Círculo de Hadas

By LynnS13

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Sinopsis: Maritza Salgado es una mujer tranquila, una hija única que creció a la sombra de su madre, Adriana... More

La Muerte de Esteban O'Reilly
Baile de Máscaras
Llamadas Nocturnas
Vecinos y Otras tantas Incomodidades
Asuntos de Queens, prioridades de Manhattan (Parte 1)
Las Cenizas que Alimentan el Rosal
Asuntos de Queens, Prioridades de Manhattan (Parte 2)
Debes Aplaudir si crees en Ellas
Cambiantes y Otros tantos temas
Extraños en la Noche
Accidentes
Parientes, Amigos y Rivales (Parte 1)
Parientes, Amigos y Rivales (Parte 2)
Como fue desde un Principio
No Sabes Cuanto te Amo
La Casa que Alexander Construyó
Promocion Descarada (Nota de Autora)

Nadie Emerge del Aire

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By LynnS13

 

 

Los O’Reilly nunca fueron mucho en Irlanda, ser una familia numerosa no ameritaba en un país donde siete u ocho hijos se consideraban promedio. Para ser sinceros,  su triunfo más considerable fue lograr matricular a unos quince del clan para trabajar en un ambicioso proyecto de ingeniería; la construcción de un colosal transatlántico de  la línea White Star cuyo historial de preciso y eficiente ensamblaje pondría a Belfast en el mapa. No existe tal cosa como la suerte irlandesa a menos que se trate el asunto entre broma e ironía. Todos saben cuál fue el destino del Titanic.

Cansado de fallar en su tierra natal, Daniel O’Reilly recogió a su prole y se enlistó en el primer barco con destino a América. Llevó consigo una maleta con varios cambios de ropa, un misal antiguo y un puñado de cuarzos en bruto. Su mejor amigo Donovan solía decir que el Señor se apiadaba de los pobres cuando estos se veían  forzados a estar de ligas con Dios y con el Diablo. Nada que perder. Zarpó de su Isla Esmeralda en tiempos de paz y gracias a un disparo certero en contra de un archiduque, acción que resonó en el globo, para el momento en que puso pie en la Isla de Ellis en Nueva York, el mundo estaba sumido en una guerra.

 La propaganda rezaba que este estaba marcado a ser el conflicto que pondría final a todos los conflictos. Pero si de algo estaba seguro Daniel O’Reilly es que el gusto por la guerra no se pierde. Ahora el mundo entero trataba de probar por vez primera, quien sería el más fuerte. Los vencidos jamás se declararían derrotados del todo y los victoriosos se aprontarían a alimentar la maquinaria bélica para no exponer su lugar. Fue por eso que, antes de partir al frente (a cambio de lo cual había negociado con una emergente superpotencia un rápido camino a la ciudadanía) le dio a su hijo Nathan el primero de los únicos dos consejos que saldrían de sus labios:

–Estudia bien tus números. Cuando la gente vuelve de una guerra se dedica a dos cosas: a olvidarla o a revivirla. Quien no pueda sacarla de su cabeza, morirá preso de la soledad y la paranoia. Quien quiera echarla al olvido, habrá de optar por mujer, casa e hijos. El costo de esa paz mental se mide en el dinero que se tenga para alcanzarla. Todos debemos trabajar, si sabes cómo hacerlo, tendrás la oportunidad de trabajar el dinero de otros.

Nathan escuchó a su padre y se convirtió en contable. La vida no fue fácil, pero nada nunca lo era. Con celo y entrega al trabajo, el joven O’Reilly comenzó a forjarse un nicho en el complicado mundo de la banca. Nathan era ante todo, dedicado, al punto de ser testarudo. Cuando la miseria tocó a las puertas de New York y del mundo en Octubre de 1929, Nathan O’Reilly se negó a abandonar la ciudad. A consecuencia de esto, quedó aplastado bajo el peso de la más desastrosa caída de la bolsa en el mundo occidental. Desesperado, llegó a pensar  emprender el viaje de regreso a su tierra natal, donde el fracaso y la ruina se hacen menos acompañado de algo de cerveza oscura y emparedados de carne cecina. Fue entonces cuando su padre decidió darle un segundo consejo.

