Asuntos de Queens, prioridades de Manhattan (Parte 1)

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Donde nos alejamos de los hijos, para visitar los padres...

Queens:

Todos tienen una razón particular para abandonar su tierra natal y adoptar otro suelo. Gran cantidad de auto exiliados citan la necesidad como mayor motivo.

Adriana Popescu diría, en la mejor de sus noches, que la razón por la cual llegó a Nueva York fue la lujuria. Era una respuesta estudiada, diseñada para provocar impresión o disgusto; la cara de su interlocutor al escuchar las palabras, le dejaba saber si el mismo disfrutaría de su presencia lo suficiente como para entender el contexto.

Su padre, ya finado, solía decir, con gran disgusto, que Adriana nació hambrienta y desde entonces no pudo controlar por completo ese deseo de tener más. En sus peores días recordaba el vaivén del barco que les trajo a puerto americano; el olor de la madera en vías de podrirse y ceder tras tantos cruces desde los menos visitados puertos del Mar Mediterráneo hasta el frío y cruel Atlántico, bajo cuyas violentas olas se vieron a punto de sucumbir, imposibilitados de movimiento, encerrados a su suerte bajo cubierta como ratas, muertos en vida.

Sola. Siempre sola. Su padre fue... obligado a su cuidado, pero nunca dejó de verla como un mal necesario. Su madre, cuyo nombre prefería olvidar, la amó, a su manera, como se ama un regalo inmerecido, una piedra preciosa que de ser descubierta en sus manos, podía costarle la vida. Y a la larga así fue, o al menos su padre siempre se encargó de hacerle creer. La mujer murió en el cruce desde Bulgaria a la frontera griega. No hubo tiempo de marcar su tumba. La urgencia de la huida, el ser extraños viajando en la noche con el miedo de ser descubiertos, la furia de los hombres a caballo, bestias las cuales no descansarían hasta acortar distancias, no dio tiempo a ceremonias. Adriana la recordaba agonizante, menuda y pálida, extendiendo los brazos hacia ella después de haberse despedido de su padre.

Mamma... – Su progenitora temblaba como hoja al viento, sin importar que la noche estaba húmeda y caliente como círculo infernal. Su piel pegajosa y salpicada de fino sudor dejaba escapar el olor a sangre desde pequeños cortes ulcerados. Era demasiado sacrificio. Adriana quería abrazarla, arrullarla, repetirle una de esas canciones de cuna que una vez la moribunda le cantara con el propósito de hacerle olvidar la pesadez de sueños aterradores, imposibles de sobrellevar para una criatura. Pero su padre, áspero y práctico solo le recordó:

¡Fata proasta!Pappa Popescu gustaba de llamarla niña estúpida en toda ocasión– .Debemos continuar el camino. La embarcación no espera. Tu madre está diciendo adiós, despídete y déjala partir en paz. Es más de lo que se pude garantizar para nosotros si caemos en manos de esos malditos cazadores-. Escupió en el suelo; saliva y sangre mezcladas en una.

Pappa, podemos esperar. Podemos usar una de las cajas. – La chiquilla señaló una de las cuatro las cajas de madera que guardaban sus propiedades. De ellas emanaba un olor a tierra y humedad, pero era preferible usarla para guardar el cuerpo de su madre, antes de pensar abandonarla bajo un olivo donde los gusanos la encontrarían esa misma noche sin pasar esfuerzos. El hombre simplemente la tomó por el hombro, enterrando las uñas en su espalda y la empujó hasta hacerla caer de bruces sobre la mujer agonizante.

Todos pagarían por la resolución de la niña Adriana esa noche. A partir de ese momento, cerró sus ojos, dejándose invadir por ese frio intenso que arropaba a su madre, haciéndolo parte de ella. Su humanidad terminó en el instante en que, sollozante, se adhirió al cuello de su madre, regalándole sus últimas lágrimas.

Nadie podría ayudarle a recuperar lo que perdió. Ni sus amores pasajeros, ni el hombre que logró anclarla y cambiarle el apellido, o la hija nacida de esa unión. Cuando Maritza, curiosa por saber algo más del lado de la familia de su madre preguntaba, Adriana contestaba: –Yo no hablo de muertos, Mariushka, preguntarme es como pretender me interese en cosas que pasaron hace, que se yo, trescientos años. Estamos aquí para vivir el momento. Yo quemé todos mis puentes, y no quiero volver a recorrerlos ni con el pensamiento.

Círculo de HadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora