Trillisas 2

Carlosdasilvam tarafından

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¿Por qué todos nos esforzamos tanto en ser diferentes si necesitamos lo mismo? Nunca he recibido una respuest... Daha Fazla

*Importante*
Parte 1
Parte 2
Parte 3

Parte 4

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Carlosdasilvam tarafından



10

Sábado: 1:40pm

—Cromofóbico.

No había más nada que decir.

Esa palabra explicaba todo.

—¿Qué?

—Cromofóbico. Así es como me defino a mí mismo.

—¿Por qué? —me interpeló con una cara confusa. Mantenía su lápiz cerca del cuaderno, lista para escribir—. Explícame.

—Es mi turno de hacer una pregunta —me incliné hacia ella—: ¿cómo es que sabías el promedio de incidencia de los trillizos albinos?

—No lo sabía.

Me recosté otra vez de la silla.

Una de las cosas que no me gustaban acerca de los centros comerciales eran las mentiras.

Cada vez que veía un afiche publicitario con una enorme y suculenta hamburguesa deducía que eso era mentira. La hamburguesa real no solía ser tan grande ni tan suculenta.

Cuando me encontraba con una prenda de vestir exhibida en un fornido maniquí me daba cuenta de que eso era un engaño. A nadie le quedaba la ropa tan bien como a los maniquíes.

Cada vez que me acercaba a un vendedor y este me decía que cierto teléfono era lo mejor y lo más avanzado en tecnología me reía. Sabía que un par de semanas después aparecería otro teléfono nuevo que sería, al igual que su antecesor, lo mejor y lo más avanzado.

Incluso las personas se mentían unas a otras constantemente en un centro comercial.

Era algo normal.

Común.

Nadie venía a sitios como este para decir la verdad, venían para engañarse ellos mismos y ser engañados por otros.

Con la inteligente Karina, sin embargo, quería sostener una conversación honesta.

Quería romper el protocolo.

Quería obtener tanta información de esa niña como ella seguro esperaba obtener de mí.

—Si me dices la verdad nuestra plática será más fluida.

—Te estoy diciendo la verdad. A las únicas personas que les miento son mis tíos. —Cerró el cuaderno de golpe—. Y aun cuando supiera de antemano la respuesta a tu pregunta, ¿qué es lo que te sorprende? Todo el mundo sabe o quiere saber todo sobre ustedes.

—No —miré hacia donde estaban las personas que transitaban por los pasillos; algunos se detenían brevemente, nos señalaban y luego continuaban la marcha—, las personas quieres saber tonterías, cosas como: qué tipo de pasta dental usamos, cuándo nos cortamos las uñas, por qué no nos bañamos, cuántas veces comemos al día, cuántas horas dormimos. Tonterías. Tú, por el contrario, sabes algo que yo pensé que nadie se interesaría por saber.

—¡Uy! —abrió el cuaderno nuevamente—. Eres más terco que tu hermano. ¡No lo sabía! ¡No lo sabía! Soy buena multiplicando. Eso sí, pero no lo sabía. Y punto. Ahora, siguiente pregunta: ¿tienes novia?

—¿Por qué tengo que responder tus preguntas si tú no respondes las mías?

—Sí te respondí. Si no me crees eso es problema tuyo. ¿Tienes o no tienes novia?

—No.

—¿Eres gay también?

—¿Perdón?

—Gay, gay. Homosexual. Como tu hermano.

—No. Y que yo sepa Ron no es...

—¿Entonces por qué no tienes novia?

—Porque no quiero.

—¿Por qué?

—No sé —desvié la mirada hacia la multitud—. Las mujeres son muy sencillas, simples, predecibles. No me gustan las cosas sencillas. Me atraen las cosas complejas.

Karina soltó una risa chillona y luego pegó la punta del lápiz al cuaderno mientras decía:

—G... A... Y.

Domingo: 6:48am

La Concha Acústica estaba en el borde de un extenso prado completamente cubierto de grama y sin muchos árboles que brindaran sombra. Por un extremo del prado se podía ver la autopista y por el otro estaba el enorme río Cabriales.

A pesar de que era temprano los rayos del sol ya habían alcanzado un nivel peligroso para nuestra delicada piel. Mi hermano y yo no podíamos acercarnos mucho al prado, debíamos quedarnos bajo los árboles. O regresar a nuestro apartamento, esa sería una mejor idea.

Me sorprendió notar que el parque no estaba tan atestado de gente como solía estar todos los domingos.

Quizás por la hora.

Descubrí además que el camino por donde transitaban las personas estaba delineado por unos faroles de unos tres metros de altura que, en lugar de albergar solo un bombillo, también tenían un sistema de audio instalado invisible e ingeniosamente dentro del mismo farol y desde donde surgía una misma melodía suave y armoniosa, muy acorde con el ambiente del parque.

Para ciegos, me imaginé; pues el motivo principal de ese tipo de foco de luz era guiar a los visitantes por el camino en caso de caer la noche, pero si una persona no podía ver, ¿cómo podría guiarla? Pues el sonio proveniente de los faroles, aparte de brindarles una sensación de tranquilidad a todos los visitantes, debía servir también para guiar hacia la salida a los discapacitados visualmente.

Muy ingenioso.

—¡Dios mío! —dijo Ada al fin, trayéndome a la realidad. Ron no podía apartar los ojos de ella, parecía que estaba hipnotizado. Yo, por el contrario, seguí concentrando en el panorama. Fingí no haberla escuchado. Sabía que si volvía a ver su rostro mi voluntad y mi juicio se verían afectados. Era algo que me daba vergüenza aceptar, pero esa chica tenía algo en su mirada que me hacía sudar y temblar como un niño asustado—. Ustedes dos son idénticos.

—No somos idénticos —replicamos mi hermano y yo al mismo tiempo. No pude evitarlo, la miré a los ojos otra vez.

Su franela verde brillante le quedaba ajustada a su delgado torso. Sus manos estaban cubiertas de unos delicados guantes del mismo color. Una prensada licra negra revestía sus tonificadas piernas tan fielmente como si fuese una segunda piel. Sus zapatos deportivos eran, desde luego, de un verde intenso.

Me gustaba ese color, debía admitir de antemano.

Mi infancia entera había sido un collage de verdes llanos y enormes árboles que le daban vida y sentido a esa pequeña y extraña casa donde crecimos. Ese fue el color de la libertad, del escape al encierro de las cuatro paredes que sostenían mi antiguo hogar, el color de mi esperanza, de mi diversión, de mi alegría y, a veces, de mis tristezas.

Y ahora esta peculiar chica estaba frente a mí con los brazos cruzados, con una sonrisa en su rostro y con una manera de acoplarse al verde que me desconcertaba.

A lo largo de la última semana Ron me había colmado de muchas descripciones sobre ella. Había oído muchas cosas sobre esos ojos; cosas cursis; cosas empalagosas; cosas sin sentido; cosas que, extrañamente, no lograba recordar.

No obstante sabía que todas esas descripciones habían formado en mi mente una idea sencilla, simple. Me había imaginado un rostro uniforme y virgen, como esos que solían colmar las revistas de moda y protagonizar películas. Esperaba incluso algunas pestañas postizas, lentes exóticos y excesos de maquillaje. Esperaba algo común.

Pero los ojos de Ada, para mi sorpresa, no eran simples.

Eran una inecuación tratando de ser una ecuación.

Eran extraños pero sin pasar la línea de lo delicado.

Eran como un libro enciclopédico sin índice donde, a pesar de que te perdías en el contenido, disfrutabas cada cosa que descubrías.

Eran únicos.

Eran hermosos.

—Sí son idénticos. Si no te hubieses bañado y no te hubieses peinado con tanto esmero no tendría forma de saber que tú eres Áaron —nos comentó mientras clavaba la mirada en mi hermano, quien enseguida se echó a reír—. ¿Y tú? —desvió su mirada hacia mí—, ¿Áagun o Áalan?

