La Náusea - Jean Paul Sartre

By ThamyCaceres

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Publicada en 1938, "La naúsea" de Jean-Paul Sartre es, junto con "El extranjero" de Albert Camus, la novela q... More

1-HOJA SIN FECHA
2-DIARIO-Lunes 29 de enero de 1932.
3-Martes 30 de enero.
4-Jueves por la tarde.
5-Viernes.
6-Las cinco y media.
7-Jueves, once y media.
8-Las tres.
9-Viernes, las tres.
10-Sábado, mediodía.
11-Domingo.
12-Lunes.
13-Las siete de la noche.
14-Las once de la noche.
15-Martes de carnaval.
16-Miércoles.
17-Jueves.
18-Viernes.
19-Sábado a la mañana.
20-Las once de la noche.
21-A la tarde.
22-Martes de carnaval.
23-Miércoles.
24-Jueves.
25-Viernes.
26-Sábado a la mañana.
27-A la tarde.
29-Martes.
30-Miércoles.
31-Las seis de la tarde.
32-A la noche.
33-Viernes.
34-Sábado.
35-Domingo.
36-Martes, en Bouville.
37-Miércoles: mi último día en Bouville.
38-Una hora más tarde.

28-Lunes.

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By ThamyCaceres

Ya no escribo mi libro sobre Rollebon; se acabó, ya no puedo escribirlo. ¿Qué

voy a hacer de mi vida?

Eran las tres. Estaba sentado a mi mesa; había puesto a mi lado el legajo de

cartas que robé en Moscú; escribía:

"Se difundieron de intento los más siniestros rumores. M. de Rollebon debió

de caer en el lazo, pues escribió a su sobrino, con fecha trece de setiembre, que

acababa de redactar su testamento."

El marqués estaba presente; mientras esperaba instalarlo definitivamente en la

existencia histórica, le prestaba mi vida. Lo sentía como un calor ligero en el

hueco del estómago.

De pronto caí en una objeción que no dejarían de hacerme: Rollebon estaba

lejos de ser franco con su sobrino a quien quería utilizar, si fallaba el golpe, como

testigo de descargo ante Pablo I. Es muy posible que hubiera inventado la

historia del testamento para dárselas de ingenuo.

Era una objeción sin importancia, un error sin consecuencias. Sin embargo

bastó para sumirme en un ensueño taciturno. Evoqué, de improviso, la criada

gorda del Camille, la cabeza huraña de M. Achille, la sala donde tan claramente

sentí que estaba olvidado, abandonado en el presente. Me dije con cansancio:

"¿Cómo yo, que no he tenido fuerzas para retener mi propio pasado, puedo

esperar que salvaré el de otro?"

Tomé la pluma e intenté reanudar la tarea; estaba harto de esas reflexiones

sobre el pasado, sobre el presente, sobre el mundo. Sólo pedía una cosa: que me

dejaran acabar tranquilamente mi libro.

Pero como mi mirada caía en el block de hojas blancas, me absorbió su

aspecto y permanecí con la pluma en el aire, contemplando ese papel

deslumbrador: qué duro y chillón era, qué presente. En él no había más que

presente. Las palabras que acababa de trazar encima no estaban secas aún y ya

no me pertenecían.

"Se difundieron de intento los más siniestros rumores..."

Esta frase la había pensado; había sido primero un poco de mí mismo. Ahora

estaba grabada en el papel, formaba un bloque contra mí. Ya no la reconocía. Ni

siquiera podía repensarla. Estaba allí, frente a mí; hubiera sido inútil buscarle una marca de origen. Cualquier otro habría podido escribirla. Pero yo, yo no

tenía la seguridad de haberla escrito. Ahora las letras no brillaban, estaban secas.

También eso había desaparecido; ya no quedaba nada de su efímero esplendor.

Eché una mirada ansiosa a mi alrededor: presentí, nada más que presente.

Muebles ligeros y sólidos, incrustados en su presente, una mesa, una cama, un

ropero con espejo —y yo mismo. Se revelaba la verdadera naturaleza del

presente: era todo lo que existe, y todo lo que no fuese presente no existía. El

pasado no existía. En absoluto. Ni en las cosas ni siquiera en mi pensamiento.

Por supuesto, sabía desde mucho tiempo atrás que el mío se me había escapado.

Pero hasta entonces creí que se había apartado simplemente fuera de mi alcance.

Para mí el pasado sólo era un retiro, otra manera de existir, un estado de

vacaciones y de inactividad; al terminar su papel, cada acontecimiento se

acomodaba juiciosamente en una caja y se convertía en acontecimiento

honorario; tanto cuesta imaginar la nada. Ahora sabía: las cosas son en su

totalidad lo que parecen, y detrás de ellas... no hay nada.

Durante unos minutos me absorbió este pensamiento. Después me encogí

violentamente de hombros para desecharlo y acerqué el block de papel.

"...que acababa de redactar su testamento".

Una inmensa repugnancia me invadió de improviso y la pluma se me cayó de

los dedos escupiendo tinta. ¿Qué había pasado? ¿Tenía la Náusea? No, no era

eso, el cuarto mostraba su aire bonachón de todos los días. Apenas si la mesa me

parecía más pesada, más espesa, y la estilográfica más compacta. Sólo que M. de

Rollebon acababa de morir por segunda vez.

Hace un instante todavía estaba aquí, en mí, tranquilo y caliente, y de vez en

cuando lo sentía moverse. Estaba bien vivo, más vivo para mí que el Autodidacto

o la patrona del Rendez-vous des Cheminots. Por supuesto, tenía sus caprichos;

podía pasarse varios días sin aparecer; pero a menudo, en misterioso buen

tiempo, sacaba la nariz afuera, como el capuchino higrométrico, y yo veía su

rostro descolorido y sus mejillas azules. Y aun cuando no apareciera, pesaba

sobre mi corazón y yo me sentía lleno.

Ahora ya no quedaba nada. Como no quedaba el recuerdo de su fresco

esplendor en esas marcas de tinta seca. Era culpa mía: yo había pronunciado las

únicas palabras que no debía decir; dije que el pasado no existía. Y de golpe, sin

ruido, M. de Rollebon retornó a su nada.

Tomé las cartas en mis manos, las palpé con una especie de desesperación:

"Fue él", me dije, "sin embargo fue él quien trazó uno por uno estos signos. Él

se apoyó en este papel, posó el dedo en las hojas para impedir que se movieran

bajo la pluma."

Demasiado tarde: estas palabras ya no tenían sentido. Sólo existía un legajo de

hojas amarillas que yo apretaba en mis manos. Y esta historia complicada: el

sobrino de Rollebon asesinado en 1810 por la policía del zar, sus papeles confiscados y llevados a los archivos secretos, y cien años más tarde, cuando los

Soviets asumieron el poder, depositados en la Biblioteca de Estado, de donde los

robé en 1923. Pero esto no parecía verdadero, y de este robo que yo mismo

cometí, no conservaba ningún recuerdo cierto. Para explicar la presencia de estos

papeles en mi cuarto, no hubiera sido difícil encontrar cien historias más

verosímiles, toda ligeras como burbujas.

En vez de contar con ellas para comunicarme con Rollebon, sería mejor

recurrir en seguida a las mesas de tres patas. Rollebon ya no estaba. De ningún

modo. Si aún quedaban algunos huesos suyos, existían por sí mismos, con toda

independencia; eran un poco de fosfato y carbonato de calcio con sales y agua.

Hice una última tentativa: me repetí las palabras de Mme. de Genlis mediante

las cuales de ordinario evoco al marqués: "su carita arrugada, limpia y definida,

picada de viruelas, donde había una malicia singular que saltaba a los ojos por

esfuerzos que hiciera para disimularla".

Se me apareció dócilmente su rostro, su nariz puntiaguda, sus mejillas azules,

su sonrisa. Podía imaginar sus facciones a voluntad, quizá hasta con más

facilidad que antes. Sólo que ya no era sino una imagen en mí, una ficción.

