Ya no escribo mi libro sobre Rollebon; se acabó, ya no puedo escribirlo. ¿Qué
voy a hacer de mi vida?
Eran las tres. Estaba sentado a mi mesa; había puesto a mi lado el legajo de
cartas que robé en Moscú; escribía:
"Se difundieron de intento los más siniestros rumores. M. de Rollebon debió
de caer en el lazo, pues escribió a su sobrino, con fecha trece de setiembre, que
acababa de redactar su testamento."
El marqués estaba presente; mientras esperaba instalarlo definitivamente en la
existencia histórica, le prestaba mi vida. Lo sentía como un calor ligero en el
hueco del estómago.
De pronto caí en una objeción que no dejarían de hacerme: Rollebon estaba
lejos de ser franco con su sobrino a quien quería utilizar, si fallaba el golpe, como
testigo de descargo ante Pablo I. Es muy posible que hubiera inventado la
historia del testamento para dárselas de ingenuo.
Era una objeción sin importancia, un error sin consecuencias. Sin embargo
bastó para sumirme en un ensueño taciturno. Evoqué, de improviso, la criada
gorda del Camille, la cabeza huraña de M. Achille, la sala donde tan claramente
sentí que estaba olvidado, abandonado en el presente. Me dije con cansancio:
"¿Cómo yo, que no he tenido fuerzas para retener mi propio pasado, puedo
esperar que salvaré el de otro?"
Tomé la pluma e intenté reanudar la tarea; estaba harto de esas reflexiones
sobre el pasado, sobre el presente, sobre el mundo. Sólo pedía una cosa: que me
dejaran acabar tranquilamente mi libro.
Pero como mi mirada caía en el block de hojas blancas, me absorbió su
aspecto y permanecí con la pluma en el aire, contemplando ese papel
deslumbrador: qué duro y chillón era, qué presente. En él no había más que
presente. Las palabras que acababa de trazar encima no estaban secas aún y ya
no me pertenecían.
"Se difundieron de intento los más siniestros rumores..."
Esta frase la había pensado; había sido primero un poco de mí mismo. Ahora
estaba grabada en el papel, formaba un bloque contra mí. Ya no la reconocía. Ni
siquiera podía repensarla. Estaba allí, frente a mí; hubiera sido inútil buscarle una marca de origen. Cualquier otro habría podido escribirla. Pero yo, yo no
tenía la seguridad de haberla escrito. Ahora las letras no brillaban, estaban secas.
También eso había desaparecido; ya no quedaba nada de su efímero esplendor.
Eché una mirada ansiosa a mi alrededor: presentí, nada más que presente.
Muebles ligeros y sólidos, incrustados en su presente, una mesa, una cama, un
ropero con espejo —y yo mismo. Se revelaba la verdadera naturaleza del
presente: era todo lo que existe, y todo lo que no fuese presente no existía. El
pasado no existía. En absoluto. Ni en las cosas ni siquiera en mi pensamiento.
Por supuesto, sabía desde mucho tiempo atrás que el mío se me había escapado.
Pero hasta entonces creí que se había apartado simplemente fuera de mi alcance.
Para mí el pasado sólo era un retiro, otra manera de existir, un estado de
vacaciones y de inactividad; al terminar su papel, cada acontecimiento se
acomodaba juiciosamente en una caja y se convertía en acontecimiento
honorario; tanto cuesta imaginar la nada. Ahora sabía: las cosas son en su
totalidad lo que parecen, y detrás de ellas... no hay nada.
Durante unos minutos me absorbió este pensamiento. Después me encogí
violentamente de hombros para desecharlo y acerqué el block de papel.
"...que acababa de redactar su testamento".
Una inmensa repugnancia me invadió de improviso y la pluma se me cayó de
los dedos escupiendo tinta. ¿Qué había pasado? ¿Tenía la Náusea? No, no era
eso, el cuarto mostraba su aire bonachón de todos los días. Apenas si la mesa me
parecía más pesada, más espesa, y la estilográfica más compacta. Sólo que M. de
Rollebon acababa de morir por segunda vez.
Hace un instante todavía estaba aquí, en mí, tranquilo y caliente, y de vez en
cuando lo sentía moverse. Estaba bien vivo, más vivo para mí que el Autodidacto
o la patrona del Rendez-vous des Cheminots. Por supuesto, tenía sus caprichos;
podía pasarse varios días sin aparecer; pero a menudo, en misterioso buen
tiempo, sacaba la nariz afuera, como el capuchino higrométrico, y yo veía su
rostro descolorido y sus mejillas azules. Y aun cuando no apareciera, pesaba
sobre mi corazón y yo me sentía lleno.
Ahora ya no quedaba nada. Como no quedaba el recuerdo de su fresco
esplendor en esas marcas de tinta seca. Era culpa mía: yo había pronunciado las
únicas palabras que no debía decir; dije que el pasado no existía. Y de golpe, sin
ruido, M. de Rollebon retornó a su nada.
Tomé las cartas en mis manos, las palpé con una especie de desesperación:
"Fue él", me dije, "sin embargo fue él quien trazó uno por uno estos signos. Él
se apoyó en este papel, posó el dedo en las hojas para impedir que se movieran
bajo la pluma."
Demasiado tarde: estas palabras ya no tenían sentido. Sólo existía un legajo de
hojas amarillas que yo apretaba en mis manos. Y esta historia complicada: el
sobrino de Rollebon asesinado en 1810 por la policía del zar, sus papeles confiscados y llevados a los archivos secretos, y cien años más tarde, cuando los
Soviets asumieron el poder, depositados en la Biblioteca de Estado, de donde los
robé en 1923. Pero esto no parecía verdadero, y de este robo que yo mismo
cometí, no conservaba ningún recuerdo cierto. Para explicar la presencia de estos
papeles en mi cuarto, no hubiera sido difícil encontrar cien historias más
verosímiles, toda ligeras como burbujas.
En vez de contar con ellas para comunicarme con Rollebon, sería mejor
recurrir en seguida a las mesas de tres patas. Rollebon ya no estaba. De ningún
modo. Si aún quedaban algunos huesos suyos, existían por sí mismos, con toda
independencia; eran un poco de fosfato y carbonato de calcio con sales y agua.
Hice una última tentativa: me repetí las palabras de Mme. de Genlis mediante
las cuales de ordinario evoco al marqués: "su carita arrugada, limpia y definida,
picada de viruelas, donde había una malicia singular que saltaba a los ojos por
esfuerzos que hiciera para disimularla".
Se me apareció dócilmente su rostro, su nariz puntiaguda, sus mejillas azules,
su sonrisa. Podía imaginar sus facciones a voluntad, quizá hasta con más
facilidad que antes. Sólo que ya no era sino una imagen en mí, una ficción.
Suspiré, me dejé caer contra el respaldo de la silla, con la impresión de una falta
intolerable.
Dan las cuatro. Hace una hora que estoy aquí, en la silla, con los brazos
colgando. Comienza a oscurecer. Fuera de esto nada ha cambiado en el cuarto: el
papel blanco sigue en la mesa, al lado de la estilográfica y el tintero... Pero nunca
más escribiré en la hoja empezada. Nunca más me dirigiré por la calle des
Mutilés y el bulevar de la Redoute a la biblioteca para consultar los archivos.
Tengo ganas de dar un salto y salir, tengo ganas de hacer cualquier cosa para
aturdirme. Pero bien sé lo que me sucederá si levanto un dedo, si no me estoy
absolutamente tranquilo. No quiero que eso me suceda todavía. Siempre vendrá
demasiado pronto. No me muevo; leo maquinalmente, en la hoja del block, el
párrafo que dejé inconcluso:
"Se difundieron de intento los más siniestros rumores. M. de Rollebon debió
de caer en el lazo, pues escribió a su sobrino, con fecha trece de setiembre, que
acababa de redactar su testamento."
El gran asunto Rollebon ha terminado, como una gran pasión. Habrá que
buscar otra cosa. Hace unos años, en Shangái, en el despacho de Mercier, de
improviso salí de un sueño, me desperté. Después soñé de nuevo: vivía en la
corte de los zares, en viejos palacios tan fríos que en invierno se formaban
estalactitas de hielo encima de las puertas. Hoy me despierto frente a un block de
papel blanco. Los blandones, las fiestas glaciales, los uniformes, los bellos
hombros temblorosos han desaparecido. En su lugar algo queda en el cuarto tibio, algo que no quiero ver.
M. de Rollebon era mi socio: él me necesitaba para ser, y yo lo necesitaba para
no sentir mi ser. Yo proporcionaba la materia bruta, esa materia bruta que tenía
para la reventa, con la cual no sabía qué hacer: la existencia, mi existencia. Su
parte era representar. Permanecía frente a mí y se había apoderado de mi vida
para representarme la suya. Yo ya no me daba cuenta de que existía, ya no existía
en mí sino en él; por él comía, por él respiraba, cada uno de mis movimientos
tenía sentido afuera, allí, justo frente a mí, en él; ya no veía mi mano trazando las
letras en el papel, ni siquiera la frase que había escrito; detrás, más allá del papel,
veía al marqués que había reclamado este gesto, cuya existencia consolidaba este
gesto. Yo era sólo un medio de hacerlo vivir, él era mi razón de ser, me había
librado de mí. ¿Qué haré ahora?
