El perfume del Rey. [Rey 1] Y...

By Karinebernal

29.2M 2.2M 4.9M

Emily Malhore es hija de los perfumistas más famosos del reino de Mishnock. Su vida era relativamente sencill... More

YA DISPONIBLE EN FÍSICO.
Nota importante antes de iniciar la lectura.
Mapa de la trilogía.
Capítulo 1.
Capítulo 2.
Capítulo 3.
Capitulo 4.
Capítulo 5.
Capítulo 6.
Capítulo 7.
Capítulo 8.
Capítulo 9.
Capítulo 10.
Capítulo 11.
Capítulo 12.
Capítulo 13.
Capítulo 14.
Capítulo 15.
Capítulo 16.
Capítulo 17.
Prueba.
Capítulo 18.
Capítulo 19.
Capítulo 20.
Capítulo 21.
Extra Emily.
Capítulo 23.
Capítulo 24.
Capítulo 25.
Capítulo 26.
Capítulo 27.
Capítulo 28.
Capítulo 29.
Capítulo 30.
Capítulo 31.
Capítulo 32.
Capítulo 33.
Capítulo 34.
Capítulo 35.
Capítulo Final Parte I
Capítulo Final PARTE II
DETALLES DEL LIBRO EN FÍSICO.

Capítulo 22.

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By Karinebernal

Corro asustada hasta la habitación de Luena, quien al parecer se prepara para salir. Me adentro atrevidamente, desesperada por obtener su auxilio.

—Necesito tu ayuda, es urgente.

—Tranquilícese, señorita. Me ha dado un susto de muerte —pide al ver mi, agite —¿Qué sucede?

—Necesito encontrar una libreta.

—Creo que en la biblioteca hay algunas. Puedo buscarle una y llevársela a su alcoba.

—No, necesito una en específico. Una libreta del señor Francis.

—¿De Francis? Lo siento, Emery, pero no puedo ayudarte con eso a menos que tengas autorización. ¿La tienes?

—No, pero de verdad estaré en problemas si no la consigo, por favor.

—Puedo perder mi empleo si hago algo así y tengo una madre que depende económicamente de mí.

—Yo perderé la vida, Luena, te lo ruego.

—Así, acepte, no hay manera de entrar. Su oficina siempre tiene llave y solo hay una persona en todo el palacio con una copia y si se la pedimos podría sospechar.

—Hagamos el intento. Jamás pediría algo que pueda perjudicarte si no fuese necesario. Suena egoísta, pero en verdad lo requiero.

Ella me estudia, procesando mi pedido, dudando. Contrae la sien, temerosa, elevando mi ansiedad a niveles inimaginables. Se toma su tiempo, manteniéndome en ascuas hasta que al fin se decide a responder.

—De acuerdo, busquemos a Theobald.

Me pide la siga fuera la alcoba para recorrer los pasillos en busca del sujeto.

—¿Dónde está Theobald? —pregunta a uno de los guardias.

—En la cocina, donde más.

Seguimos la ruta hasta el lugar indicado, una cocina gigantesca y extrañamente llena de duraznos, en donde se encuentran tres hombres que nos saludan efusivamente.

—Ahora tienes secretaria, Luena. —Saluda a un hombre con barba y lentes.

—Theobald justo a ti te estaba buscando. El señor Francis me pidió le llevase algo de su oficina. Pero no me dio las llaves. —Adopta una actitud desesperada y muy creíble.

Intenta tomar una descomunal argolla llena de llaves, pero él la detiene antes de lograrlo.

—Sabes que nadie puede tocar mi llavero —le quita la mano —. Primero dinos quien es ella.

—Es Emery. Por cierto —se vuelve a mirarme —, él es el chef Bronson. —El hombre alto y robusto frente a la estufa me da una sonrisa rápida.

—Un gusto, Emery. Yo soy el encargado de la comida del rey y quien se tiene que levantar a cualquier hora para cumplir los caprichos culinarios de don mandón. Te daría la mano, pero no puedo apartarme de esta salsa y falta poco para la cena del rey, su novia y su invitada, así que no puedo arruinarla.