–Antes de dar un paso atrás, debes consultarlo con Sleagh Maith, las buenas gentes.– El viejo se levantó con dificultad y alcanzando una lata de galletas forrada en polvo, abrió la tapa y dejó caer unas cuantas piezas de cuarzo igualmente polvorientas. Eran las piedras que trajo una vez de Irlanda. Nathan le había visto desempolvarlas en varias ocasiones, acomodándolas en torno a un platillo de pan mojado en leche y miel; humildes ofrendas para quien quisiera tornar la providencia a su favor y agraciarle con el numero ganador de la lotería y otras tantas cosas que envuelven el azar. Su padre era un hombre construido sobre contradicciones; tanto ofrecía un consejo de buen fundamento como se daba a la fantasía. El asunto solo empeoró con el pasar del tiempo.

El hijo veneraba a su padre y se había propuesto darle las mejores condiciones rumbo al ocaso de su vida. Si alguien procuró cambiar el curso de Daniel fue Nathan y no la voluntad de seres diminutos. Desde el deceso de su madre y la “americanización” de sus hermanos que les profirió una naturaleza desapegada de los asuntos de familia, habían sido solo ellos dos. Jamás cruzaron palabras o acciones ofensivas el uno contra el otro, pero ahora el menor miraba al mayor con un amago de falta de respeto y una sonrisa burlona en los labios. Finalmente el peso del tiempo había alcanzado a su viejo y ya empezaba a presentar el típico desvarío de los que le deben honores a la tumba.

– ¡Da!... ¿En serio? El mundo está colapsando sobre sí mismo y tú recomiendas que vaya a cazar hadas. ¡Pffffft! Créeme, que si tuviera para gastar en crema fresca y miel, no estaría dejando ofrendas en las ventanas.

– ¿Alguna vez te he fallado, Nathan? – La voz de su padre estaba tocada de desencanto, sus ojos se cuajaron de lágrimas.  Había vivido lo suficiente como para sentir la burla y la incredulidad en el tono de su hijo. Para otros eso era uso y costumbre, para Daniel era motivo de deshonor y sufrimiento. Su hijo pudo percibir el cambio de estado anímico y ofreciéndole una sonrisa indulgente y un abrazo, plantó un suave beso en su mejilla.

–Ah, Da, no te preocupes. Me han ofrecido hacer de mano de obra en Cimarron, Oklahoma. Dicen que quien lleva sangre de granjero nunca lo olvida. Tú podrás descansar tranquilo y yo trabajaré la tierra si es lo necesario.

 Nathan se despidió de Daniel con un par de palmadas en la espalda. Le esperaba un día ajetreado, la necesidad rampante en la ciudad había convertido la economía en una de trueque, donde la propiedad se medía, no por lo que apreciaba, si no por la capacidad para uso inmediato. Un traje de buen corte no era tan valioso como un mameluco de mezclilla, un par de mancuernas doradas eran nada al lado de una espadilla de mezclar concreto. Lo poco que poseían sería puesto a la venta, o a la orden para conseguir pasaje a Las Grandes Planicies.

Las pocas tiendas de empeño que quedaban en pie, pagaban una miseria. Nathan estaba dispuesto a ofrecer un broche de plata que perteneció a su madre, el cual sobrevivió la estrechez y necesidad que enfrentaron en Irlanda con la esperanza de convertirse en un memento de familia una vez conquistaran el llamado sueño americano. El hombre observó la pieza con gran dolor. Objetos vienen y van, la urgencia impera, pero una persona se sabe verdaderamente perdida cuando se ve obligada a vender su historia.

–Particular prenda–, observó un hombre que esperaba junto a él en la fila. Nathan se conmocionó un poco, pues segundos antes miró hacia atrás para ver la calle vacía, pero la Depresión sacaba a las gentes a las calles como las ratas. Esta rata sin embargo, estaba tan bien vestida que era un insulto.