Suspiré, me dejé caer contra el respaldo de la silla, con la impresión de una falta

intolerable.

Dan las cuatro. Hace una hora que estoy aquí, en la silla, con los brazos

colgando. Comienza a oscurecer. Fuera de esto nada ha cambiado en el cuarto: el

papel blanco sigue en la mesa, al lado de la estilográfica y el tintero... Pero nunca

más escribiré en la hoja empezada. Nunca más me dirigiré por la calle des

Mutilés y el bulevar de la Redoute a la biblioteca para consultar los archivos.

Tengo ganas de dar un salto y salir, tengo ganas de hacer cualquier cosa para

aturdirme. Pero bien sé lo que me sucederá si levanto un dedo, si no me estoy

absolutamente tranquilo. No quiero que eso me suceda todavía. Siempre vendrá

demasiado pronto. No me muevo; leo maquinalmente, en la hoja del block, el

párrafo que dejé inconcluso:

"Se difundieron de intento los más siniestros rumores. M. de Rollebon debió

de caer en el lazo, pues escribió a su sobrino, con fecha trece de setiembre, que

acababa de redactar su testamento."

El gran asunto Rollebon ha terminado, como una gran pasión. Habrá que

buscar otra cosa. Hace unos años, en Shangái, en el despacho de Mercier, de

improviso salí de un sueño, me desperté. Después soñé de nuevo: vivía en la

corte de los zares, en viejos palacios tan fríos que en invierno se formaban

estalactitas de hielo encima de las puertas. Hoy me despierto frente a un block de

papel blanco. Los blandones, las fiestas glaciales, los uniformes, los bellos

hombros temblorosos han desaparecido. En su lugar algo queda en el cuarto tibio, algo que no quiero ver.

M. de Rollebon era mi socio: él me necesitaba para ser, y yo lo necesitaba para

no sentir mi ser. Yo proporcionaba la materia bruta, esa materia bruta que tenía

para la reventa, con la cual no sabía qué hacer: la existencia, mi existencia. Su

parte era representar. Permanecía frente a mí y se había apoderado de mi vida

para representarme la suya. Yo ya no me daba cuenta de que existía, ya no existía

en mí sino en él; por él comía, por él respiraba, cada uno de mis movimientos

tenía sentido afuera, allí, justo frente a mí, en él; ya no veía mi mano trazando las

letras en el papel, ni siquiera la frase que había escrito; detrás, más allá del papel,

veía al marqués que había reclamado este gesto, cuya existencia consolidaba este

gesto. Yo era sólo un medio de hacerlo vivir, él era mi razón de ser, me había

librado de mí. ¿Qué haré ahora?

Sobre todo no moverse, no moverse... ¡Ah!

No pude contener ese encogimiento de hombros...

La Cosa, que aguardaba, se ha dado la voz de alarma, me ha caído encima, se

escurre en mí, estoy lleno de ella. La Cosa no es nada: La Cosa soy yo. La

existencia liberada, desembarazada, refluye sobre mí. Existo.

Existo. Es algo tan dulce, tan dulce, tan lento. Y leve; como si se mantuviera

solo en el aire. Se mueve. Por todas partes, roces que caen y se desvanecen. Muy

suave, muy suave. Tengo la boca llena de agua espumosa. La trago, se desliza

por mi garganta, me acaricia y renace en mi boca. Hay permanentemente en mi

boca un charquito de agua blancuzca —discreta— que me roza la lengua. Y ese

charco también soy yo. Y la lengua. Y la garganta soy yo.

Veo mi mano que se extiende en la mesa. Vive, soy yo. Se abre, los dedos se

despliegan y apuntan. Está apoyada en el dorso. Me muestra su vientre gordo.

