Capaz que vuelvo

By PradoHernan

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IMPORTANTE: ESTA HISTORIA EMPIEZA DESDE EL FINAL, Y ESTÁ ESCRITA TODA HACIA ATRÁS HASTA EL PRINCIPIO. Porque... More

Parte 1
Parte 2
Parte 3
Parte 4
Parte 5
Parte 6
Parte 7
Parte 8
Parte 9
Parte 10
Parte 11
Parte 12
Parte 13
Parte 14
Parte 15
Parte 16
Parte 17
Parte 18
Parte 19
Parte 20
Parte 21
Parte 22
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Parte 25
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Parte 27
Parte 28
Parte 29
Parte 30
Parte 31
Parte 32
Parte 33
Parte 35
Parte 36
Parte 37
Parte 38

Parte 34

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By PradoHernan

Me dieron un mes de vacaciones por recorrer en un barco surrealista los lugares más increíbles. A mí me hacen juicio en cualquier momento. Por descarado. Por tomarme vacaciones después de navegar alrededor de Cerdeña, Barbados, St. Barths o Caimán. No sé dónde meterme.

Llamo a la compañía aérea que me llevó de viaje por Europa. Siguen sin saber nada de mi cuaderno. Me repiten que lo único que encontraron fue un móvil, un neceser y una notebook. No entiendo cómo alguien no reclama una notebook. Me hacen sentir un pijotero preguntando por un cuaderno a rayas. Sé perfectamente que la aerolínea ni registra mi reclamo. Deben estar usando el cuaderno para jugar al tutti frutti. Yo también me bajé de ese avión sin saber ni mi nombre. De pedo manoteé la mochila. Fue el viaje más loco que hice en mi vida. Dos horas volando. La señora que va al lado mío no entiende por qué tengo una sonrisa de lado a lado, las manos agarradas al asiento y la cabeza contra el respaldo como si fuésemos a la velocidad de la luz. Mi boca va haciendo guau. En el despegue sentí que una parte de mi cuerpo se desintegraba contenta. Cuando el avión empezó a carretear, la piel que me sobraba se pasó al asiento de atrás. Una sensación hermosa. Los controles del aeropuerto me dejaron pasar sin más remedio. No tienen ningún aparato para medir por qué soy tan feliz.

Qué bien que hice en terminar la gira en Ámsterdam. Cuatro días siendo libre sin molestar al de al lado. Caminando más puentes que calles. Nunca crucé tantos puentes juntos. Al final se vuelve un vicio. Querés puentes, dame más puentes, Ámsterdam. Hacés siete cuadras de más para ir a buscar otro. No estamos hablando solo de puentes. Debajo hay unos canales encantadores. Los construyeron para que no se transformara en realidad la inundación que se ve desde el aire. Algo que parecía inevitable en una zona que está dos metros por debajo del nivel del mar. Sonrío a cada dato que me tira el guía turístico. Él hace lo mismo. También el resto. Acá sonreímos todos. Abrimos los ojos cuando nos señala la cantidad de casas flotantes que hay en esos canales. Un poco nos desilusionamos al enterarnos de que no quedan lugares para amarrar una. La fantasía de vivir sobre un canal en una barcaza refaccionada nos envuelve inmediatamente. Tacho la idea de saltar de palito desde el porche al escuchar que el fondo está lleno de bicicletas. Son, lejos, lo que más encuentran los limpiadores de canales. Una vez al año circulan unas lanchas con imanes que las atrapan de a toneladas. Los lugareños dicen que de los tres metros de profundidad, hay un metro de barro, otro de agua, y el restante son bicicletas. Arriba del agua, también abundan. Hay más bicis que habitantes. Les tuvieron que poner frenos contra pedal en vez de los tradicionales para evitar que se enredasen los cables al dejarlas todas juntas. En una esquina, contra una baranda, puede haber más de cincuenta. Avisá que no llegás a cenar si te toca sacar la del medio. Yo tendría que haber alquilado una. A mitad de la estadía me doy cuenta de que Ámsterdam se puede conocer de distintas maneras, dependiendo del tiempo que dispongas:

a) Una semana >> caminando

b) Cuatro días >> en bicicleta

c) Un día >> Google

Además, los ciclistas tienen prioridad de paso en cualquier situación, así vos crucés en muletas. Están más protegidos que los osos panda. Una de las ventajas de ir a pie, es que estás más atento a los detalles. Mirás para arriba y ves que muchas de las ventanas de las casas no tienen cortinas. No es que están orgullosos de cómo les quedó el living, sino que hay muy pocas horas de sol, además de que la mayor parte del tiempo está nublado. Por eso entre sacarse un moco o esquivar los muebles, eligen lo segundo. Las casas, además de no ser muy luminosas, son bastante angostas, porque antiguamente se determinaba el impuesto de la vivienda en función de su ancho. Siempre está el que se pasa de miserable y entra al libro Guinness con la casa más estrecha del mundo. Obvio que fui a verla. Así de magnéticos son los récords cuando estás de viaje. No importa si llegás y hay un hotel de arena como el de una playa de Inglaterra o un edificio de un metro de ancho en el centro de Ámsterdam. Todo suma a la hora de saciar el morbo enciclopédico. La casa es angosta de verdad; si parpadeás la pasás de largo. Los actuales herederos no se quejan porque tienen un techo, aunque, en voz baja, les gustaría poder estirar los brazos. Lo que las casas no tienen de ancho lo tienen de alto, total hacia arriba no se cobraba extra. El problema fue que las escaleras quedaron demasiado estrechas para andar subiendo sillones.

