Hija de la Muerte -Ganadora d...

AMBresler tarafından

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"Tengo que tomar una decisión sobre el chico que amo, Gianmarco. Tengo que decidir cómo va a morir él." "Hija... Daha Fazla

A mis lectores
BookTrailer
Introducción -Fátima-
Reconstrucción -Fátima-
El Derrumbe Pt.II -Fátima-
Fantasmas Pt. I -Fátima-
Fantasmas Pt. II -Fátima-
Fantasmas Pt. III -Fátima-
Cama de Alfileres Pt. I -Fátima-
Cama de Alfileres Pt. II -Fátima-
Qué Soy -Fátima-
Típica -Fátima-
La Esquina Pt. I -Fátima-
La Esquina Pt. II -Fátima-
La Esquina Pt.III -Fátima-
Resonancia -Fátima-
Bahiana y el Cuadro Pt. I -Fátima-
Bahiana y el Cuadro Pt. II -Fátima-
Olivia Pt. I
Olivia Pt. II
Basta de Juegos Pt. I -Fátima-
Basta de Juegos Pt. II -Fátima-
En el Medio Pt. I
En el Medio Pt. II
Año Nuevo -Fátima- Pt. I
Año Nuevo -Fátima- Pt. II
La Asesina de Palermo -Fátima- Pt.I
La Asesina de Palermo -Fátima- Pt. II
Gen Errante
Hija de la Muerte -Fátima-
Aliada
Confesiones -Pt. I-
Confesiones -Pt.II-
Nunca Más
El Puente -Fátima-
Epílogo

El Derrumbe -Fátima-

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AMBresler tarafından



—¿Estás lista, Fátima?

No, no lo estoy...

Afirmé con la cabeza pese a mi negativa mental. Me acomodé en la camilla moviéndome ligeramente a un lado y a otro y di una honda bocanada de aire para prepararme tanto como pudiese. No puedo explicar exactamente cómo me sentía en aquel momento habiendo sido despojada de la mayoría de mis recuerdos, pero comprendiendo que estaba por enfrentarme a algo que me iba a marcar tan profundamente que difícilmente volvería a tener una noche de sueño reparador. Me temblaban las manos y no lograba relajarme del todo. No importaba cuánto intentase comprenderlo, me era muy duro admitirme que iba a revivir aquello que tanto temía: El día de mi cumpleaños. El día que no era una premonición, sino que un suceso grabado a fuego e imposible de evitar.

La psicóloga puso música para que me relajara. Las ondas sonaban como olas en el mar y sentía que podría sumergirme en una cálida playa y olvidarlo todo por un instante. Las aguas turquesas se presentaron a mi alrededor y el sol bañó mi piel. El calor picaba, pero eso no me molestaba: Estaba cómoda flotando a la deriva, oyendo las olas y la brisa acariciando las grandes hojas de las palmeras.

—Ahora vas a concentrarte en mi voz y vas a relatarme lo que ves —susurró la psicóloga con una cadencia suave y armoniosa que debía de haber sido creada por los dioses con aquella finalidad: Sumergir a las personas en sus propias mentes. —Quiero que escuches las olas y sientas cómo tu cuerpo flota en un gran cuerpo de agua... ¿Dónde estás?

—En Cancún —respondí automáticamente.

Sabía que era así, había realizado aquel viaje hacía poco tiempo atrás. Mi cuerpo se tensó ligeramente al recordar, pero me concentré en las olas y en el vaivén en que estaba sumergida para que las imágenes no se tambalearan.

—¿Por qué estás en Cancún? —inquirió la psicóloga con su suavidad innata.

—Vinimos a vacacionar con mis padres... —Tragué con dificultad. Un nudo se había producido en mi garganta, aunque no recordaba por qué ese dolor empañaba aquella imagen. —Tienen una mala noticia que darme.

—¿Qué noticia?

—Van a divorciarse.

Quise alzar una de mis manos hasta mi rostro para secar las lágrimas, pero me detuve a tiempo: Si hacía movimientos bruscos iba a hundirme. Respiré hondo una vez más en un intento de calmarme y prepararme, porque sabía que eso no estaba siquiera cerca de ser lo peor que vería.

