Diamante

By MMJMIGUEL_

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Un par de Magos decide entrometerse en las políticas de su gobierno, sin saber que su curiosidad desencadenar... More

Aclaraciones previas
Primer Arco
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Segundo Arco
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Tercer Arco
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Epílogo

Capítulo 11

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By MMJMIGUEL_

El agua de la cascada resonaba en el claro. Bebieron hasta saciarse y se lavaron las inmundicias acumuladas en las largas jornadas a sus espaldas. Sus pies no se aguantaban ni ellos mismos.

—Nikolai —llamó Valandil—. Encontré un camino. —A un lado de la laguna, los árboles se abrían en una colina.

—Buen trabajo, Val —respondió Nikolai, sin dejar de lavarse la cara— ¿Cómo va la pesca, Heres?

—Paciencia —dijo este a dos varas, aguas adentro.

Nikolai volvió hacia la fogata, junto a lo que quedaba de sus cosas. Decidió darle otra inútil revisada al mapa. Dime algo esta vez. Había recorrido cada trazo tantas veces, que ya lo había memorizado. El Archipiélago y las Costas. El Desierto de Altamira. El País de los Magos. La Capital del Sur; nuestro hogar. Las agujas continuaban girando hacia donde les venía en gana.

—Está rota —se repetía a sí misma para no caer en la desdicha.

Estaba tan rota como el viento que manaba desde los árboles. Si lo saboreaba, encontraba un gusto a carbón parecido al de los pescados que Heres traía en ese momento.

Luego de cocinarlos, comieron como si mascaran cada línea de sus pensamientos.

—No está tan mal —admitió Heres, lanzando una dentellada al nadador.

—Saben mejor que... —Valandil calló— Nikolai, lo siento. Yo...

—No pasa nada —dijo Nikolai, sin alzar la vista.

Aún recordaba la carne de caballo en su paladar. Reprimió un par de arcadas. Eran ellos o nosotros.

—¿Crees que el Capitán esté con vida? —preguntó Valandil.

—Lo está —dijo Nikolai. Más le vale—. Es el Capitán.

—Mejor nos preocupamos por nuestro pellejo —dijo Heres—. Es lo que él nos diría.

A latigazos.

Llenaron las cantimploras y dejaron los restos de la fogata visibles por si alguien seguía sus rastros. Se adentraron en las colinas, y el clamor de la cascada fue sustituido por el resquebrajar de hojas debajo de sus pies. Nikolai encabezó la marcha, seguida por Valandil y Heres. No es que le gustase estar al mando, pero desde su despertar en lo alto de una montaña desolada, asumió el rol amparada bajo sus plegarias. Que los dioses nos ayuden.

Y los dioses no parecían escuchar. Se habían movilizado en busca de alguna aldea, atravesando bosques y llanuras. Todo estaba desollado. Las noches eran frías y el alimento escaso. Parecían ser los únicos seres vivos, además de la fatiga con la que no dejaban de lidiar en los días de calor. Las cotas de malla les pesaban desde hacía días. Nikolai tuvo un escalofrío en la fibra más fina de su rubia cabellera, y en la periferia vio a sus compañeros avanzar. Ahora son tus hombres.

Bajaron por una pendiente hasta suelo uniforme. Ya oscurecía, y sin abrigos, la tortura comenzaría dentro de poco.

—Encenderé una antorcha —sugirió Heres, desenfundando una vara envuelta con un trapo.

—Hazlo —ordenó Nikolai.

Pero la luz le rehuía a la gélida corriente de las paredes de la garganta, que ahora atravesaban. Encontraron una cueva a la deriva, y se agazaparon en ella. Heres clavó la tea en el umbral, y se acomodaron lo mejor que pudieron al fondo. Nikolai deseaba que alguna criatura estuviera acechándolos, al menos así podrían darle muerte y cenar como reyes.

—¿Aún nada? —preguntó al ver que Valandil veía al cielo en la entrada de la cueva.

—Ni una —respondió con un catalejo a la mano, dejándose caer cerca de ella—. Seguimos a ciegas.

—A este paso terminaremos comiéndonos las espadas —dijo Heres, mordisqueando el mango de la bastarda.

—Mejor te aguantas hasta que encontremos a esos Magos —terció Valandil—. Nos lanzaron un maleficio, los hijos de puta.

—¿De verdad lo crees? —Heres levantó una ceja—. No estoy tan seguro.

—¿Ah no? ¿Y por qué estamos aquí, genio?

—Ninguno de ellos tenía su vara consigo.

Así que te diste cuenta, Heres.

A Valandil se le escaparon las palabras, o quizá le faltaron. Alzó el puño en una réplica silenciosa, y en un castañear de dientes se dio la vuelta con la intención de dormirse. Nikolai cruzó la mirada con Heres, quien no reprimió una media luna en su rostro, que se divertía de su propia suerte adversa. ¿Qué más nos queda?

***

Tenían que dar gracias a los entrenamientos del Capitán Shaw. Mientras atravesaba la vaguada, Nikolai supo que era la única razón por la cual seguía con vida. La noche llegó al borde de un desfiladero cuyo abismo se explayaba hacia unas planicies negras.

—Con cuidado —dijo Heres, una vez inspeccionado el linde—. Podríamos rodar hasta el pie de la montaña. —Miró a Nikolai—. Después de usted.

El viento les coreó como si les dijera que se aferrasen a cualquier pedazo de raíz en el descenso, pero el vértigo era el menor de los problemas ante la creciente oscuridad. A medio camino, con la llanura convertida en un mar nocturno, Nikolai escuchó el grito de Valandil, tan fuerte que hizo que desenvainara al tiro.

—¡¿Qué te sucede?! —le reclamó Nikolai al ver que no pasaba nada—. ¡No nos asustes así!

—Velo por ti misma —contestó Valandil, sin contenerse—. ¡Estamos salvados!

El Caballero señaló al cielo como si quisiera afincar su índice en él.

—Estrellas —dijo Heres—. ¡Muchas de ellas!

—¿Son reales? —Nikolai intentó contarlas.

—¡Por supuesto!—exclamó Valandil, catalejo en mano.

El cielo se recubrió de ellas. Sonreían desde las alturas, y a través del catalejo, Valandil comenzó a estudiarlas. Iba de lado a lado, rotando minuciosamente la mira y murmurando cálculos que Nikolai estaba lejos de entender.

—Dejémosle trabajar —murmuró Heres, sentándose a un costado de la colina. Se pasó la mano por el cabello.

—Ahora dependemos de él.

Por suerte.

—Dependemos de nosotros —dijo Heres, como si replicara el pensamiento.

Nikolai guardó silencio. Sea como fuese, estaban a un paso de regresar a casa. La posición de las estrellas les daría un rumbo y una excusa para tirar la brújula y el mapa. Suspiró, como si dejase escapar todo el peso de la responsabilidad que había asumido. Que se vaya.

—No lo entiendo —interrumpió Valandil, sin dejar de mirar por el catalejo—. Esto es muy raro.

—¿Algún problema?

Miró a Valandil y comprendió que retenía algo en su garganta. Su rostro era un remolino de sin sentidos.

—No las conozco —dejó escapar Valandil—. Las constelaciones... Nunca las he visto...

—Busca alguna que conozcas, por amor a los dioses, Val —dijo Nikolai.

—¡Espera! —Valandil manoteó.

El color de su semblante desapareció a la medida de una manta de sudor. Daba la impresión de que, través del cristal, Valandil se debatía entre lo que era posible y lo que no. Lentamente, Nikolai siguió la dirección del catalejo, y poco le faltó para que la sangre dejara de fluirle a la cabeza.

Me tienes que estar jodiendo.

Las estrellas se fragmentaban como arena en el agua. El cielo se abarrotó de sablones. Como una corriente, el flujo se perdía a los lejos de la llanura. El firmamento se desvanecía como ceniza, irradiando un brillo platinado.