Sobre todo no moverse, no moverse... ¡Ah!
No pude contener ese encogimiento de hombros...
La Cosa, que aguardaba, se ha dado la voz de alarma, me ha caído encima, se
escurre en mí, estoy lleno de ella. La Cosa no es nada: La Cosa soy yo. La
existencia liberada, desembarazada, refluye sobre mí. Existo.
Existo. Es algo tan dulce, tan dulce, tan lento. Y leve; como si se mantuviera
solo en el aire. Se mueve. Por todas partes, roces que caen y se desvanecen. Muy
suave, muy suave. Tengo la boca llena de agua espumosa. La trago, se desliza
por mi garganta, me acaricia y renace en mi boca. Hay permanentemente en mi
boca un charquito de agua blancuzca —discreta— que me roza la lengua. Y ese
charco también soy yo. Y la lengua. Y la garganta soy yo.
Veo mi mano que se extiende en la mesa. Vive, soy yo. Se abre, los dedos se
despliegan y apuntan. Está apoyada en el dorso. Me muestra su vientre gordo.
Parece un animal boca arriba. Los dedos son las patas. Me divierto haciéndolos
mover muy rápido, como las patas de un cangrejo que ha caído de espaldas. El
cangrejo está muerto, las patas se encogen, se doblan sobre el vientre de mi
mano. Veo las uñas, la única cosa mía que no vive. Y de nuevo. Mi mano se
vuelve, se extiende boca abajo, me ofrece ahora el dorso. Un dorso plateado, un
poco brillante, como un pez si no fuera por los pelos rojos en el nacimiento de las
falanges. Siento mi mano. Yo soy esos dos animales que se agitan en el extremo
de mis brazos. Mi mano rasca una de sus patas con la uña de otra pata; siento su
peso sobre la mesa, que no es yo. Esta impresión de peso es larga, larga, no
termina nunca. No hay razón para que termine. Al final es intolerable... Retiro la
mano, la meto en el bolsillo. Pero siento en seguida, a través de la tela, el calor
del muslo. De inmediato hago saltar la mano del bolsillo; la dejo colgando contra
el respaldo de la silla. Ahora siento su peso en el extremo de mi brazo. Tira un
poco, apenas, muellemente, suavemente; existe. No insisto; dondequiera que la
meta continuará existiendo y yo continuaré sintiendo que existe; no puedo
suprimirla ni suprimir el resto de mi cuerpo, el calor húmedo que ensucia mi camisa, ni toda esta grasa cálida que gira perezosamente como si la revolvieran
con la cuchara, ni todas las sensaciones que se pasean aquí dentro, que van y
vienen, suben desde mi costado hasta la axila, o bien vegetan dulcemente, de la
mañana a la noche, en su rincón habitual.
Me levanto sobresaltado; si por lo menos pudiera dejar de pensar, ya sería
mejor. Los pensamientos son lo más insulso que hay. Más insulso aún que la
carne. Son una cosa que se estira interminablemente, y dejan un gusto raro. Y
además dentro de los pensamientos están las palabras, las palabras inconclusas,
las frases esbozadas que retornan sin interrupción: "Tengo que termi... Yo ex...
Muerto... M. de Roll ha muerto... No soy... Yo ex... " Sigue, sigue, y no termina
nunca. Es peor que lo otro, por que me siento responsable y cómplice. Por
ejemplo, yo alimento esta especie de rumia dolorosa: existo. Yo. El cuerpo, una
vez que ha empezado, vive solo. Pero soy yo quien continúa, quien desenvuelve
el pensamiento. Existo. Pienso que existo. ¡Oh qué larga serpentina es esa
sensación de existir! Y la desenvuelvo muy despacito... ¡Si pudiera dejar de
pensar! Intento, lo consigo: me parece que la cabeza se me llena de humo... y
vuelve a empezar: "Humo... no pensar... No quiero pensar. No tengo que pensar
que no quiero pensar. Porque es un pensamiento". ¿Entonces no se acabará
nunca?