—Avancemos hasta tu fiesta de cumpleaños, Fátima —me indicó la psicóloga—. Vamos cuatro días antes. Lunes 27 de octubre.

Sus solas palabras funcionaron como un gancho que me arrancó de aquellas cálidas aguas que me mecían con suavidad y me ayudaban a olvidar el inminente desastre en que mi vida se estaba por convertir y me depositaron en un lugar más frío, con luces artificiales y sin agua que se llevara mi furia.

—¿Sabés dónde estás?

—Sí —respondí sin titubear.

Estaba en el pasillo del colegio donde había despertado una veintena de veces estando internada en aquel hospital, oyendo los pasos de Federico y pensando en cuánto desearía arruinar el hermoso cabello de la maldita Pía.

—Muy bien —susurró la psicóloga—. Llevame entonces.



Lunes 27 de octubre.

Hacía frío en mi ciudad sureña natal, por lo que me había enfundado mis más ajustados vaqueros negros, mi saco de paño favorito con detalles en blanco y unas botas que había adquirido en la última semana por un capricho: Le quedaba poco tiempo a aquel frío en Rawson. Muchos de mis compañeros pasaban con sus mochilas colgadas al hombro, pero yo prefería los bolsos. Aguardaba ahí de pie, cruzando los brazos y torciendo los labios en un incontenible gesto de rabia. Estaba esperando a que Federico Scheider se dignara a aparecer.

El timbre sonaba y reverberaba en las paredes del pasillo. Todos los estudiantes que plagaban el lugar se dirigían velozmente a sus cursos, y yo seguía ahí, esperando. La impaciencia me ganaba, golpeaba el suelo con un pie ansioso y soltaba un bufido cargado de rabia. Entonces escuchaba pasos a mis espaldas y ni siquiera necesitaba volverme para saber que era él. Hijo de puta, todo el fin de semana llamándolo y mandándole mensajes, si siquiera se atrevía a darme un beso...

Sentí su mano en mi hombro y sus labios rozar mi mejilla por un fugaz instante que me encogió el estómago pese a la creciente rabia que se apoderaba de mí.

—Hola, Fati.

Me sonrió con complicidad y eso me descolocó. Él siguió caminando para dirigirse a su curso sin detenerse a explicarme por qué no me había respondido, por qué fingía que nada había pasado, por qué me ignoraba así. Incluso hubiese sido mejor que se enojara conmigo y me tratara de loca por las cien llamadas perdidas que había acumulado su teléfono durante el sábado y el domingo.

Su actitud indiferente me dejó clavada en ese lugar, con la mueca de enojo resbalando por mi rostro y convirtiéndose en perplejidad. No lo entendía, había estado esperando aquellos dos días cargada de impaciencia para mandarlo a lavarse las pelotas y ahora pasaba de mí como si todo estuviese bien. Como si nada hubiese cambiado.

Cuando logré reaccionar era tarde: Él ya había desaparecido. Seguramente ya había entrado a su curso.

Me acomodé el bolso en el hombro e intenté verme normal antes de encaminarme a mi clase. El profesor de Historia estaba llegando tarde, por lo que todos mis compañeros de 4º1º estaban conversando distendidamente e incluso había quien se había quedado en el estrecho pasillo para poder molestar a los que llegaban tarde. Entre esos compañeros se encontraba Pía Gómez.

Pía y yo habíamos sido muy amigas desde el día en que nos sentamos juntas en primer grado. Crecimos y nuestro vínculo se volvió más estrecho, o tanto como puede serlo tratándose de una persona cuyos únicos temas de conversación consisten en el color de uñas que llevará el fin de semana y qué tan inclinada se ve en realidad la Torre de Pizza cuando la ves en vivo y en directo. Muchas más chicas se habían sumado a nuestro grupo, éramos seis aquel año y fuimos apodadas "Las Terribles" por muchos de nuestros profesores.

Nos considerábamos las abejas reinas de aquellos pasillos, éramos las que mandaban y daban las órdenes, las responsables de que las chicas regresaran a casa llorando y los chicos se escondieran en los baños a dejar correr su imaginación. Éramos unas grandísimas perras, y eso nos encantaba.

A mí me encantaba.

