Cold, cold, cold || TojiSato

By Iskari_Meyer

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Ese era el juego del amor. Vivirías lo suficiente como para convertir la química en adicción. © Los personaj... More

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Epílogo

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By Iskari_Meyer

N/A: Bienvenidos al epílogo del fic! Estas palabras tenían que llegar algún día, ¿no? Después de un largo camino, nos encontramos ya en el final de la historia

Como de costumbre, hay un timeskip. Vamos ocho años al futuro! Megumi ya tiene dieciséis, Satoru y Toji tienen treinta y cuatro. Ocurre antes de diciembre, por lo que meses más tarde cumplirían sus edades con los ocho años completos sumados

Si tuviera que decir algo es que me he divertido muchísimo escribiéndolo, ya que tiene una enorme variedad de escenas. Es el capítulo más largo de la historia. Se podría dividir en dos grandes partes, una sobre Megumi (en relación hacia sus amigos, Satoru y Toji) y otra sobre Satoru y Toji

Megumi está en "esa" edad (quien avisa no es traidor). Por cierto, hay SukuFushi! Entenderéis el paralelismo al instante ^^

Nos vemos al final! Ojalá os guste <3

Ocho años después,
primavera

Ojos azules aparecieron al otro lado de la nube de humo, como un espejismo. El chico volvió a inhalar, pestañas negras aletearon con el ardor de la nicotina en los pulmones. Hilos grises escaparon por su nariz y boca con lentitud fantasmal.

Sus labios se curvaron en una mueca al ver la sangre salpicando el suelo.

—Qué asco —murmuró Megumi, apartando la mirada —. Sukuna, para. Te estás pasando.

Le pasó el cigarro a Yuuji. Ambos estaban sentados sobre un contenedor de basura, en un callejón. La luz del día se filtraba por entre el cableado urbano, cayendo sobre ellos como una especie de premonición.

Sukuna se incorporó, socarrón, con una sonrisa en el rostro. El corazón de Megumi se aceleró al ver cómo se echaba el pelo hacia atrás con un gesto desinteresado, escupiendo al suelo, junto a su víctima. Sus hombros al descubierto se movieron como los de un tigre perezoso.

Yuuji le lanzó la cazadora de cuero. Sukuna la atrapó en el aire y se la puso sobre su camiseta sin mangas. Una fina cadena de plata rodeaba su cuello con eslabones pequeños como gotas de lluvia. Botas negras aplastaron charcos, el chico apalizado gimoteó en el suelo.

—Así aprenderá a no meterse con quien no debe.

Megumi apretó los labios, mirando la mano que Sukuna le ofrecía para ayudarle a bajar. Titubeó un instante, pero acabó siendo arrastrado por la marea de esos iris de escarlata. La suela de sus zapatos sonó contra el suelo.

—Volvamos a casa, se está haciendo tarde —silbó Yuuji. Tenía una tirita en el pómulo que le daba un aspecto infantil, risueño.

—¿Te vienes esta noche, Meg? —preguntó Sukuna, echándole el brazo por encima de los hombros —. Hay ramen para los tres.

Megumi estaba mirando la pulsera rota.

El hilo se había rasgado, destrozado por un tirón que aquel tipo le había propinado. Los abalorios habían caído al suelo y rebotado mil veces hasta perderse por toda la calle, a la salida del instituto. Había recogido los que había podido, pero sabía que no estaban todos.

Los hizo moverse en su palma. Rosas y gastados por el tiempo. Había estado usando esa pulsera desde hacía años a modo de llavero para su mochila. Combinaba bien con los colores aburridos de su uniforme.

—Oh, ¿aún estás triste por eso? —preguntó Sukuna. No había dudado en agarrar al culpable y darle algo de lo que acordarse durante el resto de su vida.

—Siempre puedes comprar otra —señaló Yuuji —. Es sólo una pulsera.

—... era especial —suspiró, guardando los restos en su bolsillo —. Está hecha a mano. Nunca habrá otra igual.

Sukuna le propinó un golpe en la nuca a su hermano, por idiota.

—¡Auch!

Satoru se la había regalado. No había habido motivo alguno, simplemente había picado a la puerta de su habitación y se la había dado sin decir mucho. Era irreemplazable. Significaba mucho para él. Para ellos.

Siempre la había llevado consigo, de una forma u otra. Dentro de su estuche de clase, puesta en la pata de un osito de peluche, adornando un mueble. Le había parecido demasiado vieja y valiosa como para darle su uso original, así que había acabado por engancharla al asa de su mochila, junto a un pompón con forma de fresa.

—Yo podría hacerte una —propuso Sukuna, después de dejar a Yuuji en paz. No tenía idea de cómo hacer pulseras, pero eso daba igual —. Dime cuál es tu color favorito.

—Ya no importa —se encogió de hombros, apático. Guardaría los abalorios que quedaban en un joyero.

Sukuna arrugó la nariz, contagiado de su ánimo, casi irritado. Lo atrajo hacia sí y le frotó el costado para consolarle, dirigiéndole una mirada hostil a Yuuji, que alzó las manos en señal de inocencia.

El cielo señalaba las cinco de la tarde. El Sol en lo alto viraba precipitadamente a un lado, como un barco a punto de escorarse. Los tres chicos llegaron a la boca del metro y se internaron en las entrañas de Tokio.

Megumi miró la hora en su teléfono, mientras bajaban en las escaleras mecánicas. Tenía un par de mensajes de Satoru preguntando dónde estaba. Los respondió con brevedad, escuchando a los gemelos hablando detrás.

—Ya que te has saltado las clases, al menos podrías haber venido a buscarnos en algo elegante, así no tendríamos que coger el metro —se quejaba Yuuji.

—¿A buscaros? Yo no he venido a buscaros, he venido a buscar a Megumi —gruñó el otro —. Tú sólo eres un efecto colateral.

—Oh, venga, ¿en serio? Eres horrible.

Sukuna rio en voz baja, malicioso.

Se despidieron en los tornos, después de pasar por el lector sus tarjetas. Yuuji se encaminó hacia la línea que tomaba para volver a casa, desapareciendo en otras escaleras mecánicas. Megumi y Sukuna continuaron por un pasillo repleto de gente para llegar al andén de su línea.

La pantalla de la estación indicaba un retraso. Todo el mundo sabía lo que eso significaba.

Se sentaron a esperar en uno de los bancos de metal. Sukuna se recostó, separando las rodillas perezosamente, metiendo las manos en los bolsillos. Megumi se cruzó de piernas, atusándose el uniforme. Vistos así, parecían sacados de una tragicomedia.

—¿Por qué no has venido hoy a clase, Sukuna? ¿Aún estás expulsado?

—No, es sólo que no me apetecía —el chico echó la cabeza hacia atrás, mirando al techo semicircular —. Últimamente es muy aburrido ir allí y soportarlos a todos...

—Ya veo —Megumi observó las líneas de sus rasgos, la garganta remarcada por la nuez de Adán, una nariz bien esculpida —. El año que viene será el último. ¿Tienes pensado qué quieres hacer después?

Sukuna hizo un sonido gutural, reflexionando. La gente que pasaba los miraba con curiosidad. Un chico tan formal y bonito junto a uno descarado y maleducado. Eran tan diferentes. A excepción de una que otra asignatura, Megumi sacaba unas notas excelentes, mientras que Sukuna parecía estar a punto de tener su cara en los periódicos.

—No lo sé —acabó diciendo, al fin —. Quiero aprender a tatuar, pero no sé cómo empezar —chasqueó la lengua, haciendo sonar el piercing que ahí tenía contra los dientes —. Después quiero tatuarme entero. Yo solo. Menos la espalda, claro, para eso necesitaría ayuda. ¿Y tú?

—Satoru querrá que vaya a la universidad —Megumi se fijó en cómo la bolita plateada brillaba con las luces del techo —. Le hace mucha ilusión.

—¿Tienes algo en mente?

—Quizá estudiar veterinaria —ladeó el mentón. La pantalla había cambiado e indicaba que el tren estaba a punto de efectuar su entrada a la estación —. Pero también me gustaría seguir en el equipo.

Tanto los gemelos como Megumi estaban en un equipo de hockey juvenil. Ya habían ganado varías ligas y cuando cumplieran la mayoría de edad las cosas cambiarían. Los torneos ya no serían tan divertidos, todo se tornaría serio.

Al principio, Satoru se había escandalizado. Le había hablado de lo violento, complicado y cansado que era ese deporte, le había dado una charla sobre cómo lesionarse podría arruinar su vida, insistiendo en que gimnasia artística o natación serían mucho mejores para alguien de su contextura física. Megumi había ganado. Le había prometido demostrar que valía para jugar sobre hielo y lo había hecho. Múltiples medallas de oro y plata adornaban su habitación.

Amaba ese deporte. No se sentía capaz de abandonarlo. Tal vez acabara por convertirse en jugador profesional y dejar de lado los estudios. Quién sabía lo que ocurriría en un futuro.

—Yuuji también quiere seguir en el equipo —comentó Sukuna. Ambos entraron al metro. Megumi se sentó en el único sitio libre y él se quedó de pie frente a él.

El viaje transcurrió en silencio. A pesar de que Megumi vivía lejos, nunca se había cambiado de escuela, y francamente no le importaba hacer un trayecto de cuarenta minutos en metro y cinco minutos andando hasta casa.

Desde que había entrado en la adolescencia —esa edad—, Satoru había dejado de ir a buscarlo después de que le pidiera y suplicara que no lo hiciera. Le daba vergüenza que sus amigos y compañeros de clase lo vieran con él, porque llamaba demasiado la atención. Además, era lo suficientemente responsable como para ir y volver en transporte público.

Algunos días, Sukuna —que ya había cumplido los diecisiete con su hermano— lo acompañaba y luego regresaba solo. Era su forma de estar juntos lejos del instituto, y lejos también de Satoru, a quien no parecía agradarle.

—Deberíamos tomarnos un año sabático —sugirió Sukuna, mientras subían por la boca del metro después del viaje.

—¿Para qué?

—Para pensar qué nos gustaría hacer —luego, bajó un poco el tono —. Y para estar juntos.

—Bueno —Megumi sonrió, cohibido. Esa broma fue graciosa.

El cielo se había nublado de repente. Nubes negras pasaban por encima de la ciudad, conteniendo toneladas de lluvia en su interior. Sería de esas tormentas que no podría detenerse una vez que comenzara.

—Podríamos irnos a algún lugar muy lejano y disfrutar de unas vacaciones en la playa —Sukuna tiró del chico para que no cruzara un semáforo en rojo. Sus cuerpos chocaron torpemente.

Megumi hizo un puchero.

—¿Y qué hay de pensar en lo que queremos hacer?

—Lo pensaríamos con un buen cóctel frente al mar —Sukuna le dio un ligero codazo. Megumi pegó un respingo —. Vamos, sería genial.

—Satoru no me dejará —Megumi seguía creyendo que era una broma, una de las tantas situaciones que Sukuna imaginaba.

Llegaron al edificio donde Megumi vivía. Las calles estaban limpias, los comercios estaban abiertos, algunos alumnos volvían también a casa después de la jornada lectiva.

—Satoru no es tu dueño, ¿sabes? ¿Dónde quedó el chico rebelde que conozco?

—No me gusta meterme en problemas —el llavero de Megumi tintineó mientras lo sacaba y abría la puerta.

—Yo diría que no te gustan las consecuencias.

Megumi se relamió, dándole la razón con un golpe amistoso. La forma en que Sukuna miró su boca no pasó desapercibida. Ambos entraron al ascensor, pulsando el botón del último piso.

Las puertas se cerraron con un traqueteo, ahogando el desesperado sonido de un beso. Labios que ardían, que sabían a desastre, que se frotaban, tocaban y chocaban con necesidad. Megumi suspiró cuando Sukuna atrapó su labio inferior, tirando con los dientes, sus lenguas encontrándose, el tacto metálico del piercing.

Los dedos de Sukuna acariciaron el cabello de Megumi, enredándose. Retiró hacia atrás varios mechones del lado izquierdo de su cabeza, dejando ver dos mechones teñidos de rosa neón que se mantenían ocultos bajo una frondosa capa de azabache.

Un hilo de saliva se rompió entre sus labios humedecidos. Sukuna admiró los mechones.

—Ahí está —su chico rebelde —. Qué bonito.

El color era intenso, reciente. Parecía que tenía dos plumas brillantes. Habían evitado decolorar la raíz para no dañarla, por lo que había un espacio negro entre el pelo y el cuero cabelludo que pasaba desapercibido. Satoru había tardado dos días en enterarse. Cuando lo había descubierto, había estado a punto de sufrir un infarto.

Sukuna retiró todo el pelo de Megumi hacia atrás, despejando su frente de aquel flequillo suave y dejando al aire los mechones neón. Así tenía un estilo más desenfadado y juvenil, más disconforme. Se veía rebelde y hermoso.

El flequillo cayó hacia adelante de nuevo, en medio de un beso. Las puertas del ascensor se abrieron y Megumi rodeaba el cuello de Sukuna con los brazos, ronroneando cariñosamente.

Satoru y Suguru Getō, los miraron con una mueca.

Todos se quedaron fríos.

—Adiós —Megumi empujó a Sukuna de golpe, asustado. Se pasó una mano por el pelo y salió del ascensor casi corriendo, precipitándose por el pasillo.

Sukuna tragó saliva, todo sonrojado, mirando al tutor de su chico y al amigo de éste.

—Eh... hola —intentó sacar su mejor sonrisa, a sabiendas de que no había nada que pudiera arreglar.

Satoru no dijo nada, sólo lo miró con severidad.

—Nos vemos en un par de días, Satoru —se despidió Suguru, subiendo al ascensor junto a Sukuna, que le hizo un hueco con timidez.

En casa, Megumi dejaba la mochila de la escuela en su habitación. Había arrimado la puerta, suspirando con fuerza. Oreo dormía en su cama, enroscado en una bola blanca.

—Joder —susurró, mientras sacaba los libros, su archivador y su estuche y ponía todo encima de la mesa.