–Permítame presentarme, mi nombre es  Francis Alexander. Soy un amigo de su padre.– El hombre vestía un ajuar de tres piezas del más fino hilo, el pañuelo de seda que adornaba el bolsillo del pecherín de su traje no servía otro propósito que el de aumentar el valor de la costura. Con cabello negro, abundante y brillante acompañado por una muy bien cuidada barba que hablaba de rasuradas en silla de cuero, el señor Alexander no parecía ser de los que necesitaban librar el sudor de su frente o resguardarse del frio. Eso eran asuntos de gentes más vulgares. Si de algo Nathan O’Reilly estaba seguro era de que el hombre mentía. Desde la llegada de Daniel a la ciudad de New York, había abandonado Hell’s Kitchen solo para ir a la guerra. El bastión irlandés entre la calle 34 y la 59 no solía albergar más que clase obrera. Con su porte y alcurnia, a pesar de guardar una cierta familiaridad, un no sé qué,  el hombre con quien hablaba no parecía pertenecer al mundo de su padre.

– ¿Disculpe? – fue la forma de Nathan poner todas sus dudas sobre la mesa.

–Soy amigo de un amigo, por decir– contestó el hombre de profundos ojos oscuros e igual negra cabellera.–Se me ha asignado ver sobre las necesidades de su familia. No. No conozco a Daniel O’Reilly directamente, pero un préstamo a tan alta suma y rindiendo tan buen interés no puede pasarse por alto.

– ¿Mi padre gestionó un préstamo? Espero esté dispuesto a recibir polvo de hadas como colateral.

El caballero bien vestido guardó silencio. En sus adentros estaba más que satisfecho con lo que conseguiría por intercambio. Tomó la mano derecha del contable desempleado entre las suyas, depositando en ella un morral de terciopelo. Nathan observó que bajo la nítida manga prensada se escondía la tinta negra de lo que parecía ser un tatuaje, trazos oscuros de origen tribal que reproducían la imagen de finas alas.  La bolsa se sintió pesada en la mano del menor O’Reilly. Un hombre cauteloso sabía mejor que abrir a ver el contenido en plena calle, ante los ojos de otros tantos necesitados.

–Ve a casa– advirtió el hombre que se hacía llamar Francis Alexander–. Esta transacción está en marcha. Con el tiempo, habremos de regresar. Pedimos poco… el primer fruto de la tierra, la parte dulce de un sacrificio.

Si tan solo hubiese desaparecido frente a sus ojos; pero el hombre simplemente se despidió y continuó su camino, doblando en la esquina de la Sexta Avenida, hasta perderse de vista.

Al llegar al apartamento en Hell’s Kitchen, Nathan abrió el saco de  suave tela para dejar caer, ante sus ojos incrédulos, un puñado de pepitas  del más puro oro, la más pequeña del tamaño de su pulgar.  El peso en sus manos compraba un pasaje a cualquier lugar, una vida nueva, infinidad de posibilidades.

– ¡Da! ¡Daaaaaa! – La emoción en su voz era casi infantil. Al asomarse a la habitación que se veía forzado a compartir con su padre, su expresión alegre se le congeló en el rostro. Daniel O’Reilly, apenas llegando a los sesenta años de edad, había sucumbido ante el peso de las heridas de guerra y la angustia de las ineludibles miserias. Apretadas entre sus manos rígidas, un juego de piedras de cuarzo. El enterrador llegó en un par de horas, agradecido de no recibir una promesa de pago a plazos. El hijo observó en silencio como el hombre se dedicaba a su labor, preparando el cuerpo del padre. Mientras el enterrador lavaba el torso desnudo del difunto, Nathan pudo notar un tatuaje de tinta recién incorporada adornando la piel maltratada e hinchada de su padre: un zumbador negro, alas por siempre suspendidas en  medio del vaivén incansable, revoloteando sobre un círculo de piedras.