—¿Invitada? —pregunta Theobald —¿Acaso quien viene?

—No lo sé, la señorita Vanir me pidió un plato extra.

—¿Crees que terminen casándose? —dice el hombre restante. Un chico delgado y desgarbado.

—Obvio, es la única mujer sobre la faz de la tierra con la paciencia suficiente para aguantar al rey Magnus. Pobre de ella.

—¿Pobre? Tendrá más dinero del que podrá gastar en toda su vida.

—¿A qué precio? Deberá soportar la cara de amargura del rey todos los días y de lo que llevan de relación nunca lo he visto sonreír.

Estoy de acuerdo. Debe ser una pesadilla convertirse en su esposa.

—Y sin relación tampoco.

—A lo que voy es que ni siquiera ella es capaz de hacerlo sonreír. A todas estas, no me he presentado con la señorita. Soy Odo el catador real. —Me extiende la mano.

—¿Catador real? —pregunto al estrecharla.

—Soy quien prueba la comida del rey antes que él para evitar envenenamientos o intoxicaciones y a veces también superviso a Bronson.

—No es cierto —se defiende —. Soy un ser autónomo dentro del palacio.

—Espera, ¿y qué pasa si pruebas la comida, te envenenas y mueres?

—Sencillo. Me voy directo al cementerio, tres pisos bajo tierra. —Menciona con burla, haciendo reír a los demás, pero eso a mí no me resulta gracioso.

—¿Y no te da miedo?

—Yo sabía a lo que me enfrentaba cuando acepté el trabajo, por eso siempre estoy pendiente de lo que Bronson le echa a la comida.

—¿Y usted que función cumples? —Le pregunto al hombre de las llaves.

—Soy el mayordomo. Superviso a las empleadas como Luena y soy el encargado de tener todo bajo control al momento del cambio de guardias.

—No sé por qué creí que Francis también era el mayordomo.

—No, el aquí solo cumple dos funciones: el de consejero real y la de mediar por nosotros cada vez que el rey nos regaña.

—Él es muy grosero, ¿verdad?

—Es la viva imagen de que tener todo el dinero del mundo no garantiza la felicidad, pero ya no nos preguntes más que tenemos prohibido quejarnos o seremos enviados a la horca. —Repite lo que Luena ya me ha dicho.

¿Cuál es su obsesión con ese método de tortura? ¿Por qué le gusta ahorca a la gente?

—A la media noche hay un nuevo turno de guardias, deberías acompañarme. —Me propone ella.

—Sí, pero primero debes llevarle a Francis lo que te pidió. —Le recuerdo.

—Es cierto, Theobald, préstame la llave.

—Más te vale que no me metas en problemas —advierte, abriendo la argolla de su llavero.

Una vez tenemos la pieza, subimos a la segunda planta en busca de la oficina y cuando la hallamos nos adentramos con presura, obviando la presencia de los guardias.

—Sabes que si Francis les pregunta a los custodios ellos le dirán que estuvimos aquí, ¿verdad?

—No importa, lo que necesito es buscar el cuaderno en donde anota los visitantes del palacio.

Comenzamos a registrar el sitio, pendientes de cualquier ruido afuera. El señor Puntresh tiene infinidad de textos en su oficina, lo que complica nuestra búsqueda. Revisamos estantes, repisas, archivadores e inclusos los papeles que hay sobre su escritorio, pero aquella agenda parece no estar en ningún sitio. No quiero pensar que la tiene dentro de las gavetas bajo llave de su mesa.

—Lo encontré —anuncia Luena, trayendo consigo una libreta.

En instantes descubro que en la parte superior de cada página hay fechas, así que voy directamente a los días en los que estuve aquí. Primero con mi padre, luego sola y por último con Valentine y Amadea, y una vez las encuentro, arranco las hojas para no dejar evidencia de mis visitas.

—¿Eso era todo? —Me pregunta cuando escondo los papeles en mi vestido.

—Sí, ya podemos irnos —indico, dejando la agenda en su lugar.