Escuchó la puerta de entrada cerrándose con un golpe seco. Sus músculos se tensaron y apenas se atrevió a girarse cuando escuchó los pasos del mayor llegando a su dormitorio.

Satoru no era idiota. Satoru llevaba meses, años, sospechando. Megumi era consciente de eso. Que hubiera presenciado cómo se metían la lengua en la garganta era... ciertamente esperado. Y desagradable.

Quería desaparecer.

—Megumi —llamó el hombre —. Llegas tarde.

—Ah, ¿sí? —Abrió su archivador con más fuerza de la necesaria y sacó varios papeles, haciéndose el loco —. No sabía que ahora tenía un toque de queda para volver de clase.

Irritar a Satoru, alguien tan calmado y comprensivo, era una tarea difícil que había logrado dominar con el tiempo. A veces lo hacía sin querer.

—Tu comida está fría.

—Tenemos microondas —soltó Megumi, dándose la vuelta y enfrentándose a esos ojos helados.

Chispas saltaron entre sus iris, viajando de un lado a otro de la habitación con un estrepitoso chisporroteo eléctrico. Entonces, Satoru se fue, avisando de que iba a calentar su plato.

Megumi pudo respirar en paz, aunque sabía que probablemente sufriría una larga reprimenda más tarde. Sukuna no era deseable, según Satoru, sino un problema andante. Le daba igual, mierda. Le daba absolutamente igual.

Pateó su uniforme por el suelo, discutiendo en su propia cabeza. Se cambió de ropa a regañadientes, refunfuñando. Satoru era tan jodidamente pedante cuando se trataba de Sukuna.

Dobló cuidadosamente su uniforme y lo dejó colgado de una percha, en su armario. Luego, fue a comer.

Satoru lo esperaba sentado en el lado opuesto de la mesa, observando cada movimiento. Megumi se tomó su tiempo para sentarse. Bebió agua, bebió más agua. Bebió muchísima agua.

—Ya hemos tenido esta conversación más veces —dijo Satoru, cuando el chico se sentó, por fin.

—Genial —Megumi removió las verduras en el plato. A decir verdad, se le había quitado el hambre —. Entonces, no hay necesidad de hablar.

Satoru murmuró un no me lo puedo creer, tocándose la frente. Megumi frunció el ceño. ¿Estaba decepcionado? ¿En serio? ¿Decepcionado? ¿Precisamente él? ¿Con qué moral?

Se guardaba varias cosas que sabía bajo la manga para escupirlas cuando más doliera. Cosas que sabía. Apretó el tenedor en su mano, enfadado.

Hipócrita de mierda, pensó. Te odio, te odio —mentira, adoraba a Satoru, mierda, lo amaba—.

Tuvo que tomar aire y tranquilizarse. A veces se enfadaba demasiado rápido. Se llevó la comida a la boca. Le daba náuseas sentirse tan juzgado en ese instante.

—Ten cuidado, Megumi —advirtió Satoru. No tenía ganas de discutir —. Ya sabes a lo que me refiero.

Era tan difícil tener esa conversación con el niño —ya no tan niño—. Satoru extrañaba la época en la que aún era pequeño, bajito y adorable, y buscaba abrazos y besos de buenas noches.

No era su padre biológico, pero ser testigo de ese cambio le dolía como si lo fuera.

Megumi era gruñón por las mañanas, dedicado por las tardes, sensible por las noches. Era arisco y suave, era todo y nada al mismo tiempo. Todavía iba al psicólogo. No le hacía falta escuchar lo que allí ocurría para saber que el muchacho había crecido siendo inestable.

Sabía quién tenía la culpa.

Le echó un vistazo. Ropa deportiva, rasgos suaves, nariz rosada. Pelo negro dejando entrever esas mechas neones. Había crecido.

Se levantó, con la intención de dejarlo comer en paz, pero recordó algo. Se quedó ahí, en medio de la cocina, luchando por encontrar una forma de decirlo. En el fondo, era bien sencillo.

—Hoy vendrá tu padre de visita.

Megumi dejó de comer. Dejó el tenedor, empujó el plato y se incorporó. La silla rechinó contra el suelo.

—Ya no tengo hambre.

Satoru ni siquiera lo siguió. Entendía cómo se sentía.

Todo lo que rodeaba a Toji Fushiguro había sido siempre complicado.

Un contrato de trabajo lo había llevado a vivir en Sendai, a más de trescientos kilómetros de Tokio. Sus visitas ocasionales dejaban un mal sabor de boca. Regresaba cada seis meses, trayendo consigo una marea de recuerdos y sentimientos conflictivos.

Satoru le dejaba dormir en el sofá durante los tres días que se quedaba en Tokio antes de volver a irse y dejar un vacío en la familia.

—Apenas has crecido —Toji puso la mano en la cabeza de su hijo cuando lo vio —. ¿Sigues midiendo lo mismo?

—Aún estoy creciendo, déjame —Megumi se libró de su mano, apartándose a un lado. No le gustaba que lo tocaran.

Se sentía abandonado.

Se sentía abandonado por Toji, con quien llevaba una relación casi inexistente. Tres años atrás, cuando el contrato había empezado, habían sólido hablar por teléfono periódicamente, la mayor parte de noches. Sin embargo, aquello se había ido apagando. Megumi había perdido las ganas, y Toji no era bueno manteniendo el contacto, por lo que sus ocasionales mensajes se resumían a secos cómo estás, seguidos de un emoji con un pulgar hacia arriba.

Se sentía abandonado por Satoru. Porque las cosas habían cambiado entre ellos. Megumi no era capaz de imaginar que quizá eso era por su propio comportamiento, típico de adolescente.

Le frustraba que no aceptara a Sukuna. Le frustraba que fuera tan preocupado y que siempre quisiera abrazarlo y tratarlo como un crío que no entendía lo que tenía alrededor. Le frustraba anhelar un abrazo al mismo tiempo.

Los gemelos se habían vuelto su lugar seguro. Ellos sí lo entendían. Yuuji le escuchaba durante horas. Sukuna se tumbaba a su lado, cuando se quedaba a dormir con ellos, y le decía todo lo que necesitaba escuchar.

Su padre no aceptaría a Sukuna. Menos mal que no sabía lo que ocurría entre ambos. Megumi estaba seguro de que lo mataría, o algo parecido.

—¿Sigues siendo amigo de esos idiotas sin futuro? —preguntó su padre, recibiendo un té de parte de Satoru —. Por favor, dime que no.

Estaban reunidos en el salón, como de costumbre. Toji se veía cansado por el viaje en coche, ojeroso y despeinado. Seguía teniendo la misma expresión, los mismos gestos, varios de los cuales se habían quedado en el repertorio conductual de Megumi, como su forma de encogerse de hombros, sus muecas desinteresadas.

—Sí. Son mis amigos para toda la vida, papá.

Satoru le tendió un paquete de galletas a su chiquillo. Megumi las aceptó, porque se había quedado con hambre horas atrás.

Ugh —Toji puso los ojos en blanco —. No le deseo el mal a nadie, pero ojalá les pase un camión por encima.

—Ya no son tan ruidosos —rio Satoru, sentándose en el sofá junto a ellos —. Han dado un estirón. Seguro que llegarán a tu altura.

