La Piedra del Matrimonio

By alseidetao

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Para evitar las maquinaciones del Ministerio, Harry debe casarse con el reacio Severus Snape. Pero el matrimo... More

Capítulo 1: La piedra del matrimonio
Capítulo 2: Con Este Anillo
Capítulo 3: Habitantes de la mazmorra
Capítulo 4: Enfrentándose al mundo
Capítulo 5: Marcas oscuras
Capítulo 6: Vivir con Snape
Capítulo 7: Lazos que unen
Capítulo 8: Todos los hombres del Rey
Capítulo 9: La estrella del perro
Capítulo 10: Espadas y flechas
Capítulo 11: Enfrentándose a Gryffindors
Capítulo 12: Emplazando culpas
Capítulo 13: Entendiendo a los hombres lobo
Capítulo 14: Volviendo a la normalidad
Capítulo 15: Modales
Capítulo 16: Conociendo a los cuñados
Capítulo 17: Espinas
Capítulo 18: El corazón del laberinto
Capítulo 19: Vínculos
Capítulo 20: Sinistra
Capítulo 21: Serpientes
Capítulo 22: Familia
Capítulo 23: Lobos
Capítulo 24: Lecciones de Historia
Capítulo 25: Nochebuena
Capítulo 26: Regalos de Navidad
Capítulo 27: Antes de la tormenta
Capítulo 28: Vikingos
Capítulo 29: Entender el deber
Capítulo 30: Persecución
Capítulo 31: Acortando distancias
Capítulo 32: El dolor de crecer
Capítulo 33: Largas historias
Capítulo 34: A dormir
Capítulo 35: Al abismo
Capítulo 36: Cargando la piedra
Capítulo 37: El otro lado
Capítulo 38: Política
Capítulo 39: Honor familiar
Capítulo 40: La locura del lobo
Capítulo 41: Salvaje
Capítulo 42: Caramelos de limón
Capítulo 43: Para eso están los amigos
Capítulo 44: Cierra los ojos
Capítulo 45: Amaestrando al dragón
Capítulo 46: Viendo rojo
Capítulo 47: Cedo
Capítulo 48: El Lobo en la puerta
Capítulo 49: Bailando
Capítulo 50: La materia de los sueños
Capítulo 51: Grandes gestos románticos
Capítulo 52: San Valentín
Capítulo 53: Afecto de cortesía
Capítulo 54: Despertando a Lunático
Capítulo 55: Maniobras legales
Capítulo 56: Peones
Capítulo 57: Obviedades
Capítulo 58: El significado de las cosas
Capítulo 59: Algo maligno
Capítulo 60: La voz del Rey
Capítulo 61: La llamada
Capítulo 62: Stonehenge
Capítulo 63: El corazón sangrante
Capítulo 64: El resto del mundo
Capítulo 65: En la luna
Capítulo 66: Sinestesia
Capítulo 67: Cantos afilados
Capítulo 68: La búsqueda del poder
Capítulo 69: Al final de este camino
Capítulo 70: El precio del valor
Capítulo 71: Lo que importa
Capítulo 72: Yendo hacia delante
Capítulo 73: Así es como el mundo acaba
Capítulo 75: Valeroso mundo nuevo
Capítulo 76: Los indignos
Capítulo 77: Historia antigua
Capítulo 78: Regresando a casa
Capítulo 79: Solucionando
Capítulo 80: Decisiones y Progreso
Capítulo 81: El amanecer de un nuevo día
Capítulo 82: Echando una mano a las cosas
Capítulo 83: Sorpresas en todas partes
Capítulo 84: Extraños compañeros de cama
Capítulo 85: Borrones
Capítulo 86: Furia
Capítulo 87: Pasiones
Capítulo 88: De vuelta al negocio
Capítulo 89: Idas y Venidas
Capítulo 90: Maniobras Legales II
Capítulo 91: Rosas
Capítulo 92: Educación continua
Capítulo 93: Los recién llegados
Capítulo 94: Experiencias de aprendizaje
Capítulo 95: Encuentros cercanos
Capítulo 96: En desacuerdo
Capítulo 97: Hacer las Paces
Capítulo 98: ¿Quién sabe?
Capítulo 99: La paz se desmorona
Capítulo 100: Comienzan las hostilidades
Capítulo 101: Primeras señales del futuro
Capítulo 102: Lecciones desplegadas
Capítulo 103: El fin de los vampiros
Capítulo 104: Reconocimiento y premonición
Capítulo 105: Verdadera naturaleza
Capítulo 106: Exámenes finales
Capítulo 107: Explicaciones
Capítulo 108: La calma antes de la tormenta
Capítulo 109: Reescribiendo la historia
Capítulo 110: La fuerza del vínculo
Capítulo 111: Magia salvaje
Capítulo 112: Consecuencias del ataque
Capítulo 113: Últimos días de tranquilidad
Capítulo 114: Rudos Despertares
Capítulo 115: Primeras Impresiones
Capítulo 116: Desquitarse
Capítulo 117: Nuevos comienzos
Capítulo 118: Tiempos felices
Capítulo 119: Tiempos de fiesta
Capítulo 120: Favor de Merlín
Capítulo 121: Fin del verano, parte 1
Capítulo 122: Fin del verano, parte 2
Capítulo 123: Una falta cercana
Capítulo 124: Retrasar lo inevitable
Capítulo 125: Las formas de la primera ola
Capítulo 126: Compañeros de cama más extraños
Capítulo 127: Planificación de la Operación Castillo Mágico
Capítulo 128: Revelaciones
Capítulo 129: La primera ola se rompe
Capítulo 130: Limpiando
Capítulo 131: Padrinos
Capítulo 132: Percepciones erróneas
Capítulo 133: Zona de conflicto
Capítulo 134: Visitantes
Capítulo 135: Pez fuera del agua
Capítulo 136: La segunda ola
Capítulo 137: La batalla de Hogsmeade
Capítulo 138: Algunas explicaciones que hacer
Capítulo 139: Decir adios
Capítulo 140: Faltas de comunicación
Capítulo 141: Las formas de la tercera ola
Capítulo 142: El Campeón del Rey
Capítulo 143: La batalla de Hogwarts
Capítulo 144: La gratitud del rey
Capítulo 145: Los Comienzos del Rey
Capítulo 146: La Vida del Rey

Capítulo 74: El sol moribundo

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By alseidetao


Anna Granger se estremeció violentamente, momentáneamente desorientada. Se percató que estaba derrumbada de forma harto indigna en el asiento de su oficina. Por un extraño instante hubiese jurado que Harry Potter estaba allí en la habitación con ella, pero cuando sacudió la cabeza se percató de que era sólo el viejo señor Paddison, sentado frente a ella al otro lado de la mesa del despacho.

–Mis disculpas, señor Paddison –exclamó, mortificada. ¿Se había quedado dormida de verdad mientras hablaba con el anciano? Sacudió la cabeza para aclararse las ideas. Era como si tuviese niebla en su mente que le impidiese centrarse en su cliente. El viejo caballero se había roto varios dientes, pero estaba en contra de que se los arreglaran. Ella estaba intentando convencerle de que aquella operación no era meramente estética, sino en pro de la salud de su dentadura– ¿Señor Paddison? –preguntó ella de nuevo cuando descubrió que el hombre no contestaba. Frunciendo el ceño, miró a su cliente. El anciano estaba derrumbado en el asiento, al parecer tan profundamente dormido como ella lo estuviese unos instantes atrás.

Frunciendo el ceño, Anna se levantó y dio la vuelta a su mesa, alargando la mano para sacudir levemente el hombro de su cliente. Cuando no dio señal de despertar, le sacudió con más fuerza. El hombre cayó hacia delante, y ella apenas llegó a tiempo de impedir que se golpeara la cabeza contra el despacho.

– ¡Señor Paddison! –llamó, alarmada, mientras recolocaba al hombre en su asiento. Volvió a sacudirle, esta vez sin ninguna delicadeza, llamándole. Al no recibir ninguna respuesta, empezó a asustarte. Aguantando al anciano con una mano, le dio al botón del interfono con la otra– ¡Lisa! ¡Tengo un problema con el señor Paddison, necesito ayuda!

Cuando su secretaria no contestó, volvió a darle al botón.

– ¡Lisa! –volvió a llamar. Ya era por la tarde, pero era demasiado pronto como para que su secretaria se hubiese marchado a casa: hoy tenían la oficina abierta hasta las ocho de la noche. Pero seguía sin haber respuesta. Anna recolocó al señor Paddison y corrió hacia la puerta– ¡Lisa! –gritó mientras abría de par en par la puerta de su oficina. A pesar de que aún era temprano, no se oía ni un ruido en el pasillo– ¿Lisa? ¿Kathy? –llamó. Su asistente, que se ocupaba de la higiene dental, debería haber estado en la habitación de al lado, limpiando los dientes de la señora Bradford; pero aunque la puerta estaba abierta, de la habitación no surgía ningún sonido.

Frunciendo el ceño preocupada por el señor Paddison, Anna se dirigió al cuarto. Sus ojos se abrieron desmesuradamente: Kathy yacía en el suelo, y la señora Bradford parecía dormida en el asiento reclinable de la dentista.

– ¡Kathy! –exclamó Anna, corriendo junto a la mujer para buscarle el pulso en el cuello. Kathy era joven y sana, y su corazón latía rítmicamente bajo sus dedos. Alucinada, Anna sacudió a la otra por los hombros, llamándola por su nombre. No obtuvo respuesta, así que se levantó y lo intentó con la señora Bradford, pero nada de lo que hiciera despertó a ninguna de las dos mujeres.

En estado de pánico, Anna corrió por el pasillo hacia la zona de recepción, donde estaban Lisa y la otra secretaria. Se detuvo en seco: Lisa estaba derrumbada sobre su mesa, roncando levemente, al igual que Monique, su compañera, que aún sostenía el teléfono en una mano. A través de la ventanilla de recepción Anna pudo ver que en la sala de espera había más gente esperando, todos derrumbados en sus sillas, inmóviles. Había incluso una niña pequeña tirada por el suelo, junto a una muñeca.

Anna, aterrada, trató de despertar a las dos mujeres. Ambas tenían el pulso regular, pero era imposible despertarlas.

Un timbre agudo resonó por la sala, e hizo que Anna diese un brinco, sobresaltada. Miró hacia el ascensor, cuyas puertas se abrieron, dando paso a Michael. Anna soltó una exclamación de alivio y corrió hacia su marido. Michael avanzó, evitando el cuerpo caído de la niña, y abrazó apretadamente a Anna.

– ¡Michael, no se despiertan! –exclamó ella horrorizada.

–Arriba pasa lo mismo –asintió él, tan pálido y asustado como ella. Se quedaron en el centro de la sala durante largos instantes, aferrándose el uno al otro y mirando alrededor, indecisos, sin saber qué hacer.

– ¡El teléfono! –exclamó Anna repentinamente. Rebuscó por los bolsillos de su bata blanca hasta encontrar el móvil. Lo encontró rápidamente y lo abrió, llamando al 999. El teléfono dio línea... y fue sonando, sonando. Anna miró insegura a Michael mientras el teléfono seguía sonando.

–Ya deberían haberlo cogido –dijo él tras un largo momento. Cuando ella sacudió la cabeza, aun escuchando, él fue hacia la mesa de recepción y se inclinó sobre ella para recoger el teléfono de manos de Monique– ¿Hola? –dijo por el auricular. Anna vio cómo él llamaba también al 999. Los dos se quedaron ahí, con los teléfonos al oído, mirándose el uno al otro– Ésta es una línea por cable –le dijo Michael– Ya deberían haber respondido, aunque no funcionen los móviles.

–A lo mejor están recibiendo demasiadas llamadas... –sugirió Anna, intentando encontrar una explicación lógica a aquella falta de respuesta.

–La centralita hubiese recogido la llamada, entonces –razonó Michael.

– ¿Cuántas llamadas serían necesarias para colapsar el sistema? –preguntó ella. Su marido, en respuesta, se encogió de hombros: lo ignoraba. Anna cerró su móvil– No puede ser un escape de gas –declaró.

– ¿Qué? –Michael se la quedó mirando, con el teléfono aún al oído.

–Si fuese un escape de gas, nos habría afectado también –le dijo ella, señalando a los durmientes que había alrededor.

–Eso tacha de la lista cualquier otro agente químico, también –asintió él– Pero debo decir que creo que a mí también me había afectado, al menos momentáneamente. Sé que me desmayé. Me desperté tirado por el suelo.

Anna asintió:

–Creo que algo me pasó a mí también –admitió, recordando su momento de desorientación. Miró su reloj, pero lo cierto es que no sabía cuánto tiempo había pasado. No recordaba la última vez que había mirado la hora– ¿Sentiste algo?

Michael sacudió la cabeza, frunciendo el ceño:

–Me mareé, y entonces... me desperté. Pensé...

– ¿Qué? –ella le miró. Él se encogió de hombros.

–Hubiese jurado que vi al amigo de Hermione, Harry, en la habitación, conmigo. Fue sólo un segundo, pero estoy seguro de que escuché su voz.

–Lo mismo me ocurrió a mí –asintió Anna– Por un segundo creí que le veía.

Se miraron el uno al otro, preguntándose qué podía significar aquello. Anna sabía que sólo había una explicación lógica, aunque odiaba tener que aplicar el término "lógico" a aquello. Si no era una fuga química o de gas, tenía que ser algo mágico.

–Magia, entonces –susurró Michael, como si no le gustara decir la palabra. Siempre procuraban ser cuidadosos y no hablar de aquellos temas fuera de casa. Hermione vivía en el mundo mágico, pero ellos no, y aquellos que hablaban sobre magia en el mundo muggle no eran precisamente bien vistos. Aunque a ambos les fascinaba el tema, procuraban mantener sus vidas profesionales apartadas de él.

–Pero eso no explica por qué no nos ha afectado –razonó Anna– No tenemos protección contra hechizos.

–A menos que Hermione o Dumbledore nos hicieran algo –sugirió Michael– ¿Y si crearon algún tipo de encantamiento defensivo personal para nosotros? Hermione nos comentó algo sobre guardas que protegían nuestra casa...

–Supongo que es posible –accedió Anna, y frunció el ceño– Entonces, ¿esto es un ataque?

Ambos se giraron a mirar, aprensivos, hacia las puertas ahora cerradas del ascensor. Estaban en el segundo piso, y seguramente si alguien atacara el edificio entraría por la planta baja.

–Han pasado al menos diez minutos –dijo Michael– Si esto fuese un ataque, ¿no tendrían que haber llegado hasta aquí ya? Ellos, o esa policía mágica... habrían tenido que responder.

Anna asintió, pero estaba claro por la expresión de Michael que no estaba muy convencido de lo que decía; ella, de hecho, tampoco. Ambos se quedaron mirando hacia el ascensor. Michael colgó el teléfono.

–No podemos quedarnos aquí –dijo él finalmente– Hay un policía de ronda al final de calle que siempre está ahí. Podrá usar su radio para pedir ayuda, si los teléfonos no funcionan.

– ¿Por el ascensor o por las escaleras? –preguntó Anna, dándole la razón: no podían quedarse ahí, esperando.

– ¿Los magos tienen ascensores? –preguntó Michael. Ella no supo muy bien qué decir.

–No lo sé, pero la tecnología muggle siempre parece apabullarles.

–Entonces lo más probable es que vayan por escaleras –supuso Michael. Se cogieron de la mano y se dirigieron juntos hacia el ascensor. Anna evitó mirar hacia la niña que yacía en el suelo. Su corazón latía aceleradamente mientras llamaban: la puerta se abrió de inmediato, lo cual indicaba que nadie más había llamado al ascensor. Se metieron dentro y le dieron al botón de la planta baja. Por el hilo musical sonaba débilmente una canción de Rod Stewart.

Michael le apretó la mano al pararse el ascensor. Un segundo después la puerta se abría y los dos se quedaban rígidos al ver el recibidor: contra la pared, derrumbado, yacía la figura familiar del bedel, con la fregona tirada por el suelo a su lado. No había nadie más a la vista.

Anna y Michael salieron del ascensor con cautela y se volvieron hacia las puertas de cristal que eran la entrada al edificio, y que daban a la calle Tooley. No había movimiento más allá. Por un momento a Anna le pareció que los coches estaban congelados en su sitio, pero una segunda mirada le reveló que simplemente no se movían; no obstante, muchos habían chocado unos contra otros. Un pequeño Nissan de color rojo se había aplastado contra la parte trasera de una camioneta de mensajería. La mano de Michael se apretó en la suya.

Los dos se dirigieron hacia la salida, nerviosos. Hicieron una breve pausa antes de empujar las puertas de cristal y salir del edificio. Era ya por la tarde, pero en aquella época del año todavía quedaba una hora más de luz solar, así que el cielo aún estaba claro. La calle Tooley solía estar muy transitada a aquellas horas, llena del tráfico de coches y transeúntes que se dirigían a comprar o volvían a casa desde el trabajo, pero nada se movía ni en una dirección, ni en la otra.

Había hombres y mujeres tumbados por el suelo, tirados de manera indigna, por doquiera miraran. En el Nissan que se había arrugado la chapa había una mujer al volante, inconsciente. Anna creyó ver sangre en su frente, como si se hubiese dado con el parabrisas.

Al otro lado de la calle había una mujer caída junto a un cochecito de bebé, que había chocado contra una farola, cosa que había evitado que se perdiera calle abajo. Al final de la calle había una tienda Tesco cuyo enorme escaparate tenía ahora una camioneta de correos surgiendo de ella. A Anna le pareció que había una silueta humana bajo las ruedas traseras del vehículo.

–Es toda la calle –indicó ella innecesariamente, en voz baja.

– ¿Oyes tráfico? –le susurró Michael. Ella escuchó con atención. Londres era una ciudad ruidosa. Debería haber podido oír el tráfico de las calles de alrededor, y aunque no había silencio debido a que los motores de los coches seguían encendidos, y a lo lejos se oían alarmas varias, no había ruido de nada en movimiento.

– ¿Será todo el barrio...? –le dijo, empezando a temblar. Incapaz de quedarse mirando, se acercó a un hombre grande que había en el suelo cerca de ella, buscándole el pulso en el cuello. Lo encontró, y era firme, pero por mucho que le zarandeara, no logró respuesta alguna de él. Michael la imitó, yendo hacia otra de las personas caídas. Tampoco logró ningún resultado.

Anna miró fijamente a la mujer que estaba al volante del Nissan. Corrió cruzando la calle y abrió la puerta para buscarle el pulso a su vez. A ella también le latía el corazón, aunque no de forma tan regular. La sangre brotaba, efectivamente, de un corte en su frente. Pese al dolor que debía causarle la herida, la mujer no respondió de forma alguna tampoco cuando Anna intentó despertarla. Miró alrededor y vio que Michael se había acercado al cochecito y estaba comprobando el estado del bebé que había en su interior. Al ver la mirada preocupada de su esposa, le hizo un gesto:

–Está vivo.

–Y ella también –respondió ella señalando a la mujer del coche. Con gesto ceñudo, Michael apartó el cochecito de la farola y lo dejó a un lado, dentro de una panadería. Luego agarró a su madre y la arrastró hasta dejarla al lado del carrito de bebé. Anna frunció el ceño– No podemos dejar el bebé así –la idea le parecía terriblemente incorrecta. Michael señaló hacia el final de la calle:

–Hay dos más por allí –repuso él– Y otro en uno de esos coches.

Anna miró hacia donde él señalaba y vio dos carritos más, además de un coche con un asiento para bebé ocupado. Sintió que se le encogía el corazón al comprender.

–No podemos llevárnoslos a todos –dijo él señalando lo obvio– Tenemos que encontrar ayuda. Es lo mejor que podemos hacer por todos ellos.

Ella supo que tenía razón y volvió con él a la acera. Miraron a ambos lados de la calle. Ni arriba ni abajo de la avenida parecía que hubiese nada muy prometedor.

–Siempre hay un oficial de policía en la esquina, junto a la tienda Tesco –dijo Anna entonces. Michael la volvió a tomar de la mano y se dirigieron entonces hacia la camioneta de correos estrellada.

Caminaron en silencio, sin poder dejar de mirar la figura que estaba debajo del vehículo. Al acercarse, Anna pudo ver que había un charco de líquido oscuro creciente en torno a aquella persona. Su corazón se aceleró y sintió que su estómago se retorcía. Cuando sólo estaban a unos metros, se detuvieron horrorizados: estaba claro que la furgoneta sin control había aplastado a alguien caído en el suelo antes de chocar contra el aparador de la tienda. Anna no tuvo que acercarse más para darse cuenta de que la cabeza de quien quiera que fuera había sido aplastada por las ruedas.

–Vamos –le dijo Michael, tirando de ella. Pasaron la tienda, evitando cuidadosamente mirar su interior: aquello ya había sido suficiente. Dieron la vuelta a la esquina y se detuvieron de nuevo, con ojos desorbitados al ver lo que se presentaba ante ellos.

Aquella calle era una avenida principal, con cuatro carriles de tráfico denso y aceras repletas de viandantes que daban, a cada lado, al metro de Londres. Nada se movía. Los coches estaban por toda la carretera, chocados unos contra otros. Los trabajadores que se dirigían hacia el metro estaban tirados por la zona peatonal. A lo lejos se podía ver un autobús de dos pisos de color rojo que había impactado contra un rascacielos. Anna no tuvo ninguna duda de que habría numerosas víctimas mortales.

Tardaron largo rato en encontrar al policía que estaban buscando. Estaba delante de un café, en una pequeña callejuela. Anna y Michael se dirigieron a toda prisa hacia él, esquivando los coches, cuyos motores aún estaban encendidos pese a que sus conductores dormían al volante. En muchos coches habían saltado las alarmas, que resonaban inútilmente.

Al llegar hasta el oficial de policía, Michael lo giró para agarrar la pequeña radio que tenía en el cinturón.

– ¡Hola, ¿hola?! –dijo, apretando el botón para iniciar comunicación. Tanto él como su mujer esperaron en silencio, escuchando la estática por toda respuesta– ¿Hola? ¿Me oye alguien? ¡Necesitamos ayuda! –Anna miraba la radio, deseando que contestaran con todas sus fuerzas... pero no había más sonido proveniente del aparato que la estática de fondo– Prueba de nuevo tu móvil –le instó Michael. Anna sacó de nuevo su pequeño teléfono del bolsillo y marcó el número de emergencia, pero de nuevo se encontró escuchando, frustrada, el tono que no acababa nunca de sonar. Miró a su marido y negó con la cabeza.

Michael se levantó y miró con indecisión hacia las señales que indicaban la entrada al metro de Londres.

–Michael, ¡no podemos coger el metro! –Le dijo Anna nerviosa, adivinando qué estaba pensando– ¿Y si se detienen los trenes? –la mera idea de quedarse atrapada en los túneles la aterraba. Él frunció ligeramente el ceño y asintió, para luego decir:

–Tenemos que conseguir ayuda.

–Nadie responde al teléfono o a la radio –repuso Anna, sin querer pensar demasiado en qué podía significar aquello. Él agitó la cabeza con frustración.

–No pueden haber afectado más que unas cuantas manzanas. Sólo tenemos que salir de la zona para lograr que nos atiendan las autoridades competentes.

Anna sopesó el tema unos instantes. Ahora estaba mucho más segura de que aquello tenía que ser cosa de magia. Fuera lo que fuese que había causado esto, había sido de efecto instantáneo: los conductores ni siquiera habían tenido tiempo de parar sus coches o acercarse a la acera. Si se hubiese tratado de un gas nervioso o un agente químico, habría matado a todo el mundo, pero la mayoría de aquella gente simplemente dormía. Además, tampoco hubiese explicado por qué Michael y ella no se veían afectados. La única opción lógica era pensar que la magia era la causa.

– ¿A qué autoridades? –preguntó a su marido.

–Llegados a este punto, me conformo con cualquiera –respondió él– El Caldero Chorreante y el Ministerio de Magia están ambos en esa dirección –señaló hacia el noroeste, por donde se encontraba el Támesis– Espera un momento –le ordenó. Corrió a través de la carretera hasta llegar a un hombre que estaba tirado junto a una motocicleta. Anna vio cómo arrastraba al hombre fuera de la calzada y lo dejaba en la acera, junto a una parada de bus. Luego agarró la motocicleta y enderezó el asiento, forcejeando con la llave. Sólo entonces comprendió ella qué estaba haciendo su marido. Fue rápidamente junto a él.

–No podemos quitarle su moto –protestó. Michael la miró unos segundos, con fijeza.

–No la está usando ahora mismo –señaló. Le hizo falta varios intentos, pero logró poner en marcha el vehículo de nuevo.

– ¿Pero tienes idea al menos de cómo conducir esta cosa? –preguntó ella, insegura. Él le daba potencia a la máquina retorciendo uno de los manillares.

–Tuve una de éstas cuando era adolescente –la tranquilizó él– Monta detrás mío.

Anna alzó la vista al cielo, pero subió obedientemente tras Michael, subiéndose la falda para poder sentarse con comodidad. Se abrazó apretadamente contra Michael y dejó escapar una exclamación nerviosa cuando emprendieron la marcha. Se sintió agradecida por el hecho de que no fuesen deprisa al menos, aunque se debiera a que apenas podían avanzar por las calles debido a lo repletas que estaban. Michael tenía que esquivar los coches que habían chocado, y en ocasiones incluso tuvo que subirse a la acera para continuar. Iban lentos, en realidad, ya que él no quería arriesgarse a atropellar a ninguno de los que yacían en el suelo. Cada vez que daba la vuelta a una esquina para entrar en una nueva calle, ambos escrutaban alrededor en busca de algún signo de vida, alarmándose más y más a medida que se percataban de lo extendido que estaba aquel problema.

En cierto momento Michael detuvo la motocicleta y se quedaron mirando, horrorizados, a una librería que se había prendido fuego: dos coches habían chocado contra la tienda y uno de ellos se había prendido fuego. El edificio estaba empezando a arder, y por la ventana se veía a la gente del interior, durmiendo pacíficamente e ignorantes del peligro. No tenían forma de detener el fuego, lo cual significaba que toda aquella gente iba a quemarse viva. Y después de eso... ¿Qué iba a evitar que el incendio se extendiera al siguiente edificio, y luego a otro más?

–Debemos encontrar ayuda –susurró Anna con urgencia. Michael asintió y continuó la marcha– Si giramos la próxima a la derecha deberíamos llegar al puente de Waterloo –comentó ella, señalando– Desde allí tendríamos que poder ver algún signo de vida.

Desde el puente podrían ver a lo largo y ancho del Támesis. Allí seguro que encontraban algo esperanzador.

Tardaron bastante más de lo que en circunstancias normales hubiesen tardado: era hora punta y las calles estaban abarrotadas, aunque nadie circulara. Michael iba esquivando los vehículos accidentados hasta que llegó a la carretera principal y pudo dirigirse hacia el puente sobre el Támesis. En la corta distancia que tuvieron que cubrir ambos vieron cosas en cuya contemplación no quisieron demorarse. Y seguían sin ver signos de vida.

Michael se detuvo en el centro del puente, apagando el motor de la motocicleta. Escrutaron el Támesis arriba y abajo. Había docenas de botes y barcas en el agua, flotando a merced de la corriente, pero en ninguna de ellas se veía movimiento.

Anna miró hacia la orilla, buscando la Columna de Nelson en el centro de la plaza de Trafalgar, pero su mirada se desvió hacia una columna de humo negro que se alzaba a lo lejos. Estaba hacia el oeste, y contrastaba con el rojo resplandor de la puesta de sol. Al menos estaría a veinticinco kilómetros, pero a juzgar por la altura de la columna de humo, el incendio debía ser algo inmenso.

–Michael... –susurró, señalando. Su marido siguió la dirección a la que ella apuntaba, mirando con fijeza el humo– ¿Qué es lo que hay allí? –preguntó. No había podido localizarse bien, los emblemas más familiares estaban demasiado lejos para reconocerlos a tal distancia.

–Heathrow –contestó Michael. Anna sintió un escalofrío helado. Si lo que humeaba así era el aeropuerto de Heathrow, lo único que podía estar ardiendo era un avión...

–Pero si el aeropuerto está a casi treinta kilómetros –protestó Anna– ¡No puede estar tan extendido! Es imposible.

– ¿Cómo podemos saber que no es posible? –Preguntó Michael– No tenemos ni idea de lo que la magia puede llegar a hacer -mirando alrededor ahora, se dieron cuenta de que había otros penachos de humo alzándose hacia el cielo. Edificios enteros por todo Londres estaban ardiendo, y lo único que se echaba en falta era las sirenas de los vehículos de emergencias. Con tantos incendios, debería haber estado todo lleno de bomberos, policía e incluso helicópteros de las noticias, pero nada perturbaba la soledad del cielo, salvo unos cuantos pájaros que contemplaban el Támesis desde lo alto en busca de su cena.

– ¿No creerás que ha afectado a todo Londres? –preguntó Anna.

–No lo sé –respondió Michael, al que tal pensamiento parecía revolver las tripas– ¿A dónde podríamos ir ahora?

Anna se lo pensó unos segundos antes de contestar:

–Tendríamos que ver si ha afectado también al mundo mágico. Deberíamos intentar ponernos en contacto con Hermione... estoy segura de que Dumbledore sabrá qué hacer.

– ¿Recuerdas cómo se entraba en el Ministerio? –preguntó Michael. Ninguno de ellos había estado allí antes, pero Hermione lo había descrito en una de sus cartas con detalle. Anna cerró los ojos, intentando recordar exactamente lo que les había dicho su hija.

–Dijo algo sobre un teléfono público... pero no recuerdo el número que se supone que tienes que marcar.

–Tom, del Caldero Chorreante, es un hombre bastante agradable –comentó Michael– Estoy seguro de que llamará a Hogwarts si se lo pedimos.

Anna asintió a esto. En aquel momento, un movimiento por el rabillo del ojo le llamó la atención y se volvió en dirección este, Támesis abajo, más allá de la silueta familiar de la catedral de San Paul; allí pudo ver unos pájaros negros alzando el vuelo. Viendo cómo miraba con fijeza, Michael también se giró. Durante un largo instante se quedaron mirando cómo los pájaros se aproximaban volando, más y más cerca. Cuando se aproximaban al puente rompieron la formación y se volvieron hacia el norte, alejándose del río.

–Michael –susurró Anna– Esos cuervos. Venían de la Torre.

Michael negó con la cabeza:

–Eso es imposible. Los cuervos de la Torre de Londres tienen las alas recortadas de forma que no puedan volar. Sólo es una coincidencia.

Ella esperaba que estuviese en lo cierto. Aunque sólo fuese un mito, aquello le tocaba una fibra sensible y supersticiosa que le estremeció hasta los huesos.

–Vámonos –le urgió, señalando hacia el noroeste– Charing Cross está por ahí. Deberíamos intentar llegar allí antes de que anochezca –sólo estaba a unos pocos kilómetros, pero con la cantidad de coches siniestrados por el camino podía tomarles más tiempo del habitual llegar. Michael asintió, pero se tomó unos segundos antes de continuar la marcha.

– ¿Y si ellos también están dormidos? –preguntó con suavidad. Anna se estremeció. Aquello también se le había pasado por la cabeza a ella. ¿Y si no había nadie en todo Londres a quien acudir en busca de ayuda...?

–Entonces iremos a Hogwarts por nuestros propios medios –decidió ella– Sea lo que sea que ha pasado, tiene algo que ver con Harry Potter. Ambos le vimos. Obtendremos respuestas en Hogwarts.

Michael encendió de nuevo el motor de la motocicleta y marcharon puente abajo. Giró a la izquierda en el Victoria Embankment siguiendo el Támesis para llegar a la avenida Northumberland. La carretera estaba llena de autobuses de dos pisos siniestrados, muchos habían chocado contra edificios mientras que unos pocos simplemente estaban caídos de lado. Michael se detuvo un instante para mirar a Anna por encima del hombro, esperando su confirmación. Ella no estaba segura de querer ver lo que les esperaba, pero asintió igualmente. Podrían haber tomado las callejas laterales a la avenida de Charing Cross Road, pero era más complicado pasar a través de los vehículos accidentados por las calles más estrechas.

Lentamente se adelantaron, tratando de mirar siempre adelante en vez de contemplar los accidentes que había alrededor de ellos. No tardaron en llegar a la plaza de Trafalgar. Allí Michael detuvo la motocicleta y miraron asombrados y en silencio unos instantes la escena dantesca que se abría ante sus ojos.

La columna de Nelson era tan hermosa de ver como siempre, con las estatuas de leones mirando orgullosamente en todas direcciones desde la enorme fuente; pero esto era lo único normal en el panorama. Los autobuses se habían estrellado unos contra otros, y los primeros habían impactado contra los pilones que evitaban que los coches llegaran hasta el monumento. Había cientos de hombres, mujeres y niños tirados por el suelo, y muchos cuerpos flotando en el agua de la fuente. Policías, turistas, oficinistas que volvían del trabajo... Hasta donde alcanzaba la vista se veía gente tirada por toda la plaza.

–Sigamos, Michael –susurró Anna, horrorizada por aquella visión. Michael asintió sin fuerzas y maniobró la motocicleta a través de aquel desastre, esquivando cuerpos y coches. Anna sabía que mucha gente estaba simplemente dormida... pero también había muchos muertos. ¿Qué pensarían al despertar, al encontrarse junto a aquellos seres queridos que habían fallecido mientras dormían?

Michael no tardó demasiado en llegar a las calles paralelas a la avenida de Charing Cross. Los viejos edificios que había a ambos lados de la calle ya eran familiares para ambos tras seis años de acompañar a Hermione al Caldero Chorreante para comprar lo necesario para el curso escolar, en el mundo mágico que había en el callejón trasero. Pasaron bancos, teatros y restaurantes. Anna se estremeció cuando miró a través de los cristales de un famoso restaurante especializado en pasta. Estaba lleno de gente cenando... todos caídos sobre las mesas, con las caras contra éstas, insensibles al mundo.

Y entonces, algo se movió delante de ellos.

Michael aminoró la marcha y ambos se quedaron mirando a la desconocida, no muy seguros de estar viendo lo que veían o si sólo era un espejismo producido por sus deseos. Una mujer, vestida con un traje que habría estado a la última moda por allá por los años cuarenta, estaba sentada en una silla de un café cerca de la estación de Leicester Square. Llevaba un extraño sombrero con multitud de plumas que revoloteaban en torno a su cabeza cada vez que se giraba a mirar alrededor, con curiosidad. Pero lo más delator de todo era la vara de madera de aspecto familiar que tenía en una de sus manos. Anna hubiese querido decir que parecía inofensiva, pero tanto ella como su marido sabían que las apariencias, en estos casos, eran engañosas: la mujer era obviamente bruja, y por tanto estaba lejos de ser inofensiva. Sin embargo, Michael se acercó a ella. Al fin y al cabo, esto era lo que habían estado buscando, aunque no conociesen de nada a la mujer.

Mientras se acercaban, Anna trató de adivinar la edad aproximada de la mujer. Su ropa no daba pistas al respecto: poca gente del mundo mágico parecía saber cómo vestirse correctamente a la manera muggle, como mínimo solían estar unas décadas pasados de moda. Era obviamente mayor que ellos dos, pero dado que los magos y brujas envejecían a un ritmo más lento que los muggles, Anna no tenía ni idea de qué edad real podía tener. Su cabello estaba recogido en un severo moño, pero seguía siendo oscuro.

La mujer les miró acercarse, contemplando la motocicleta con desconfianza. Se levantó, saludándoles con una inclinación de cabeza. Anna bajó de la moto, sonrojándose cuando la desconocida frunció el ceño con desaprobación al ver sus piernas desnudas. Anna se apresuró a recolocarse la falda.