El bienestar de una generación naciente fue pagado con la sangre de una en decadencia, pero los Heraldos Oscuros de Fae no se conformaban con vidas menguantes. Inadvertidamente Daniel O’Reilly puso en marcha una bendición inmediata y una maldición a largo plazo. Los ojos que observaban, los oídos prestos a escuchar, fueron los que habitaban del lado oscuro de la leyenda. Al hombre, en su desesperación, se le escapó la  elegante ironía de las tradiciones torcidas donde las buenas gentes podían ser los peores engendros del infierno.

 A partir del deceso de su padre, Nathan vivió seguido por una tras otra instancia de misteriosa suerte. Todo lo que tocaba parecía convertirse en proverbial oro. Sobrevivió la Gran Depresión y lo que una vez fue un simple negocio casero de contaduría progresó hasta convertirse en una firma de especulación e inversión. Para el momento en que realizó que la juventud se le estaba escapando de las manos, su gran fortuna se convirtió en el asiento de su locura. Pasarían décadas antes de detenerse a pensar a qué se refería ese hombre de fácil sonrisa y particular fulgor en sus ojos oscuros cuando usó la frase el primer fruto de la tierra, la parte dulce de un sacrificio.

 Eventualmente habría de maldecir mil veces la hora en que estrechó aquella mano y aquel momento de desesperación donde, entre la espada y la pared tuvo que echar mano de aquel mal habido oro y con ello selló el pacto. Pero aún no era el momento de realizaciones.

La vida siguió su curso. Inevitablemente se enamoró de una mujer a la cual le tocó vivir al margen de sus secretos.  Para ese entonces ya Nathan había comenzado a soñar con el zumbido de diminutas alas destellando zafiro, esmeralda y carmesí en la oscuridad, colores que se escondían detrás de ojos profundos y oscuros; temblar de alas que se confundía con una caricia, o el toque de una mano amiga. El matrimonio le fue como un bálsamo a la vida agitada y la llegada de los hijos pronto le hizo olvidar angustias que decidió  debían quedar en la tumba con su padre. Con el tiempo volvió a su tierra natal, cansado del sueño americano, con la percepción de todos los expatriados que añoran su suelo. Ya hice mi trabajo. Ahora me toca descansar…

A cuarenta y cinco años de haberse topado con un desconocido frente a una casa de empeño en una calle  en Manhattan, llegó su momento de la verdad.

Entraba el verano de 1977 y los O’Reilly viajaron a Oxford para ver a su hijo Neal graduarse de la prestigiosa universidad. Donde su padre se construyó un futuro basado en el instinto, los hijos hicieron movidas inteligentes con el capital de la familia, asegurando así un futuro estable. Patricia, su hija menor, recién se comprometía con un prominente hombre de negocios de Dublín, quien trabajaba en importación y exportación de mueblería.

Neal, el orgullo de su padre, optó por estudiar Derecho Comercial Internacional. Le esperaba una exitosa carrera como Banquero de Inversiones en  el Banco Real de Escocia. Desde que apenas era un muchacho, Neal O'Reilly trazó el plan de su vida punto por punto. Por eso, los padres se encontraron más que sorprendidos cuando su hijo les acercó  junto a una joven a quien no habían visto con anterioridad. La mujer estaba acompañada de su madre, quien, a primera instancia parecía el patrón por el cual fue cortado la hija; dos gotas de agua.

–Padre, Madre– dijo Neal con la mejor de las sonrisas–. Les presento a Carla e Isabel Alejandro. Isabel estudia Literatura en Girton. Nos conocimos hace unas semanas en un intercambio estudiantil.

La señora O’Reilly entendió perfectamente lo que quiso decir su hijo…Es ella, si no ella, ninguna… e hizo lo que hace toda buena madre: saludar e inmediatamente comenzar una buena conversación con su consuegra. Para Nathan fue algo más difícil.  Su hijo, ignorante de todo lo que pasaba por la cabeza del padre, siguió cantando alabanzas de su novia, llegada a Inglaterra vía España, con familia en el Caribe. Mientras, su padre se perdió en ese rostro ovalado, nariz fina y labios rosados, en ese cabello negro y ojos oscuros los cuales trató de evitar conjurar desde sus más reprimidas memorias.