El contacto visual me tomó por sorpresa. Mientras Ron me había estado convenciendo para que lo acompañara hoy me había imaginado que sería él quien vería a la chica loca; sería él quien hablaría con ella; sería él quien se pondría nervioso y actuaría como un tonto enamorado. Nunca pasó por mi mente que ella pudiera dirigirme la palabra y que yo, como un niño asustado, tuviese que aclararme la garganta para poder responderle.

—Áalan —mentí en un intento por salir absuelto—. Soy Áalan. Mi hermano Áagun nunca participaría en una locura como esta. Nunca. A no ser que lo obliguen, claro.

—¿Áalan? —dudó—. Pensé que Áalan era el que tenía el cabello corto —le clavó la mirada a mi anárquico peinado.

—Sí, tienes razón, pero a los albinos nos crece el cabello más rápido que a ustedes, ¿sabías? Porque al no tener melanina el crecimi...

—Lo sé —me interrumpió de repente y luego me dirigió un sonrisa—. Encantada de conocerte, Áagun.

—Yo no soy...

—Y me alegra volver a verte, Áaron.

—¿De verdad? —exaltó Ron, poniéndose en frente de mí, como queriendo decir: "esta es una conversación entre ella y yo".

—De verdad.

—Pero —soltó una carcajada—, es extraño porque tú no me habías visto antes.

—¿Perdón?

—Tú no me habías visto antes. O sea, la semana pasada me vio la Ada de rojo, no tú.

La chica loca abrió los ojos como plato, respiró profundo y luego volteó para ver a su amiga Dayana, como exigiéndole explicaciones.

—Él sabe lo de las personalidades —reveló la fotógrafa.

—¿Ah sí? —inquirió Ada, algo asombrada.

—Sí —afirmó Ron con un aire de superioridad.

—Pues veo que estás bien informado.

—Lo estoy.

—Sin embargo, decir que YO no te he visto antes es técnicamente errado, incluso un poco descortés, ¿no te parece?

—¿Por qué?

—Porque sigo siendo yo, Ada.

—Pero, ¿y qué pasa con el trastorno de identidades, los recuerdos que se van, el cambio de vestimenta y todo eso?

—Lo recuerdos que se van— repitió ella desviando la mirada hacia abajo—. Sí que estás bien informado. Mira —alzó la cabeza y dio unos pasos hacia el frente—, ciertamente puedo perder recuerdos, pero en el marco médico y político no hay una normativa que exprese que la pérdida o alteración leve de la memoria involucre un cambio o expiración en la identidad.

Ron la contempló por unos segundos sin decir nada y después, tal y como yo esperaba, volteó para verme a mí.

A ver...

¿Cómo explicarle al tonto de mi hermanito?

Explicarle con un lenguaje ajustado a su coeficiente intelectual.

A ver...

—Ron, ¿recuerdas cuando teníamos siete años y tú te comiste una araña? —dije. Él me lanzó una mirada asesina.

—No Gun, no me acuerdo —gruñó.

—¡Exacto! —grité—. ¿Ves? Eso es más o menos lo que ella intenta explicarte, porque incluso cuando tú no lo recuerdas, sucedió.

—¿Y qué carrizos tiene que ver eso?

—Todos experimentamos alteraciones y pérdidas en nuestros recuerdos, Ron, eso no implica que dejemos de ser quienes somos. Tú, por ejemplo, siempre serás el niño albino que comía arañas, aun cuando no te acuerdes de eso —Me empujó y lo mismo hice yo—. Y Ada seguirá siendo ella misma a pesar de que el Trastorno de Identidad Disociativo altere constantemente su memoria.

—Sigo sin entender.

—O sea, a pesar de tener tres diferentes personalidades no necesariamente deben tener un número de identificación cada una, un número de pasaporte distinto ni un nombre distinto porque, repito, siguen siendo una misma persona y como tal debe ser tratada, dentro del marco legal, médico, social y bla bla bla.

