Cold, cold, cold || TojiSato

Por Iskari_Meyer

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Ese era el juego del amor. Vivirías lo suficiente como para convertir la química en adicción. © Los personaj... Más

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Epílogo

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Por Iskari_Meyer

Un par de ojos azules lo miraron con curiosidad. Megumi extendió una mano hacia él, tocando su cabeza. No era suave. Su pelaje no estaba bien cuidado y su mirada tenía un tinte de tristeza.

Había una muesca en su oreja, una cicatriz en su hocico. Parecía haber pasado por mucho y, sin embargo, se dejó acariciar, quedándose muy quieto. Pasó el tacto por su lomo hasta su cola, notando lo pequeño y frágil que era.

El gato olió el dorso de su mano. La nariz rosada se sentía fría contra su piel.

—Creo que le gustas —Satoru sonrió, admirando la escena. El niño sentado en el suelo junto al animal.

Era tierno. Hacía un rato que habían vuelto a casa después de ir a la protectora de animales. Ya estaba todo preparado. Había comida, agua y un arenero en el baño, en el salón juguetes y una cama. También había llegado otra cesta que había puesto en su habitación.

El transportín tenía la reja abierta. En su interior había una manta rosada y un peluche con forma de ratón. Esas eran todas las pertenencias del animal, que se adaptaba a su nuevo hogar, lento pero seguro.

—¿Cómo se llama? —preguntó Megumi, flexionando las piernas y subiéndolas al pecho. Apoyó el mentón sobre sus rodillas, mirando al gato oler el suelo a su alrededor.

—No sé, ¿cómo quieres que se llame?

Ambos parecían tan pequeños así. Megumi también tenía el pelo apelmazado. Se preguntó si se había duchado, si su padre le habría ayudado a lavarse bien. O quizá sólo había sido la lluvia lo que había hecho que su bonito cabello azabache hubiera quedado tan apagado y desteñido.

Megumi lo miró con una chispa en los ojos. Frotaba la mejilla en las rodillas, pensativo.

—No lo sé —dijo, al fin. Dubitativo, volvió a tocar al animal. El gato, que le daba la espalda, se asustó por la repentina caricia y pegó un bote, bufando y mostrando los dientes.

El niño retiró la mano al instante, sorprendido.

—Cielo, ten cuidado. No está acostumbrado a las personas —Satoru no lo riñó, prefería enseñarle —. Es mejor que te vea de frente y sepa qué vas a hacerle, de lo contrario se asustará y te hará daño.

—Oh —Megumi apretó los labios, arrepentido. Musitó una disculpa en voz baja —. Perdón.

—Con el tiempo cambiará, te lo prometo. De momento está un poco tenso por el cambio.

—Vale.

Megumi se incorporó, dejando que el recién llegado explorara a su gusto. Para eso habían dejado todas las puertas de las habitaciones abiertas, también la de la cocina y el baño, y la despensa. Fue a sentarse en el sofá, junto al mayor. La televisión estaba encendida, donde se emitía un programa de dibujos animados.

Se pegó a Satoru, esperando ser un poco mimado —un poco, no pedía mucho, de hecho ni siquiera lo estaba pidiendo, simplemente lo esperaba—. Hacía horas que había terminado sus deberes de clase, ya no tenía nada que hacer más que matar el tiempo de alguna forma hasta que su padre se acordara de él y fuera a buscarlo.

—¿Se puede llamar Blanquito? —alzó el mentón para mirar al hombre —. Porque es blanco.

Satoru rio. Fue suave, idílico, su modelo a seguir, el tipo que lo quería como si fuera su propio hijo. El corazón de Megumi se aceleró con fuerza en su pecho, se puso rojo.

—Podemos anotar varios nombres y decidir, ¿qué te parece? —propuso, a lo que el niño aceptó con gusto —. Pensemos más.

Crema.

—¿Y Nata?

—O Azúcar.

Satoru iba apuntando las ideas en las notas de su teléfono. Megumi apoyaba la sien en su brazo, viéndole escribir. El teléfono de Satoru era grande y no tenía la pantalla rota, a diferencia del de su padre. Toji apenas dejaba que tocara su teléfono, solo para llamar a los gemelos y poco más.

Pelusa.

Nube —señaló.