–¿Y si ponemos una polea arriba de todo y los entramos por las ventanas? –se escuchó cuando se atascaron los primeros muebles. La idea funcionó bien hasta que hubo que subir un piano. Porque el sillón golpea contra la pared y sigue subiendo, la macana con el piano fue que no llegaron ni las teclas.

–¿Y si hacemos los edificios inclinaditos hacia delante? –propuso uno, al que primero miraron raro y después lo ascendieron.

Yo desconocía la iniciativa. Por poco me orino encima al ver que el edificio se me venía encima. El gobierno, previsor, ha colocado unas chapas acanaladas en muchas de las esquinas para evitar que los miedosos lo demuestren en la calle. El sistema se basa en el ojo por ojo: hacés pis y te rebota. Me río de solo mirarlo. Me río solo. Me río. Ámsterdam. Qué gran ciudad. Todos saben que estamos felices. En el suelo pusieron números para que vayamos jugando a la rayuela. No es que pasó alguien y los pintó con una tiza. Están sobre baldosas diferenciadas para que la cancha se note fácilmente. Sabia manera de fomentar la alegría.

La primera noche fue incómoda. Todo el mundo habla del Barrio Rojo. Las agencias lo promocionan, los hostels lo recomiendan, las familias se sacan fotos. A mí, ver chicas en las ventanas me chocó un poco. Será que me acostumbré a que desde las vidrieras me vendan microondas, no sexo. ¿En qué momento dejamos de admirar las cataratas para retratar chicas en ropa interior atrás de un vidrio? La escena es triste, por más que estemos en Ámsterdam. No se vayan, sonrisas. No me dejen solo entre tanto fisgón. Algunos entran. La mayoría se queda afuera recorriendo la feria de la lujuria. El problema no es la capa de ozono. Eso se arregla. Los que no tenemos solución somos los que estamos acá abajo. Tengo miedo de que algún despistado me confunda con Ned Flanders. Por favor. Estoy a favor del amor libre, pago, homosexual, sadomasoquista y/o prohibido. Soy un alma de mente abierta. Perdí la oportunidad de demostrarlo al no instalarme en Ruigoord. Cómo fue que nadie me avisó de que existía esta maravilla. Esa comunidad de artistas que en 1973 ocupó una aldea abandonada. Eligieron una isla para excluir al capitalismo y mantenerse lejos de cualquier forma de consumo. Como la iglesia que encontraron había sido construida para otros fines, pero el techo y las paredes les servían, la transformaron en escuela, biblioteca y boliche. Algunos dicen que están locos. Otros, que son genios. Ellos ni opinan. Viven alegres afuera del sistema. Organizan festivales donde abundan la música, las exposiciones, las actividades, la comida y los estupefacientes. Lo único que imponen es la libertad. Sus necesidades son pocas y la fama no es una de ellas. Por eso no me enteré yo, ni tantos otros que llegan a Ámsterdam buscando volverse locos. Menos mal. Más de uno haría fuerza pidiendo blindex con gente alucinada. En una época, corrió el rumor de que compañías vinculadas al puerto vecino comprarían la isla con fines industriales. Los poetas, escultores, escritores, pintores y ningún ingeniero, construyeron una torre de veinte metros de alto en señal de protesta. La hicieron íntegramente de pallets que sacaron a escondidas de esas mismas empresas. Para fin de año, en lugar de usar cañitas voladoras, la prendieron fuego. Me contaron que últimamente la aldea ya no es lo que era. Que en cualquier momento se llena de vidrieras.

Mi roommate en el hostel me mira cómplice. Sabe que vengo del coffee shop. Lo sabe todo Ámsterdam. Sonrío al saludar. Sonrío al ver que me olvidé la toalla en Berlín. Sonrío al tropezarme contra la cama. Sonrío con el nombre del hostel que se llama Bed&Breakfast. Sonrío en la calle desierta. Me acuerdo de cuando trabajaba en una oficina y sonrío. Impecable el coffee shop. Los voy a llenar de estrellitas. Acabo de volver del futuro y me vi riéndome durante cuatro días. En este local entienden todo. Me asesoraron con una dedicación de otra época. Quieren que sepas lo que estás haciendo. Preguntan cosas, algunas personales. Si conozco los efectos, si voy a Praga. Me vieron llegar desde que salí de Berlín.

–¿Primera vez en Ámsterdam? –tantea uno desde atrás del mostrador, sin necesitar la respuesta.

El coffee shop a mitad de cuadra, con un toldo verde, macetas a los costados, frente de ladrillo a la vista y cartel con letra cursiva, se ve tal cual me lo describieron. Vamos a ver cómo es eso de que acá la venta y el consumo de marihuana están legalizados.    

Haceme reír

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