Con la vista al cielo

By CorintiaBL

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Florencia, año 1470. La apacible sesión de posado para la nueva obra del maestro Verrocchio se ve interrumpid... More

Introducción
I: El infinito no se puede abrazar con la razón
II: Los ojos son la ventana del alma (parte 1)
II: Los ojos son la ventana del alma (parte 2)
III: Las plumas elevarán a los hombres (parte 1)
III: Las plumas elevarán a los hombres (parte 2)
IV: Memoria e intelecto, lujuria y deseo (parte 1)
IV: Memoria e intelecto, lujuria y deseo (parte 2)
V: Una vez hayas probado el vuelo... (parte 1)
V: Una vez hayas probado el vuelo... (parte 2)
VI: Mi rostro es prisión (parte 1)
VI: Mi rostro es prisión (parte 2)
VII: Cuanto más mira al sol, más se deslumbra (parte 1)
VII: Cuanto más mira al sol, más se deslumbra (parte 2)
VIII: Encadenado a una estrella (parte 1)
IX: Placer y Dolor son dos gemelos (parte 1)
IX: Placer y Dolor son dos gemelos (parte 2)
X: El dolor es la salvación del instrumento (parte 1)
X: El dolor es la salvación del instrumento (parte 2)
XI: El espíritu del pájaro (parte 1)
XI: El espíritu del pájaro (parte 2)
XII: Verán con placer deshacer y romper sus obras (parte 1)
XII: Verán con placer deshacer y romper sus obras (parte 2)
XIII: El alma desea permanecer con su cuerpo (parte 1)
XIII: El alma desea permanecer con su cuerpo (parte 2)
XIII: El alma desea permanecer con su cuerpo (parte 3)
XIV: Cuando pensaba que estaba aprendiendo a vivir... (parte 1)
XIV: Cuando pensaba que estaba aprendiendo a vivir... (parte 2)
XV: Una obra de arte nunca se termina (parte 1)
XV: Una obra de arte nunca se termina (parte 2)
XV: Una obra de arte nunca se termina (parte 3)
XV: Una obra de arte nunca se termina (parte 4 y final)
Agradecimientos... y disculpas

VIII: Encadenado a una estrella (parte 2)

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By CorintiaBL


Ignoraba por qué habían aceptado su petición, igual que sucediera con la de visitar la pirámide; solo tenía claro que era una gran oportunidad y no debía desperdiciarla. Esperaba en una calle cercana a la Porta Romana, desierta a aquellas horas. La vigilancia del piramidión había establecido que Verorrosso cruzaría pronto por allí, tras escoltar a Irene Gregori a la casa de unos parientes. A salvo de la interferencia de la otra pirámide, le saldría al paso y trataría de dialogar con él. Si tenía éxito, quizá adquiriese información valiosa para sus aliados; si fracasaba, el blanco sería privado de los recuerdos de su encontronazo a toda velocidad y él habría de guardar otro enorme secreto más. En caso de sentirse en peligro, su obligación era pedir ayuda de inmediato.

El sonido de pasos recios sobre la tierra y la luz de un farol lo alertaron de que su objetivo andaba cerca. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, divisaron la alta figura aproximándose entre los muros de piedra. Tal vez no fuese buena idea surgir de improviso, como un asaltante, razonó el florentino. Despacio, salió del callejón donde se escondía y se pegó a la pared, para que el farol lo iluminase no bien pasase por su lado.

Pero el oído y la vista de Verorrosso eran mejores que eso. No bien se percató de que había alguien esperándolo, se lanzó hacia él a la velocidad del rayo, lo devolvió a la penumbra del callejón y lo estampó contra la pared. Sus ojos verdes se rasgaron al comprobar quién había caído en sus garras.

—El maestro Da Vinci —anunció, con abrupto acento milanés, mientras palpaba su cintura en busca de armas—. ¿Un intento de emboscada?

