Sigue mi voz

Galing kay tontosinolees

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Un acuerdo profesional, una semana de convivencia, una noche intensa años atrás. ¿Será suficiente para conven... Higit pa

INTRODUCCIÓN
Capítulo 1
Capítulo 1.1
Capítulo 2
Capítulo 2.1
Capítulo 2.2
Capítulo 3
Capítulo 3.1
Capítulo 3.2
Capítulo 4
Capítulo 4.1
Capítulo 4.2
Capítulo 5
Capítulo 5.1
Capítulo 5.2
Capítulo 6
Capítulo 6.1
Capítulo 6.2
Capítulo 6.3
Capítulo 6.4
Capítulo 7
Capítulo 7.1
Capítulo 7.2
Capítulo 7.3
Capítulo 8
Capítulo 8.1
Capítulo 8.2
Capítulo 8.3
Capítulo 9
Capítulo 9.1
Capítulo 9.2
Capítulo 10
Capítulo 10.1
Capítulo 10.2
Capítulo 10.3
Capítulo 11
Capítulo 11.1
Capítulo 11.2
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 13.1
Capítulo 14
Capítulo 14.1
Capítulo 14.2
Capítulo 15
Capítulo 15.1
Capítulo 15.2
Capítulo 16
Capítulo 16.1
Capítulo 16.2
Capítulo 16.3
Capítulo 16.4
Capítulo 17
Capítulo 17.1
Capítulo 18
Capítulo 18.1
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 20.1
Capítulo 20.2
Capítulo 21
Capítulo 21.1
Capítulo 22
Capítulo 22.1
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 24.1
Capítulo 24.2
Capítulo 25
Epílogo

Capítulo 15.3

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Galing kay tontosinolees

Ella se lo estuvo pensando durante casi un minuto de reloj. Se notaba que era una confesión que no iba a salir con facilidad. Estuvo a punto de espolearla, de recordarle que no la iba a juzgar, pero con su justificada sensibilidad sería capaz de interpretarlo como una orden.

Lucía clavó en él sus ojos claros.

—Pongamos un caso hipotético en el que yo... siento algo por ti... hipotéticamente hablando —recalcó, nerviosa. El corazón de Adrián se detuvo de golpe—. Quererte... Bueno, querer a cualquiera, o sentirme segura con cualquiera en un momento vulnerable como este, podría ser un suicidio. Si mi padre caló tan hondo a mi madre fue porque la pilló en plena crisis de identidad adolescente y a partir de ahí pudo hacer con ella lo que quiso.

Adrián intentó sonar razonable y no sobreexcitado al explicar:

—A no ser que, hipotéticamente, te enamores de alguien como tu padre, no creo que sea un suicidio.

—No solo es problema de la persona de la que dependes. También es el tuyo. O sea... el mío. Querer a alguien más de un siete, donde entra en juego la dependencia, está mal siempre. Podría eclipsar tus intereses... mis intereses, o mis objetivos, o mis principios. Si yo te quisiera porque me haces sentir bien... hipotéticamente —insistió—, al final te necesitaría para sentirme bien y no sabría estar bien sola.

Adrián tuvo que pensar en catástrofes naturales para no torturarla con besos interminables. «No voy a parar hasta que confirmes tu hipótesis, niña tonta. ¿Es que no ves que yo no voy a aprovecharme de tu vulnerabilidad?».

—Claro que sabrías. Yo, en la hipótesis, no te acapararía para que solo pudieras sentirte bien conmigo. Te daría espacio para que crecieras por tu cuenta. No todos los hombres quieren ser el centro del mundo de las mujeres, ni todos quieren chuparles la sangre hasta que les han absorbido el alma. Hay gente buena. En la hipótesis y fuera de ella.

—La cuestión no es si querer a alguien es o no una buena inversión, sino que no puedo hacerlo porque no sé querer. Solo sé necesitar. Necesitaba a mi madre... Y me da miedo dejar de necesitarla para empezar a depender de otra persona.

—Esa persona no voy a ser yo. Si me quieres...

—Es una hipótesis.

—Si me quisieras... —reformuló—, me encargaría de necesitarte en la misma medida en que tú lo haces para que no sintieras que me debes nada, ni que estás en inferioridad de condiciones.

—Eso no suena tan mal.

—¿Verdad que no? Qué pena que solo sea una hipótesis.

—Pues sí.

Adrián le sostuvo la mirada. Le ardía el pecho por culpa de una llama de esperanza. Esta se hizo tan grande por aliento de su optimismo que le sorprendió que el fuego no brillara solo en sus ojos, sino también en los de Lucía. No necesitó más que verla despegar los labios para tomarla de las mejillas y besarla. Ella respondió tan rápido que pareciera que lo había estado buscando. Su disposición lo incendió por dentro y no encontró mejor manera de expresarlo que sentándola sobre su regazo.