—... son buenas personas —murmuró Megumi.

Toji pensaba que la altura de esos chavales era directamente proporcional a su estupidez. Satoru tenía miedo de que algo malo sucediera. Megumi estaba tremendamente enamorado. Nadie tenía arreglo.

—¿No tienes más amigos en tu clase? —señaló su padre.

Quizá no era una pregunta con mala intención, pero Megumi se ofendió.

—No necesito a nadie más.

—Vale, chico, pero deberías intentar hacer más amigos. Hay más gente ahí fuera, ¿sabes?

—Me da igual —Megumi era extremadamente reservado. No podía estar con cualquier persona. Todos eran extraños y molestos —. Así estoy bien. Además, hablo con gente de mi equipo de hockey y eso ya es suficiente.

Los equipos sólo funcionaban si los miembros estaban conectados. Eso lo había aprendido a la fuerza. Aún así, no era como si los considerara sus amigos. Simplemente eran compañeros. Nadie le llegaba a la suela de los zapatos a los gemelos.

Tenía a Yuuji, tenía a Sukuna. Los tres estaban genial juntos. Eran un grupito estupendo.

—Megumi ganó una medalla en su último partido —contó Satoru, entusiasmado. Iba a todos los partidos sin excepción —. Cielo, ¿por qué no se la enseñas?

Satoru estaba inquieto, era notable. Intentaba seguir la conversación sin quedarse atrás, pendiente de todo, con un tic en la pierna. No paraba de sonreír. Megumi sabía por qué estaba actuando de esa forma.

Se levantó con un suspiro y volvió con la medalla. Toji le dio una vuelta entre los dedos, silbando.

—Vaya, es bonita.

—Se sacaron una foto súper divertida al terminar. Es esa de ahí —el albino señaló una estantería que había junto al mueble de la televisión. Había múltiples fotografías de su niño creciendo —. Salen tan felices...

A Megumi no le gustaba que tocaran sus cosas, ni que las descolocaran. Llevó la medalla de vuelta a su habitación de inmediato.

Se quedó rígido en el pasillo, escuchando cómo la conversación entre su padre y Satoru continuaba. Se tocó el pecho, donde había clavada una astilla antigua que provocaba un dolor tan familiar como insoportable.

Se sentía fuera de lugar.

Incapaz de encajar, un extranjero en un hogar que se suponía que debía suyo. Solía ocurrir en momentos así, o en clase, o cuando hablaba con personas que no eran los gemelos. Era jodidamente insoportable.

Estar con su padre era como estar con un desconocido.

Aún recordaba cuando el hombre todavía no se había mudado tan lejos, cuando solía recibirlo corriendo a la calle hacia el coche recién aparcado, gritando su nombre y saltando a sus brazos como el niño pequeño e inocente que había sido. Toji lo había sujetado cada vez, notando cómo crecía.

¡Papi! —chillaba, estampándose contra él en un abrazo. Satoru los miraba desde detrás, feliz.

Ahora Megumi ni siquiera lo esperaba en el recibidor. Toji llegaba, hablaba con Satoru y un rato después, Megumi salía de su habitación para verlo.

Volvió con ellos después de un momento de incertidumbre y ansiedad. Bajó la mirada, sentado, jugueteando con las manos. Oreo estaba sentado en el respaldo del sofá, observando.

Todo parecía artificial, como simulado y guionizado. No le gustaba. Cerró los puños, nervioso.

—¿Y qué demonios es eso que llevas ahí?

Apenas se dio cuenta de que aquello iba dirigido a él. Megumi parpadeó un par de veces, confuso, hasta que se dio cuenta de la dirección en la que su padre miraba.

—Nada —se atusó el pelo, escondiendo los mechones rosas.

—Vamos, Megumi, enséñaselo—pidió Satoru, dándole una mirada de tienes que interactuar con tu padre, por favor, contribuye a la conversación.

Se descubrió ese lado de la cabeza, mordiéndose el interior de la mejilla.

—... oh —Toji hizo una mueca. La cicatriz se curvó —. ¿Qué...? ¿Por qué...? Joder, es...

—Es una novedad —Satoru lo cortó de inmediato, antes de que dijera que era horrible, vergonzoso, o quién sabía qué —. ¿No es original?

Toji ignoró lo que Satoru había intentado arreglar, y no se molestó en ocultar lo que pensaba.

—¿Por qué cada vez que te veo pareces más emo, eh?

—No soy emo —Megumi arrugó la nariz.

—Lo pareces. Mírate, siempre vas vestido como si fueras a un velorio y ahora esto, ¿qué será lo siguiente?

Tragó saliva. Tenía un nudo en la garganta.

—Quiero hacerme piercings —soltó, de golpe y sin previo aviso —. En el labio. Uno a cada lado. Se llaman snake... o algo así. Con forma de aro. Metálicos, o de color negro.

—¿Qué? —Satoru se puso azul. Estuvo a punto de desfallecer —. No, Megumi, tú no te vas a hacer ningún piercing.

Toji rio con una carcajada, como si fuera divertido.

—Ya se le pasará, Satoru. No te preocupes, está teniendo esa época.

Satoru no contestó, estaba ocupado resistiendo la urgencia de subirse por las paredes.

—¿Quién te ha metido eso en la cabeza? —siguió Toji, curioso.

—Nadie.

Su padre no dejó de mirarle como si fuera estúpido. Megumi se sintió como tal y lo odió.

A Sukuna le gustaban las modificaciones corporales. Se habían pasado una madrugada entera hablando de ello y le había dicho lo bien que le quedarían esa clase de piercings. Megumi se había ruborizado, escondido bajo las sábanas, sosteniendo su teléfono.

Desde entonces, había pensado en hacérselos. Pero no podría ocultarlo, así que quizá cuando cumpliera la mayoría de edad... pero, no sería capaz de encontrar trabajo y todo el mundo le rechazaría. Japón era un país conservador que marginaba a las personas diferentes.

Megumi sabía que haciéndose esa clase de cosas empeoraría el sentimiento de no pertenecer a ningún lugar. De ser un marginado.

Sólo quería que Sukuna le elogiara.

—Megumi es un adolescente, todavía está aprendiendo y descubriéndose —intervino Satoru —. ¿Verdad?

Hablaban de él como si fuera un animal de circo.

De repente, Megumi se encontraba escondido debajo de su mesa, en su habitación, abrazándose. Sus ojos estaban rojizos y llorosos. Estaba temblando sin control, respirando por la boca con fuerza.

Su frente chocaba contra sus rodillas. Se balanceaba un poco, ahogando un sollozo.

Las piernas de su padre aparecieron frente a él. Toji se asomó debajo de la mesa. Flequillo negro caía por su frente, ojos verdes lo miraron con lástima. Sangre de su sangre.

—Lo siento, Meg. Sólo intentaba ser agradable. Esto también es difícil para mí, ¿sabes?

Tenía miedo. Nunca lograría encajar.

Satoru estaba lavando los platos. En la radio ponían una canción suave, de fondo escuchaba a Toji y Megumi hablando en el salón. Frotaba los platos. Frotaba, frotaba, frotaba. Hacía media hora que habían cenado, ya era tarde.