Yo soy mi pensamiento, por eso no puedo detenerme. Existo porque pienso...
y no puedo dejar de pensar. En este mismo momento —es atroz— si existo es
porque me horroriza existir. Yo, yo me saco de la nada a la que aspiro; el odio, el
asco de existir son otras tantas maneras de hacerme existir, de hundirme en la
existencia. Los pensamientos nacen a mis espaldas, como un vértigo, los siento
nacer detrás de mi cabeza... si cedo se situarán aquí delante, entre mis ojos, y sigo
cediendo, y el pensamiento crece, crece, y ahora, inmenso, me llena por entero y
renueva mi existencia.
Mi saliva está azucarada, mi cuerpo tibio; me siento insulso. Mi cortaplumas
está sobre la mesa. Lo abro. ¿Por qué no? De todos modos, así introduciría algún
cambio. Apoyo la mano izquierda en el anotador y me asesto un buen navajazo
en la palma. El movimiento fue demasiado nervioso; la hoja se ha deslizado, la
herida es superficial. Sangra. ¿Y qué? ¿Qué es lo que ha cambiado? Sin embargo
miro con satisfacción en la hoja blanca, a través de las líneas que tracé hace un
rato, ese charquito de sangre que por fin ha cesado de ser yo. Cuatro líneas en
una hoja blanca, una mancha de sangre: es un hermoso recuerdo. Tendré que
escribir encima: "Ese día renuncié a escribir mi libro sobre el marqués de
Rollebon".
¿Me curaré la mano? Vacilo. Miro el ligero fluir monótono de la sangre.
Justamente ahora se coagula. Se acabó.
Mi piel parece enmohecida alrededor del tajo. Debajo de la piel sólo queda
una pequeña sensación semejante a las otras, quizá más insulsa todavía.
Dan las cinco y media. Me levanto, la camisa fría se me pega a la carne. Salgo.
¿Por qué? Bueno, porque tampoco tengo razones para no hacerlo. Aunque me
quede, aunque me acurruque en silencio en un rincón, no me olvidaré. Estaré
allí, pesaré sobre el piso. Soy.
Compro un diario al pasar. Sensacional. ¡Fue hallado el cuerpo de la pequeña
Lucienne! Olor a tinta, el papel se aja entre mis dedos. El innoble individuo ha
huido. La niña fue violada. Hallaron su cuerpo, sus dedos crispados en el barro.
Estrujo el papel con mis dedos crispados; olor a tinta; Dios mío, con qué fuerza
existen hoy las cosas. La pequeña Lucienne fue violada. Estrangulada. Su cuerpo,
su carne magullada, existen aún. Ella ya no existe. Sus manos. Ella ya no existe.
Las casas. Camino entre las casas, estoy entre las casas, muy derecho en el
pavimento; el pavimento existe bajo mis pies, las casas vuelven a cerrarse sobre
mí, como el agua se cierra sobre mí, sobre el papel arrugado, soy. Soy, existo,
pienso luego soy; soy porque pienso, ¿por qué pienso? No quiero pensar más,
soy porque pienso que no quiero ser, pienso que... porque... ¡puf! Huyo, el
innoble individuo ha huido, su cuerpo violado. Ella sintió esa otra carne que se
deslizaba en la suya. Yo... ahora yo... Violada. Un dulce deseo sangriento de
violación me atrapa por detrás, dulcemente, por detrás de las orejas, las orejas
corren tras de mí, el pelo rojo, el pelo es rojo en mi cabeza, hierba mojada, hierba
rojiza, ¿también soy yo? ¿Y el diario también soy yo? sujetar el diario, existencia
junto a existencia, las cosas existen unas junto a otras, suelto el diario. La casa
surge, existe frente a mí; camino a lo largo de la pared; existo a lo largo de la
pared, existo frente a la pared, un paso, el muro existe frente a mí, uno dos,
detrás de mí, el muro está detrás de mí, un dedo que rasca en mi calzoncillo,
rasca, rasca y saca el dedo de la niña manchado de barro, el barro en mi dedo que
salía del arroyo barroso y vuelve a caer despacito, despacito, se ablandaba,
rascaba con menos fuerza; los dedos de la niña a la que estaban estrangulando,
innoble individuo, rascaban con menos fuerza el barro, la tierra, el dedo se
desliza despacito, primero cae la cabeza, caricia caliente contra mi muslo; la
existencia es blanda y rueda y se zarandea, yo me zarandeo entre las casas, soy,
existo, pienso, luego me zarandeo, soy, la existencia es una caída acabada, no
caerá, caerá, el dedo rasca en un tragaluz, la existencia es una imperfección. El
señor. El señor guapo existe. El señor siente que existe. No, el señor guapo que