– ¿A… Alejandro? ¿Ese es su apellido? ¿Está segura de no tener familia en New York? Una vez conocí a un irlandés de cabello oscuro, de nombre Francis Alexander, cuyas facciones se repiten insistentemente en tu rostro y el de tu madre.

– ¡Santo cielo, Papá! ¿No te basta con que sea católica? – intervino Neal riéndose. Isabel se zafó del brazo de Neal para acercarse a Nathan.

– ¿Quién sabe, señor O’Reilly?– afirmó con una cara de total inocencia–. Mi familia es numerosa, tenemos ramas en todas partes.

****

–No puedo creerlo, Nathan O’Reilly… ¡Serás mi causa de muerte! ¿Cómo se te ocurre oponerte a  lo más normal del mundo? – Su esposa estaba genuinamente irritada. No solo Nathan se empeñó en objetar el compromiso de su hijo, si no que, en una conversación intima entre los miembros de la familia, amenazó con desheredarlo. Lo único que ganó con su decisión fue perder contacto con un hijo y ganar un infierno con su esposa. Eventualmente accedió y dos años después, un primero de Mayo, su hijo, quien a pesar de haber aceptado la reconciliación, decidió poner un océano de por medio para no exponerse, se unía en matrimonio a Isabel Alejandro en la Catedral de San Patricio.

Durante la recepción, aprovechando un momento a solas mientras los novios se despasaban entre las mesas de los invitados y la señora O’Reilly entretenía el asunto del brindis pronto a presentarse, Carla Alejandro pidió unos minutos con su consuegro.

–Agradecemos su presencia, señor O’Reilly. Me consta que la relación de nuestros hijos no ha sido fácil para usted. –  La mujer sostenía entre sus dedos una flauta de champaña del más fino cristal. Sus labios no se habían humedecido con el líquido. En realidad, Carla no probó bocado esa noche.

Era una verdadera locura, arriesgarse de esta manera, quedar al ridículo delante de la elite social de New York, en la sala de festejos del Hotel Plaza,  pero tenía que pronunciar las palabras, exponer las dudas que no llegó a compartir con su esposa y mucho menos con su hijo.

–Nada, ni siquiera un sorbo… los de tu clan ayunan en Bealtaine.

Durante los primeros años, Nathan descartó las declaraciones de su padre como ignorancia y superchería. Luego concedió que toda su fortuna estaba basada en su decisión y buena suerte. Pero de un tiempo a esta parte la idea de que en algún lugar tenía al pendiente una deuda, se fue haciendo más creíble con cada interacción con las llamadas Alejandro.

Carla no pareció sorprenderse. Por dos años había esperado la confrontación. En su cabeza se armaron varios escenarios, desde la develación a puerta cerrada hasta el intento de sublime ridiculez donde pretendería sacar el asunto a la luz delante de todos. La declaración tan directa fue bienvenida. Colocó la copa en la baranda del balcón antes de colectarse para comenzar a hablar.

–Clan. Es una palabra tan de las tierras altas, de Islas rodeadas de aguas gélidas en el Atlántico… una palabra tan cerrada. Preferimos familia, es una idea más… abierta al cambio, a la adaptación que se requiere para sobrevivir en un mundo que ha optado por pretender ser ausente de magia. No sabes cuantas veces reímos viéndote evitar que tus hijos corrieran tras irlandeses de piel traslucida, ojos y cabello oscuro. Nos juzgaste tan obvios… Darling, ni raibh muid a rugadh i Oilean. Mbaineann muid ingach ait… Dulzura, no nacimos en una isla, pertenecemos a todo lugar. Y si, hoy es Bealtaine y alrededor del mundo las gentes incautas despiden la primavera y reciben el verano… esperan las lluvias, levantan los palos de Mayo, encienden fogatas olvidando que las cenizas en algún momento en el tiempo eran tan preciadas como el oro… ceniza en la puerta, ceniza en la piel, mantiene alejados los hijos de Fae. Hoy las hadas se cuidan de no comer, pero mañana, insaciables, volvemos a reclamar el primer fruto de la tierra, la parte dulce de un sacrificio.