Como de costumbre, Toji había comprado regalos para Megumi, para compensar su ausencia en los cumpleaños y festividades. Le había traído un par de libros, una figura de un anime que sabía que a su hijo le gustaba, un pack de jabones de viaje y un perfume.

—Papá, esto no es un perfume, esto es un anti mosquitos.

—¿Qué? Imposible. El tipo de la gasolinera me dijo que era un perfume.

—... bueno, gracias.

Oreo se encontraba jugando con un peluche de ratón, golpeándolo y corriendo por el pasillo. Satoru salió de la cocina, apagó la luz y le lanzó el juguete al gato. Oreo lo persiguió y lo mordió, tumbándose en el suelo para destrozarlo con las uñas. Había pelusas blancas revoloteando por todos lados.

Megumi le enseñó los regalos antes de irse a dormir, mientras Toji se duchaba. Satoru le dio la vuelta al supuesto perfume, descubriendo que, efectivamente, en la etiqueta ponía que es un anti mosquitos.

—No se lo tengas en cuenta —pidió, sonriendo amablemente. Lo dejó sobre la mesa, junto al resto de cosas.

Megumi ya estaba metido en la cama, miraba su teléfono. Satoru no pudo evitar enternecerse al recordarlo cuando era diminuto y sus pies no llegaban ni a la mitad del colchón. Se acercó a él y se sentó. Un par de ojitos azules titilaron en su dirección, dolidos.

—Tal vez sería una buena idea que fueras a visitar a tu padre a Sendai alguna vez.

—No lo sé —Megumi dejó su móvil sobre la mesita de noche, dejando que el mayor lo arropara mejor —. ¿No vendrías conmigo?

—No, yo... no creo —carraspeó, acariciando el pelo del chico —. Pero, seguro que le encantaría que tú le hicieras compañía. Se sentiría muy querido.

—Lo pensaré.

Satoru sostuvo su rostro, orgulloso de su pimpollo. Porque, en su corazón, siempre sería su pichón, su cielo, su preciado y valioso niño. Depositó un beso en su frente, retirando su flequillo hacia atrás.

—Buenas noches, cariño.

—Buenas noches —Megumi se hundió entre las sábanas, mientras el mayor se incorporaba y apagaba la luz. Antes de que la puerta se cerrara, susurró —: Te quiero.

En el pasillo, Oreo se restregó contra las piernas de Satoru. Tuvo que mentalizarse, porque sabía con toda certeza lo que venía.

Toji y él. Él y Toji. Ellos. Alguna vez lo habían sido todo, pero no quedaba nada de aquello. Nunca se encontraban en la misma página, en el mismo capítulo, aún si ambos se habían convertido en adultos normales y corrientes.

Años atrás, Satoru había tomado una decisión.

Nunca sería capaz de estar con la persona que dañó a Megumi. No importaba cómo de recuperado estaba Toji, no importaba cómo de bien los tratara ahora. Ningún dolor se borraba, el pasado no se deshacía. Cada acción tenía unas consecuencias.

Además, no habría sido bueno para Megumi que ellos hubieran estado juntos. No le habría hecho bien, no habrían sido una buena influencia. Tomar esa decisión había sido difícil.

Megumi había perdonado tantas veces, tantas cosas a su padre. Había sido hora de que alguien lo pusiera como primera opción.

Toji tenía su vida en Sendai, por fin estable y económicamente aceptable. Satoru tenía un niño y un gato, era feliz así.

Estaban bien con eso.

Mentira. Había algo que se filtraba entre las grietas del muro que Satoru había construido entre ellos. Deseo, añoranza, anhelo. Era tan potente como un disparo en el pecho.

El sexo era lo único que rompía la supuesta amistad que mantenían. Porque, mierda, ellos también tenían sus defectos y necesidades. Eran humanos. Acostarse un par de veces cada mil años no era nada malo. Satoru se sentía hipócrita por ello, pero había llegado un punto en el que no había podido pararse los pies, años atrás, una cosa había llevado a la otra, y...

—Mañana lo llevaré al centro comercial —Toji entró a la habitación de Satoru con nada más que una toalla alrededor de la cintura, y otra con la que se secaba la cabeza —. Que escoja lo que quiera. Se lo compraré.

Pelo negro húmedo, rasgos maduros, hombros anchos. Piel al descubierto, salpicada por algunas gotitas que caían por entre sus pectorales y se precipitaban por abdominales que se escondían tras la toalla con una v marcada. Muslos fuertes, mirada selvática, bíceps flexionándose.

Cualquiera sería débil ante todo eso.

—Naoya lo llevó a comprar la semana pasada —Satoru miró a todos lados que no fueran él, nervioso.

—Mierda. Entonces lo llevaré a algún otro lugar...

Se suponía que Toji dormía en el salón y que no debería estar allí. Se suponía que la puerta no debería cerrarse como lo hizo, y que Satoru no debería habérselo comido con la mirada.

Toji sonrió de lado, agarrando a Satoru del brazo y acercándolo.

Un intenso color rojizo cubrió las mejillas del albino. La habitación estaba en penumbra, con luz de Luna entrando y bañando todo. La noche estaba despejada, fresca. Apoyó las manos en el pecho de Toji. Caliente.

—Megumi me dijo que hoy has estado con Suguru.

Ahí estaba de nuevo. ¿Iban a discutir? ¿Otra vez? Siempre era el mismo tema. A Toji nunca le gustaban sus amistades.

—¿Qué problema hay con eso? —se quejó —. Somos amigos.

—Tú y yo también somos amigos, Satoru.

Quiso apartar las manos, pero Toji las sostuvo en su lugar. Su presencia siempre había sido imponente, poderosa. Satoru daba gracias a que había aprendido a no dejarse convencer por gente como él. Ya no era un adolescente sumiso y vulnerable, sabía defenderse. Aunque Toji ya fuera una persona decente, seguía siendo algo celoso y posesivo.

—Suguru y yo somos amigos, al igual que Nanami, Haibara... —enumeró. Le había costado tanto tener relaciones de amistad. Se sentía orgulloso de sí mismo y no dejaría que nadie lo arruinara —. ¿Estás celoso?

—Por supuesto que no.

—Siempre estás insinuando que me acuesto con todos. Suenas celoso, Toji —suspiró, clavando los dedos en su piel —. No tienes motivos para estarlo.

Toji agarró las muñecas de Satoru y le movió los brazos como si fuera un muñeco. Hizo que le rodeara el cuello. Sus alientos se rozaron. Satoru miró aquellos labios, la cicatriz que los cortaba.

—Bueno, ¿y qué si lo estoy? —gruñó el hombre —. Sabes perfectamente que sigo sintiendo lo mismo por ti. Obviamente estoy celoso. Y no finjas que tú tampoco te preguntas si yo mantengo relaciones de esa clase cuando estoy en Sendai.

—No me interesan tus relaciones en Sendai.

—Ah, ¿no?

—No —Satoru le sostuvo la mirada, desafiante.

—Entonces, seguro que no te importará saber que...

Sus bocas se encontraron con hambre, envolviéndose con una nota de desesperación. Sus cuerpos se frotaron, labios brillantes se mordisquearon, luchando, sus lenguas acariciándose con intensidad, bebiendo jadeos.

