La Bien Amada - Thomas Hardy

By yanu_mdp95

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Jocelyn Pierston, nació en una Isla inglesa llamada Horeston, es escultor y un romántico irremediable, que va... More

Prefacio
Primera Parte: "Un joven de veinte años"
Una presentación imaginaria de la Bien Amada
Se sospecha que la encarnación es verdad
La cita
Un caminante solitario
Una obligación
En el borde
Sus primeras encarnaciones
Demasiado parecido al relámpago
Fenómenos familiares a distancia
Segunda parte: "Un joven de cuarenta años"
El viejo fantasma aparece distintamente
Ella se acerca más y satisface
Se convierte en inaccesible espectro
Amenaza reasumir materia corpórea
Reasunción efectiva
El pasado resplandece en el presente
Se establece la nueva
Frente a su propia alma
Yuxtaposiciones
Todavía no se desvanece
Persiste la imagen
Se interpone una barrera entre ambos
No se la ve
Tercera parte: "Un joven que roza los sesenta"
Vuelve por la nueva temporada
Presentimientos de otra reencarnación
Un valeroso esfuerzo por la última encarnación
Al borde de la posesión
¿Dónde está la Bien Amada?
El viejo tabernáculo cambia de aspecto
«¡Ay de esta sombra gris que en un tiempo fue hombre» [Final]

Deja su marca la renovada imagen

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By yanu_mdp95


Para visitar cuantas veces quisiera a la madre de la nueva Avicia, no tropezaba Pierston con otro obstáculo que las cinco millas de ferrocarril y las otras dos de cuesta escarpada que había que trepar hasta las alturas de la isla. Así fue que dos días después repitió el viaje, y a la hora del té llamó a la puerta de la viuda. Como había temido, la hija no estaba en casa. Se sentó junto a la antigua querida de su corazón, que en pasados días eclipsara a su madre y ahora estaba eclipsada por su hija. Jocelyn sacó la botina del bolsillo.

-Entonces, ¿fue usted quien libró a Avicia del cepo en que se había metido?

-Sí, querida amiga: y acaso te ruego que me ayudes a salir del mío antes de acabar la conversación. Pero no importa ahora esto. ¿Qué dijo ella del percance?

La señora Pierston le miraba pensativa, y replicó con muestras de interés:

-Pues me parece extraño que haya sido usted, señor. Creí que podía haber sido un joven..., otro mucho más joven.

-Pudiera serlo en cuanto atañe a los sentimientos... Ahora, Avicia, iré derecho al asunto. Virtualmente hace muchos años que conozco a tu hija. Al hablar con ella puedo anticipar los giros de su pensamiento, sus emociones, sus actos, pues no en balde hice tan largo estudio de todo ello en tu madre y en ti. Por lo tanto, no necesito estudiarla; la estudié y aprendí en sus anteriores existencias. Ahora no te asustes. Quiero casarme con ella. Esto me llenaría de gozo si no hubiese nada descabellado en ello o que pareciese demasiado locura en mí y tan degradante para ella si consintiese. Como ya sabes, puedo hacerla relativamente rica y satisfaría todos sus antojos. Ésta es la idea, lisa y llanamente expuesta. Ajustaría en mi ánimo algo que durante cuarenta años ha estado desbaratado. Después de mi muerte, ella tendría absoluta libertad y todos los medios para disfrutarla.

La señora Pierston se mostró algo sorprendida, pero en modo alguno asustada, y exclamó con picaresca sencillez, en la que difícilmente se dejaba de advertir la afectación:

-¡Ya me figuraba yo que estaba usted un poquito prendado de ella!

Conociendo como conozco la tónica de su temperamento desde que hace años pasó aquello conmigo, nada de lo que haga en este particular puede admirarme.

-Pero ¿no pensarás mal de mí por ello?

-De ningún modo... A propósito: ¿adivinó usted para qué le dije que viniese a verme?... Pero ahora poco importa... Ya es cosa pasada... Por supuesto, eso dependerá de los sentimientos de Avicia... Acaso prefiera casarse con un joven.

-Sin embargo, supongamos que no apareciese un joven de satisfactorias condiciones...

En la cara se le conocía a la señora Pierston que apreciaba la diferencia entre pájaro en mano y ciento volando. Miró curiosamente a Jocelyn de arriba abajo, y dijo:

-Sé que para cualquiera sería usted un perfecto marido. Sé que sería usted mucho más perfecto que otros la mitad menos viejos; y aunque es mucha la diferencia de edad entre usted y ella, verdad es que ha habido matrimonios muchos más desiguales. Hablando como madre, puedo decir que por mi parte no habrá inconveniente alguno para que se case usted con ella, con tal que ella esté de acuerdo. En esto estriba la dificultad.

-Pues yo desearía que me ayudaras a vencer esta dificultad -respondió él cariñosamente-. Acuérdate de que hace veinte años te devolví un marido descarriado.

-Es cierto; lo hizo; y aunque no puedo decir grandes cosas respecto a la felicidad que de ello resultó, siempre comprendí que no eran menos nobles sus intenciones respecto a mí en este particular. Yo haría por usted lo que por ningún otro hombre, y hay una especial razón que me mueve a favorecer su propósito con Avicia, y es que estoy absolutamente segura de ayudarla a tener un marido cariñoso.