–Disculpe –dijo Anna educadamente, tendiendo la mano a aquella mujer. Todo aquello resultaba surrealista: estaban rodeados de cuerpos inmóviles y ella allí tratando de resultar modosa mientras en la acera de enfrente tres coches estaban estampados contra el aparador de una tienda de moda– Soy Anna Granger, y éste es mi marido, Michael.

La bruja le asió la mano con firmeza:

–Yo soy Augusta Longbottom –les dijo, con marcado acento del norte– ¿Son ustedes parientes de Hermione Granger?

Anna miró hacia Michael, algo sobresaltada. Él asintió, así que ella contestó:

–Es nuestra hija. ¿La conoce?

–Personalmente, no –respondió la mujer– Va a la escuela con mi nieto, Neville.

Anna supuso que no debería sorprenderse: la comunidad mágica era un grupo relativamente reducido, y estaban cerca de uno de los bares más frecuentados del Londres mágico.

– ¿Le importaría ayudarnos? –Preguntó Anna– Estamos intentando llegar al Caldero Chorreante. Queremos hablar con el director Dumbledore –ninguno de los dos había ido al Caldero sin Hermione, y aunque ambos podían ver el edificio en sí, lo encontraban desconcertantemente escondido. A menudo Hermione tenía que señalarles directamente el cartel para que se diesen cuenta de que estaba allí. Nunca habían tratado de encontrarlo sin su ayuda.

–Un buen hombre, Dumbledore –asintió Augusta, aprobadora– Y ocurren cosas extrañas estos días. Mejor saquen sus varitas, en esta ciudad siempre parece haber problemas. No he estado aquí en años, pero la última vez que vine a hacer unas compras unos tipejos alemanes se dedicaron a tirar bombas por todos lados. Empiezo a pensar que una ciudad tan grande atrae la desgracia...

¿"Tipejos alemanes..."? Anna corrigió su idea inicial sobre la edad de la mujer a la alza: el vestido que llevaba era lo bastante viejo para haber sido adquirido durante la Segunda Guerra Mundial...

–No tenemos varitas –admitió Anna con cierto nerviosismo: sabía que había muchos prejuicios hacia los muggles y aquellos de familia muggle en el mundo mágico. Augusta frunció el ceño entonces.

– ¿Son ustedes Squibs, entonces? –musitó, pensativa. Anna negó de nuevo.

–En realidad somos muggles –miró hacia su esposo, que se encogió de hombros. Augusta, no obstante, resopló en respuesta y señaló a la gente tendida por los suelos:

–Todos los muggles duermen todavía –les indicó– Potter sólo ha podido despertar a la gente mágica. Deben ser ustedes squibs. Muchos de ellos crecen pensando que son muggles.

Aquella idea sobresaltó a Anna. Hermione había sugerido algo parecido alguna vez anterior. Tanto los padres de Anna como los de Michael habían muerto jóvenes, y ninguno de los dos sabía gran cosa sobre sus ancestros. Supuso que era posible que hubiese algo de sangre mágica en sus venas... tal vez eso explicara por qué Hermione era tan poderosa.

– ¿Se refiere a Harry Potter? –Preguntó Michael, aún en el asiento de la motocicleta– ¿Sabe entonces qué ha pasado?

–Sólo hay un Harry Potter –repuso Augusta– Me imagino que oyeron ustedes su voz cuando se rompió el hechizo.

Asintieron, sorprendidos de haber compartido aquella experiencia que habían creído única.

–Era un hechizo –declaró Augusta– No sé de qué tipo, nunca había visto nada así, nada con tanto alcance... pero reconozco un contrahechizo cuando lo siento, y lo que hizo Potter fue romper esa maldición y despertarme. Eso es un verdadero Rey, no cabe duda.

– ¿Rey? –preguntó Anna sorprendida. Sabía que el mundo mágico trataba a Harry como una especie de mesías, pero era la primera vez que oía que nadie le llamara Rey. Augusta se pellizcó los labios.

–Claro, ustedes no se habrán enterado, viviendo como viven en el mundo mágico –comentó– No sabrán nada de lo de Stonehenge. Bueno, qué le vamos a hacer... más vale que se vengan conmigo los dos al Caldero Chorreante. Si hay Mortífagos por ahí, el lugar más seguro para ustedes dos será Hogwarts. Deje ese artefacto mecánico, jovencito, y camine con nosotras. No tengo la menor intención de subirme a una de esas máquinas muggles.

Michael apagó la motocicleta entonces, poniéndole la pata para que se sostuviese antes de bajarse de ella. Se unió a Anna y le agarró de la mano, antes de volverse hacia la anciana y ofrecerle el brazo el brazo; ella bufó, pero le tomó del brazo, contenta con aquella atención. Anna no pudo menos que encontrar extraña la situación: si había peligro, eran ellos quienes dependían de la bruja, ya que sería la única de ellos tres capaz de enfrentarse a Mortífagos.

Michael le dirigió una sonrisa animosa y ella asintió ligeramente, comprendiendo: al menos el mundo mágico seguía en pie. Con aquella idea esperanzadora en mente, se dirigieron hacia el Caldero Chorreante todos juntos.

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