Magdalena Salvatierra y el co...

By LeonMelendez

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Magda llegó a vivir a un pueblo incivililizado. Además de padecer los subidones emocionales propios de la eda... More

Prólogo
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By LeonMelendez

¿Qué tiene esa chamarra que tanto me llama la atención? De pronto caí en cuenta que llevaba horas mirando la chamarra que estaba colgada en el pomo de la puerta de mi cuarto. Había estado tuiteando un rato, escribí un correo a Lobo y, cuando me quedé sin qué hacer, me puse a deambular con la mirada por la habitación. En algún momento, luego de ver los montones de ropa arrumbada, las cortinas improvisadas (eran cobijas colgadas, mamá no había tenido tiempo de poner los cortineros), las cajas sin abrir, me quedé mirando la chamarra. Fue una de esas veces que la mirada se queda fija y uno no dice nada, ni piensa nada, sólo mira. Yo miraba la chamarra.

Fue otra vez el sonidito de tienes un correo electrónico lo que me hizo alejar la mirada y preguntarme, ¿por que no puedo desviar la atención de ella?

Antes de revisar el correo de Gmail, fui a configuración y desactivé el famoso aviso. Algún día recibiré cincuenta correos diarios, y no querré estar fastidiada todo el tiempo con Usted tiene un correo nuevo.

El correo era de Lobo, era su respuesta. "Paso por ti como a las tres de la tarde, debo hacer algo antes, ¿te invito a comer?". No sé por qué, pero leer aquellas palabras me hicieron sentir cosquillas y me sacaron una sonrisa.

El coven no se ha reunido en persona desde que tuvimos la experiencia adivinatoria en nuestras respectivas casas. Tenemos miedo, mucho. Lo sé porque lo hemos confesado en los blogs internos de la oficina virtual.

Lo que sí ha sucedido es que Nélida ha abierto ficheros nuevos, con información que ha sido particularmente interesante para mí. Algunos ficheros están conformados por documentos formato word o pdf. Sospecho que Nélida ha estado redactando algunos de ellos en persona. Pero otros, simplemente no sé qué pensar de ellos.

El fichero Rituales Paganos, por ejemplo, que tiene tanto documentos como enlaces a páginas o hasta archivos en html, hace un recuento de algunos rituales cotidianos de otras culturas, en otros momentos. Lo más extraño son los objetivos de los dichos rituales: buscar la fertilidad de los campos (y de las personas), sanar los arboles frutales, curar a los enfermos, etcétera.

Algunos de estos rituales son cosas sencillas como caminar descalzo y agradecer a los árboles, tocarlos o abrazarlos. Otros son más complejos e incluso hacen alusión a juegos sexuales. Los dibujos que ilustran los rituales sexuales me gustaron mucho. Es la verdad.

Nélida ha abierto también algunas salas de discusión que remiten directamente a alguno de los ficheros. Por ejemplo, hay una sala que propone la reinterpretación del Festival de las Orquídeas, porque esa no es una planta natural de la meseta central de México. Para mi sorpresa, en esta sala Rebeca ha estado muy activa. Ha propuesto que comprendamos el significado simbólico de la orquídea en la cultura de origen, y que busquemos símbolos similares, pero no sólo en flores, sino en árboles, piedras o animales. De hecho, Rebeca ha estado escribiendo algunas pequeñas cosas al respecto.

Estoy sorprendida de la mucha actividad, aunque tenía la impresión de que todos estaban desviando su atención en lugar de pensar en lo importante.

Por eso he abierto otra sala de discusión, en la que doy ideas para comprender y proponer soluciones a nuestro problema: hay un asesino en el pueblo, y está poniendo altares a antiguos dioses mexicanos. Por dios, si es un loco debemos desenmascararlo. Debemos encontrar alguien que nos crea para que ponga la denuncia correspondiente, para que se avise a las personas que deben andar con cuidado.

Para defender la existencia de esta sala, puse en su presentación: "¿Podremos regresar al cerro para hacer lo que nos mueve como coven? Si hay un asesino suelto, no". Nélida escribió que de verdad parecía que nos habían arrebatado el cerro, porque ahora nadie quería ir ahí, pero que todavía estaba pensando en proponer soluciones. Ricardo dijo que no se le ocurría nada, pero que estaba de acuerdo. Lobo fue quien dijo que tenía alguna información, que la estaba redactando para publicarla en su diario de campo.

