Tacos, tequila y sepultura

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Leo abandonó la habitación con la imagen de Mónica grabada en su retina. A diferencia de otras personas, él no sentía una aversión manifiesta por los hospitales, si bien le asqueaba el olor a estéril en el aire que dejaban los desinfectantes y demás productos de limpieza. No era, desde luego, el mejor lugar para pasar el día (sobre todo para los allí ingresados), claro que también distaba mucho de ser el peor. No llevaba mucho tiempo ejerciendo, pero sabía que, en la profesión que había elegido, con demasiada frecuencia tocaba hacer de tripas corazón y lidiar con situaciones y entornos desagradables; al menos si aspirabas a ser alguien en aquel mar lleno de tiburones llamado periodismo.

Mónica llevaba en coma una semana, y sin visos de un pronto despertar. Sus constantes vitales, monitorizadas en todo momento, eran estables y la brecha en la parte posterior de la cabeza estaba sanando bien. Sin embargo, no podían descartar posibles daños cerebrales hasta que no despertara.

Los servicios de emergencia, alertados por un vecino que había escuchado gritos seguidos de un fuerte golpe, hallaron el cuerpo de la psiquiatra en el suelo del baño, inconsciente y manchada de sangre. Según los médicos, unos centímetros más abajo y el impacto habría sido mortal. La policía se puso en contacto con Beatriz a la mañana siguiente, pues era uno de sus contactos en caso de accidente, y esta no tardó en comunicarle a Leo lo sucedido.

Mientras descendía las escaleras para salir a la calle, le vino a la mente el caso de Ángela, la amiga de una antigua compañera de carrera a quien habían dejado en coma tras una brutal paliza. Espero que Mónica también llegue a despertar..., se dijo Leo.

El día había amanecido gris, y un rebaño de enormes nubarrones amenazaba con verter su furia sobre la ciudad. Era, sin lugar a dudas, el escenario perfecto para una jornada que auguraba tragedias, y él ni siquiera había desayunado.

Su conato de entrevista había resultado un fracaso mayúsculo, y aunque trataba de mantenerse positivo y con la mente abierta, sabía que su puesto pendía de un hilo. Con todo, lo que de verdad le quitaba el sueño era que Beatriz había dado la cara por él, y pese a sus advertencias de que no se metiera en aguas pantanosas, decidió seguir adelante para acabar retozándose en el lodo cual cerdo en la pocilga.

Su móvil sonó de repente, interrumpiendo el luctuoso hilo de sus pensamientos. El nombre de Bea apareció en la pantalla del dispositivo y el chico frunció el ceño. ¿Cómo lo hace? ¿Tan predecible soy? El motivo de su sorpresa no era la llamada en sí, pues habían acordado hablar en cuanto Leo terminara su visita, sino la envidiable precisión con que su jefa había calculado el momento exacto para no importunarlo dentro del hospital.

Deslizó el dedo por la superficie táctil y descolgó.

—Hola, Bea, buenos días.

—Buenos días, Leo. ¿Ya has salido, cómo está Mónica?

—Sí, acabo de salir, estaba a punto de llamarte... —Si no hubiera terminado, no te habría respondido, ¿no crees?, pensó, hosco—. Pues sigue estable, sin muchas novedades; le he estado hablando un rato, como me sugeriste (aunque no sabía qué contarle y he acabado leyéndole un par de noticias de internet), y la enfermera me ha dicho que la herida de la cabeza está sanando bien.

Bea asentía al otro lado de la línea.

—Gracias por pasarte, Leo. No quería que hoy se quedara sin visita, pero me temo que mañana se tendrá que conformar con la cháchara de las auxiliares...

—Al contrario, es lo menos que puedo hacer por ella, aunque al final todo haya resultado un puñetero desastre... —Leo suspiró—. Así que, en fin, por mí no hay problema en pasarme mañana también si tú no puedes.

MamáDonde viven las historias. Descúbrelo ahora