Parientes, Amigos y Rivales (Parte 1)

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El mundo de Esteban O’Reilly se detuvo. Las imágenes se disiparon y no quedó ni idea, ni deseo, solo un deceso a la fría oscuridad. Su entendimiento humano, el que trata de contener conceptos como tiempo, espacio o realidad tangible se quebró en mil pedazos. Su parte Sidhe, sin embargo, se apresuró a asomarse a la superficie. Sabiendo que estaba a punto de volver a casa. 

 Las tierras de Aval, el entre mundo donde habitan los hijos de Fae ha sido visitado por escasos otros, de los cuales, aquellos sobrevivientes regresan a su plano tocados por la enajenación. Leyendas dicen que los bardos son exentos. No es cierto. Como alguna vez dijo Bastiao, las hadas gustan de abusar de la candidez de los ingenuos. Es la tierra que los Fae arrancaron del corazón de un mundo para trasplantar a otro, y que desde entonces, sobrevive alimentado por un delicado balance. Se pierde la sensación de estar atado a la tierra, cada paso hace que el suelo se disuelva en miles de destellos dorados, que se pierden en ondas sonoras hasta la insospechada final frontera del reino. Se dice que las hadas se alimentan de los sueños, y mientras los seres humanos existan, el universo de Aval se expande; las cadenas de montañas de jaspe y esmeralda continuaran vibrado en sus adentros, devolviendo hacia el mar los ríos que rompen camino entre las piedras preciosas para teñir con el azul de la luna sus aguas y levantar la eterna bruma que les mantiene siempre al borde de la visión de los mortales.

Pero esas son las tierras de las altas jerarquías, quienes teniéndolo todo, desprecian la idea de volver a hacerse un lugar en el mundo de los humanos. El lugar que visitó Esteban, la Casa Alexander, donde se cimentaron su madre y su abuela, es radicalmente diferente. Los Heraldos Oscuros de Fae, de los cuales los Alexander son la línea más prominente, guardan las puertas de Aval como pesadillas que valientes deben vivir antes de alcanzar un sueño.

No hay diferencia entre la estructura y el enclavado de piedra que la sostiene. Los muros se elevan negros y heridos de grises venas; moles de granito que comprenden las paredes. No hay techos, no es necesario. Jamás llueve, durante el día la luz se oculta tras oscuras y espesas nubes y en las noches, ni siquiera las estrellas se asoman al espacio sobre sus cabezas, con tal de no estar suspendidas sobre la maldad de sus pasillos. La casa no es silenciosa. Es silencio. Sus paredes destilan olor a muerte, y a veces sus ventanas se iluminan, no con los efectos naturales de la luz, pero con ese instante de claridad total antes de la extinción de una vida. Los Heraldos Oscuros gustan de cerrar ciertos pactos con suicidios. Sus salas son amplias y en sus pasillos, colgados como trofeos, los gritos, protestas y últimos alientos de los que perdieron sus apuestas contra el tiempo…

Fue a este lugar donde Carla volvió por Esteban, y una que otra respuesta.

Esteban estaba suspendido entre el suelo y el espacio abierto en ausencia de techo. Filamentos oscuros nacientes de las paredes se enrollaban en sus extremidades como hiedra viviente y hambrienta, buscando los puntos bajo su piel donde se concentraba la energía vital que generaciones de heraldos oscuros depositaron en el a través de la sangre de su madre. Su rostro estaba herido de cientos de pequeñas cortaduras que parecían supurar una mucosidad grisácea que se convertía en diminutas escamas de queratina al recibir el aire seco que se colaba del techo. Estaban editando sus facciones, reformando la persona que algún día fue, tratando de encontrar ese punto en común que provocaría que el inconsciente O’Reilly respondiera al intento de un elemento casi foráneo de salvar su existencia. La herida en su frente se mantenía abierta, exponiendo sangre, trauma y hasta un poco de hueso.

Carla traía consigo, y a pesar de si, el aroma de lo familiar. En sus ropas estaba impregnada la primavera, que empezaba a asomarse tímida, su cabello fulgía con tonos de luz que solo se obtienen estando expuesta al sol. Algo en ella también trajo parte de Maritza. Ese olor que a ella se le hacía repugnante a Esteban siempre le fue dulce. Pudo ver como su nieto, trataba, en contra de todo traerse de vuelta, mas sus ojos parecían haber olvidado como abrir.

Círculo de HadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora