Adiós, Mamá

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Advertencia: este capítulo contiene escenas de violencia explícita.

El sótano se sumía en un silencio sobrecogedor. No era simple ausencia de ruido, no: el silencio que se había instaurado en aquella estancia tras la frenética vorágine de pulsaciones era pesado y, a su modo, impertinente. Reno sintió su presencia tan pronto como cruzó la puerta roja de regreso, molesta e inquieta, arremolinándose a su alrededor igual que un banco de pececillos curiosos.

Ella lo sabe, Reno; sabe que algo no anda bien y no tardará en bajar hasta aquí...

En efecto, escasos segundos después, el silencio fue interrumpido por el cansino caminar de Mamá en el piso superior. Su control había estado presente todo aquel tiempo, aletargado y laxo, sí, pero nunca ausente. Sin embargo, al despertar de su sueño, esa opresión se transformó en una asfixiante dominación que zarandeó a todos sus sirvientes.

Reno cayó de rodillas, llevándose las manos a la cabeza, su mente convertida en campo de batalla de dos fuerzas enfrentadas que ansiaban someterlo.

Por un lado, la voz apaciguaba los ánimos del niño, tornándolo proclive a su presencia y manipulando los hilos de su voluntad para evitar que sufriera una crisis nerviosa; y eso dolía, dolía muchísimo.

Por otro, Mamá no dejaba de reclamar a sus juguetes rotos, y Reno seguía siendo su más reciente adquisición. Con todo, el niño no le pertenecía por completo, no hasta que clavara su vacía mirada en sus ojos infantiles, tarea que el estado de inconsciencia del crío le impidió llevar a cabo cuando lo robó del internado: su primer error.

Puede que el Señor Oscuridad tuviera una ligera ventaja, mas no resistiría mucho aquel duelo continuado, no por ahora. Así, insufló la determinación del niño y rechazó los envites de Mamá para que se pusiera en pie.

Presta mucha atención, Reno; si quieres salir de aquí, tendrás que hacer exactamente lo que te diga, sin preguntas, sin dudar...

Obedeciendo sus indicaciones, el niño sorteó los cuerpos de Hugo y Oriel, y se dirigió hacia la mesilla auxiliar. Apenas alcanzaba la balda más alta, pero logró dar con el escalpelo en una bandeja metálica. Estaba manchado de sangre, su sangre, claro que él no lo sabía. Volvió junto a los dos chicos y recogió la jofaina del suelo. Arriba, alguno de los juguetes de Mamá lloriqueaba, seguramente al no ser capaz de responder las exigencias de esta. Su llanto desconcentró a Reno unos instantes.

Céntrate, le recordó la voz dentro de su cabeza.

Este asintió, le quitó la ropa a Hugo y se desnudó también; luego se puso de rodillas junto al chico y, dejando la jofaina a un lado, comenzó a vestirlo con su pijama.

Ignoraba quiénes eran, pero sabía que habían sido ellos los culpables de su dolor y las cicatrices que marcaban su tórax, y lo habían hecho mientras él permanecía inconsciente e indefenso. El Señor Oscuridad se había encargado de intoxicar la verdad y transmitirle su particular versión de los hechos, y Reno había creído hasta la última palabra.

Conforme lo vestía, observó el cuerpo magullado del muchacho, salpicado de cardenales que ensombrecían su macilenta piel y varios cercos de sangre reseca en torno a su nariz y oídos, como si algo en su interior hubiera reventado. Cuando hubo concluido, agarró los harapos de Hugo y se los puso.

Por desgracia, aquello no bastaba.

Movido por el angustioso cometido, Reno sacó el escalpelo de la jofaina con manos temblorosas y lo aproximó al cuello del chico. Sin embargo, cuando se disponía a seccionar la yugular y colmar el recipiente con su sangre, advirtió que el pecho del muchacho se movía levemente, acompasado con su casi imperceptible respiración: seguía con vida.

MamáDonde viven las historias. Descúbrelo ahora