-Bien; dejémoslo hasta que lo veamos. De todos modos, yo me esforzaría en merecer tu opinión. Mira, Avicia, por la memoria de pasados tiempos debes ayudarme. Tú sabes que entonces sólo sentiste amistad por mí, y eso te facilita, como cosa propia, que ahora me otorgues un favor.

Tras un poco más de conversación, su antigua amiga prometió que haría todo cuanto estuviese en su mano; pero no le dijo lo simple que le parecía él por no haber notado que al escribirle estaba ya haciendo cuanto le era posible, pues había despertado el sentimiento que provocó su petición. Y para demostrar la buena fe de su promesa, le indicó a Pierston que esperara hasta el anochecer, cuando tal vez Avicia pasaría a verla.

Pierston se figuraba haber despertado el interés de la joven Avicia, al menos por la parte que había tomado la semana anterior en el incidente de las rocas; y, sin embargo, temía encontrarse con ella a plena luz hasta que hubiese adelantado algún tanto más en su estimación.

Por consiguiente, quedó perplejo al oír la propuesta, y al verle titubear, la señora Pierston insinuó la idea de que saliesen ambos a pasear en la dirección por donde vendría Avicia, si es que venía.

Asintió Jocelyn, y al cabo de pocos minutos se pusieron en marcha, caminando a la luz de la ya entonces refulgente luna, y al llegar a la puerta del castillo de Sylvania se volvieron hacia la casa. Después de dos o tres idas y venidas desde la casa al castillo y del castillo a la casa, vieron por fin acercarse a la que aguardaban.

Tan pronto como se encontraron, la joven reconoció en el compañero de su madre al señor que la había auxiliado en la costa, y se alegró mucho al saber que su caballeroso asistente era antiguo amigo de su madre. Recordaba haber oído hablar de un cumplido caballero residente en Londres, hombre de talento y fortuna, cuyos ascendientes fueron naturales de la isla, y acaso, a juzgar por el apellido, del mismo linaje que el de ella.

-¿Y usted ha vivido en el castillo de Sylvania, señor Pierston? -preguntó la joven Avicia con su ingenua voz-. ¿Hace mucho tiempo de ello?

-Sí, ya hace algún tiempo -respondió el escultor con el corazón amilanado por miedo de que ella preguntase cuánto tiempo.

-Debió de ser cuando yo estaba en el colegio o era muy chiquita.

-No creo que estuvieses fuera.

-Pero tampoco creo que pudiera estar aquí.

-No; tal vez no podías estar aquí.

-A mí me parece que aún estaba escondida en la parcela del perejil -repuso suavemente la madre de Avicia.

En estos términos generales fueron conversando por el camino hasta llegar a casa de la señora Pierston; pero Jocelyn se resistió doblemente al ofrecimiento de la viuda y a los deseos de su corazón, despidiéndose sin entrar. Para arriesgarse en visible careo con ella, el ascendiente que había ganado o imaginaba haber ganado con la reencarnada Avicia, se necesitaba mucho más valor del que él tenía en su actual disposición de ánimo.

Frecuentes fueron los paseos vespertinos, como el referido, durante el creciente de aquella luna estival. En una ocasión como quiera que todos ellos eran buenos andarines, convinieron en encontrarse a mitad de camino entre la isla y la población donde se hospedaba Pierston.

Era imposible que la linda joven no hubiese conjeturado ya la finalidad de aquellos paseos. Era un matrimonio; pero se inclinaba a creer que Pierston tenía a la viuda y no a ella por objeto de sus miras, sin acertar a comprender por qué aquel caballero tan fino y evidentemente tan rico se habría enamorado de su madre, cuya ordinariez resultaba notoria para la joven educada en la vida moderna.

Según lo convenido, se encontraron en el banco de guijarros. Cruzaron el puente de madera que enlazara el banco con la costa propiamente dicha, y se encaminaron hacia el castillo de Enrique VIII, sito en el borde del pedregoso acantilado.

Como el castillo de Red-King en la isla, el interior estaba a cielo abierto, y cuando entraron y la luz de la luna les dio de lleno sobre el filo de la circundante mampostería, la realidad material se desvaneció de la mente de Jocelyn, oprimida por los recuerdos. Ni una ni otra de sus dos acompañantes conjeturaron en qué pensaba. En aquel mismo paraje debía de haberse encontrado con la abuela de la joven que estaba junto a él, y la hubiera encontrado si ella hubiese acudido a la cita que pudo, o mejor dicho, debió de haber cambiado todo el curso de su vida.

Por el contrario, habían transcurrido cuarenta años; cuarenta años de separación de Avicia, hasta que por segunda vez una renovada imagen de la querida de su corazón se alzaba a sustituirla. Pero ¡ay!, él, en cambio, no estaba renovado. Y de todo esto nada sabía la linda jovencita que tenía a su lado.