Cuando fui al diario de campo de Lobo, escuché una bocina chillona fuera de casa, lo que me distrajo. Dije en voz alta que fuera quien fuera, que se callara (como si pudiera escucharme desde la habitación). No se calló y ya no revisé lo que estaba escrito porque fui a asomarme a la ventana con la intención de mentarle la madre a alguien. Una motocicleta pequeña, de esas Itálikas, estaba estacionada. Sobre ella, Lobo me hacía señas con la mano. ¡En la madre! Ya eran las tres de la tarde.

Armé mi paquete de supervivencia urbana dentro de la mochila: puse la computadora, el Internet, algunos papeles, las llaves de mi casa; la piedra en forma de corazón y la rama torcida iban en una bolsa externa. Desde hacía varios días ese era su lugar habitual. Antes de salir del cuarto, volví a ver la chamarra y de pronto supe por qué me atraía tanto. Era la chamarra que llevaba puesta el día del hallazgo. Metí la mano en el bolsillo derecho y sentí aquello que me alteraba: el reloj dorado. ¡Maldita sea!, a veces mi cerebro temeroso hace que olvide las cosas importantes.

Decidí que por el momento no podía hacer nada. Salí corriendo, cerré con llave la casa y subí a la parte trasera de la motocicleta con Lobo. Wow. Se sente bien chido.

Sí, sí, ya sé. Si mamá hubiera estado en casa me habría dicho que no fuera hasta Toluca en la motocicleta de un tipo de quince años. Le hubiera respondido a mamá que no sabía que Lobo tuviera una, que creí que iríamos en camión (en taxi no, porque no tenía dinero para pagarlo, por el momento). Y todo eso era verdad.

"¿Recuerdas, Lobo, que hace unos días me invitaste a Plaza Galerías? Pues ahora necesito de favor que me invites, tengo que hacer algo". Eso fue lo que le escribí a mi amigo por la mañana. Él respondió que pasaría por mi a las tres, pero nunca aclaró que iría en motocicleta. Yo encantada, no lo niego.

Sé que la carta suena a quiero tener una cita contigo. Pero no es así, lo juro. La sucursal del banco a la que papá me mandó está justamente en esa plaza. Todavía no conozco Toluca, y recordé las palabras de Lobo, por eso me atreví a molestarlo. Mamá no anda cerca como para pedirle el favorcito. Además no sé si sabe que papá abrió una cuenta a mi nombre.

Como dije, subí detrás de mi amigo, me puse el casco que llevaba extra para mi (al fin que siempre ando desaliñada), lo abracé fuerte de la cadera, tal como me lo pidió, y arrancamos.

Íbamos como a treinta por hora en el carril de baja velocidad. Todos los coches nos rebasaban sin miramientos, pero yo sentía que rompíamos la barrera del sonido.

Llegó un momento que me puse a gritar del puro gusto. Cuando Lobo se dio cuenta, comenzó a hacer lo mismo: ¡Waaaaaaa! Pocamadre.

Llegamos justo a tiempo para que me atendieran. "Los bancos cierran a las cuatro", me había escrito papá, y nosotros llegamos quince minutos antes del cierre. Afortunadamente, una señorita muy guapa, de grandes caderas, me atendió con  sonrisa linda. Me pidió los papeles que llevaba en la mochila (papá hizo una lista de ellos) y como único trámite tuve que firmar unas diez hojas que, por supuesto, no leí.

Acto seguido me entregó un llavero con una pantalla en la que una cifra de seis dígitos cambia constantemente. Es tu clave dinámica, me dijo la señorita, cuando llegues a casa abres la página del banco, ingresas un nombre de usuario y una clave personales, y luego coordinas este llavero, para que puedas hacer tus movimientos vía Internet. Yo asentí.

Luego me entregó una tarjeta de plástico, y me recordó que no era de crédito, sino que podía usarla en tanto tuviera dinero ahorrado. Yo volví a asentir. Esperaba acordarme de todas las instrucciones.

Al final, me preguntó si quería saber con cuánto dinero me habían abierto la cuenta. Le dije que sí otra vez. La mujer tecleó algunas cosas e imprimió una hoja que tomó y sin verla me la entregó. Al parecer, hacen eso todos los días de su vida. Yo estaba que moría de nervios.

Tomé la hoja y me quedé boquiabierta, casi me da un infarto. Algo no estaba bien, eso tenía que ser un error. De todos estos números, pregunté a la señorita para corroborar lo que estaba leyendo, ¿dónde leo mi estado de cuenta? Me contestó que hasta abajo.

Eso había creído, pero esa cifra debía estar mal.

O papá era un cabroncete muy cabrón.

O algo.

Di las gracias y salí corriendo, Lobo me esperaba afuera porque bancos y hospitales le dan tirria. Me avalancé sobre él y lo abracé del cuello, muy fuerte. Lobo rió sorprendido y me devolvió el abrazo. Fue algo muy lindo. ¿Qué sucede?, preguntó.