Parece un animal boca arriba. Los dedos son las patas. Me divierto haciéndolos

mover muy rápido, como las patas de un cangrejo que ha caído de espaldas. El

cangrejo está muerto, las patas se encogen, se doblan sobre el vientre de mi

mano. Veo las uñas, la única cosa mía que no vive. Y de nuevo. Mi mano se

vuelve, se extiende boca abajo, me ofrece ahora el dorso. Un dorso plateado, un

poco brillante, como un pez si no fuera por los pelos rojos en el nacimiento de las

falanges. Siento mi mano. Yo soy esos dos animales que se agitan en el extremo

de mis brazos. Mi mano rasca una de sus patas con la uña de otra pata; siento su

peso sobre la mesa, que no es yo. Esta impresión de peso es larga, larga, no

termina nunca. No hay razón para que termine. Al final es intolerable... Retiro la

mano, la meto en el bolsillo. Pero siento en seguida, a través de la tela, el calor

del muslo. De inmediato hago saltar la mano del bolsillo; la dejo colgando contra

el respaldo de la silla. Ahora siento su peso en el extremo de mi brazo. Tira un

poco, apenas, muellemente, suavemente; existe. No insisto; dondequiera que la

meta continuará existiendo y yo continuaré sintiendo que existe; no puedo

suprimirla ni suprimir el resto de mi cuerpo, el calor húmedo que ensucia mi camisa, ni toda esta grasa cálida que gira perezosamente como si la revolvieran

con la cuchara, ni todas las sensaciones que se pasean aquí dentro, que van y

vienen, suben desde mi costado hasta la axila, o bien vegetan dulcemente, de la

mañana a la noche, en su rincón habitual.

Me levanto sobresaltado; si por lo menos pudiera dejar de pensar, ya sería

mejor. Los pensamientos son lo más insulso que hay. Más insulso aún que la

carne. Son una cosa que se estira interminablemente, y dejan un gusto raro. Y

además dentro de los pensamientos están las palabras, las palabras inconclusas,

las frases esbozadas que retornan sin interrupción: "Tengo que termi... Yo ex...

Muerto... M. de Roll ha muerto... No soy... Yo ex... " Sigue, sigue, y no termina

nunca. Es peor que lo otro, por que me siento responsable y cómplice. Por

ejemplo, yo alimento esta especie de rumia dolorosa: existo. Yo. El cuerpo, una

vez que ha empezado, vive solo. Pero soy yo quien continúa, quien desenvuelve

el pensamiento. Existo. Pienso que existo. ¡Oh qué larga serpentina es esa

sensación de existir! Y la desenvuelvo muy despacito... ¡Si pudiera dejar de

pensar! Intento, lo consigo: me parece que la cabeza se me llena de humo... y

vuelve a empezar: "Humo... no pensar... No quiero pensar. No tengo que pensar

que no quiero pensar. Porque es un pensamiento". ¿Entonces no se acabará

nunca?

Yo soy mi pensamiento, por eso no puedo detenerme. Existo porque pienso...

y no puedo dejar de pensar. En este mismo momento —es atroz— si existo es

porque me horroriza existir. Yo, yo me saco de la nada a la que aspiro; el odio, el

asco de existir son otras tantas maneras de hacerme existir, de hundirme en la

existencia. Los pensamientos nacen a mis espaldas, como un vértigo, los siento

nacer detrás de mi cabeza... si cedo se situarán aquí delante, entre mis ojos, y sigo

cediendo, y el pensamiento crece, crece, y ahora, inmenso, me llena por entero y

renueva mi existencia.

Mi saliva está azucarada, mi cuerpo tibio; me siento insulso. Mi cortaplumas

está sobre la mesa. Lo abro. ¿Por qué no? De todos modos, así introduciría algún

cambio. Apoyo la mano izquierda en el anotador y me asesto un buen navajazo

en la palma. El movimiento fue demasiado nervioso; la hoja se ha deslizado, la

herida es superficial. Sangra. ¿Y qué? ¿Qué es lo que ha cambiado? Sin embargo

miro con satisfacción en la hoja blanca, a través de las líneas que tracé hace un

rato, ese charquito de sangre que por fin ha cesado de ser yo. Cuatro líneas en

una hoja blanca, una mancha de sangre: es un hermoso recuerdo. Tendré que

escribir encima: "Ese día renuncié a escribir mi libro sobre el marqués de

Rollebon".