—Ok, ok —alzó las manos— eso lo entiendo, lo que quiero saber es si eso significa que debo tratar a las tres por igual.

La chica de los ojos grandes y yo nos reímos a expensas del escaso entendimiento de mi hermano. Se sintió bien saber que yo no era el único que le encontraba gracia a la ignorancia albina.

Dayana, sin embargo, no parecía disfrutar tanto de la ocasión; parecía preocupada por algo.

—¿De qué se están riendo? ¡Estoy hablando en serio! Y la pregunta que hice tiene mucho sentido. Es decir, no creo que tú quieras que te trate como traté a la Ada del domingo pasado.

—¿Por qué no? —averiguó la chica de varias personalidades sin interrumpir las risas.

—No lo sé. Se vería raro. Tú te ves más...

—¿Más qué?

—No sé. Te ves como más seria.

Las risas se acabaron.

—Si yo estuviese vestida de rojo, ¿cómo me tratarías? —preguntó con una mirada inquisitiva.

Mi hermano rio.

Dayana abrió los ojos a más no poder.

—Bueno, si estuvieses vestida de rojo ya te hubiese besado.

Por un momento me dio la impresión de que el único de los cuatro que respiraba era mi hermano, quien parecía incluso animado con su última revelación. Los demás permanecimos inmóviles por un buen rato.

El rostro de Ada no dejaba ver ninguna emoción.

Parecía estar sumergida en realidades alternas.

¿Estaba sorprendida?

¿Molesta?

¿Feliz?

¿Decepcionada?

¿Qué carrizos estaba pasando por su mente.

—Pero no te preocupes, no te voy a besar.

Todos volvimos a respirar.

—A ver —la chica con TID se aclaró la garganta mientras meditaba cuáles serían sus siguientes palabras—, ¿por qué... o debido a qué te sentirías en derecho de tomarte semejante atrevimiento?

—¿Ves? Eres muy diferente. La chica que yo conocí no usaría las palabras "beso" y "atrevimiento" en una misma oración. La chica que yo conocí ni siquiera...

—Áaron —esta vez no pronunció su nombre con sorpresa sino más bien con indignación—, ¿tú me besaste la semana pasada?

Como quien acaba de entender un buen chiste, Ron rompió en sonoras carcajadas.

Los demás le permitimos liberar su euforia sin interrumpirlo pero sin compartir la emoción. El rostro de Dayana ya no tenía color.

—¿En serio? —siguió riendo—. No puedo creer que me hagas esa pregunta. De verdad que no lo puedo creer.

—Respóndeme.

—No Ada —recobró su compostura—, yo no te besé. Pero tú a mí sí me besaste, y mucho. ¿Ves esto? —señaló una leve cicatriz en su labio inferior—. ¿Adivina quién lo hizo?

Sin atreverse a adivinar la chica de franela verde volteó súbitamente para ver a su amiga, pero Dayana ahora parecía muy interesada en fotografiar los árboles que estaban alrededor.

—¿Ves? No puedo tratarte igual. Tú eres muy diferente. Ni siquiera recuerdas lo que pasó la semana pasada.

—Sí lo recuerdo —objetó en voz baja, más para sí misma que para nosotros—, lo recuerdo todo; es solo que al parecer olvidé ese "pequeño detalle" —masculló estas últimas palabras.

—¿Pequeño detalle? No. Créeme, esos besos no fueron nada "pequeños".

Ada se tapó la cara con las manos pero las retiró enseguida, como quien se sabe avergonzado y sin embargo acepta que otros descubran su vergüenza.

La Ada seria y segura de sí misma se había ido en cuestión de segundos, ahora solo quedaba una chica expuesta y vulnerable.

Interesante.

—Gracias por haber venido a verme Áaron, y gracias por hacerme recordar cosas que se me habían olvidado, pero ahora tengo que pedirte que por favor...

—¿Lo recuerdas?

—¿Perdón?

—¿Ahora sí recuerdas los besos?