Que o papá se equivocó o las cosas están más jodidas de lo que imagino.

¿De qué hablas?

Le enseñé la hoja.

Lobo abrió los ojos muy grandes. ¿Doscientos mil pesos?

Le dije que sí. Papá dijo que era para que no pasara hambre.

No, pues con eso no pasas hambre, ¿qué piensas hacer?

Voy a arreglarlo, por supuesto, le dije, pero no ahora. Ahora mismo pienso sacar provecho de esto, papá se lo merece.

¿Por qué?

Reí. Pues porque es muy pendejo. O está tratando de comprarme, el cabrón; para que no le haga panchos. En ambos casos, se lo merece.

Lobo me apoyó. ¿Y cómo piensas aprovecharte?, preguntó.

No es gran cosa. Para empezar, la comida la invito yo. Después de eso, me acompañas a comprar un teléfono celular. Luego... luego sacamos algo de dinero para esta quincena y para hacer una pachanga con el coven. Se han portado bien chidos conmigo y, ahora que puedo retribuirlo, lo haré.

¡Sale!, me dijo Lobo, yo encantado.

No podía creerlo. Luego de varios días de una suerte perra, parecía que las cosas iban a cambiar. Claro que había un asesino suelto en el pueblo del Cerro del Chapulín pero, con tanta lana en una tarjeta de plástico, ¿a quién le importa? Me sentía Martha Higareda o alguna otra diva. Traté de no gastar mentalmente ese dinero, porque sabía que tarde o temprano debía devolverlo, pero no pude.

Me compré en la imaginación una motocicleta como la de Lobo, no, mejor un coche; luego compré otra computadora y me fui de viaje a Cancún y Las Vegas, donde, por cierto, me hice más rica con una sola apuesta en la ruleta de un casino muy elegante. ¿Por qué no?, si la suerte ya había demostrado que estaba conmigo.

Fue mientras comíamos una hamburguesa doble del McDonalds que mi cabeza pensó en otra posibilidad. ¿Y si ese dinero no era un error de papá? ¿Y si papá no estaba comprándome, sino protegiéndome de algo? ¿Sabe algo de mamá y no quiso decírmelo? Cuando hablé con él parecía distante y desentendido de mi pero, ¿y si estaba actuando para no demostrar su preocupación?

Mierda.

¿Qué fue lo último que dijo cuando hablé con él? Que buscara en los días pasados. ¿Será posible que sepa algo de lo que..? No, no es posible, él ahora está en La Isla de Pascua o en Gibraltar, lejos, muy lejos. Son imaginaciones mías. Pero ¿y si no?

Lobo notó mi cambio drástico de humor y preguntó qué sucedía. Había interrumpido una carcajada cuando me cayó el posible veinte.

Lobo, le dije muy seria, escribiste que tenías algunas respuestas, pero no alcancé a leer tu diario de campo, ¿te molestaría hacer un resumen para mí?

Claro, me dijo, sé algunas cosas del chavo desaparecido, del, ejem, asesinado.

¿Ajá?

Pues se llamaba Ignacio y era huérfano de padre y madre. Vivió con su abuelo hasta hace poco, cuando murió de cáncer, creo. Tenía veinte años y era obrero de la fábrica desde hace dos, cuando cumplió los dieciocho. No tenía educación ni tierras que cultivar. Su abuelo era artesano de la madera, pero por la artritis perdió movilidad muy joven y no pudo enseñar al nieto.

Traducción, dije yo, Nacho no tenía muchas esperanzas de hacer algo importante.

Así es, continuó Lobo, por eso su única opción era la fábrica. Ni siquiera sabía escribir.

Eso me dio un coraje de los cojones. Digo, de los ovarios. No es posible que en pleno siglo XXI todavía exista gente sin saber leer ni escribir. ¿Para qué tantos anuncios de compromisos cumplidos y más escuelas y esas cosas? Me aguanté el coraje porque Lobo no había terminado de hablar.

Todo esto me lo contó papá en uno de sus ratos de sobriedad, continuó, ¿tú sabías que mi papá vende y repara maquinaria para esa fábrica? No, le respondí. Bueno, pues papá sabía todo esto del chavo.

Eso explica por qué Lobo siempre tiene dinero y no parece irle tan mal.

Le pedí que continuara.

Su vida siempre fue igual, dijo Lobo, del trabajo a la vivienda de cartón en la que dormía. De la vivienda de cartón a la fábrica. Los domingos a misa de cinco de la mañana. No tenía amigos y no veía a muchas personas. Los que le vendían la comida, los que trabajaban con él en la fábrica, que no eran muchos. No tenía amigos, al parecer era un muchacho muy tímido.