—No voy armado. Y no me tengo por tan torpe cazador como para saliros al paso aposta, Verorrosso. Únicamente deseo hablar a sol... ¿qué estáis...?

Leonardo se vio entonces lanzado de cara al muro, su capa y su túnica alzadas sin pudor, su espalda desnudada. Un escalofrío recorrió su espina dorsal, avivado por el impulso de pedir socorro, hasta que dedujo que la intención de su asaltante no era sino buscar señales comprometedoras junto a sus omóplatos; las marcas de su gente, marcas de alas.

—Piel lisa, aunque eso no prueba nada en absoluto. Me visteis hace tres noches y luego desaparecisteis ante mis narices. Explicad cómo es eso posible, y qué sucederá si os rajo la garganta y os destripo como a un pollo.

—Sucederá que me causareis un tormento momentáneo y... y nada más, señor.

—Así son las cosas, ¿eh? ¡Dime a quién sirves, a qué maldita facción perteneces! —exigió, olvidando las formalidades—. ¿Por qué no tienes marcas? ¿De qué manera te hiciste invisible?

—No pertenezco a ninguna facción...

—¡Mientes! ¡Un hombre ordinario no ve a través de nuestro don!

—No miento, créeme, si bien admito que tampoco soy un hombre ordinario. Poseo... otro tipo de dones.

Ante Verorrosso se obró una transformación espectacular. Los hombros algo cargados del artista se enderezaron, en su piel se borró cualquier rastro de arrugas y manchas y sus cabellos se tiñeron de un vivo dorado, sin canas; el azul de sus iris brilló, transparente, en aquel rostro que había recuperado la lozanía de los veinte años... Jadeó. Leonardo le había mostrado lo que ocultaba su disfraz.

—Nadie ve a través del mío, de mi don, salvo tú, porque yo te lo permito.

—¿Quién eres? ¿Por qué nuestro supervisor no me habló jamás de ti? —El pelirrojo apretó con furia, hasta arrancarle un gemido. Tras unos segundos de conflicto, decidió llevárselo a rastras—. ¿No quieres hablar? Pues vendrás conmigo y esperarás a que lo invoque, para que él me dé explicaciones.

Leonardo caviló con desesperación. Un supervisor... Un tripulante de su pirámide, posiblemente, con funciones paralelas a las de Draadan. Ni este ni sus superiores dejarían que se expusiera ante terceros. A menos que discurriese algo rápido, todo se iría al traste.

—Verorrosso, escúchame: no soy un enemigo, pero no puedes mostrarme ante nadie. Si lo haces, yo volveré a esfumarme y tú te quedarás sin tus... explicaciones.

—No voy a correr riesgos. Sé dónde vives, maestro, sé quienes son tus alumnos y tus amigos. Esfúmate de nuevo e iré a por ellos.

—No, no lo entiendes. ¡Me olvidarás! Seguirás matando a tus congéneres a ciegas, sin recordar siquiera quién era yo ni por qué vine a esperarte a un callejón oscuro.

—Eso que dices es absurdo. Ellos nos ven en todo momento desde la pirámide, nada escapa a sus ojos. O estás junto a nuestros señores, o bajo su bota.

—Tus señores no nos ven ahora, ni a ti, ni a mí. Están fuera de esto.

—Gilipolleces. —Aferró su antebrazo con tanta fuerza que a punto estuvo de fracturárselo—. ¡Monitore, manifiéstate!

—¡Verorrosso, espera! ¿Nunca te has sentido... perdido? ¿Hundido por cargar con decenas de dudas sin resolver, con secretos que no podías revelar ni a tus seres queridos? ¿Nunca te has sentido solo en un mar de caras amigas? —El aludido se detuvo bruscamente—. No has llegado a hablarle de mí a nadie, lo sé, quizá porque vacilabas o quizá porque pensabas que el peso de tu batalla no debía recaer en los hombros de quienes proteges. Yo puedo entenderte mejor que ningún otro.

—¿Quién eres? —repitió el gigante, con mucha menos convicción.