pasa, orgulloso y dulce como un volúbilis, no siente que existe. Expandirse; me
duele la mano cortada, existe, existe, existe. El señor guapo existe. Legión de
Honor existe, bigote, eso es todo; qué felicidad ser tan sólo la cinta de la Legión
de Honor y un bigote, y el resto nadie lo ve, él ve los dos extremos puntiagudos
de su bigote a ambos lados de la nariz; no pienso, luego soy un bigote. No ve ni
su cuerpo magro ni sus grandes pies; hurgando en el fondo del pantalón se
descubriría un par de gomitas grises. Tiene la cinta de la Legión de Honor, los
Cochinos tienen derecho a existir: "existo porque es mi derecho" Yo tengo derecho a existir, luego tengo derecho a no pensar; el dedo se levanta. ¿Acaso
voy...? ¿acariciar entre las sábanas blancas desplegadas la carne desplegada que
cae otra vez, dulce, tocar los trasudores florecidos de las axilas, los elixires y los
licores y las florescencias de la carne, entrar en la existencia del otro, en las
mucosas rojas, hasta el pesado, dulce, dulce olor a existencia, sentirme existir
entre los dulces labios mojados, los labios rojos de sangre pálida, los labios
palpitantes que bostezan todos mojados de existencia, todos mojados de un pus
claro entre los labios mojados, azucarados, que lagrimean como ojos? Mi cuerpo
de carne que vive, la carne que bulle y dulcemente revuelve licores, que revuelve
crema, la carne que da vueltas, vueltas, vueltas, el agua dulce y azucarada de mi
carne, la sangre de mi mano, me duele mi carne magullada que da vueltas,
camino, camino, huyo, soy un innoble individuo de carne magullada, magullada
de existencia entre estas paredes. Tengo frío, doy un paso, tengo frío, un paso,
doblo a la izquierda, doblo a la izquierda, él piensa que dobla a la izquierda,
loco, ¿estoy loco? Dice que tiene miedo de estar loco, la existencia, ¿ves, pequeño,
en la existencia?, se detiene, el cuerpo se detiene, piensa que se detiene, ¿de
dónde viene? Qué hace. Prosigue, tiene miedo, mucho miedo, innoble individuo,
el deseo como bruma, el deseo, el asco, dice que está asqueado de existir, ¿está
asqueado? fatigado de estar asqueado de existir. Corre. ¿Qué espera? ¿Corre para
escapar, para arrojarse en el dique? Corre, el corazón, el corazón que late es una
fiesta, el corazón existe, las piernas existen, el aliento existe, existen corriendo,
alentando, latiendo blanda, suavemente; él se sofoca, me sofoco, dice que se
sofoca; la existencia toma mis pensamientos por detrás y dulcemente los abre por
detrás; me atrapan por detrás, me obligan por detrás a pensar, luego a ser algo,
detrás de mí alguien que alienta en ligeras burbujas de existencia, él es burbuja
de bruma de deseo, está pálido en el espejo como un muerto, Rollebon está
muerto, Antoine Roquentin no está muerto, desvanecerme: dice que quisiera
desvanecerse, corre, corre al hurón (por detrás) por detrás por detrás, la pequeña
Lucienne asaltada por detrás, violada por la existencia por detrás, él pide gracia,
le da vergüenza pedir gracia, piedad, socorro, socorro luego existo, entra en el
Bar de la Marine, los pequeños espejos del pequeño burdel, está pálido en los
pequeños espejos del pequeño burdel el alto pelirrojo blando que se deja caer en
el asiento, el pick-up funciona, existe, todo gira, existe el pick-up, el corazón late:
girad, girad licores de la vida, girad jaleas, jarabes de mi carne, dulzuras... el
pick-up:
When the mellow moon begin to bean
Every night I dream a little dream.
La voz, grave y ronca, aparece bruscamente y el mando, el mundo de las
existencias, se desvanece. Una mujer de carne ha tenido esta voz, ha cantado delante de un disco, con su mejor ropa, y su voz quedaba registrada. La mujer,
¡bah!, existía como yo, como Rollebon; no tengo ganas de conocerla. Pero hay
esto. No se puede decir que exista. El disco que gira existe, el aire golpeado por
la voz que vibra, existe, la voz que impresionó el disco existió. Yo que escucho,
existo. Todo está lleno, existencia en todas partes, densa y pesada y dulce. Pero
más allá de toda esta dulzura, inaccesible, muy cercano, tan lejos, ay, joven,
despiadado y sereno está ese... ese rigor.