Satoru le dio el móvil y le dejó escribir. Megumi lo sostuvo con cuidado, casi temblando. Puso Nube debajo de Pelusa.

Satoru estaba muy ensimismado. Megumi se inquietó cuando el mayor perdió su mirada en la pantalla de la televisión. Intentó llamar su atención pensando más rápido. Recordó la vez en que sus amigos habían llevado un paquete de galletas Oreo para comer en el patio.

—¿Qué tal Oreo?

—¿Te gustan las Oreo? —Satoru apoyó el codo en el reposabrazos.

—Bueno —se encogió de hombros —. Las comí una vez con Yuuji y Sukuna.

—... seguro que lo pasasteis bien...

La voz de Satoru se apagó un poco y se quedó serio un momento. Un segundo fue suficiente para que Megumi sintiera que su mundo se estaba derrumbando.

—¿Qué pasa? —un nudo llenó su garganta. Angustiado, insistió —. ¿Qué pasa?

—Lo siento —Satoru se frotó la cara, haciendo un sonido de frustración —. No he dormido demasiado, cielo. Estoy un poco cansado hoy.

Satoru lo había tenido difícil esa noche. La anterior también. Toda la situación se había tornado extraña para su paladar. Quería a Megumi, sí, no había mentido cuando se lo había dicho. Pero, si lo quería, ¿por qué no estaba haciendo nada? Nada de esto era suficiente cuando, al final del día, Megumi regresaría de vuelta a la jaula donde vivía.

No estaba siendo una buena figura adulta, ni siquiera una buena persona. La imagen de Toji enfadado acudía a su cabeza más veces de lo que era sano. Cállate, había dicho. Toji nunca le había mandado callar, nunca le había hablado de esa forma. Estaba pegado como chicle en su corazón y sus sentimientos se convertían en peligrosas contradicciones.

¿Cómo podía atreverse a querer a Megumi y a Toji al mismo tiempo? ¿Con qué moral? Toji era el responsable de que todo hubiera empezado, de que Megumi estuviera tan delgado y miserable, triste como un animal abandonado al que arrojaban piedras. ¿Con qué jodida moral?

¿Hasta qué punto el amor con el que Toji lo había tratado alguna vez le quitaba peso al dolor que había causado a los demás? ¿Seguía habiendo amor, siquiera?

¿O quizá necesidad?

Se sentía horrible. Se estaba volviendo cruel consigo mismo, cuestionándose si acaso podría ser un buen padre con Megumi, si podría darle lo que necesitaba. El dinero no era un problema, por supuesto, se refería a todo lo demás. Un lugar seguro, cariño, calor, comida saludable.

Anoche se había mirado las cicatrices y había entendido por qué lo había hecho. ¿Entendido? Más bien recordado. Las marcas eran suficientes para acordarse de las razones, pero hacía mucho que no sentía ese profundo dolor emocional que le susurraba que sería capaz de hacerlo de nuevo.

Toji no había respondido a los mensajes que le había mandado antes de ir a dormir. Satoru se había sentido tan jodidamente mal, a punto de tirarse de los pelos y golpearse contra cualquier superficie. Había sido como si todo lo que ocultaba tras la puerta cerrada con candados del fondo de su cabeza se abriera abruptamente, y todo lo que nunca había solucionado de sí mismo saliera a trompicones y ardiera.

Seguía siendo un adolescente perdido, ¿cierto? Qué patético.

Megumi se enganchó a su brazo, sacándole de sus pensamientos. Apoyaba la mejilla contra la tela de su suéter, mirándole con esos enormes ojos azules.

—Si yo fuera tu hijo, tú serías mi padre —musitó el niño, un poco desordenado y nervioso —. Así que te daré un abrazo para que te sientas mejor, papá.

Megumi se puso de rodillas en el sofá, abrazando su cuello con delicadeza. Satoru se quedó paralizado, sintiendo cómo acariciaba su nuca con torpeza.

Tragó saliva, paralizado. Correspondió lentamente, sintiendo que todo se desbordaba río abajo, y las lágrimas llenaban sus ojos. Necesitaba ayuda, necesitaban ayuda urgentemente.