Hasta que había comenzado a preguntarme si Pía me veía como una igual o como a alguien inferior. Eso es importante, porque estaba empezando a sospechar que estaba convirtiéndome en una de sus potenciales víctimas. Una "víctima pasiva", como lo llamábamos nosotras. Verán, había dos tipos de ellas: Las que simplemente tratábamos mal porque nos daban lo mismo, que eran las "activas", y aquellas que podían servirnos para algo, por lo que fingíamos estar bien con ellas y las destrozábamos en cuanto se daban media vuelta.

Nunca me había cuestionado qué tan mal estaba eso. Quiero decir, mi madre era una mujer que había asistido a la misa durante toda su niñez porque sus padres eran sumamente católicos (motivo, también, por el cual mis padres se habían casado a los dieciocho años al resultar ella embarazada). Cuando tuvo suficiente poder de decisión, ella decidió que no le interesaba la misa, la biblia ni el perdón de un cura, pero siguió siendo muy devota a su visión de lo que Dios era. Y, según ella, Dios miraba todo el tiempo. Recompensaba, otorgaba y escuchaba. Pero, también, nos daba crudas lecciones para que sintiéramos en carne propia el daño que hacíamos a otros.

De ese modo, yo sabía que estaba mal lo que estaba haciendo, pero no sentía remordimiento de ningún tipo. Se puede ser egoísta y andar por la vida enceguecida creyéndose poseedora de la verdad y la última palabra, por supuesto que se puede. Dios no me había hecho pagar por mis crímenes, por lo que, ¿estaba cometiendo un crimen en realidad? Por supuesto que sí, sólo que nunca me frené a preguntarme cómo se sentían esas chicas que regresaban a casa llorando. Nunca me frené a sentirlo.

Incluso cuando, en algún momento, yo fui una de ellas. Los últimos dos años de primaria había sido llamada "Fatita la Fofa" y era de esas que regresa a casa llorando, pero me había apoyado en Pía para ser mejor y convertirme en una reina. Ellas también podrían hacerlo si quisieran, era eso lo que siempre me decía a mí misma, ellas tenían la culpa de ser lo que eran.

De pronto me encontraba temiendo que Dios hubiese decidido darme una cucharada de mi propia medicina.

Mis padres me criaron con tres estrictas reglas: Nunca maldecir, nunca acostarme con chicos y nunca desear mal a otros. De esas tres, sólo cumplía una: Nunca le deseé el mal a una persona, aunque era sólo por miedo a que eso vuelva. Cuál es la diferencia de todos modos, yo no les deseaba el mal: Directamente lo ocasionaba.

Caminaba hacia mi curso y veía cómo las cejas de Pía se arqueaban ligeramente y se le dibujaba una sonrisa burlona. Ella era hermosa, no de esas bellezas naturales y sutiles, más bien era una bomba que rompía el suelo allí donde pisara: Largas piernas kilométricas, cabello por la cintura teñido de rubio grisáceo, espesas pestañas muy negras y los labios siempre pintados de rojo. Todos los chicos se daban vuelta a mirarla, ¡y había que ver las caras de perros al acecho que ponían! Nunca me molestó que, de las dos, ella fuese la más atractiva, la más extrovertida y la del prontuario más envidiable. Nunca, hasta que empecé a sospechar que Federico estaba revoloteando por ahí.

Mis padres me enseñaron a no desear el mal a nadie, pero...

Hija de puta, cómo te arrancaría todo el pelo y te lo haría tragar.

Sacudí la cabeza para espantar aquellos pensamientos antes de que Dios los oyera y me enviara un rayo desde los cielos. Me esforcé por sonreírle pese a las náuseas que la sola acción me causaba y me acerqué a saludarla, resistiéndome a insultarla en mi fuero interno incluso cuando noté qué tan falso era el beso con que golpeaba mi huesuda mejilla.

Las chicas hablaban:

—¿A qué hora tenemos que estar ahí?

—¿Puedo llevar a Fabri?

—Voy a llevar un vodka, ¿alguna puede llevar jugo?

—Mi hermano se enteró y quiere ir con sus amigos.

—¡Sí, invitalo!

Yo no las escuchaba en realidad: Solo tenía ojos para calcular el comportamiento de Pía. Ella había desviado la mirada y la dirigía al final del pasillo como si esa conversación fuese irrelevante. Como si tuviese cosas más interesantes en las que pensar. Miraba hacia donde se encontraban los cursos del quinto año, a donde Federico iba. ¿La habría saludado al pasar? ¿Era eso por lo que ella se sonreía tanto?

¿Se había cumplido el miedo que ocultaba todo el día y que se atrevía a florecer cuando cerraba los ojos y apoyaba la cabeza en la almohada?

Ya saben, ese miedo que todos sentimos alguna vez. El miedo a no ser suficiente, a que, eventualmente, nos terminen reemplazando por algo mejor...

Miré a Pía sin siquiera intentar disimular.

...y ella era mucho mejor que yo.

Todo aquel día intenté acorralar a Federico lo suficiente para que pudiésemos hablar. Todo el día, él me esquivó de una forma tan casual y alegre que hasta parecía un accidente. Me daban ganas de romperle su perfecta nariz, pero, una vez más, mi mamá sosteniendo un pesado libro entre sus manos aparecía frente a mis ojos.

No desees ningún mal.

No desees ningún mal.

Aunque el maldito se lo merezca, mordete la lengua y no-le-desees-ningún-puto-mal.

Había un lugar donde él no iba a poder huir de mí ya que no iba a tener excusas: Cuando el timbre de salida sonaba y todos los estudiantes abarrotaban los pasillos en una desenfrenada maratón para llegar a la salida, Federico se escabullía con algunos de sus amigos y se metían en un callejón a media cuadra del colegio para fumar unos cigarrillos o algo de lo que cualquiera de ellos hubiese logrado conseguir. Yo solía acompañarlo, aunque en la última semana me había dicho que necesitaba un poco más de espacio y yo se lo había respetado. No porque estuviese de acuerdo, para nada, sino que para no convertirme en una de esas chicas que hacen planteos a sus novios.

Estaba cansada y el espacio que necesitara me importaba un carajo. Le había contado que mis padres querían divorciarse y él me había dicho que "después íbamos a hablar de eso", pero ese después no había llegado nunca y yo no tenía tanta paciencia. A esas alturas, ni siquiera me importaba conocer su opinión sobre el inminente divorcio de mis padres: Quería saber por qué le importaba tan poco.

Me armé de la poca paciencia que poseo y esperé. Escuché con la mente en blanco cómo parloteaba incansablemente el profesor de Historia, cómo leían en voz alta mis compañeros durante la clase de Literatura, cómo divagaba la profesora de Biología y cómo el profesor de Matemáticas realizaba cálculos en la pizarra que pocos lograban comprender bien. El timbre sonó y, a diferencia de otros días, no me apresuré por salir repartiendo codazos e intentando abandonar aquel lugar de inmediato. Lentamente y con calma, guardé mis pertenencias en mi mochila de a una, con la mirada perdida al frente.

Sabía que Pía me estaba mirando. Me pregunté si ella estaba esperando a que yo me marchara. No iba a darle el gusto aquel día.

Con la excusa de que no había entendido el último ejercicio pese a que soy muy buena en Matemáticas, me acerqué a mi profesor y le hice unas cuantas preguntas para poder tardar más. Se me escapó una media sonrisa triunfal cuando Pía se hartó de esperar y se fue meneando la cabellera teñida en una peluquería tan buena que el color parecía natural. Sin embargo, yo también me estaba atrasando: Federico no solía tardarse tanto en ese callejón, si sus padres lo descubrían iba a tener que arreglárselas solo para ir a la universidad.

Agradecí al profesor interrumpiéndolo a mitad de su explicación y corrí por los pasillos con el bolso colgado de un brazo y el saco en la mano. El lugar ya casi estaba vacío, sólo quedaban unos pocos rezagados conversando o pasándose los últimos trabajos. Salí al frío exterior donde soplaba una húmeda brisa casi invernal y el cielo comenzaba a nublarse. Caminé en dirección al callejón acomodándome bien el bolso y esbozando una mueca de enojo de antemano.

Mi abuelita estaba en mi mente en ese momento. Ella se me presentaba como una fugaz visión recomendándome que, sin importar cuán furiosa llegara a sentirme, me comportara como una dama. Que fuese recatada y prudente. Que no les diese motivos para llamarme loca ni histérica. Siempre intentaba actuar como ella me aconsejaba, pero eso me había llevado a la situación en que me encontraba en ese momento: Teniendo que acorralar a mi estúpido novio para que me diese una simple explicación.

Juro que podía sentir el olor en el aire incluso estando a varios pasos del callejón. Juro que podía escuchar sus carcajadas y los ecos de las voces de los perdidos de sus amigos. ¿Cómo había llegado a pensar que Federico era un chico con el que valía la pena estar en una relación? ¿Cómo había caído tan perdidamente en sus redes?

Irrumpí en el callejón lista para soltarle un amplio repertorio de maldiciones y amenazas, pero estas se me atoraron en la garganta como una pasta espesa y seca. Rompí en toses asfixiadas para mi propia humillación, pues acababa de perder toda chance de ser tomada en serio a raíz de una dramática entrada que lo obligara a querer cavar un pozo y esconderse ahí hasta que el mundo necesitara de otro administrador de empresas. Todos se volvieron para mirarme con muecas de curiosidad mientras yo tosía con los ojos llenos de lágrimas, intentando reponerme lo suficiente para armar una escena como era debido, en vista de lo que acababa de presenciar: Pía estaba con ellos y Federico la tenía abrazada por los hombros.

Me estaban dando la espalda, pero, en cuanto escucharon las toses, se volvieron. El rostro de Pía estaba blanco cuando me vio ahí, aunque cambió velozmente al rojo cuando Federico la soltó bruscamente para correr hacia mí y darme Dios sabía qué explicación.

Necesito ser muy clara en un punto, porque necesito ser sincera conmigo misma: Ellos no estaban haciendo nada malo. No estaban besándose, no estaban desvistiéndose con la mirada ni planeando su boda, no. Por eso es necesario ver todo el contexto de la situación, por eso importa que él me esquivó una semana entera y que ni siquiera respondió a mis llamados el fin de semana, por eso es importante que Pía se estaba comportando de un modo extraño y, más aún, es importante la sensación que yo tenía al respecto. Las sensaciones importan, ¿saben? Importan mucho, porque cuando algo se metió en tu cabeza y anidó allí sembrando dudas o desconfianzas, no existe nada que sea capaz de exterminarlo. Si eso entró en tu cabeza, sea por el motivo que sea, ¿qué sentido tiene seguir adelante fingiendo que no existe? Creo mucho en el sexto sentido, en la intuición, en eso que está más allá de lo que cualquier persona quiera demostrar. Creo en eso más que en mí misma o en las pruebas que quieran poner frente a mis narices.

Todo esto es lo que me llevó a darme la vuelta aún cuando no había logrado controlar las toses del todo para poder huir tan lejos como mis piernas fuesen capaces de llevarme. Recorrí algunos metros antes de que Federico me cortara el paso. Contra todo pronóstico, era él quien se encontraba enojado. Se paró frente a mí elevando la barbilla y fulminándome con sus ojos castaños.

—A ver —me dijo—. ¿No me vas a escuchar?

Yo quise escucharlo, pero eso fue antes. Siempre un paso atrás, Federico: Querés darme las explicaciones cuando ya no las necesito. Negué con la cabeza de forma vehemente y le solté lo único que fue a mí en ese momento de irracional furia, humillación y decepción.

—No quiero escucharte —le advertí—, y ya no estás invitado a mi cumpleaños.

Arqueó las cejas y soltó un bufido que parecía ser una risa camuflada porque lo que le dije debió parecerle tamaña estupidez. No lo culpo, incluso a mí me parecía estúpido decir algo tan superficial y vacío en una situación tan crítica. Quizá me parezco a Pía más de lo que estoy dispuesta a admitir.

Federico parecía estar enojándose cada vez más.

—¿Me estás hablando enserio? —inquirió en un siseo casi amenazador.

Alguna que otra vez había sentido miedo de mi propio novio. Chicas, ésta es una advertencia para todas ustedes: Si el chico en cuestión o sus actitudes les despiertan temor, den un paso al costado y sálvense. Yo no di un paso al costado, yo lo miré a los ojos como se supone que debes ver a una serpiente para desafiarla y afirmé con la cabeza una sola vez. Él se irguió cuan alto era y me miró desde arriba, casi haciéndome sombra con la prominencia de su barbilla altiva y proyectando todo su desprecio sobre mí.