Con un movimiento de su mano señalo  hacia los novios, quienes volvían a la mesa del banquete después de intercambiar palabras y repartir mementos. El mesero recogió el plato de Isabel, sonriendo ante el nerviosismo de la novia, quien no se había molestado ni en mover los cubiertos para pretender llevarse algo a la boca. Nathan descubrió que el precio no fue la vida de su padre, si no la de su hijo, la primicia de una promesa, el premio al sacrificio de generaciones.

 El hombre entendió por primera vez la verdad detrás de las historias, libre de los artificios de la imaginación que suaviza las versiones hasta convertirlas en asunto de historias infantiles: Los hijos de Fae, “las buenas gentes” lamentan su falta de alma, la carencia de fuerza que disminuye sus números y de vez en cuando, ya sea Selkie, Súcubo o Sirena, envían mujeres hermosas a arrastrar a enamorados ilusos a su perdición. Se alimentan del alma que les fue negada, y del cuerpo conciben un hijo, un frágil cambiante con un pie en este mundo y otro en ese lugar imperceptible a todos cuya entrada está en los arcos de cualquier jardín nocturno. 

Nadie sabe por qué un padre decide, de manera descabellada arruinar las fiestas de boda de su hijo, pero Nathan O’Reilly salió del hotel esa noche sin despedirse. Le procuraron en la sala de festejos, e incluso utilizaron el sistema de alto parlante para llamarle hasta la entrada del hotel. El brindis continuó sin su presencia. Nathan simplemente decidió caminar por la ciudad, sin rumbo, observando los cambios que trajeron los años, preguntándose si de haber apostado a la ciudad, entonces  sumida en la miseria, caminaría sus calles hoy un hombre diferente. Llegó a Hell’s Kitchen, ahora parte de un vecindario de categoría en Manhattan. Nathan sonrió ante la ciudad que no se rinde y juntos, las aceras y el caminante recordaron peores días.

 Después de todo, en New York la historia se preserva de manera poco ortodoxa: en los momentos atestiguados por las escaleras de escape, las manchas ya inconspicuas en las paredes de los bares, las casetas telefónicas, el grafiti en las calles y estaciones del metro y los fantasmas que hacen que un ojo sin discernimiento se detenga a ver qué es eso que se movió en la esquina. Fue un buen recorrido. Si. Debió apostarle a la ciudad. No le quedó más remedio que pedirle a esas calles que guardaran un último secreto. Nadie pudo explicarlo, pero poco antes de la media noche, mientras su familia celebraba una unión fructífera y más que prometedora, Nathan O’Reilly subió hasta la azotea del décimo piso de su antiguo edificio de apartamentos y se lanzó al vacío.

Nota de autora: Este capitulo es la punta del Iceberg... sigo con las referencias al Titanic :( la verdad es que mientras hacia una lectura aqui otra alla, encontre infinidad de tradiciones celtas que se repiten en Latinoamerica. Beltaine tiene elementos que se pueden encontrar en La Candelaria, El palo de Mayo y otros tantos festivales de primavera. Caray... se nos colo una que otra hada supongo. Gracias a los amigos del foro en espanol por sus aportaciones. Visitenlos y no lo dejen caer que es la mejor manera de hacer contacto con los nuestros para dudas, preguntas y demas :http://www.wattpad.com/forums/discussion/779457/qui-n-habla-espa-ol#Item_1

Ahhhhh... y la dedicatoria va a @AlejandroHernandez04, el cual probablemente me mate de todas maneras, porque odia mis capitulos que terminan en la nada. Vayan a leerle El Portador, no se van a arrepentir :)

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