¿Me curaré la mano? Vacilo. Miro el ligero fluir monótono de la sangre.

Justamente ahora se coagula. Se acabó.

Mi piel parece enmohecida alrededor del tajo. Debajo de la piel sólo queda

una pequeña sensación semejante a las otras, quizá más insulsa todavía.

Dan las cinco y media. Me levanto, la camisa fría se me pega a la carne. Salgo.

¿Por qué? Bueno, porque tampoco tengo razones para no hacerlo. Aunque me

quede, aunque me acurruque en silencio en un rincón, no me olvidaré. Estaré

allí, pesaré sobre el piso. Soy.

Compro un diario al pasar. Sensacional. ¡Fue hallado el cuerpo de la pequeña

Lucienne! Olor a tinta, el papel se aja entre mis dedos. El innoble individuo ha

huido. La niña fue violada. Hallaron su cuerpo, sus dedos crispados en el barro.

Estrujo el papel con mis dedos crispados; olor a tinta; Dios mío, con qué fuerza

existen hoy las cosas. La pequeña Lucienne fue violada. Estrangulada. Su cuerpo,

su carne magullada, existen aún. Ella ya no existe. Sus manos. Ella ya no existe.

Las casas. Camino entre las casas, estoy entre las casas, muy derecho en el

pavimento; el pavimento existe bajo mis pies, las casas vuelven a cerrarse sobre

mí, como el agua se cierra sobre mí, sobre el papel arrugado, soy. Soy, existo,

pienso luego soy; soy porque pienso, ¿por qué pienso? No quiero pensar más,

soy porque pienso que no quiero ser, pienso que... porque... ¡puf! Huyo, el

innoble individuo ha huido, su cuerpo violado. Ella sintió esa otra carne que se

deslizaba en la suya. Yo... ahora yo... Violada. Un dulce deseo sangriento de

violación me atrapa por detrás, dulcemente, por detrás de las orejas, las orejas

corren tras de mí, el pelo rojo, el pelo es rojo en mi cabeza, hierba mojada, hierba

rojiza, ¿también soy yo? ¿Y el diario también soy yo? sujetar el diario, existencia

junto a existencia, las cosas existen unas junto a otras, suelto el diario. La casa

surge, existe frente a mí; camino a lo largo de la pared; existo a lo largo de la

pared, existo frente a la pared, un paso, el muro existe frente a mí, uno dos,

detrás de mí, el muro está detrás de mí, un dedo que rasca en mi calzoncillo,

rasca, rasca y saca el dedo de la niña manchado de barro, el barro en mi dedo que

salía del arroyo barroso y vuelve a caer despacito, despacito, se ablandaba,

rascaba con menos fuerza; los dedos de la niña a la que estaban estrangulando,

innoble individuo, rascaban con menos fuerza el barro, la tierra, el dedo se

desliza despacito, primero cae la cabeza, caricia caliente contra mi muslo; la

existencia es blanda y rueda y se zarandea, yo me zarandeo entre las casas, soy,

existo, pienso, luego me zarandeo, soy, la existencia es una caída acabada, no

caerá, caerá, el dedo rasca en un tragaluz, la existencia es una imperfección. El

señor. El señor guapo existe. El señor siente que existe. No, el señor guapo que

pasa, orgulloso y dulce como un volúbilis, no siente que existe. Expandirse; me

duele la mano cortada, existe, existe, existe. El señor guapo existe. Legión de

Honor existe, bigote, eso es todo; qué felicidad ser tan sólo la cinta de la Legión