—¡No! —se rascó la cabeza—. Bueno, sí, creo que sí; pero es todo muy confuso. Cuando llegue a mi casa trataré de recordar todo y aclarar ciertas cositas. Pero ahora mismo estoy muy ocupada y tengo que pedirte que por favor te vayas.

—¿Qué?

—Necesito que te vayas. Ambos. No pueden estar aquí.

Tomé a Ron por el brazo y le susurré:

—Creo que lo mejor es que dejes las cosas así.

Sacudió su brazo para zafarse.

—¡No me voy a ir! —se volteó hacia su amor platónico—. ¿Por qué quieres que me vaya? Lo siento si te hice sentir incómoda, no era mi intención. De verdad lo siento.

—No es nada personal Áaron, es solo que estoy en medio de un evento y necesito estar concentrada. Si tú estás aquí puede que me distraiga o la vergüenza me consuma. Además, en el evento se contempla una charla para los chicos. Si ustedes están por aquí serán el centro de atención y nadie le prestará cuidado a la charla.

—No quiero ser una molestia, yo solo quería hablar con...

—Áaron, por favor. No me estoy cerrando a posibles y futuras conversaciones contigo, de hecho estoy segura de que tú y yo tenemos pendiente una interesante y quizás vergonzosa plática que llevar a cabo, pero por favor ahora no. Otro día.

—No me quiero ir.

—Por favor.

—Por lo menos déjame...

—Por favor —señaló el camino por donde habíamos venido.

Mi hermano se encogió de hombros y pateó la grama. Me volteó a ver como pidiéndome ayuda. Siguiendo el ejemplo de la fotógrafa, fingí interés en los enormes y verdosos árboles que nos rodeaban.

—¿Cómo puedo encontrarte? —se resignó—. Si me voy ahora mismo no tengo manera de encontrarte otra vez.

—¿Cómo me encontraste? ¿Cómo sabías que estaba aquí?

—Créeme, es una larga historia —hizo un gesto de pesadumbre—. Pero no quiero tener que volver a pasar otra larga historia para encontrarte. Dame un número telefónico.

—No. Yo te buscaré.

—Oh Dios. Eso suena como una despedida para siempre.

Ambos rieron.

—Te doy mi palabra.

—No quiero tu palabra, quiero tu número.

Más risas.

—¿No confías en mí?

—Sí, pero mañana es probable que olvides esta conversación y entonces yo no voy a tener manera de encontrarte.

—¿Mañana?

—Bueno, tú cambias de personalidad todos los días, ¿no?

Ada se llevó los dedos a la sien mientras respiraba profundo, como diciendo: "esto es increíble, ese tipo sabe todo".

—Áaron, vete de una vez, por favor —y sin esperar mayor confirmación dio media vuelta y se llevó a Dayana jalándola por el brazo y gruñéndole cosas al oído.

11

Sábado: 1:50pm

Los sábados siempre me gustaron.

Los sábados eran los días donde las largas horas de lecturas aburridas se acababan y empezaban las lecturas interesantes.

Eran los días de decirle adiós al mundo entero y concentrarme única y exclusivamente en mis cosas.

Eran días tranquilos y duraderos.

Eran días de paz.

Eran días en los que, para variar el menú, ordenábamos pizza y comíamos hasta decir basta.

Eran los mejores días.

Aunque había algunos sábados cuando me levantaba temprano y me disponía a leer mis libros cuando de repente mi hermano se me acercaba y me decía:

"Acompáñame al centro comercial hoy".

Y yo le decía: "no".

"Conozco una niña que le encantaría conocerte".

"¡Qué bien! Mándale saludos de mi parte".

Y él insistía: "acompáñame".

Y yo reiteraba: "no".

Entonces él, astuto, me decía que esa niña de la que me hablaba tenía solo ocho años y era más inteligente que yo.

Entonces yo, sintiéndome ofendido y humillado por semejante comparación y queriendo comprobarlo por mi cuenta, aceptaba acompañarlo al fulano centro comercial.

Esos sábados no me gustaban.

Domingo: 1:50pm

Los domingos nunca me gustaron.