Volvemos a la cocina para devolver la llave a Theobald, el mayordomo, sin embargo, estando allí, soy tomada por sorpresa por la noticia de que la invitada de la que hablaba el chef soy yo.

—Te están esperando en el comedor, ya la cena está servida.

—Con todo respeto, señor, pero no creo que se trate de mí.

—Eres Emery Naford, la prisionera de guerra que se ganó algunos beneficios por parte del rey Magnus, ¿no?

—Sí, pero no pensé que eso incluyera cenar con él.

—Con él y su novia. Eres la invitada de la señorita Vanir, así que apresúrate, que vas tarde.

Me guía por el pasillo hasta llegar al salón de banquetes del palacio. Un sitio extremadamente lujoso con un comedor largo cubierto con el más impoluto mantel blanco, sillas mullidas doradas y retratos en las paredes que parecen seguirme con la mirada.

—Bienvenida ―me saluda la señorita Vanir con una sonrisa —, puedes tomar asiento frente a mí.

El rey Magnus ni siquiera me mira mientras tomo lugar, está concentrado en la nada, dejándole el papel de anfitriona a su novia.

—Gracias por invitarme —digo en voz baja.

—Al menos esmérese en llegar temprano la próxima vez —habla molesto, dirigiéndome por fin la mirada.

—¿Por qué siempre es tan grosero? Yo no sabía que estaba invitada. —Me defiendo en voz baja.

—No te preocupes. Fue mi culpa el no avisarte. —Interviene la mujer.

—Aún no entiendo en que momento te tomaste las atribuciones de invitar prisioneros a mi mesa.

—No empieces. Tenemos una invitada.

—Tu invitada no la mía. En otra oportunidad deberías preguntármelo.

—Prefiero retirarme. —Decido, incómoda, levantándome con cautela.

—No, linda. No tienes que irte. Siéntate y mejor háblanos de ti.

En la mesa hay un montón de cubiertos y juro que puedo sentir la atención de la señorita Etheldret por ver cuál tomaré para la entrada que dispusieron para mí.

—Es una tartaleta de salmón y calabacín. ¿Te gusta? ¿Alguna vez la has probado?

—Nunca, señorita —miento, tomando el tenedor correspondiente. La he probado antes en una salida al restaurante por el cumpleaños de mamá.

Ella sonríe al ver mi decisión. No hay que ser un experto para saberlo, además, en tutorías nos impartieron clases de etiqueta. ¿O será que debí escoger el equivocado para que sigan creyendo la historia de que soy el proyecto benéfico de Valentine?

—Veo que sabes bien como diferenciar los cubiertos. —No duda en señalar, atrayendo la atención del rey Magnus.

—La señorita Russo me lo ha enseñado.

—La señorita Russo parece ser alguien muy amable. Ya me ha contado mi novio que tienes la fortuna de contar con su solidaridad.

—Así es. Siempre le estaré agradecida por su ayuda.

—¿Sabías que Magnus y yo también nos conocimos en una gala benéfica?

—No estaba al tanto.

—Fue amor a primera vista, ¿cierto? —le pregunta al amargado, quien solo hace una mueca como respuesta antes continuar con su comida —. Es un hombre de pocas palabras. —Lo excusa.

—No lo creo. —Me atrevo a decir.

—¿Disculpa? ¿Acaso te ha hecho algo?

—No quisiese ir a la horca por dar una opinión.

—Mientras yo esté presente estás segura. Magnus jamás enviaría a alguien si yo le pidiese que no hiciese.

—Tú no tienes ningún control en mis decisiones. No te atribuyas derechos que no te pertenecen y tampoco te he delegado. —Sentencia él, autoritario.

—No lo juzgo mal. Soy tu pareja, puedo influir en tus decisiones.

—Exacto. Mi pareja no mi consejera. Ni siquiera Francis tiene ese poder, así que no vuelvas a repetir tal barbaridad.

Esto verifica mi teoría del dolor de cabeza que debe ser el convertirse en la novia de este hombre. Yo ya me hubiese levantado de la mesa e ido a mi casa completamente furiosa.

—No vine a discutir —se remueve, avergonzada —. Emery, me comentaste que tenías novio. ¿Puedo saber cómo se llama?

—Pharell. —Invento.

—¿Y a qué se dedica?

—Vamos a comer o a hacer una entrevista. —Protesta el rey Magnus.

—Estoy intentando ser amable. ¿Podrías colaborar?

—No. No tengo por qué ser amable con una pueblerina Mishniana. ¿Quieres saber a qué se dedica su pareja? Estoy seguro de que adivinaré. Ella es pobre, así que es más que obvio que su novio también, debe ser algún ladrón o vendedor en el mercado. Ella no es lo suficientemente llamativa como para que un noble se fije en ella y se enamore a tal punto que decida olvidar la inferioridad de su ascendencia. Listo. ¿Ves lo sencillo que es? ¿Adivine o no, pueblerina?

—Adivino, majestad —suelto el tenedor, sintiéndome completamente humillada —. Gracias por la invitación, pero prefiero retirarme.

Ninguno de los dos me contesta, por lo que me limito a realizar una reverencia y salir de allí lo más rápido que pueda ante la amenaza de unos ojos lagrimosos.

No voy a llorar, no le voy a dar el derecho de hacerme sentir mal, bajarme la autoestima o ser el merecedor de mi llanto.

Es un idiota, un patán, un grosero y todos los adjetivos despectivos que existan en el mundo. Lo odio, juro por todas las flores en mi jardín, en mis vestidos y en todo Mishnock que lo odio y aunque no se ha llevado mis lágrimas, si le otorgo el título de ser la primera persona que odio en toda mi vida.

••••

Estoy acostada en mi nueva alcoba, mirando al techo tras calmarme hace media hora. Extraño a mis padres y a Stefan. A él lo echo muchísimo de menos. Necesito que venga por mí y me lleve lejos de aquí y del horrible rey Magnus cuanto antes.

El llamado en la puerta me saca de mis pensamientos y la voz de Luena me hacen levantarme con prisa ante lo que significa una distracción en medio de mi asfixiante aburrimiento.

—¿Tiene algo que hacer? —pregunta tras abrirle la puerta.

—Absolutamente, nada y por favor no me trates con tanta formalidad. Es probable que tengamos la misma edad o al menos una parecida.

—¿Qué edad tienes? —consulta, aceptando mi pedido.

—Desde hace tan solo unos días, diecinueve, ¿y tú?

—Veintitrés. Me pasé por un poco —sonríe, amable —Venía a preguntarte si querías ir conmigo al turno de guardias. Podrás conocer nuevas personas y no estarás sola aquí.

—Por supuesto. —Me animo por primera vez luego de aquel mal rato.

Me lleva hasta la lavandería donde recogemos unas cestas de ropa, uniformes para ser exactos y las llevamos hasta un lugar al fondo del palacio.

—Aquí vienen los guardias a cambiarse —explica antes de correr al ventanal que se halla en la pared —. Mira, acaban de llegar.

Me asomo al cristal antes de ver varios objetos parecidos a los tranvías que vi en mi primera visita. Todos entran por una entrada grande situada en el patio que tenemos en frente y de los cuales se bajan grupos numerosos de hombres que se acercan a la puerta de la sala en la que nos encontramos.

—Los pasan a recoger a cada uno a sus respectivas casas. ¿Ves a aquel castaño delgado de camisa roja? —señala a uno de los tantos sujetos —. Antes me sentía atraída por él, pero se casó y me obligué a borrar tales sentimientos. Ahora tiene dos hijos, son muy lindos.

Los individuos rápidamente invaden la estancia llena de pequeños cubículos y estantes con candados.

—Ven —me toma de la mano, alejándome del vidrio —. Debemos dejar los uniformes en los vestidores. La cesta que tienes va del veinte al treinta. Están en orden, así que no los mezcles.

Un par de doncellas más con sus respectivas cestas comienzan a dejar la ropa en el lugar que les corresponde con una agilidad sorprendente y luego de eso abandonan el almacén.

El mayordomo que me presentaron como Theobald es el primero en aparecer y tras él, el grupo de los recién llegados.

—Muévanse, muévanse, que a la media noche deben estar en sus puestos. —Les grita.

—Luena, ¿nueva doncella? —pregunta uno de ellos, mirándome —. Deberías presentar a tus amigas.

—Tiene novio, Barrie.

—¿Y? No tengo pensado salir con su novio sino con ella.

—No le creas. Le coquetea a todo lo que se mueva.

Me llama la atención que todos traen únicamente un par de botas perfectamente lustradas en las manos, nada más. No hay maletines o enseres personales, nada.

—¿Por qué no traen nada consigo? —Le pregunto en su lugar.

—Deberían instruirla mejor. Yo podría ayudarles  con eso. ¿Cuál es tu día libre? Te invito a comer.

—Ella no es una doncella, es una prisionera de guerra que no sé que hace aquí —interviene el mayordomo —. Y no te distraigas, ve a cambiarte Barrie o te haré una anotación.

—No traen nada porque está prohibido —explica Luena —. Es una medida de seguridad del palacio, ya sabes, para que no traigan consigo algún objeto que pueda atentar contra la vida del rey y tampoco tengan donde esconder cosas del palacio si es que intentan hacerlo. Solo se les permite traer zapatos, pero son revisados minuciosamente antes de entrar.

Cada uno de los hombres ingresa a los vestidores. Se oyen ruidos, bromas e incluso chismes.

—¿Y qué tiene que ver el uniforme? Es decir, porque tampoco lo traen en la mano tal como sus zapatos.

—También está prohibido —aclara Theobald —. El rey Magnus no tolera ningún tipo de perfume diferente al suyo, así que los guardias no deben usar lociones ni tampoco su ropa, por lo que los uniformes son lavados con un jabón especial que no emana ningún olor y eso se hace aquí en el palacio.

—¿No es algo extremista?

—Es el rey Magnus. Con él todo es la extremo. Terrens, esta tarde el rey envió a tu hermano en busca de Francis y demoró más de lo debido, su majestad se enojó porque su tiempo de respuesta fue muy bajo. Dile que debe mejorar eso o será removido del pasillo principal a uno menos transitado.

—Él me lo ha contado. No encontraba al señor Puntresh —alguien se defiende desde el interior de los cubículos —. Lo buscó por medio palacio hasta que le informaron que estaba en la alcoba de la nueva residente del palacio, hizo lo mejor que pudo. Son sus primeros días, aún no sabe como movilizarse por el palacio con agilidad.

—Pues que se esfuerce el doble. Ya tiene una anotación por la queja del rey. Sabes que a la tercera se va.

—No es justo —el hombre se asoma a medio vestir —. Me dijo que la señorita Vanir en medio de su berrinche le gritaba que no buscase a nadie porque no se iría ¿Qué querían que hiciese?

—¿Quién manda aquí? ¿El rey o la señorita Vanir? Si hubiese acatado la orden de su majestad a la primera no se hubiese ganado la anotación y no hay nadie en el mundo que pueda hacer que se la quiten. Entiendo que es nuevo, pero debe tomar el ritmo, por algo está aquí.

—Yo creí que las cosas iban a cambiar con la llegada de la señorita Etheldret, que el rey iba a dejar de ser tan amargado, pero sigue igual o peor. —Comenta alguien más desde el vestidor de al lado.

—Nadie tiene ese poder. A quien logre esa hazaña le pondré un altar en la sala de mi casa. —Se escucha a otro.

—Tu esposa te matará si haces eso. —Le responde uno más.

—Claro que no. Ella también se pondrá feliz al saber que no nos regañarán tanto.

—Mucha habla, poca acción —reprende el jefe —. Sus compañeros deben estar esperando que vayan a acabar con su tortura de estar seis horas de pie.

—¿Seis horas? —Cuestiono incrédula

—Como lo oyes. Cada turno demora seis largas horas en las que todos deben estar de pie a menos que se les ordene otra cosa.

—¿Y si tienen que ir al baño?

—Nadie se mueve de su puesto a menos que se le ordene. Para ser guardias reales son entrenados y una de las pruebas a superar es el control de esfínteres.