—Soy... un observador. —Tragó saliva. No era fácil ocultar la verdad sin construir un muro de mentiras—. Un observador neutral.

—Ese cargo siempre ha sido del supervisor, Monitore.

—Bueno... No neutral, entonces, pues considero a la signora Gregori una amiga. Mis simpatías estarán siempre de vuestro lado.

—Pero no puedo hacerte uno de los míos. Lo noto, no lo tienes en ti.

—No, no puedo pertenecer a nadie —suspiró—, solo ofrecerte mis oídos, mis ojos y mi comprensión. Te suplico que lo medites. Piensa en ello esta noche y, si quieres seguir hablando en secreto con alguien capaz de escucharte, ya sabes dónde localizarme.

Verorrosso acabó por soltarlo, con una expresión de duda infinita en sus hermosas facciones.

—Sí, sé dónde localizarte, Da Vinci, todo Milán lo sabe. Ignoro si esto es una prueba de allá arriba o una trampa, pero puedes apostar a que lo averiguaré.

En cuanto dobló la esquina, Leonardo se aferró a la seguridad de un muro, el corazón martilleándole con el estruendo de un engranaje gigante. Y no era el único cuyo pulso estaba acelerado: en su propio escondite, a varios pasos del punto donde había tenido lugar el encuentro, el exhausto Navekhen impartía órdenes a los vigías para que continuaran el seguimiento de su blanco principal, Verorrosso. La labor de vigilancia había sido especialmente dura, teniendo que contener varias veces —algunas a base de agarrones— a un Draadan dispuesto a reducir a aquel pelirrojo amenazador por la fuerza.



A la mañana siguiente, Leonardo acudió al Castello Sforzesco con una extraña sensación de vértigo en la boca del estómago. Su temor resultó injustificado, dado que el pretendido guardaespaldas no dio señales de vida. No fue hasta la noche siguiente que el artista, ya recogido en su taller, recibió la visita sorpresa de Verorrosso. Su habilidad para colarse sin ser visto parecía ser una manera de advertirle que no debía sentirse a salvo en ningún sitio.

El artista permaneció mudo mientras el visitante curioseaba entre sus aparatos, impresionante con los ropajes negros que le conferían el porte de un ángel caído. La mirada incrédula que le lanzó al descubrir el ornitóptero, como si pretendieran burlarse de él con esas alas artificiales, no tuvo precio.

—No eres un hombre ordinario, tienes dones, pero no alas, y fabricas estas puñeteras imitaciones. —Verorrosso sí que poseía matices ordinarios, al menos con el lenguaje. Se le acercó y lo examinó de cerca—. Eres un artista raro. Y no envejeces, igual que nuestro supervisor. Engañas a todos con tu apariencia de viejo cuando, en realidad, eres mucho más joven. ¿O me estás engañando a mí ahora?

—No soy tan viejo, tengo cuarenta y seis años. En cualquier caso no, no envejezco, si bien lo aparento para no levantar sospechas.

—¿Cómo?

—Con el mismo sistema que te permite a ti ocultarte a la vista, burlando a los sentidos.

—Y dices que no eres un elegido ni un habitante de la pirámide. No entiendo, entonces, de dónde salen esos talentos tuyos. Ni por qué has de esconderlos de ellos y de los otros elegidos.

Leonardo giró el rostro para encararlo. Si deseaba que confiara en él, debía contarle una historia creíble, evitando usar mentiras para cubrir la verdad. Inhaló profundamente y sirvió un par de copas de vino.

—Cuando era un muchacho, alguien desconocido me atacó en una cueva aislada y me hizo diferente a los otros. No llegué a verlo; lo que sé es que, al cabo de los años, adquirí estas... habilidades que me permiten conservar la juventud, disfrazarme y observar lo que la gente no observa. Vi vuestra pirámide. Os vi a vosotros. Aprendí que luchabais unos con otros y que, tal vez, lo que hay en mi sangre y lo que hay en la vuestra proceda de una sola fuente. No sé mucho más, Verorrosso, excepto que no soy parte de vuestra contienda ni deseo serlo. Si me delatases, bien sabes que intentarían capturarme o matarme, y yo no lo permitiría. Me desvanecería, como hice ante ti, no volveríamos a tener contacto. ¿Es eso lo que quieres? Eres el primer nacido en la Tierra ante quien siento que puedo mostrarme tal cual soy. Déjame aprender de ti, para que alcance a conocerme mejor a mí mismo. A cambio, tendrás en mí a un aliado. —Se produjo un largo silencio tenso. Era evidente que Verorrosso no daría su brazo a torcer tan rápido—. Por lo poco que he visto y oído, tienes un grupo de personas que dependen de tu liderazgo. La soledad del líder... Sé que no me equivoqué cuando te hablé del peso que compartimos.

—Puede que seas una maldita treta del enemigo, o una... prueba de nuestros señores. —Vació su copa de un trago y volvió a llenarla—. Puede que no deba fiarme de tus palabras, hacer lo que me gritan las tripas.

—¿Y qué es? —Lo miró a los ojos y sonrió con melancolía—. Tienes razón en eso, has de actuar según lo que te dictan tus instintos. No puedo forzarte a que confíes en mí, solo... pedirte que me des tiempo.

De nuevo calló el pelirrojo y de nuevo buscó consejo en el alcohol. Sabiendo que su juventud jugaba a su favor, Leonardo no intentó presionarlo. A su avanzada edad, ya había aprendido a domar el caballo de la paciencia.

—Si eres capaz de ocultarte ante mí, ¿por qué te dejaste ver la otra noche, durante la pelea?

—Me tomaste por sorpresa. Estaba distraído, estudiando el firmamento.

—¿Por qué no darte a conocer a mi gente? Son leales. Si dices que aprecias a Irene...

—No son ellos quienes me preocupan, sino los de arriba. Mi capacidad para pasar desapercibido es muy limitada, únicamente puedo mostrarme sin peligro ante ti.

—Estupideces... ¿Por qué yo? ¿Qué sacarás de hablar conmigo? ¿Qué sacaré yo?

—Un amigo.

—No necesito amigos.

—Todo el mundo necesita amigos, Verorrosso. Y como presumo que eso es un apodo, deberíamos comenzar por nuestros nombres. El mío, ya lo sabes, es Leonardo; te considero más que bienvenido a usarlo. ¿Cuál es el tuyo?

—Mi nombre no le importa a nadie, Da Vinci.

—Supuse que haría nuestra relación más afable. En fin, una cosa es cierta: la amistad no te sale al paso, se va erigiendo despacio sobre unos cimientos sólidos. Dejémoslo, por ahora, en satisfacer nuestra mutua curiosidad. Veamos... Nací en Vinci. Me formé con Verrocchio, en Florencia. Ya lo sabrás, muchos me llaman el florentino, a secas. Mi mayor aspiración es el cielo...


***


Ya fuese curiosidad, desconfianza o el encanto innato de Leonardo, lo cierto fue que Verorrosso no rechazó su oferta de plano. Espió al artista desde la distancia, al principio, convirtiéndose en una sombra enorme a las puertas de la Corte Vecchia o vigilando desde las espaldas de Irene Gregori. Más adelante, cuando dejó de pensar que Leonardo mantenía contactos con sus enemigos, aceptó ese pequeño espacio secreto que la vida le ofrecía. Sus encuentros eran escasos, pues no resultaba sencillo dar con excusas para reunirse: a la notoria indiferencia que Verorrosso siempre había mostrado hacia el arte se unían las poquísimas cosas que un maestro florentino podría tener en común con un soldado de fortuna de oscuro linaje.

La historia personal del joven llegó a él a través de retazos de conversaciones y chismorreos. Hijo ilegítimo de un obispo con aspiraciones a ascender en la curia, desechó los designios de su madre de ordenarse para seguir los pasos de un progenitor que ya tenía demasiados vástagos que ignorar. Su escuela fue poco más que la calle, lo que explicaba su falta de refinamiento al hablar. Sus inclinaciones y su físico lo atrajeron desde un principio a la carrera de las armas, aunque, dada su falta de fortuna y contactos, hubo de contentarse con los puestos más bajos de la profesión. Tras servir como mercenario, tiempo en el cual se ganó su apodo, y como guardia personal, fue a postrarse ante la arrolladora personalidad de la signora Gregori, quien se hizo con sus servicios exclusivos. Esa era, por supuesto, la versión oficial; en la real, según supo Leonardo, el joven despertó a su condición de elegido a los dieciocho años y localizó y reclutó a la cortesana poco después. Parapetado tras la cobertura de su posición aparentemente sumisa, Verorrosso recorría las calles de Milán, ora ganando adeptos, ora eliminando a sus adversarios. Y siempre sumido en esa ignorancia acerca de su auténtica naturaleza que al artista tanto le costaba callarse.

La información que podía ofrecer a cambio era más limitada, pero sí que asesoró al joven sobre armas, armaduras, metalurgia, anatomía... Cualquier materia que fuera útil para un hombre cuya vida giraba en torno a la lucha. Las pocas noches que se presentaba, Leonardo lo sentaba con una jarra de vino y le daba una de sus clases magistrales, excusa perfecta para retirarse a solas con él, sin que nadie los molestara. Y que, por desgracia, no funcionaba con Salaì.

El aprendiz contaba con diecinueve años en aquella época y poseía un atractivo que había sido retratado en muchas ocasiones, bastantes de ellas fuera de la bottega. Era presumido hasta la médula. Adoraba las admiración que recibía con cada movimiento estudiado, ya fuese una caída de párpados o una sacudida de sus claros rizos castaños, derramándose, casi al descuido, sobre su mejilla. Se consideraba merecedor exclusivo de las atenciones de su maestro, y por ello no acababa de digerir su rechazo en la cama ni el interés que mostraba por otros, ya fuesen los demás aprendices, esos comerciantes españoles que frecuentaban la casa, o ese tipo enorme de pelo color de diablo que se bebía el vino de su viñedo y no se dignaba dirigirle la palabra. A veces se colaba en el taller, se lo quedaba mirando y hacía preguntas embarazosas: «¿Os va a servir este hombre de modelo, maestro?». Leonardo sonreía, respondía que se negaba siempre que se lo pedía y lo quitaba de en medio enviándolo a hacer cualquier tarea.

Draadan también era crítico con esas visitas. El trato con Verorrosso entrañaba un elemento constante de peligro difícil de tolerar, sobre todo cuando no reportaba información útil. El humor de sus superiores, si no el suyo, mudó la víspera de Nochebuena. La jornada había sido fría y melancólica; el temprano anochecer invitaba a acercarse al fuego, vaciar unas copas hasta entrar en calor y soltar, quizá, las lenguas.

—No debería beber tanto —se quejó el guardaespaldas—. En breve tendré que estar en la calle, con la espada y los reflejos bien afilados.

—¿En qué consisten esas salidas, Verorrosso? ¿Es todo tan abrupto como lo que vi fuera de la muralla?

—La mayoría del tiempo sí. Esperamos a ciertos días, nos apostamos en los lugares donde sospechamos que se esconden los otros y atacamos primero. Matar sin que te maten. ¿Qué esperabas?

—¿Y cuál es el premio al que aspiras por tu fidelidad? Ha de merecer la pena, si le dedicas tanto sacrificio.

—Dejar esta maldita ciudad y subir con nuestros señores. El cielo. ¿No es eso lo que tú buscas siempre, Da Vinci? Tal vez matemos a todos nuestros enemigos, tal vez mi señor consiga el viaje y podamos ocupar sus dominios en la pirámide, desde donde te miraré con lástima. Y, si no lo consigue..., pues esperaremos a los próximos ciento once años. —Se encogió de hombros—. Es mejor que la vida de cualquier mercader hinchado que termina pudriéndose bajo una lápida.

—¿Ocupar los dominios de la pirámide? ¿Conseguir el viaje? ¿Qué viaje?

—¿No lo sabes? Creía que tus narices invisibles habían husmeado en todos nuestros secretos.

—Claro que no. Soy un mero observador, ten compasión de mí. Piensa que, algún día, tú subirás allá arriba y me mirarás con lástima.

Verorrosso resopló y se levantó a curiosear entre una serie de hermosos esbozos de la Virgen. Era, supuso Leonardo, una historia que seguramente contaba a la mayoría de sus aliados, una que no disfrutaba repitiendo. Con todo, decidió complacerlo.

—Cada ciento once años, ciento once elegidos nacemos en la Tierra. Algunos de nosotros, marcados como líderes por nuestros señores, reclutamos a cuantos podemos para derrotar a los demás grupos y darle la victoria a aquel por quien luchamos. El vencedor accederá a una cámara apartada de la pirámide, una cámara que apunta a una estrella, y aguardará a que se abra un pórtico. Si lo hace, su cuerpo será transportado a ese lejano lugar, y sus paladines abandonarán la lucha y ascenderán al palacio de maravillas. Si no, todo se repetirá ciento once años más tarde.

—Palacio de maravillas... Te refieres a la pirámide. ¿Dónde está esa estrella?

—¿Qué sabré yo? ¿Acaso he oteado a través del cristal verde?

—No, desde luego. —La semiesfera, dedujo para sí el artista. Tomaba buena nota de cada dato, confiando en que aplacarían los reparos de Draadan—. Ciento once años, ciento once elegidos... El número ha de ser importante para ellos.

—Sé por qué. Un cuerpo celeste cruza cada ciento once años por delante de la estrella que desean. Es en ese momento cuando esperan el milagro del pórtico. ¿Quién es la mujer que ha servido de modelo para este ángel?

Leonardo supo, por el cambio de tema, que la corta sesión de revelaciones había llegado a su fin. Tras echar un vistazo al dibujo en manos del joven, respondió:

—He de confesar que se trata de Giacomo, mi aprendiz.

—¿Ese cotilla bocazas? No es muy diferente de una, entonces.

—¿Una dama habría captado mejor tu interés?

—Figúrate tú. Modelitos de estudio... Tengo mejores cosas que hacer.

Dejó la hoja a un lado y pasó las páginas de un compendio de figuras geométricas. Al contemplar las anchas espaldas sobre las que se desparramaba una alborotada melena roja, la imaginación del artista se disparó. Las visualizó flanqueadas por un par de alas inmensas, una belleza salvaje e inigualable. ¿Llegaría a saciar esa necesidad primaria de capturar su espíritu en un lienzo? ¿De hacerlo suyo, de participar de su gloria?

—Debieras ser tú quien me brindase unas sesiones de posado —afirmó—. La inmortalidad es un don para compartir.

—Ni lo sueñes, no quiero dejar mi cara desperdigada por las paredes de algunos ricachones. La única inmortalidad que cuenta está allí arriba.

—Duro como el mármol. —Leonardo sonrió—. ¿Seguirás sin decirme tu nombre real?

—Mi nombre sigue sin importarle a nadie. —Echó un vistazo por una rendija de las contraventanas—. Es la hora. Pasa buena noche, Da Vinci.

El corpulento soldado se hizo uno con las sombras del crepúsculo. Leonardo experimentó una sensación confusa, mezcla de envidia y compasión, que dejó en él, a pesar de todo, un vago sentimiento de gozo. Aunque sabía que sus destinos no podrían ser más diferentes, que Verorrosso acabaría alcanzando el cielo con el tiempo, había en su relación un singular equilibrio que nunca antes había logrado establecer con nadie.

Observó la ciudad, con su atmósfera de engañosa calma, y deseó que se mantuviera a salvo.

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