Quería sentirla tan cerca que incluso teniéndola lejos pudiera saborear el perfume de su piel. Quería que su cercanía se le grabase en el cuerpo como un sello para llevarla a todas partes, y la mezcla de sus olores no prescribiera ni veinte años después. Los alientos enlazados y las manos ansiosas eran un buen comienzo para anudarla a su recuerdo. Otro más.

No recordaba haber estado tan desesperado por acumular detalles de alguien, por saberlo todo de él. Ya conocía muchas cosas pero sentía que amaba también las que se le escapaban. Ninguna pieza le faltaba por descubrir sobre su cuerpo: ella se había conocido sexualmente a la vez que Adrián la probaba por primera vez, y por eso los dos sabían muy bien lo que le gustaba y cómo. Había aprendido algunas cosas nuevas desde que se cruzaron, pero él no había tardado en aplicarse. Estaba preparado para volverla loca y contradecir su voluntad más grande: al menos en esa cama se las arreglaría para que lo necesitara más de lo que su cuerpo podría soportar.

Le sacó la enorme camiseta por la cabeza; lo único que llevaba puesto a excepción del culote, prestado como ropa interior. Un par de pezones excitados le apuntaron con todas las de ganar para llevarse su atención. Adrián rastrilló con los dientes el borde de los montículos antes de atreverse a darle un mordisco. Disfrutó del cambio de textura en su piel cuando se le puso de gallina, recorriéndole los costados con diez dedos que se quedaban cortos para cubrir toda aquella gloria.

Estaba tan delgada y era tan pálida que parecía una muñeca de porcelana, pero se encargaba de desmentir esa comparación moviéndose como las sirenas. La rigidez no existía en su anatomía. Se flexionaba y bailaba sobre su regazo de manera absolutamente criminal. Parecía que no tuviera huesos, pero Adrián los acariciaba por encima de la piel igual que a las formas más voluptuosas.

La cogió por las caderas y la trajo hacia sí en busca de un beso más despiadado, que fuera a juego con la urgencia de sus sacudidas.

Las manos de Lucía fueron directas a la bragueta de su pantalón. Su necesitada iniciativa lo endureció más si cabía. Creyó que se desmayaba cuando cubría su erección con la mano y la acariciaba mientras se lamía el labio inferior.

Adrián se estiró para darle un beso que lo distrajera de su matadora sensualidad. Si no se cortaba un poco duraría mucho menos de lo previsto.

—¿Cómo es que esta vez llevas un condón encima? —preguntó ella, exhibiendo un preservativo que había rescatado se su vaquero.

—Son los pantalones de Ricci. A veces nos los intercambiamos, aunque a mí me queden algo más holgados... —murmuró, con la boca pegada a su pecho—. Y los pantalones de Ricci son una fábrica de látex. Sale a la calle con cinco en cada bolsillo.

—A eso lo llamo yo optimismo —dijo. O eso creyó entender en su jadeo ahogado. Dios, adoraba cómo temblaba su voz cuando le metía la mano entre las piernas—. No me provoques... Quiero hacer algo distinto.

—Yo también —contestó, misterioso. La soltó y apoyó los codos a su espalda, reclinándose lentamente. Una vez recostado, le dirigió una mirada que quemaba—. Ven aquí, pestañas. Quiero ver muy de cerca cómo te mueves.

Ella se ruborizó. Solo había una forma de ponerla colorada, y era en la cama, cuando él se ofrecía para complacerla de la forma más descarada. Era obvio que eso no era lo que tenía pensado, pero no pudo resistirse a su implícita promesa. Gateó hasta que, ya a su altura, él la cogió de las caderas y acercó su boca la caliente entrepierna femenina.

Lucía se retorció a la primera lenta y perniciosa lamida. Empezaba a humedecerse y estaba tan suave que su lengua no encontraba problemas para rebañar los rincones más secretos. El excitante acompañamiento de sus gemidos y sollozos era la mejor forma de inspiración. Aún le parecía increíble la dicha que se podía alcanzar a través del placer de otro, de sus músculos inflamados por la sensual tensión del sexo, de las rojeces de sus besos en la piel, de su maravilloso temblor. Lucía era única a la hora de contagiarlo con su pasión.

La exploró con la lengua y se empapó del sabor que terminó ofreciendo desesperadamente al mover las caderas a su ritmo. Se compenetraban tan bien que sentía que estar con ella era la única forma realista de hacer magia.

Se corrió cuando había capturado los tiernos pliegues entre los labios, pero no le importó. Decir que había nacido para eso sería quedarse corto; sin embargo, el cuerpo de Lucía y su forma de excitarse no era de ese planeta y no había visto nada igual. Era tan fácil hacerla retorcerse de placer que le parecía un sacrilegio no enloquecerla empujándola a límites que solo ella conocía. Usaría todos los condones que llevaba encima aunque eso le costara la vida.

Lucía se retiró, temblorosa. Una fina capa de sudor hacía brillar su cuerpo como el de una santa, salvo por el detalle de que su mirada aunaba todas las tradiciones profanas del demonio. Estaba llena de ideas y cuando se trataba de sexo nunca decía que no. A él nunca le decía que no.

—¿Qué quieres hacerme, pestañas? ¿Qué te parece si seguimos jugando a las hipótesis? ¿Qué me harías si quisieras que no te olvidara nunca?

Los ojos de ella resplandecieron con el reto. Era sexy y lo sabía, lo sabía tan bien que le chirriaban los dientes de la rabia cuando pensaba que muchos la habrían visto moverse con esa sensualidad felina. Pero solo dentro de la cama. Fuera era dulce y descarada, y solo la intuición más desarrollada podía deducir que sabía cómo prender a un hombre.

Lo prendió a él y al resto del edificio rasgando el preservativo con los dientes, sin sacarle los ojos de encima, y colocándoselo como una profesional. No le hizo falta ver dónde ponía la mano. Adrián pensó que no necesitaría mucho más para correrse que esos ojos pegados a los suyos, pero Lucía tenía que excitarlo a otro nivel. Probablemente no se quedaría tranquila hasta que demostrase que él tenía las de perder si se largaba, y no al revés.

Respecto a eso, Adrián estaba convencido de que así era.

Observó, anonadado, la flexión de los músculos de sus muslos al descender en busca de la húmeda fricción. En busca de él. Acarició la pulsante punta del miembro entre sus pliegues, haciéndole soñar con el fuego que le esperaba dentro. La tortura duró muy poco: Lucía se empaló con una lentitud que le permitió saborear y sentir cada centímetro que se iba dilatando.

Adrián descolgó la cabeza hacia atrás, de repente arrasado por una oleada de calor sofocante. Notó sus palmas sobre el pecho, en busca de un apoyo que él le retiró cogiéndola de las muñecas y tirando de ellas hacia sí. Lucía quedó casi tendida sobre su pecho, con la boca muy cerca de la de él, tentadora y jadeante.

—¿Eso es todo lo que sabes hacer? —la provocó.

Ella sacó la lengua y le separó los labios con una caricia al inferior. Sus bocas se encajaron en el vacío de la otra. El beso lento y seductor vino acompañado de una nueva y estremecedora penetración. Un picor se concentró detrás de sus orejas, en la nuca y en el estómago, que fue acrecentándose conforme ella fue moviéndose más y más rápido. Sus paredes lo apretaban de forma que no podía respirar, pero la sensación de asfixia fue bienvenida y abrazada, igual que las caderas de Lucía. Adrián la cogió por las nalgas con la intención de guiarla. Ella lo rechazó siguiendo sus propias órdenes, y su instinto le ordenó cabalgarlo con rabia y decisión. Se le secó la saliva en la boca al verla tan concentrada, y a la vez, sumida en esa clase de placer con el que se podían ver las estrellas.

Sabía que lo estaba haciendo para desahogarse. Lucía había sido apasionada, pero nunca violenta, y lo engullía con tal agresividad que parecía que pretendiese desmontarlo. No era que quisiese demostrar su valía: solo necesitaba descargar su frustración, y él era el hombre adecuado para corresponderla. Azotó sus nalgas con fuerza, y espoleado por sus gemidos lastimeros y miradas de odio anhelante, volvió a hacerlo. Ella le clavó las uñas en el pecho, en el cuello; le mordió la boca y se estiró para quedar fuera de su alcance.

Adrián la buscó incorporándose de inmediato. La cogió por la mandíbula con firmeza y coló dos dedos dentro de su boca. Ella los succionó sin dejar de bambolearse.

—Dios... —siseó entre dientes—. Sigue... Sigue follándome así.

Adrián sacó los dedos de su caliente oquedad y los guio a la espalda femenina para atender el orificio olvidado. Un sencillo gemido de placer salió de su garganta cuando comenzó a masturbarla por detrás. La deliciosa contracción de sus abdominales fue una tentadora alternativa a la hipnosis de su expresión de absoluto éxtasis.

Su única responsabilidad era lograr que se diera un orgasmo lo bastante memorable para no sentirse mal después; para que no pensara en nada terrible hasta pasadas unas horas, cuando se hubiese recuperado del asalto.

El orgasmo lo atravesó a él mientras curvaba los dedos en el interior del ano. Ella chilló por la fuerte impresión de estar rompiéndose y se entregó casi a la misma vez a la violenta sacudida que le robó el aliento a Adrián. Lucía no dejó de moverse espasmódicamente durante los segundos que duró su clímax; él la admiró con los ojos nublados y a punto de desmayarse tras la enérgica demostración de liderazgo.

Antes de dejarse caer hacia atrás, Lucía se enroscó a su cuello con los brazos como si la idea de separarse de él le doliera. Ese miedo que había erradicado durante unos minutos, regresó con la rigidez imposible de ese abrazo necesitado. Adrián la envolvió a su vez, preguntándose cómo era posible que la ternura y la atracción más escandalosa se hubieran podido fusionar en una sola cosa, y esa cosa vibrase entre los dos como un aura, imposible de borrar.

Al menos, él no intentaría borrarla. Jamás. Pero ella quizá sí tuviera algo que decir al respecto.


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