—¿Creen que el rey Magnus le pida matrimonio a la señorita Vanir? —pregunta uno, saliendo perfectamente arreglado del cubículo. Camina hacia los estantes y guarda su ropa de civil bajo llave.

—Apuesto a que no. Ella se terminará cansando de su carácter. —Aparece otro de sus compañeros.

—¿Cuánto apuestas? Yo cincuenta quinels a que si se casan. Es el rey, por más mal humor que tenga, no lo va a dejar ir.

—Se la pasan peleando, no considero que sea posible.

—Opino que se terminará casando con otra mujer. Quizás una princesa de otro reino. —Viene a nosotras el hombre que Luena me mostró como su exenamorado.

—También lo veo posible. Apuesto veinte quinels a que será con una extranjera. ¿Cuál sería la última persona con la que se casaría el rey Magnus?

—Con una Mishniana. —Responden varios al unísono.

—Y más si es plebeya. —Agrega un guardia.

—Oigan, ella es Mishniana y plebeya. —Me defiende Luena.

—No te ofendas —me dicen —. Debes estar agradecida que desde ya estás a salvo de ser la esposa de un rígido, calculador, prepotente.

—Anotación por hablar mal de su majestad. —Anuncia el mayordomo.

—¿Qué pasa Theobald? Se supone que estamos en confianza.

—Puedes hablar mal de él afuera del palacio, no dentro. —Le recuerda lo que al parecer es una regla ya sabida.

Y es allí donde se me ocurre el tema para mi proyecto sobre Lacrontte. Uno nunca antes visto. La rutina y reglas al interior del palacio.

—Señoritas, los guardias ya van a salir, así que dispérsense, por favor —nos ordena —. Ya son las once con cincuenta minutos, salgan a sus puestos ahora. Vamos, vamos, vamos.

Todos comienzan a caminar fuera de la sala y a medida que Luena y yo nos vamos alejando, veo como algunas se quedan al frente de los guardias del turno anterior.

—¿Por qué no se van si ya llegaron quienes los van a relevar?

—No pueden abandonar el puesto hasta que sea la media noche. Tienen que cumplir las seis horas exactas. —Explica mientras nos dirigimos a las habitaciones.

—Hola, Luena. —A nuestro lado pasa el custodio que antes le atraía.

—¿Puedo acompañarte a recibir el turno? —Se precipita a decir con ojos brillantes. Es obvio que todavía le gusta.

—Claro, no tengo problema.

Subimos las escaleras hasta el tercer piso y nos detenemos frente a los guardias que protegen una puerta color crema con cromados dorados.

—¿Es la habitación del rey? —Murmuro al ver que la entrada destaca de las otras.

—Sí, el lugar más custodiado de la casa real.

—Wellis, te tengo una apuesta. ¿Crees qué la señorita Vanir se quede a dormir hoy con el rey? —Comienzan a hablar mientras esperan el cambio.

—¿Acaso no se había ido? Escuché que le pusieron una anotación al hermano de Terrens porque se tardó en buscar a Francis para que la sacara.

—Ella es como el hambre. Se va por un momento, pero regresa casi inmediato.

—Bueno, conociendo lo persistente que es diría que sí. Por cierto, ¿saben de qué humor puede venir?

—No lo sé, pero ya se ha corrido el rumor que tu acompañante lo pone agresivo. —Me señala con la mirada.

—¿Qué le haces? —cuestionan como si todo fuese mi culpa —. Por favor colabora, que ya es bastante difícil tratarlo cuando se supone está en un estado neutro.

De un momento a otro, todos se quedan paralizados, casi como estatuas. Luena baja la cabeza y une sus manos delante de su cuerpo mientras unos pasos comienzan a escucharse en la escalera.

El rey Magnus camina imponente por el pasillo hasta llegar a su habitación. Lo veo desabrochar los botones de la camisa con afán sin bajar la mirada a comprobar que lo esté haciendo bien. Sin embargo, una vez nota mi presencia se detiene y empieza a discutir conmigo como tanto lo hace.