de Honor y un bigote, y el resto nadie lo ve, él ve los dos extremos puntiagudos

de su bigote a ambos lados de la nariz; no pienso, luego soy un bigote. No ve ni

su cuerpo magro ni sus grandes pies; hurgando en el fondo del pantalón se

descubriría un par de gomitas grises. Tiene la cinta de la Legión de Honor, los

Cochinos tienen derecho a existir: "existo porque es mi derecho" Yo tengo derecho a existir, luego tengo derecho a no pensar; el dedo se levanta. ¿Acaso

voy...? ¿acariciar entre las sábanas blancas desplegadas la carne desplegada que

cae otra vez, dulce, tocar los trasudores florecidos de las axilas, los elixires y los

licores y las florescencias de la carne, entrar en la existencia del otro, en las

mucosas rojas, hasta el pesado, dulce, dulce olor a existencia, sentirme existir

entre los dulces labios mojados, los labios rojos de sangre pálida, los labios

palpitantes que bostezan todos mojados de existencia, todos mojados de un pus

claro entre los labios mojados, azucarados, que lagrimean como ojos? Mi cuerpo

de carne que vive, la carne que bulle y dulcemente revuelve licores, que revuelve

crema, la carne que da vueltas, vueltas, vueltas, el agua dulce y azucarada de mi

carne, la sangre de mi mano, me duele mi carne magullada que da vueltas,

camino, camino, huyo, soy un innoble individuo de carne magullada, magullada

de existencia entre estas paredes. Tengo frío, doy un paso, tengo frío, un paso,

doblo a la izquierda, doblo a la izquierda, él piensa que dobla a la izquierda,

loco, ¿estoy loco? Dice que tiene miedo de estar loco, la existencia, ¿ves, pequeño,

en la existencia?, se detiene, el cuerpo se detiene, piensa que se detiene, ¿de

dónde viene? Qué hace. Prosigue, tiene miedo, mucho miedo, innoble individuo,

el deseo como bruma, el deseo, el asco, dice que está asqueado de existir, ¿está

asqueado? fatigado de estar asqueado de existir. Corre. ¿Qué espera? ¿Corre para

escapar, para arrojarse en el dique? Corre, el corazón, el corazón que late es una

fiesta, el corazón existe, las piernas existen, el aliento existe, existen corriendo,

alentando, latiendo blanda, suavemente; él se sofoca, me sofoco, dice que se

sofoca; la existencia toma mis pensamientos por detrás y dulcemente los abre por

detrás; me atrapan por detrás, me obligan por detrás a pensar, luego a ser algo,

detrás de mí alguien que alienta en ligeras burbujas de existencia, él es burbuja

de bruma de deseo, está pálido en el espejo como un muerto, Rollebon está

muerto, Antoine Roquentin no está muerto, desvanecerme: dice que quisiera

desvanecerse, corre, corre al hurón (por detrás) por detrás por detrás, la pequeña

Lucienne asaltada por detrás, violada por la existencia por detrás, él pide gracia,

le da vergüenza pedir gracia, piedad, socorro, socorro luego existo, entra en el

Bar de la Marine, los pequeños espejos del pequeño burdel, está pálido en los

pequeños espejos del pequeño burdel el alto pelirrojo blando que se deja caer en

el asiento, el pick-up funciona, existe, todo gira, existe el pick-up, el corazón late:

girad, girad licores de la vida, girad jaleas, jarabes de mi carne, dulzuras... el

pick-up:

When the mellow moon begin to bean

Every night I dream a little dream.

La voz, grave y ronca, aparece bruscamente y el mando, el mundo de las

existencias, se desvanece. Una mujer de carne ha tenido esta voz, ha cantado delante de un disco, con su mejor ropa, y su voz quedaba registrada. La mujer,

¡bah!, existía como yo, como Rollebon; no tengo ganas de conocerla. Pero hay

esto. No se puede decir que exista. El disco que gira existe, el aire golpeado por

la voz que vibra, existe, la voz que impresionó el disco existió. Yo que escucho,

existo. Todo está lleno, existencia en todas partes, densa y pesada y dulce. Pero

más allá de toda esta dulzura, inaccesible, muy cercano, tan lejos, ay, joven,

despiadado y sereno está ese... ese rigor.

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