no tardó en comunicarle a Leo lo sucedido.

Mientras descendía las escaleras para salir a la calle, le vino a la mente el caso de Ángela, la amiga de una antigua compañera de carrera a quien habían dejado en coma tras una brutal paliza. Espero que Mónica también llegue a despertar..., se dijo Leo.

El día había amanecido gris, y un rebaño de enormes nubarrones amenazaba con verter su furia sobre la ciudad. Era, sin lugar a dudas, el escenario perfecto para una jornada que auguraba tragedias, y él ni siquiera había desayunado.

Su conato de entrevista había resultado un fracaso mayúsculo, y aunque trataba de mantenerse positivo y con la mente abierta, sabía que su puesto pendía de un hilo. Con todo, lo que de verdad le quitaba el sueño era que Beatriz había dado la cara por él, y pese a sus advertencias de que no se metiera en aguas pantanosas, decidió seguir adelante para acabar retozándose en el lodo cual cerdo en la pocilga.

Su móvil sonó de repente, interrumpiendo el luctuoso hilo de sus pensamientos. El nombre de Bea apareció en la pantalla del dispositivo y el chico frunció el ceño. ¿Cómo lo hace? ¿Tan predecible soy? El motivo de su sorpresa no era la llamada en sí, pues habían acordado hablar en cuanto Leo terminara su visita, sino la envidiable precisión con que su jefa había calculado el momento exacto para no importunarlo dentro del hospital.

Deslizó el dedo por la superficie táctil y descolgó.

—Hola, Bea, buenos días.

—Buenos días, Leo. ¿Ya has salido, cómo está Mónica?

—Sí, acabo de salir, estaba a punto de llamarte... —Si no hubiera terminado, no te habría respondido, ¿no crees?, pensó, hosco—. Pues sigue estable, sin muchas novedades; le he estado hablando un rato, como me sugeriste (aunque no sabía qué contarle y he acabado leyéndole un par de noticias de internet), y la enfermera me ha dicho que la herida de la cabeza está sanando bien.

Bea asentía al otro lado de la línea.

—Gracias por pasarte, Leo. No quería que hoy se quedara sin visita, pero me temo que mañana se tendrá que conformar con la cháchara de las auxiliares...

—Al contrario, es lo menos que puedo hacer por ella, aunque al final todo haya resultado un puñetero desastre... —Leo suspiró—. Así que, en fin, por mí no hay problema en pasarme mañana también si tú no puedes.

Mónica, según le había contado Beatriz, no tenía familia directa. Era hija única y sus padres habían muerto cuando aún estaba en la universidad; lo único que le quedaba era un tío segundo con quien no hablaba desde hacía años. En cuanto a sus amistades, ignoraban por qué, aparte de ellos dos, solo la habían visitado el vecino que avisó a la policía y su entrañable mujer. Seguramente, o eso pensaba Leo, no se habrían enterado del desafortunado accidente.

—No, tú mañana tampoco vas a poder ir... —comentó Bea con un halo de misterio.

—Ah, ¿y eso por qué?

—Esa información te va a costar unos tacos... —respondió, burlona—. ¿Qué me dices, a la 13:00 en el mexicano?

Leo no podía verla, pero estaba seguro de que sus labios estarían dibujando esa sonrisilla socarrona que tanta gracia le hacía. Además, ir a comer tacos era sinónimo de buenas noticias.

—Allí te espero.

Tras desayunar en una cafetería cercana al hospital y pasar el resto de la mañana en la biblioteca, pues le daba una pereza considerable volver a casa para solo un par de horas, Leo se dirigió al restaurante mexicano donde, para su sorpresa, Beatriz ya lo estaba esperando con un margarita doble de lima y coco.

—El trato no incluía el alcohol —terció Leo, tratando de aparentar seriedad.

—No seas aguafiestas, ¿qué son unos tacos sin tequila? —Repuso Bea, siguiéndole la corriente—. Thomas, otro para mi amigo, pero sin coco, detesta el coco. —El camarero, un hombretón de piel bronceada de unos cincuenta años, le guiñó un ojo y asintió risueño.

Si bien Leo se había tomado unos forzosos días de vacaciones, su jefa era una mujer sumamente ocupada y solicitada, conque enseguida los dirigieron a la mesa asignada y tomaron nota de lo que iban a tomar.

La comanda consistió en una versión vegana de tacos al pastor (Bea no consumía productos de origen animal ni derivados, y a Leo no le importaba en absoluto adaptarse), chiles chipotles rellenos de arroz y alubias pintas en salsa de jitomate picante, tiras de maíz frito con guacamole al jalapeño, y una cestita de mimbre a rebosar de humeantes tortillas de trigo recién hechas; todo ello acompañado de otros dos margaritas algo menos cargados de alcohol. Una vez servida la comida, pasaron de preámbulos y fueron directos al grano.

—Tú ya tienes tus tacos y yo sigo sin saber qué celebramos... —dijo Leo, de nuevo aparentando seriedad.

La mujer se rio por el jocoso rictus de su compañero y dio un trago a su cóctel para aclararse la voz.

—¡Anda ya! Eres un chico listo, seguro que ya sabes «qué celebramos» —replicó Bea, poniendo especial retintín en sus palabras. Leo escrutó su rostro con detenimiento, arqueando una ceja—. Está bien, está bien... —Recompuso su postura en el asiento, se secó los labios y carraspeó—: los peces gordos han considerado mi petición y no te van a pegar una patada en el culo..., por ahora —matizó.

A Leo se le iluminó la cara al escuchar la noticia. Había imaginado algún escenario en el que Beatriz le echaba un cable con su flagrante despido, después de todo, era la redactora más brillante que había pasado por el periódico. Sin embargo, dudaba que lograra convencer a los jefazos de gran cosa. Obviamente se equivocó, y aquella noticia bien merecía pagar la cuenta. ¿Cuándo vas a dejar de subestimarla, idiota? El chico abrió la boca para agradecérselo, pero la mujer levantó una mano para que aguardara.

—Eso no es todo —continuó, mordiéndose el labio—. A ver, ya sabes que no me gusta un carajo esa historia en la que andas metido (y ahora que me ha salpicado la mierda, menos todavía), pero me caes bien, Leo, qué le vamos a hacer... —se encogió de hombros y se miró las uñas, con fingida indiferencia—. Puede que sea una sentimental después de todo, o que esa maldita loquera hiciera bien su trabajo, qué sé yo; el caso es que no podía permitir que alguien con tu talento se quedara en la calle cuando este mundillo nuestro está repleto de trepas y mentes obtusas; y eso sin mencionar a los universitarios lameculos que me ponen de los nervios. —Se metió un par de tiras de maíz frito repletas de guacamole y apuró el margarita de un largo sorbo—. Así que, después de hacer un par de docenas de llamadas y mover más hilos que Spiderman, he encontrado a alguien que podría salvar tu historia...

—¿Que qué? —Fue lo único que la conmoción del momento le permitió articular.

Parecía que Bea esperase una reacción similar, pues se formó una maliciosa sonrisilla de satisfacción en sus finos labios.

—Pero bueno, que si no te parece bien, puedo llamar y decirles que has cambiado de idea... —se mofó.

—¿Qué? ¡Ni se te ocurra! —exclamó el chico, saliendo de su aturdimiento y negando efusivamente con las manos—. Pero, ¿cómo lo has encontrado? ¿Tú sabes lo que me costó dar con Reno?

—Algo me suena, sí —se jactó, poniendo los ojos en blanco. Él había realizado la búsqueda, pero fue por mediación de Bea que al final se conocieron.

Leo hizo un mohín y asintió con la cabeza dándole la razón.

—Joder, Bea, eres la mejor, ¿lo sabías? Muchísimas gracias...

—Bueno, no me las des todavía —lo interrumpió—. Resulta que esta persona está ingresada en un centro de salud mental especializado y son bastante herméticos con sus pacientes, lo cual, aunque fue un grano en el culo, me parece comprensible; me hicieron un montón de preguntas sobre quién era yo y cómo había localizado a uno de sus internos..., pero al final los convencí de que te recibieran. —Beatriz resopló. Era una excelente periodista, aunque a veces andaba algo escasa de paciencia. Acto seguido sacó un pedazo de papel del bolso, escrito a mano, y se lo entregó a Leo; había pensado en deslizarlo sobre la mesa con disimulo, igual que en las películas, lo que sin duda habría dotado al momento de una innecesaria tensión hollywoodiense, pero el despliegue de platos y copas la hicieron cambiar de idea—. Tienes que estar en esta dirección mañana a las 10:30; los médicos que tratan a esta persona valorarán la propuesta que tengas que hacerles y, si les parece bien, se la expondrán al susodicho para que decida.

El rictus del chico se tensó. Bea le había conseguido una oportunidad, otra más, y ahora estaba en su mano llevar el barco a buen puerto, o encallar en la isla del despido.

No disponía de mucho tiempo para prepararse, si bien Leo estaba acostumbrado a trabajar bajo cierto grado de presión, incluso rendía más y mejor. Aun así, no pudo evitar que los nervios se le instalaran en el estómago.

—Por suerte el sitio no está muy lejos —comentó, releyendo la dirección—, creo que en poco más de una hora puedo estar allí, aunque me tocará pasarme lo que queda de día preparando un discurso convincente...

—Siento no haberte avisado con más tiempo, pero me han dado su aprobación esta mañana, y no quería que te hicieras ilusiones por si finalmente se negaban —se explicó—. Además, también esperaba la respuesta de los peces gordos...

—En serio, Bea, muchas gracias por tomarte tantas molestias... —El chico le sonrío con afecto y ella asintió con la cabeza.

—No hay de qué, Leo, aunque me estoy arrepintiendo de no haber pedido lo más caro de la carta.

Tras pagar la cuenta, que por supuesto corrió a cargo de Leo, Bea se ofreció a llevarlo a casa antes de volver al trabajo, pero el joven periodista tenía muchas cosas en las que pensar; muchas preguntas que formularse; muchas ideas que organizar... Y sabía que solo había un modo de lograr semejante nivel de concentración: dando un paseo. Así pues, se despidieron con la promesa de permanecer en contacto, y el chico dedicó buena parte de la tarde en deambular por la zona sin un rumbo concreto, únicamente prestando atención a los rostros y expresiones de los viandantes, preguntándose quiénes serían y adónde los conducirían sus pies.

De tanto en tanto, en su cabeza surgía alguna buena idea que enseguida anotaba en su teléfono móvil, para volver a la contemplación activa e indiscreta. No obstante, como la mayoría de las personas iban con el piloto automático, no reparaban en que los ojos avellana de un joven los escrutaba sin el menor pudor. Una vez cansado de caminar, tomó el autobús más cercano y volvió a su pequeño apartamento, donde comenzó a redactar sin descanso la propuesta que le brindaría la oportunidad que necesitaba, su última ficha.

***

Lejos de allí, con las manos cubiertas de sangre aún caliente, el Señor Oscuridad cavaba un agujero en la tierra, y esta vez había tomado la precaución de agenciarse una buena pala. Para ser justos, quien hacía el esfuerzo era el cuerpo de Reno; el Señor Oscuridad se limitaba a ordenarle lo que había de hacer: Él mandaba y el chico obedecía, como debía ser.

Buscaban algún rastro del Señor Oscuridad, lo que fuera; llevaban varios días enfrascados en aquel cometido, ansiosos y puede que incluso desesperados, aunque lo único que habían hallado hasta entonces era la misma y vacua decepción. La garganta de Reno soltó un alarido desesperado y antinatural, como si la tierra misma rugiera bajo sus pies. Una par de mochuelos, que observaban la escena desde un cable de electricidad, chillaron aterrorizados y emprendieron el vuelo en dirección opuesta.

Maldita zorra, aquí tampoco hay nada —gruñó con voz áspera, retorciendo el brazo del cuerpo sin vida que yacía a su lado hasta separarlo del tronco.

El cadáver pertenecía a un guarda que custodiaba el parque: varón, de mediana edad y constitución robusta. Había tratado de impedirles que horadaran una zona pública, propiedad del ayuntamiento, y como respuesta recibió un brutal palazo en la cabeza que le hundió el cráneo.

Reno miró el cuerpo desmembrado y el horror fluyó por sus venas unos instantes antes de que sus emociones fueran sosegadas. Mira el lado bueno, Reno; dedicó parte de su vida a cuidar del parque, y seguirá haciéndolo como abono... Una grotesca risotada estalló dentro de su cabeza. Desde hacía más de una semana, la voz había dejado de fingir cordialidad, mostrando su cara más déspota y despreciable

Acto seguido, el chico, inducido por el Señor Oscuridad, pateó el cadáver con desprecio y rellenó la improvisada sepultura con brío; una cosa era quitarse de en medio a un moscardón molesto, y otra era llamar innecesariamente la atención o acabar en comisaría.

Bueno, pues parece que tendremos que pasar al plan b, Reno. Diría que lo siento, pero creo que hasta tú lo disfrutarás...

Dicho lo cual, ambos abandonaron el parque y se adentraron en la seguridad de la noche.

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