—¿Qué hace aquí? —me reclama —¿Están haciendo una fiesta? ¿Me harán una ovación? ¿Se arrodillarán a rezarme?

—Ninguna de las anteriores. —Me atrevo a responder por encima del resto que se mantiene en silencio.

—¿Entonces porque está fuera de mi alcoba si no es guardia o doncella? ¿Acaso está esperando que la invite a pasar?

—¿No se cansa de molestarme?

—¿No se cansa de estorbarme?

—Usted fue quien se detuvo en el pasillo a pelear conmigo.

—Usted fue quien vino a la puerta de mi alcoba sin ser llamada.

—Ya me retiraba. No tenía ganas de verlo.

—Que mala suerte la suya entonces porque nos topamos —comenta con ironía —. Hágase el favor de no volver por aquí a arruinar lo que queda de mi día con su presencia y ustedes —señala al resto —. Les advierto que ella no está aquí porque sea una buena persona, es una prisionera de guerra.

—Yo si soy una buena persona. —Refuto.

—No hable si no le he dado la autorización para hacerlo. —Regaña, acercándose a mí con una celeridad amenazante.

Me quedo callada cuando apunta hacia mis labios, intimidándome.
Nunca había discutido tanto con una persona como con este hombre.

—Me compadezco de su novio que tiene que aguantarle.

—Fulbert es un hombre increíble a diferencia de usted.

—¿No se llamaba Pharell? ¿Pues cuantos novios tiene?

—Fulbert es su segundo nombre. —Intento componer mi error.

—Me parece que se lo ha inventado. De otra manera lo recordaría.

—No se me olvidó, así como a usted tampoco. —Señalo el hecho de que recordó mi mentira.

—Pobre hombre. No es suficiente castigo el tener que aguantarla a usted, sino que también se llama Pharell Fulbert.

Estoy a poco de discrepar, lo juro. Quiero responder a sus groserías una a una.

—Ni se le ocurra abrir la boca —advierte cuando lo intento —. Esta a punto de agotar mi paciencia y le aseguro no podrá reponerse de las consecuencias.

Se pierde con rapidez en su alcoba luego de que los guardias le abriesen la puerta, dejándome encolerizada en el corredor.

—Tú sí que lo haces enojar —Señalan los custodios cuando quedamos solos.

—Yo en su lugar ya hubiese renunciado. —Alego mientras tomo camino rumbo abajo, enojada.

Tengo que buscar la forma de salir de aquí cuanto antes. No tolero su actitud, su arrogancia y prepotencia.

—Señorita Naford —me intercepta el señor Puntresh en la segunda planta —. Que coincidencia encontrarla, justo iba para su habitación.

Lo último que necesitaba.

—¿En qué puedo ayudarle?

—Necesito que me aclaré algo insólito que sucedió en mi oficina, ¿tiene tiempo?

Mi corazón parece detenerse. ¡Vida mía! ¿Me habrá descubierto? ¿Theobald reveló que fuimos a pedirle las llaves prestadas?

—Es media noche, de verdad estoy un poco cansada.  —Finjo calma, aunque lo cierto es que mis latidos acelerados podrían escucharse a kilómetros.

—De acuerdo. Dejemos que siga siendo un misterio el que hayan desaparecido dos hojas en mi libreta de registro de la nada. No quiero pensar que en esas páginas estaba escrito su nombre, ya que por más que busqué no pude encontrarla en las restantes.

Este hombre me tiene en la mira y si cometo el mínimo error me descubrirá. Es decir, ya está a punto de hacerlo.

—¿Demasiada casualidad, no cree? —sigue hablando —. Sin embargo, recuerdo que en una de sus visitas vino con la señorita Valentine Russo y le informo que ya envié una carta a su padre, preguntándole si conoce a una tal Emery Naford. Buenas noches, señorita.

No espera una reacción de mi parte, simplemente se da media vuelta y camina de regreso por el pasillo después de hundirme en las profundidades del fango.

Parece ser que todo termino. Si el barón abre la boca estaré perdida y Stefan ni nadie podrá salvarme de la condena que me darán.

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