Satoru bajó las manos por los costados de Toji Giraron por todo su cuerpo, sintiendo todo el mapa de músculo y cicatrices, piel húmeda que olía a jabón. Presionó sus pectorales, arañando, ya notando cómo de duro se había puesto Toji al otro lado de la fina toalla.

Toji suspiró con fuerza, mordiendo con descontrolada suavidad su cuello. Propinó a Satoru un fuerte apretón en el trasero.

—Aquí no —murmuró Satoru, tomando aire —. Aquí no, Toji...

—Vámonos a un hotel, entonces.

Satoru carraspeó.

—Está bien, pero esperemos un rato. Megumi se acaba de acostar y creo que todavía no se ha dormido. No quiero que nos escuche salir.

Era el plan de siempre. Acabar la noche en un hotel del amor, sudorosos y abrazados. Toji era la gloriosa perdición de Satoru sólo durante unas pocas noches del año.

No había nada que Toji amara más que Satoru.

Su sonrisa, su cuerpo moviéndose bajo el suyo, su voz resquebrajada en dulces gemidos. Mechones blancos, iris de cielo, personificación del invierno.

Piel clara volviéndose rojiza bajo sus labios, salpicando de marcas el interior de sus muslos, su pecho, su espalda. Delineaba con los dedos su columna, sosteniendo su cadera. El obsceno sonido de las pieles chocando llenaba la habitación de posesión y lujuria.

Le dio la vuelta, quizá algo brusco. Deseaba verlo, saber que era todo para él. Mío, pensaba. Mío, anhelaba. Ojalá. No quería que fuera de nadie más.

Piernas largas rodearon su cintura. Toji recorrió sus muslos de arriba a abajo, inclinándose sobre él para follarlo con más lentitud, constancia, lo que él llamaba pasión. Labios hinchados se movieron contra los suyos, haciéndole beber de cada petición, súplica, gesto.

—Toji... —Satoru rebotó contra su polla deliciosamente, hiperventilando su nombre sin parar —. T-toji... ¡Ah!

Deseaba que durara para siempre, quedarse juntos, desnudos, toda la vida. Había habido noches en las que tener tres rondas era lo habitual. Ya quería sentarlo en su regazo y ver cómo se follaba él solo, mirándole a los ojos, sosteniéndose de sus hombros. Poder sujetarlo antes de que se desmoronara a un lado, exhausto. Ponerlo frente al espejo y hacer que viera cómo de bonito era.

Los muelles de la cama rechinaron, el cabecero sonaba contra la pared mientras Satoru colapsaba y se derramaba por todo su abdomen. Toji capturó la imagen de su orgasmo religiosamente, ojitos llorosos de placer, pestañas de cisne, piel sudorosa.

Gruñó, apoyado a ambos lados de su cabeza, mientras un hormigueo le nublaba la visión y el raciocinio, y Satoru profería diminutos sonidos, tan perfecto. Desearía poder llenarlo, pero era obligado a usar condón, por lo que no hubo nada de eso. 

Simplemente alcanzó el orgasmo cerca de su boca, con un muro entre ambos, y se dejó caer junto a él. Hizo un nudo al maldito condón y lo tiró al otro lado de la maldita habitación, suspirando.

Satoru no se le acercó, lo que era señal de que se había acabado por esa noche. Oh. Toji quería más. Quería mucho más. No era justo. No estaba siendo justo con él.

A veces lo odiaba de tanto que lo amaba.

Se deslizó hacia su lado. Satoru le daba la espalda, recuperando el aliento. Toji envolvió su cintura, pegándose a él, besando su nuca.

—Te he echado de menos —confesó —. Mucho.

Sendai era lejano, muy distinto a Tokio. Incluso las personas tenían otra forma de comportarse, otras costumbres, otro acento. 

Satoru no respondió, y si lo hizo, fue en voz muy bajita, inaudible.

Permanecieron así un rato, sin decir nada, sin hablar. A Toji no le gustaba cuando Satoru estaba tan callado y pensativo. ¿Y si era cierto? ¿Y si estaba follando con sus amigos? Lo apretó contra su cuerpo. Eso era imposible. Su Satoru no sería tan promiscuo.

—Toji, me estás haciendo un poco de daño —Satoru se revolvió.

—Perdón —se disculpó, dejando de abrazarlo con tanta fuerza.

Satoru se dio la vuelta. Estaba sonrosado, hecho un desastre. Toji lo admiró, sintiéndose afortunado de poder verlo así una vez más. Y, de repente, se percató de la forma en que fruncía un poco el ceño, con la mirada perdida, igual que hacía cuando pensaba en...

Satoru siempre pensaba en Megumi y eso, de algún modo, irritaba a Toji.

—¿Qué pasa? —decidió preguntar, al fin.

—Nada. Es sólo que estaba pensando en el niño.

¿Acaso no había ni un sólo momento en que Satoru pudiera dejar de preocuparse?

Lo cierto era que Satoru estaba dándole vueltas a la conversación que los tres habían tenido en el salón. Megumi se había sentido tan mal e incómodo que se había ido corriendo, tapándose porque estaba llorando. No tenía idea de que estaba tan sensible ese día.

Se habían juntado dos cosas: su intento de regañarlo por el asunto de Sukuna, y el propio Toji. Megumi era extremadamente frágil, una cosita de cristal. 

Satoru quería que se sintiera querido cuando estaba con Toji, pero las cosas no parecían marchar como deberían. El resto del tiempo, cuando sólo eran ellos dos, todo iba bien. Todo lo bien que podía ir un adolescente de dieciséis años en su fase de rebeldía, claro. Pero bien, al fin y al cabo.

Se llevaban bien, se divertían. Satoru lo abrazaba mucho y Megumi se quejaba de eso; jugaban a las cartas, iban a comprar, iban al cine.

—¿Estuviste pensando en eso todo el rato? —Toji alzó una ceja.

—No, pero ahora me he acordado y me siento mal. Creo que podría haber actuado mejor, haber cambiado de tema... algo.

—No pasa nada. Megumi está bien.

Tú no lo conoces, pensó Satoru. Tal vez ese era el problema. Deberían hacer más cosas en familia.

Si tan sólo Megumi fuera más abierto. Satoru sabía que no podía pedirle tanto. Megumi siempre había estado en conflicto con sus propios sentimientos hacia su padre biológico. No podía obligarlo a aceptar a Toji y todos sus errores. 

—... ya. 

—Es un buen chico. Está en la edad en la que todo es confuso, ya se le pasará —comentó Toji —. No dejes que se haga piercings, por el amor de Dios. 

Toji lo quería. 

Puede que no fuera el mejor padre, puede que no se acordara de muchas cosas que eran importantes para el niño, que fuera poco delicado a la hora de hablar con él, y todo eso, pero lo quería.

Su fondo de pantalla era una foto de Megumi, precisamente, vestido con su equipamiento de hockey. Nunca había ido a ver un solo partido —a pesar de haber prometido que lo haría y, al final, no haber podido por el trabajo—, pero le gustaba pensar que el chico era el dueño del hielo. 

Toji quería más a Satoru antes que a Megumi. Esa era otra realidad. 

Satoru no se apartó cuando Toji le acarició. Permitió que acunara su rostro e inclinó el mentón hacia la palma de su mano. De fondo se escuchaba a otras personas del hotel. 

—Ojalá hubieras tenido más fé en nosotros —susurró Toji. 

Inseguridades, un chico inestable de por medio. Recuerdos, promesas rotas. Una combinación peligrosa.  

—Lo siento —Satoru sonrió, dolido. 

Se tomaron de las manos, acariciándolas. Satoru evitaba mirarlo, jugueteando con sus dedos, entrelazándolos, Toji no le quitaba los ojos de encima. 

Las palabras fueron expulsadas de su boca, quitando polvo y telarañas. Toji las pronunció como si estuvieran en la habitación de su antigua casa, tumbados en la cama mientras Naoya ponía música a todo volumen al otro lado de la pared. 

—Te quiero.

Un nudo cubrió la garganta de Satoru. 

—Las cosas han cambiado, Toji. 

—Lo sé —Toji sonrió, melancólico —. Ya han pasado los suficientes años como para que me diera cuenta de eso.

¿Por qué sentía que lo estaba dejando ir cuando estaban el uno frente al otro? 

—Ya... —una lágrima se deslizó por la mejilla de Satoru —. Yo también te quiero. 

Toji se la limpió con un beso. Ambos se abrazaron con fuerza. 

Tenían treinta y cuatro años, un futuro alejados y varias cicatrices. 

Llegaron a casa cerca de las tres de la mañana.

Sorprendieron a Megumi bebiendo agua en la cocina. El chico los miró con fingida indiferencia, sosteniendo su teléfono móvil. Había estado charlando con Sukuna para matar la falta de sueño.

—Oye, ¿a dónde crees que vas? —llamó Toji, agarrándolo de la camiseta del pijama en mitad del pasillo.

—A dormir, suéltame...

—Ni siquiera me has dado un abrazo de buenas noches —escupió el mayor, soltando a su hijo.

Megumi se dejó abrazar. Miraba a Satoru por encima del hombro de Toji, haciendo una mueca cuando fue estrechado con demasiada fuerza.

—Papá, me estás dejando sin aire —Megumi soltó un agudo quejido, sus costillas se resintieron.

Toji lo dejó y le revolvió el pelo. Los mechones rosa neón bailaron en aquel mar negro, como si fueran la única luz de un velero en mitad de la noche.

Megumi volvió a la cama. Toji y Satoru se despidieron con una mirada sutil. El primero se quedó en el salón, preparando el sofá para dormir diez horas del tirón. Estaba agotado.

Satoru se fue a su habitación. Encendió la luz y cerró la puerta con un ligero suspiro. Se cambió de ropa, se lavó los dientes otra vez en su baño privado. Ya se había duchado en el hotel, pero de igual forma se lavó. El aire de esa clase de lugares le estropeaba el alma.

Salió del baño con un pijama mullido y zapatillas con orejitas de conejo. Se disponía a meterse en la cama cuando se percató de eso.

Abalorios rosas sobre su mesita de noche, junto al reloj.

Estaban gastados por el uso. Por la sal y la arena de la playa, por el jabón de la ducha, por la tierra del campo y el aire de la ciudad. Habían sido de un precioso color rosa pastel, y se habían desteñido un poco con el paso del tiempo. Sosteniendo algunos de ellos se encontraba el hilo, completamente destrozado.

—¿Cuál es tu color favorito, Satoru?

Acné adolescente, altura ridícula, un suéter de marca frente a esa cariñosa mirada que lo veía como lo más hermoso del mundo.

—Hmm... creo que el rosa, ¿por qué lo preguntas?

—Nada, no es nada.

Satoru tomó los abalorios de la pulsera rota. Se los llevó al corazón en un puño y se echó a llorar.

Más de ochenta mil palabras después, Cold, cold, cold acaba con un final agridulce

Esta historia nunca fue, ni estuvo destinada a ser feliz. Siempre tuve en mente que quería que tuviera un aire melancólico de principio a fin, incluso si había momentos felices de por medio

Honestamente, no me esperaba llorar con el final. La última escena, cuando Satoru ve la pulsera que Toji le regaló (y que luego él regaló a Megumi) estando rota rompió algo de mí, y no pude evitar desbordarme. Hasta yo sentía el mismo cariño que tenían ellos a su relación

Ha sido un viaje agradable. Todos estos párrafos dan mucho de mí y espero haber tocado algo también en vosotros. Empecé a escribir esta historia en un momento difícil y la acabé estando lejos de ese lugar, tal y como comienza y termina la historia de Toji y Satoru, añorando viejos tiempos que quizá les hacían daño

Ojalá hayáis disfrutado el viaje

Ahora, antes de las dudas, vamos con el apartado de curiosidades del fic! 

— La idea está basada en la canción "Cold, cold, cold" de Cage the Elephant.

La letra habla de la depresión y el videoclip muestra cómo intentan curar a alguien con depresión mediante diversos métodos, hasta darse cuenta de que la solución es... miradlo para saberlo! Está muy bien. 

Otro de los aspectos que yo interpreto del videoclip es la gente con máscaras. Para mí representan a la sociedad, cubriendo sus rostros y volviéndose todos iguales. Sin embargo, las últimas líneas de la canción indican que el protagonista de la historia sigue sintiéndose mal a pesar de llevar una. 

Toji sintiéndose un estropeado intento de adulto, Satoru sintiéndose inseguro y vulnerable incluso cuando ya es adulto también. Para mí representa cómo ellos, con el tiempo, se pusieron esas máscaras y fingieron que todo estaba bien. En el caso de Toji, que sí mostraba los problemas que tenía, sería tener el papel de deber comportarse como adulto porque tiene un hijo y no hacerlo, destrozando así la vida de otra persona.

La letra también es muy representativa. En especial la línea “Tell me how hard will I fall if I live a double life”

— La foto que Toji tiene de fondo de pantalla, donde Megumi sale con su equipación de hockey, está recortada para que no salgan los gemelos

Megumi está en su época de decir "yo nací en el siglo equivocado" Ama llevar camisetas con logos de bandas de música. Su favorita es Nirvana

Sukuna es igual que Megumi en ese sentido. Me lo imagino vistiendo con botas militares, cazadora de cuero. Un fakboing de esos, definitivamente

— Qué casualidad que Toji colecciona pieles de fakboings. Si supiera que Sukuna anda detrás de su hijo lo encerraría en un sótano tres meses, como mínimo

Yuuji no es un fakboing. A él le gusta mucho el streetwear

Megumi tiene muchos CDs de música rock gracias a su padre. Toji básicamente ve que a Meg le gusta algo y le compra cosas sobre eso

— En el capítulo 06, Satoru compra un ejemplar de "El guardián entre el centeno" (The Catcher in the Rye) que es un clásico universal escrito por J. D Salinger. En él se narran ciertos hechos de la vida de Holden, su protagonista, un chico un tanto problemático que ha sido expulsado del colegio en el que vivía y que decide vagar por la ciudad en vez de volver a casa