¿Y qué más?

¿Qué mas?, pues que lo único extraordinario de su vida sucedió un par de semanas antes de que desapareciera. Resulta que el gerente de la fábrica lo encontró durmiendo en su puesto, o perdiendo el tiempo, no sé. Al parecer, el gerente estaba en su día de maestro de escuela y quiso dar una lección a los demás trabajadores. Pidió que se interrumpieran las labores por unos minutos, los mandó llamar al centro del patio y, cuando los tuvo a todos reunidos, despidió al muchacho.

Lo humilló el muy cabrón, dije yo.

Sí, pero no paró ahí la cosa.

¿Qué pasó?

Pues que Ignacio se hincó delante de todos y pidió que no lo despidiera, que no sabía hacer nada más, que trabajaba de lo que le pidieran y por el sueldo que fuera. Lloraba. El gerente negó, dijo que su palabra era ley y estaba despedido, aunque llorara, y como lo había encontrado en una falta flagrante a las leyes de la empresa, ni siquiera tenía derecho a pedir indemnización.

Hijo de su pinche madre, dije.

Lobo concordó conmigo y después continuó: luego, el gerente mandó llamar a los de seguridad para que sacaran a Ignacio de ahí y pidió a los demás obreros que regresaran a sus puestos, con la amenaza de que si no trabajaban, haría lo mismo con cada uno de ellos. Obvio, todo el mundo regresó sin decir ni pío.

¿Y desde entonces no se sabe nada del muchacho?, pregunté yo.

No, la cosa no terminó ahí. Al parecer, el dueño de la fábrica, que tiene otras industrias y solo viene una vez al mes a la fábrica, estaba de visita. Mi papá dice que todo sucedió cuando el dueño revisaba algunos papeles en la oficina y escuchó primero el silencio de la fábrica, luego los murmullos en el patio, y decidió salir a ver qué sucedía.

Lobo tomó un sorbo de refresco de naranja, dio una mordida a su hamburguesa que masticó pausadamente, tragó y siguió contándome: el dueño apareció justo cuando los trabajadores se dispersaban y llevaban a Ignacio a rastras hacia la calle. El gerente regresaba muy orondo a su oficina y se topó de frente al dueño. ¿Qué sucede? Nada, señor, que he despedido a alguien y lo he puesto de ejemplo. El dueño meditó un poco y pidió que regresara a todos al patio, y ordenó al gerente que corriera a la entrada e impidiera que sacaran al muchacho. Lo demás es un aparente final feliz. El dueño habló ante los trabajadores. Dijo que era verdad que la gente que incumplía podía ser despedida, pero que reprochaba absolutamente la actitud del gerente y que esas no eran formas de despedir a alguien, delante de todos, humillando. Dijo que el gerente seguía siendo el jefe, pero que a partir de ahora tendría otra actitud. El gerente, que estaba muy calladito, asintió, y hasta pidió perdón público a Ignacio, a quien reinstaló de inmediato en su puesto. Con un aumento del diez por ciento, dijo el dueño, y el gerente no tuvo otra opción más que acceder.

¡Uta!, dije, le salió el tiro por la culata.

Lobo terminó su historia diciendo que el muchacho estuvo trabajando algunos días más, y que al parecer el gerente no tomó venganza. Sin embargo, cierto día Ignacio no regresó a trabajar, y nadie supo nada de él. Lo primero que se pensó es que se había ido a Estados Unidos de indocumentado, pero al parecer las cosas en su vivienda están intactas. No han encontrado el cuerpo y no hay razones para pensar en un asesinato.

Nos quedamos callados, pensativos.

¿En qué piensas?, me preguntó Lobo después de un rato. Lo mismo que tú, le respondí; ya sabemos que en esa fábrica lo mataron, pero no podemos probarlo. Lo que no me puedo sacar de la cabeza es lo que dijo papá, que pensara en los días pasados.

¿Crees que tu papá sepa algo?, se extrañó Lobo. No lo sé; no tengo ninguna razón para creer que así sea pero, por otro lado, papá se ha portado muy extraño, y me dijo eso..

Pudo referirse a cuando ustedes tres vivían como familia.

Eso es cierto, dije yo, pero, ¿y si no?, ¿cómo se llama el gerente?

No sé, Lobo alzó los hombros y dio otro sorbo al popote, pero es fácil averiguarlo.

Eso es fácil, confirmé yo, pero, ¿y es fácil averiguar sobre el pasado de esta persona?

Los dos nos encogimos de hombros.

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