—Qué niña, Fátima —me espetó—. Crecé.

Se conformó con eso y se fue, así que lo saqué barato. Más que barato. Lo vi marcharse y volver a meterse en el callejón. Cuando me volví para poder irme a mi casa todavía podía escuchar los gritos de enojo con que Pía estaba acusándolo por el modo en que se había comportado. Me ardía la sangre. Me ardían los ojos. Me temblaba el pulso desde el vientre, hervía en furia. Y, sin embargo, seguía repitiéndome las mismas palabras a mí misma una y otra vez.

No desees el mal a nadie.

No desees el mal a nadie.

Dios mira, Fati.

No le desees ningún mal.

Para cuando llegué al enorme departamento de mi familia el ardor de mis ojos había sido reemplazado por las lágrimas que rebalsaban cual dique desbordado. Ellos estaban encerrados en la cocina manteniendo una conversación tensa, por lo que me marché directamente a mi habitación. Soy hija única, tengo un solo tío y ningún primo. Mi familia pertenecía a la clase social baja hasta que mi papá fundó su propia empresa. Le dedicó hora tras hora de su tiempo con ayuda de mi mamá hasta que pudieron conformar un imperio y, eventualmente, nos transformamos en una de esas familias que tienen demasiado dinero de golpe y no saben muy bien qué hacer con él. Compraron un hermoso y amplio departamento en la ciudad, una casa de fin de semana en la playa y una finca en un campo cercano. Pagaron vacaciones a Disney porque mi sueño de pequeña era conocer ese lugar y, después, unas a Cancún para que yo pudiese digerir la noticia de que iban a divorciarse.

No voy a juzgar los métodos de las personas para aplacar el dolor, pero me hubiese gustado disfrutar de Cancún al menos un día completo antes de que me lo dijeran.

Cuando cumplí quince años no pude hacer la enorme fiesta que todas mis amigas tuvieron, pero estaba por cumplir diecisiete en una situación económica más que buena. Por eso insistí en hacer una enorme fiesta en ese departamento, y mis padres aceptaron sin muchos peros a causa de la culpabilidad que sentían. El hecho de que fuesen a divorciarse no me dolía tanto como estar en aquel momento tendida en mi cama, mirando al cielo raso con los ojos bañados en lágrimas, los labios apretados en una línea recta y el pecho vacío.

¿Qué de lo que hizo Federico me dolió más?

Todavía no lo sé. En ese momento tan solo lagrimeaba en silencio y me prometía que algún día todos tendrían que pagármela, no importaba cuánto me estuviese mirando Dios.

Esa fue una muy mala semana.

Esperaba ansiosamente a que el viernes llegara para poder disfrutar de mi cumpleaños de una buena vez y, al mismo tiempo, me preguntaba de qué mierda iba a disfrutar en realidad. Uno no puede regodearse cuando descubre la falsedad de algo y era eso lo que me había sucedido: Federico y Pía se comportaban conmigo como si todo fuese normal, y lo mismo hacían los demás. Me contaban un chiste al pasar, me prestaban la tarea que no había hecho y me dedicaban halagos estúpidos y demasiado edulcorados. Me sentía molesta, quiero decir, ¿tanto les importa asistir a una estúpida fiesta que son capaces de dedicarme sonrisas y pestañear falsamente? ¿Tan poca estima le tienen a mi inteligencia?

Decidí no dar mas vueltas al asunto y jugar a lo mismo que ellos. ¿Qué más daba? Era sólo una fiesta de cumpleaños a la que iba a ir gente de todo el colegio, e incluso personas a las cuales no conocía. Ni siquiera era tan especial, sólo quería hacer lo que no había podido para mis quince y, de ser posible, tener la oportunidad de reventar el departamento de gente para dar algún dolor de cabeza a mis egoístas padres.

Así que actué. No soy demasiado buena en eso, pero puedo fingir una sonrisa y asegurarle a alguien que me gusta cómo se peinó ese día, es lo que todos hacemos en ese exclusivo colegio plagado de falsedades e intereses al por mayor.

Mi misión estaba cumplida porque, para cuando llegó ese viernes 31, no había dónde más meter a tanta gente.



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