Diamante

By MMJMIGUEL_

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Un par de Magos decide entrometerse en las políticas de su gobierno, sin saber que su curiosidad desencadenar... More

Aclaraciones previas
Primer Arco
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Segundo Arco
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Tercer Arco
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Epílogo

Capítulo 6

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By MMJMIGUEL_

Annette corría por el empedrado de arcoíris en otro día gris antes de estrellarse contra un anciano al cruzar calle. Culpó, de nuevo, a la niebla por no haberlo visto atravesarse.

—¡Por mis barbas! —gritó el viejo, ya de trasero al suelo—. ¡¿Intentas matarme?! —¡Lo siento mucho! —dijo Annette, con las mejillas tan coloradas como el empedrado.

—¿Qué esperas? —siguió el anciano—. ¡Mi vara, muchacha tonta!

Annette se la alcanzó antes de que rodara calzada abajo. Luego, lo ayudó a levantarse.

—No se puede ser ciego y tratar de volar al mismo tiempo —siguió quejándose el viejo al limpiarse el polvo—. Es preferible correr con tijeras. ¿Retrasada para una cita?

Annette se ruborizó aún más, pero antes de que respondiera, el viejo ya la golpeaba con la vara.

—No lo hagas esperar. —Y siguió renqueando.

Annette hizo lo propio después de sobarse la cabeza. Aquel anciano dio en el clavo, pensó. Tomó varios atajos entre los edificios, que se acomodaban alrededor de las avenidas y veredas. Las estatuas de los Regentes pasaban ante sus ojos como manchones oscuros y severos, que de haber estado el clima despejado, los hubiese detallado mejor como en tiempos mejores. Subió por unos peldaños de piedra maciza y llegó a un enorme jardín, que despedía un aroma de rocío mañanero permanente. El sendero entre el pasto evitó que su apremio pisoteara las pocas flores que crecían de lado a lado.

Allí está. El césped se abría en V, consumido por los bloques de la calzada, y al final del recorrido, Annette veía el rectangular Palacio del Concejo. La bóveda blanquecina se levantaba por encima de las demás torres, y un portal arqueado se desplegaba a manera de pórtico.

La bruma volvió a jugarle en contra.

—¡Ay! —se quejó al caer.

Aupó la vista, desorientada, temiendo que esta vez no se llevaría nada más que un coscorrón. Entre la espesura, experimentó una sacudida en la médula.

Es uno de ellos.

—Haz de ir con precaución —siseó el Albino.

Annette se levantó tentada a dar media vuelta e irse. Aquella cara opacaba al más bonito de los días.

—¿Nada que decir? —preguntó el Albino.

Annette negó con la cabeza, e inconscientemente retrocedió dos pasos al ver la espada en el cinto del Albino. Tragó grueso y se obligó cruzar la mirada con las pupilas de abismo de aquel ser.

—Le ruego que me disculpe —dijo en un hilillo ausente—. ¿Se encuentra bien?

El Albino frunció los labios y se alejó. Sus pasos parecían apagar el empedrado. Annette tuvo frío al recordar que se encontraban por todo Suntaé, y que en ese momento podrían estarla acechando desde cualquier parte.

Le daba la impresión de que el sendero hacia el Palacio se alargaba. No hacía mucho desde que había estado allí, pero ahora sus pies no parecían coincidir con sus deseos. Las puertas estaban abiertas al final de unos anchos escalones. Se detuvo al pie de estos al encontrarse con una multitud, que no paraba de escupir juramentos, como de costumbre en los últimos meses.

—¡Inaudito! —escuchó—. ¡Caballeros de Munlock en la ciudad y el Consejo decide encerrarse!

—¡Cayeron del cielo! —gritó otro.

—Estaba loco. Joseph nos debe una explicación.

—¿Qué hay de la sentencia? No podemos permitir que la seguridad de Suntaé se vea amenazada.

—¡Exilio! —exigió un grupo atrás—. ¡Exilio en las Nieblas Perpetuas!

Annette se mordió la lengua para recordar que debía callarse, aunque ganas no le faltaba para pasarse de boca floja y sacudirse de aquellas opiniones absurdas. Nadie parecía ver el verdadero problema que revoloteaba libremente en las calles de Suntaé.

La multitud enmudeció junto a los pensamientos de Annette, quien ahora padecía nudos en la garganta al ver que se acercaba un anciano flacuchento de cabello trenzado.