Aprovechándose de que la tercera Avicia se había apartado para ver el mar por un boquete del muro, Pierston le dijo a la madre con un murmullo:

-¿Le has insinuado algo de mis intenciones? ¿No? Pues creo que ya puedes hacerlo, si en verdad no tienes inconveniente.

La viuda Pierston estaba a la sazón muy lejos de sentirse tan fría respecto de su amigo como en los días en que pretendió casarse con ella. Si ahora hubiese sido el objeto de sus deseos, no necesitaba él decírselo dos veces. Pero como buena madre, sofocó sus sentimientos y respondió que aquel mismo momento sondearía el ánimo de su hija.

Adelantándose hacia el boquete de la muralla, donde la joven estaba contemplando el mar, exclamó:

-¡Avicia! ¡Querida mía! ¿Qué dirías si el señor Pierston se dedicara a ti, es decir, si te cortejara, como yo llamo a esto a la antigua usanza? Suponiendo que así fuese, ¿le darías esperanzas?

-¿A mí, madre? -respondió Avicia con inquisitiva risa-. Yo creí que se

dedicaba a ti.

-¡Oh!, no; él no ha puesto en mí los ojos -se apresuró a replicar la madre-. No es nada más que un amigo mío.

-No necesito aclaración alguna -repuso la hija.

-Es hombre muy fino, y te llevaría a una elegante casa de Londres, adecuada a tu educación, en vez de quedarte aquí toda la vida hecha una tonta.

-¡Ya me gustaría! -dijo Avicia displicentemente.

-Pues entonces, anímale.

-No me interesa lo bastante para darle alientos. Me parece que a él le toca hacer lo que convenga.

Hablaba ella con muy buen humor; pero el resultado fue que cuando Pierston, quien se había apartado discretamente se reunió con ellas, la madre se quedó algo atrás y la hija anduvo dócilmente, aunque quizás algo melancólica, al lado del escultor. Llegaron a una abrupta pendiente, y Pierston le tomó la mano para ayudarla a bajar, y ella consintió en que se la retuviese al estar en terreno llano.

No era en modo alguno una excursión perdida para aquel hombre de flotante corazón, aunque acaso el éxito inicial significaba para él en el transcurso de los sucesos algo peor de lo que hubiera sido un fracaso inicial. Hasta entonces nada había de extraordinario en la docilidad de la joven. Pierston, vestido a la última moda y a la luz de la luna, tenía bastante buen aspecto.

Sus conocimientos artísticos y sus modales de hombre que ha viajado mucho no carecían de atractivo para una muchacha que por un lado pertenecía a la culta clase media, y por otro a los rudos y sencillos habitantes de la isla. Sus aficiones y simpatías intensamente modernas estaban realzadas por puntos de vista peculiares y locales.

Pierston hubiera considerado con excesivo egoísmo su interés por ella, de no existir una redentora cualidad en el sustrato de las viejas y patéticas memorias que habían engendrado su amor, las cuales todavía le empapaban, infundiéndole el más tierno, anhelante y protector afecto que jamás sintiera. Seguramente contribuía a este instinto en demasiada proporción el juvenil fervor que caracterizó semejante afecto cuando su rostro era lozano y sus pies ligeros, como los de la muchacha; pero si todo esto eran sentimientos de la juventud, aún había más.

La señora Pierston, temerosa de ser franca, para que no pareciese que codiciaba la fortuna de Jocelyn, no advirtió del todo la facilidad cariñosa con que la brindara, si de esta suerte pudiera compensar su infidelidad a la familia de ella durante los cuarenta años pasados. El tiempo no la había hecho egoísta, pero sí amortiguado sus ambiciones; y aunque su deseo de casar a Avicia no se limitaba a enriquecerla, la convicción que la madre alimentaba de que sería su hija mucho más rica cuanto le cupiera imaginar, la movía a consentir en el amor de Pierston.

Al mirarse al espejo a la mañana siguiente, Jocelyn se dijo que no era del todo viejo. Representaba muchos menos años de los que tenía. Pero llevaba escrita su historia en el rostro.

Su frente no era ya aquella página en blanco de otros tiempos. Pierston conocía el origen de aquella arruga en su frente.

Preocupaciones del pasado la trazaron uno o dos meses atrás. Recordaba la aparición de aquellas hebras de plata en sus cabellos. Las trajo la enfermedad sufrida en Roma, cuando todas las noches deseaba no volver nunca a despertar.

Aquel arrugado rinconcito que dibujaba un repliegue de piel, era efecto de aquellos meses de abatimiento, cuando todo parecía conjurarse contra su arte, su vigor y su dicha.

Se decía a sí mismo: «Jocelyn, no puedes vivir y al mismo tiempo retener la vida». El tiempo luchaba contra él y contra el amor, y probablemente vencería el tiempo.

Continuaba diciéndose, como si en realidad fuese desdichado: «Cuando me separé de la primera Avicia, tuve el presentimiento de que algún día me arrepentiría. Y estoy penando y he penado desde entonces, desde que este bribón de Ideal aprendió la irrazonable treta de habitar en una sola imagen».

En suma, no dejaba de sospechar que sería una locura temeraria insistir.

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