Un fragmento aquí: “No estás solo en ese sentido (...) Son muchos los hombres que han sufrido moral y espiritualmente del mismo modo que tú ahora”

Naoya sigue siendo el mismo de siempre. En el capítulo anterior sólo quiere dañar a Toji para hacer que se aleje de Satoru. Siempre pensó que Satoru era mucho para Toji

Satoru tiene amigos, al fin. Recuperó el contacto con Suguru y éste le presentó a más gente. Pudo tener vida social y disfrutar de amistades sanas

— En la versión original del fic, había una escena (o se mencionaría que ocurrió) donde Suguru se insinuaba a Satoru mientras estaba ebrio y Satoru acabaría cediendo, forzándose a sí mismo a acostarse con él. Ocurriría antes del reencuentro con Toji, mucho antes

— Hay algunas referencias en este epílogo hacia otros capítulos. Por ejemplo: “Tenían treinta y cuatro años, un futuro alejados y varias cicatrices” vs “Tenía diecisiete, una caracola y varias cicatrices” del capítulo 03

— El osito de peluche con el que Megumi dormía antes de que su padre le regalara uno por su cumpleaños, era uno que precisamente Toji había regalado a Satoru tiempo atrás

Megumi ha crecido rodeado de los cimientos de la relación de Satoru y Toji. Su encuentro, el oso de peluche, la pulsera.

— La historia se empezó a escribir un 26 de junio de 2021 y se subió un 04 de mayo de este año. El cuatro de mayo es el aniversario de la publicación de Fallen!

— Imagino a Megumi como alguien que tiene ansiedad al salir a la calle. No a las personas, sino al hecho de estar fuera de casa, o fuera de un lugar que él considera seguro. Satoru lo instaría y lo ayudaría a salir, y sus amigos también

Megumi también es así con sus relaciones personales. No quiere hacer más amigos. Digamos que ha tomado el concepto de zona de confort y lo ha convertido en una fortaleza infranqueable de la que tiene miedo a salir

— El mayor miedo de Satoru es que Megumi se autolesione, algo que hizo de pequeño tirándose por las escaleras

— De hecho, creo que Megumi es el tipo de persona que se haría daño, o que amenazaría con hacerlo. Esto debido a sus experiencias en la niñez. Teme muchísimo el abandono a niveles casi patológicos. Si Satoru, Sukuna o Yuuji lo hicieran de lado se volvería loco

— Es completamente cierto que Toji quiere a Megumi. Lo que pasa es que es un desastre

— En la versión original, los deportes que Satoru quería que Megumi hiciera eran ballet o patinaje sobre hielo

¿Megumi lo sabe? ¿Sabe de la extraña relación de su padre y Satoru? Bueno, cuando Megumi menciona que "sabe cosas" se refiere a que... vio las fotografías del ordenador de Satoru. Esas en las que Toji y él eran jóvenes y se besuqueaban en cámara

También vio la fotografía que Toji tiene. Esa que se sacaron en una máquina en el centro comercial de Shima, años atrás. Es una tira con varias fotografías donde aparecen demasiado cercanos y cariñosos

Megumi sufriría mucho por el descubrimiento. No sé si se sentiría traicionado, pero sé que empezaría a dudar de muchas cosas, como de si su padre lo quiere o sólo quiere estar cerca de Satoru. Por otro lado, Megumi se huele que siguen teniendo cosas raras en su relación en la actualidad, pero no quiere decir nada

— No, Sukuna y Megumi no se fugarían para vivir un año sabático juntos. Eso era un paralelismo con Toji y Satoru y nunca ocurriría. Simplemente era una de las ocurrencias de Sukuna. Es del tipo de personas que dice sus pensamientos intrusivos en voz alta

Toji nunca se sintió inferior a Satoru porque éste tuviera una mejor posición socio-económica

— En la versión original del fic, Megumi no se tiraba por las escaleras, sino que sacaba un cuchillo de un cajón y se apuntaba por él (como me gusta el drama)

Satoru tenía depresión mayor. Realmente estaba al borde del suicidio. Estaba listo para hacerlo

— Por eso, Toji se sentía de luto cuando Satoru estaba vivo. Porque sabía que podría perderlo de un momento a otro

— La terapia no crea a las personas de cero, sino que las reconduce. Megumi no pudo evitar ser un chico con problemas, por mucha terapia que haya recibido.

Lleva la genética de su padre (y de su madre, que quién sabe lo que hacía) y el ambiente en el que se crió modeló un cerebro diferente al del resto. Tened en cuenta que los problemas mentales son problemas cerebrales

Satoru no tiene más opción que vivir cubriéndose las cicatrices. Nunca se borraron de su piel. Apenas usaría manga corta, y si lo hiciera usaría vendas todo el rato. Afortunadamente logró reconciliarse con esa parte de su vida

Yuuji sufrió bullying en su niñez. Es algo muy implícito en la historia que apenas se toca. En principio iba a ser tratado en mayor profundidad, pero decidí no hacerlo. Algo que originalmente se iba a mencionar es que habría sufrido un abuso por parte de un profesor, pero al final borré esa idea de mi mente y me quedé con que "solo" sufrió acoso escolar

Toji se recuperó de su ludopatía. Sigue fumando

Megumi fuma por Sukuna y Yuuji. Ellos le comparten los cigarros

— De la misma forma en que Toji era todo lo que Satoru necesitaba, Sukuna es todo lo que necesita Megumi.

Sukuna es alguien que le da atención, lo mima y lo escucha. Yuuji también es así, pero sin el aspecto romántico. Arrastran a Megumi a sus travesuras. Megumi es muy influenciable. Mucho

Esa es la razón por la que Satoru no quiere que Meg esté con Sukuna. Sabe que no es una buena idea por experiencia

— Básicamente Megumi es una mezcla de Toji y Satoru

Toji actúa como un temendo boomer. Es enemigo número uno de las tecnologías. Megumi no puede ni enseñarle memes porque el tipo entrecierra los ojos y aleja el teléfono para verlo mejor, igual que hacen los abuelos

No entiende qué es el "isntogrom" que tanto usa su hijo, y responde la mayor parte de mensajes con el emoji del pulgar hacia arriba. Con suerte sabe poner una alarma sin desconfigurar todo el dispositivo. Pertenece al pleistoceno

Megumi le creó una cuenta de IG a Satoru, qué lindo es. Satoru tiene una foto con Megumi y también con Oreo, seguro. No sube mucho más pero siempre le responde las stories a su niño con corazoncitos y con "¿eso es un cigarro? - emoji de gato enfadado- "

Si hay alguna duda sobre la historia, por tonta o rara que creáis que sea, me encantará resolverla ^^

Ahora sí, toca despedirnos. Esto es triste para mí, le tenía demasiado cariño a esta historia y es hora de dejarla ir. No negaré que he pensado hacer una continuación sobre Megumi y Sukuna haciendo énfasis en el hockey y su salida de la adolescencia, pero no sé qué trama tendría. ¿Qué opináis? Quizá le dé más vueltas al asunto, pero no prometo nada

He amado escribir esto. Espero que a vosotros os gustara tanto como a mí. De corazón, se os quiere

Muchísimas gracias por leer ♡

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