—Hay mucho ruido —dijo este, deteniéndose a dos escalones de ellos—. ¿Por qué dañar la belleza del silencio? —Su rostro se paseó por toda la cuadra. Golpeó el suelo con su vara antes de aclararse el gañote—. El Consejo necesita paz, y me temo que no ayudan.

—Queremos explicaciones, Maestro Emler —aventuró un joven.

—¿Acaso el orgullo de los Magos está reducido a exigir sobras como perros callejeros? —reflexionó Emler—. ¡Qué bajo hemos caído! —Dio otro golpe con su vara—. No hay nada que explicar.

—Pero, Maestro... —interrumpió otro—. Iban a asesinar al Mago Cíntar.

El corazón de Annette dio un vuelco.

—Declararon la guerra en nuestras narices —dijo alguien más.

La turba volvió a encenderse, escalando en el nivel de sus voces. Emler no se había movido. Annette sabía que analizaba cada palabra que llegaba hasta él, ahora se veía con la soga al cuello. De seguir así, pronto no sería un grupo pequeño como aquel, sino toda la ciudad.

No puedes mentirles, abuelo.

Emler alzó su vara y el silencio se apropió por segunda vez del umbral.

—Los humanos están tras las rejas —dijo.

—¿Pero qué hay de Joseph? No podremos defendernos si los Caballeros deciden atacar. Sin Taumaturgos, estamos indefensos.

—¡Ya! —vociferó Emler, y una bola de fuego surgió en la punta de su vara—. Esas cuestiones no les corresponden a ustedes.

La multitud entendió que debía desaparecer. El repiqueteo de las varas mantenía la incertidumbre a regañadientes al alejarse, y la sombra de Emler parecía crecer a la par de un mal genio contenido.

—Perdóname el alboroto, Annette —dijo.

—¿De verdad lanzarías el hechizo? —dijo Annette, sonriéndole.

Emler masculló una risa a pesar de que sus arrugas se extendían hasta sus ojeras, que jugaban con sus ojos plateados.

—Ganas no faltan —dijo—. A veces, ganas no faltan de invocar cenizas. —Sus ojos fueron a dar a la cúpula del Palacio, que se alzaba a su espalda.

Annette se acercó a su abuelo y le acarició el rostro de sauce.

—¿Por qué no regresas a casa? —preguntó.

—No puedo —respondió Emler—. No hasta que el Consejo decida qué hacer. —Golpeó nuevamente la vara contra la escalinata—. Pero esos son temas para otra ocasión, mi niña. Sé que tienes otras cosas en mente. —Se dio la vuelta y caminó al interior del Palacio.

Definitivamente no puedes mentir, abuelo.

Atravesaron la enorme estancia abovedada. La luz que se filtraba por los vitrales parecía sostener las columnas, que desfilaban de lado a lado como pasillos. Sus pasos resonaban contra el mármol. Paso. Vara. Paso. Se internaron por una galería al subir las escaleras en espiral. Las paredes eran cubiertas por lienzos que caían desde el techo como banderas. Las caras de los Regentes anteriores ondeaban sin viento. Annette reconoció a su abuelo entre ellos, y no evitó comparar aquel retrato con el anciano que ahora caminaba frente a ella, y que intentaba sostenerse de una vara que ya quería.

—Abuelo —llamó de la nada—. ¿Me das tu palabra?

Emler se detuvo apenas hubo escuchado su voz.

—¿Mi palabra?

Estaban solos, y para Annette las cosas no estaban en su sitio; y mucho menos desde que los Albinos irrumpieron en su casa a mitad de la noche. Si su abuelo no había parado de alba al crepúsculo trabajando en el Palacio, ella estaba a punto de cortarse los párpados para no dormirse con tal de no bajar la guardia.

—¿Qué buscaban? —dijo Annette—. El Consejo les ordenó...

—Ya no es mi trabajo, Annette —interrumpió Emler—. Hay cosas que no me compete saber.

—¿Y eso evita que le des un alto a Hytel?

—Es el Mago Regente. No hay nada que hacer.

De nuevo con eso.

—No recuerdo que fueses así en tus tiempos, abuelo —dijo Annette.

Emler gruñó y frunció el ceño. Las arrugas alrededor de sus ojos plateados parecían pelearse entre ellas.

—El Consejo sabe lo que nos conviene —dijo—. Tú hermano actuó fuera de la ley.

Esta vez Annette no puedo reprimir una risa que hizo parpadear la luz de los vitrales.

—¿La ley? —repitió—. ¿Qué clase de ley permite que los Albinos casi maten a tu nieta?

—Creo haberte explicado que fue un malentendido —respondió Emler, reanudando la marcha—. Son nuestros huéspedes, Annette. El Consejo solicitó su ayuda para la excavación en las Ruinas.

—Ni siquiera parecen humanos...

—¡Por supuesto que lo son! —Emler alzó la voz—. Vienen de tierras frías, por eso son tan pálidos, como si les faltase...

—El alma. —Annette enfatizó cada sílaba.

—¡Qué disparate!

Cruzaron una batiente hacia una habitación cuyo ventanal estaba detrás de unas cortinas gruesas.

—Al parecer está en donde lo dejé —dijo Emler, sentándose en uno de los sofás en el centro de la estancia—. No le hagas esperar.

Ahora los latidos de Annette perdieron el ritmo. El aire que provenía de las afueras parecía insinuarle que las cosas mejorarían, que volverían a ser como antes. Sin resistirse, abrazó a su abuelo.

—No hay nada que agradecer —dijo Emler.

Gala continua, Annette corrió lo más rápido que sus piernas le permitieron. A medida que se acercaba, las cortinas filtraban sombras provenientes del exterior. Se las llevó por delante y encontró lo que buscaba, con la vista hacia el edén forrado de calima en las afueras del Palacio. Annette se lanzó de brazos abiertos a su hermano, olvidando todas las formalidades que sabía. Lo apretujó mientras lo alzaba, y un sombrero puntiagudo cayó al suelo, descubriendo un rojo cabello.

—¡Te eché de menos! —exclamó Annette—. ¡No vuelvas a dejarme sola! ¡No lo vuelvas a hacer!

***

Parecía que se fue hacía siglos, y que todo lo que conocía había envejecido. A Suntaé le salían raíces. Sus habitantes parecían encorvarse como si cargaran sacos de pena sobre ellas, y el Palacio perdía su voz; incluso, en los brazos de su hermana, esta le parecía más adulta.

El tiempo no perdona, pero sí engaña.

—¿De verdad eres tú? —dijo Cíntar al soltarse.

—¿Eso es lo que dirás? —Annette le tendió el sombrero.

Cíntar surcó sus facciones. Sí es ella. Llevaba el cabello amarrado en una larga y azulada trenza que avivaban sus ojos rojizos. De sus brazos guindaban varios brazaletes, los cuales tintineaban cuando se tocaban entre ellos. En ese momento, su vara estaba atada a su espalda.

—Está delirando, hija —agregó otra voz—. Se dio un buen golpe en la cabeza.

No precisamente en la cabeza, Sumput. Cíntar se llevó la mano al cuello, toqueteando un pequeño recuerdo del mundo humano. Se oyó un carraspeo dentro del salón.

—El viejo Emler nos espera —dijo Sumput, adelantándose.

—¿Te ha dicho algo? —susurró Cíntar a su hermana—. ¿Algo de mí?

—Esperaba que me lo dijeras tú —contestó esta.

Cíntar se encogió de hombros y se acomodó el sombrero. Tomó a su hermana de la mano y se encaminaron hacia el salón. Sumput había materializado una mesa en el centro de esta y una tetera. Ya bebía sin prestarle atención a la expresión de Emler, quien removía su taza mientras los veía llegar. Cíntar se sentó en un taburete con Annette a su lado.

—Beban —dijo Sumput—. Hablemos un poco.

—Sí, hablemos —dijo Emler—. Muero por escucharlos antes de que los envíen a la hoguera.

—Vamos, Emler. —Rio Sumput—. Hytel es más creativo que eso.

Cíntar casi podía sentir la presión que caía sobre su abuelo; sus ojos plateados no dejaban de aletear sobre ellos dos. A Annette pareció no escapársele a ese gesto, y agradeció que fuera ella quien rompiera el silencio.

—¿Es verdad que cayeron del cielo con un par de humanos? —preguntó.

—Es lo que cuentan —dijo Cíntar—. No recuerdo nada, así que...

—¡Los vio medio Suntaé! —dijo Emler—. No paro de escuchar chismorreos a la puerta del Palacio todos los días.

—Así te entretienes —dijo Sumput—. Desde que no eres Regente, tienes mucho tiempo libre. —Bebió.

Emler se toqueteó la sien. Cíntar conocía que detrás de aquel gesto podrían arder pasillos enteros.

—¿Para quién juegas? —preguntó Sumput.

—Es una pregunta absurda —gruñó Emler—. Estoy del lado de Suntaé.

Muy noble, abuelo. O muy tonto.

—Me alegra saber que contamos contigo —dijo Sumput, extendiendo su sonrisa por su sendero de arrugas.

—Yo no he dicho...

—Hytel perdió la cabeza y quiere las nuestras —continuó Sumput—. Ponte un par de pantalones y ayúdame.

Su hermana no soltaba su taza. Al igual que él, solo podía ver cómo aquellos dos terminaban de decirse lo obvio. Su abuelo no era tonto, pero tampoco arriesgaría su pellejo por suposiciones. Hytel no lo perdonaría.

—Pruébame que no estás loco —dijo.

Los ojos de Sumput crujieron.

—¿Qué crees que robamos? —Sumput se acercó al rostro de Emler—. ¿Por qué crees que Emily perdió la vida en las Ruinas?

Y aquel nombre los envaró. Emily. Cíntar sentía que su propia respiración expiraba como el aliento de ella, y que su amigo había invocado algún sortilegio prohibido. Intentó recordar la última vez que escuchó aquel nombre. Los ojos de Sumput flameaban, secando la estancia de su propia vitalidad.

—Yo... —Emler tartamudeó.

—No estuviste allí —terció Sumput, alivianando su rostro—. Me la debes. Ya sabes lo que tienes que hacer.

—¿Y si fallas?

Sumput sonrió con ligereza y clavó sus ojos en Annette.

—Hay otras maneras —dijo.

Cíntar sintió una estocada. Más vale no fallar.

***

¿Hay otras maneras? Annette intentaba comprender de qué hablaban, pero la laguna había crecido hasta llegarle al cuello. En aquellas aguas desconocidas, lo mejor era mantenerse en silencio.

—Es hora. —Parecía el bufido de una víbora.

Un Albino había aparecido en el umbral de la habitación. Sumput derramó el té de inmediato.

—¡Qué torpe! —dijo, mientras secaba la mesa de alquimia con su túnica—. Hytel debe tener prisa.

—El señor Hytel desea terminar este asunto lo más rápido posible —dijo el Albino.

Sumput cojeó hasta él, como si el tiempo le sobrase a aquel cuerpo frágil y envejecido.

—Hermano —susurró Annette, sin dejar de observar al Albino—. No vayas. Quédate.

—Todo estará bien —dijo Cíntar al bajarse del taburete—. Nos saldremos con la nuestra. —Le guiñó el ojo.

—Entonces déjame acompañarte —demandó.

—La audiencia es privada —recordó Emler—. Órdenes de Hytel.

—¡Pero, abuelo...! —exigió la chica.

—Es la ley —dijo Emler.

¡Por todos los dioses! ¡Dejen de nombrar la ley!

—Nos vemos pronto, Annette —dijo Cíntar.

Los vio partir detrás del Albino.

—Yo también me iré —claudicó Emler, apurando su taza—. Tengo mucho trabajo.

—¿Qué es más importante que esto?

Pero no parecía haberla escuchado, ya que se alejaba sin hacer el menor ruido con su vara.

—Termina de limpiar la mesa —dijo—. Sumput hizo un desastre.

Annette quedó con las palabras en la boca, y palpó un vacío en su estómago. Su hermano apenas había vuelto y ya el Consejo se lo arrebataba, con Suntaé al borde de un silencioso colapso; y todo indicaba que Hytel movía los hilos de aquello. ¿Pero por qué? Una parte de ella quería confiar en que todo saldría bien, pero en la soledad de la habitación escuchaba las súplicas de aquellas paredes. Ya no había grandeza en ellas, ni un ápice de orgullo. El Palacio parecía derrumbarse, bloque a bloque, y nadie se preocupaba por hacer algo. Crecer en los bosques, después de todo, no se le antojaba a una mala idea cuando los Magos civilizados actuaban así. Su hermano podría terminar muerto y ella sin familia; y nadie piaba. Por cómo iban las cosas, serían capaces de casarla con alguno de esos Albinos porque el Consejo, perdón, Hytel, vio provecho en aquello.

—No te escucho limpiar la mesa —gritó su abuelo, arrancándole un respingo.

Es una mesa hecha de alquimia. Debería limpiarse sola.

Comenzó a trapearla con desgano, y dio un segundo respingo al observar el charco. ¿Qué es esto? Una sonrisa se le dibujó en el rostro. Hay otras maneras. Se acomodó la vara a la espalda, firme como su voluntad, y salió corriendo a perderse en los pasillos del Palacio luego de leer, repetidas veces, la palabra que se había formado en la mancha de té.

Mazmorras.    

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