Los domingos eran esos días en los que, tras haber pasado la semana entera leyendo, me solía doler la cabeza.

Eran los días del mal humor.

Eran los días de tedio y la indiferencia.

Eran los días en los que mi coeficiente intelectual se sacrificaba así mismo para darle paso a una melancolía existencial.

Eran los días en los que no quería hablar con nadie.

Eran días en los que ni siquiera la ciencia podía contrarrestar mi mal genio.

Eran días largos.

Sin embargo había unos domingos en los que, sin saber cómo ni por qué, me encontraba en un parque en pleno mediodía, bajo los intensos y letales rayos ultravioletas y la chica más inteligente del mundo me decía:

"Bésame".

Y yo le decía: "¿para qué?".

Y ella reiteraba: "Bésame".

Y entonces yo razonaba con ella: "¿En qué ayudaría eso?"

Y ella, ya desesperada, insistía: "!Solo bésame antes de que sea demasiado tarde!"

Entonces yo, con todos mis sentidos activados y al mismo tiempo confundidos, la besaba y entendía el porqué de su insistencia.

Esos domingos sí me gustaban.

12

Sábado: 1:50pm

—Ahora —saltó la página de su cuaderno para empezar a escribir en una nueva—, la gran pregunta: ¿cómo es que unos humildes trillizos albinos de nueve años de edad terminan siendo tan adinerados?

—Todo el mundo sabe esa respuesta.

—Sí, pero yo no le estoy preguntando a "todo el mundo", te estoy preguntando a ti.

Me reí.

Karina era, en efecto, inteligente, pero había algo en ella que no me parecía encajar. Su actitud a veces contradecía su intelecto.

—Esa habilidad que tienes de ser descortés con los que son mayores que tú es espontánea o fingida.

Reflexionó mi pregunta un par de segundos.

—Espontanea —confesó—. Ahora, responde sino quieres recibir más de mis espontaneidades.

—No puedo asegurarte que siga respondiendo tus preguntas si tú sigues con actitudes inadecuadas.

—Ok, ok. Me comporto bien —con su mano dibujó una invisible aureola angelical por encima de su cabeza.

—Bueno —me acomodé en el asiento—, cuando vivíamos en el campo...

—No tonto, obvia esa parte. Ya tu hermano me la explicó. Empieza desde el accidente en adelante. ¿Qué pasó después?

Domingo: 7:04am

—¿Sabes qué?

—No, no sé ni quiero saber.

Ya estábamos cerca de la salida del parque.

Después de que Ada nos diera la espalda mi hermano había empezado la marcha dando grandes zancadas, pero poco a poco fue disminuyéndole el ritmo a su marcha a medida que se acercaba a la salida, como si una fuerza gravitacional lo atrajera hacia el interior del Peñalver. A la final se detuvo en seco a pocos pasos de las verjas que bordeaban el recinto.

—No puedo irme.

—Por el amor de Dios Ron, vámonos de una vez. Ya estamos cerca de la salida. Otro día la ves, hablas con ella, se besan, se meten mano y todo eso. Ya ha sido suficiente por hoy.

—No puedo irme —reiteró—. Si lo hago estaría traicionándola.

—¿Traicionándola? Si ella casi se arrodilla para pedirte que te largaras y la dejaras en paz. ¿Cómo vas a traicionarla?

—La semana pasada ella me dijo que debía vivir mi vida como yo quisiera. Me dijo que no dejara que otros decidieran por mí.

—¡Exacto! "La semana pasada". Hoy te pidió que la dejaras tranquila. Además, te dio su palabra de que te buscaría.

—No me quiero ir y no lo voy a hacer. Y Punto. Además, este es un parque público. Yo tengo tanto derecho a estar aquí como ella.

—Si te quedas te va a odiar.

—Quizás, pero si me voy terminaré odiándome a mí mismo.

No me jaló por el brazo.

No insistió para que lo acompañara.

Simplemente me dio la espalda y se sumergió en el denso bosque. Yo tomé la dirección contraria, hacia mi apartamento.


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