—Esto debe ser un sueño. —Heres se quedó sin quijada—. Esto debe ser un sueño. Esto debe ser un sueño. Esto tiene que ser un sueño...

—Se rompen —balbuceó Valandíl.

Las piernas de Nikolai comenzaron a moverse solas.

—Las voy a seguir —dijo—. Descienden hacia la planicie.

Sus compañeros parecieron caer en cuenta de aquello. La trayectoria del río de estrellas caía en el horizonte, como si algo las atrajese.

—¡Perderemos el rastro! —gritó Nikolai—. ¡De prisa!

Aun con sus sentidos alertas, bajar por el barranco no fue fácil; además, Nikolai no la pasaba tan mal como Valandil; todo lo que creía saber de astronomía parecía desaparecer junto a aquellas estrellas. Su rostro adquirió una mueca que intentaba encontrar referencias perdidas de algún libro en su cabeza. Heres, por su parte, se declaró sin pensamientos.

Llegaron al pie de la montaña, y las partículas descendían en espiral hacia un punto de la estepa.

—Llegaremos en unas cuantas horas —observó Heres—. Quizá haya amanecido para ese entonces.

—Para algo tenemos piernas —dijo Nikolai.

La gran columna de luz estaba lejos. Olía a fuego; olía a azufre y metal.

—¿Seremos los únicos testigos de esto? —preguntó Heres.

—Esto pinta a magia —dijo Nikolai.

—Y donde hay magia, hay problemas —dijo Valandil.

Eso me temo.

Algo dentro de ella ahogaba un grito, como si una parte de sí misma pereciese junto a aquellos hados. Intentaba no verlos despedazarse, con miedo de verse reflejada.

—Hay algo más en el horizonte. —Nikolai se detuvo en seco—. Parecen... —Dio un respingo—. ¡Parecen murallas!

—Y las estrellas caen justo detrás —agregó Heres, entornando los ojos—. Es un fuerte.

Por encima de sus cabezas seguían desfilando centenares de partículas doradas. Los Caballeros no pararon de cubrir distancia a pesar de que sus piernas gemían a cada paso. Sin darse cuenta, el agua de las cantimploras desapareció, y el hambre caminó junto a ellos como la penumbra. Heres fue el primero en caer. Nikolai se detuvo al percatarse, y sus rodillas tambalearon como un árbol en una tormenta.

—No estamos lejos —animó—. ¡Allí!

Las barreras se alzaban más claras que nunca, y más altas que ninguna. La fortaleza ya no parecía tan remota, detallándose así unas luces de naturaleza ígnea en ciertos puntos.

—Vamos —dijo Valandil, cargando a Heres de los hombros.

—No puedo más —jadeó Heres.

—¡Tienes qué! —le alentó Nikolai—. ¡Todos!

Nikolai se negaba a descansar; temía que la ciudadela desapareciera bajo sus narices al cerrar los ojos. Quería sobrevivir, y con la temperatura en su contra, apostó todo sobre la mesa. El suelo debajo de sus botas advirtió los límites de la pampa. Vislumbraron una senda, la cual siguieron de manera sinuosa, dejando atrás los caminos atropellados. La ciudad se mostraba cada vez más grande, y el polvo de estrellas iluminó puertas y dos torres, de lado a lado, antes de extenderse en la colosal formación. Hileras de columnas puntiagudas aparecieron a los costados del sendero, unidas por cuerdas negras y estelas azules.

—Ya estamos cerca —murmuró Nikolai para mantenerse cuerda—. Puedo verla.

No obtuvo respuesta. Giró sobre sus talones y comprobó que sus compañeros la seguían, sonriendo.

—Nos espera una posada, buena comida y cerveza.

—Se oye como el paraíso —dijo Valandil antes de caer junto a Heres.

—¡Val! —Nikolai trató de iniciar la carrera hacia él, pero los tobillos no le respondieron—. ¡Heres! ¡Por favor, Heres!

—El paraíso... —dijo el chico.

Nikolai intentó de nuevo ir hacia ellos, pero sus sentidos quedaron aislados de la realidad.

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