Me hiciste prometer que no diría nada y me obligaste a cruzar los meñiques como hacían los mejores amigos. Yo también te confesé que a veces quise morir, pero que supe que había vida cuando te conocí.
Y lloramos juntos, en el césped, nos tomamos las manos porque ya era algo común para nosotros. Tú limpiaste mi agua salada y yo limpié la tuya.
Perdido en tu mirada grisácea.
En la misma mirada en la que sigo perdido.