Sólo había una persona que pudiera darle felicidad a Megumi. No era egoísta admitir que ese era él, ¿verdad? Toji no parecía preocuparse mucho, seguro que también necesitaba ayuda, seguro que ya tenía suficiente con los recuerdos de su propia infancia como para lidiar con...

No, Megumi no merecía ser tratado así, no importaba cómo hubiera sido la infancia de su padre.

Lo abrazó con fuerza, escuchando cómo hacía un sonido de sorpresa al ser estrujado. Olía al tabaco de Toji, a lluvia y negligencia. Lo perfumó de hogar y seguridad, estrechándolo y sentándolo sobre su regazo.

Pesaba muy poco, era como un pajarito. Le había tomado tanto cariño sin percatarse de que se estaba ganando su corazón.

—Gracias, Gummi —peinó su pelo hacia atrás, dejando ver su frente para depositar un beso ahí —. Eres el mejor.

Megumi apoyó la cabeza en su pecho, encogido. Miraron juntos la televisión y Satoru fingió no llorar, limpiándose con la manga.

Satoru agradeció que Megumi hubiera traído el dinero, a pesar de que no les había dado tiempo a ir al centro comercial. Se había pasado todo el día lloviendo, incluso había amenazado con granizar.

El niño se había quedado dormido en el sofá, envuelto en una manta como si fuera una oruga. El gato había estado curioseando un rato hasta que, al final, había decidido tumbarse junto a Megumi, a una distancia prudencial pero suficiente como para sentir el calor que emanaba de su cuerpo. Ahí se había hecho una bola de pelo blanco, enroscado sobre sí mismo con su cola ocultando su nariz.

Toji llegó a las ocho de la noche. Había dejado de llover para entonces.

—Puedes pasar —indicó Satoru, con un tono neutro.

No habían hablado desde el día anterior, Toji no había contestado sus mensajes. Ese extraño vacío se había acumulado en el pecho de ambos, a punto de estallar en una u otra dirección de forma devastadora, para bien o para mal.

Toji entró, se descalzó y dejó su chaqueta colgada del perchero. Satoru lo guió a la cocina. Pasando por delante del salón, apenas echó un vistazo a cómo su hijo dormía plácidamente. Se le notaba tenso, extremadamente cuidadoso en todos sus pasos y gestos, temiendo activar algo en lo que no hubiera vuelta atrás.

Ninguno de los dos era idiota. Sabían que su relación, o lo que fuera eso, estaba en problemas.

Se sentaron frente a dos tazas de té. Toji sacó un paquete de cigarrillos, pero no fumó. Simplemente jugueteó con el cartón, mirando la gran advertencia de fumar mata, acompañada de la imagen de unos pulmones desgastados de vida.

—Megumi está bien —contó Satoru, a pesar de saber que posiblemente no le importaba —. Estuvo haciendo sus deberes y luego fuimos a por el gato. También estuvo viendo la tele...

—Estuve en la cárcel, Satoru.

Satoru enmudeció. Silencio absoluto escapó de sus labios entreabiertos, la sangre parándose en seco en el recorrido de su sistema.

La voz de Toji había sonado ronca y exhausta, resignada a contarlo.

—Megumi nació después de la primera vez que entré —prosiguió, sin alzar la mirada —. Estuve dos veces allí. Una por darle una paliza a un tipo, y otra por colaborar en un atraco a mano armada. Aunque no era mi primera vez robando, ni mi primera vez pegando a alguien hasta casi matarlo.

—¿... qué?

Toji lo miró. Ojos de verde apagado oscilaron por su rostro, deteniéndose en todo lo que llamaba la atención. Rasgos suaves, iris azules de una tonalidad vivaz y contraria a la suya. Satoru, tal y como lo recordaba, seguía siendo Satoru.

—Me dijiste que no sabías lo que había pasado todos estos años —alzó una ceja, despacio —. Y también me preguntaste cómo estoy.

Los mensajes que nunca habían recibido respuesta. Satoru permaneció frío en su sitio, incapaz de creerlo.

—Ah —fue lo único capaz de articular, consternado.

—Estuve en un programa de desintoxicación por consumo de cocaína —confesó —. Y ahora soy... soy... —exhaló el aire con fuerza por la nariz en una risa tosca y sin humor —. Bueno, soy un adicto al juego. Así que no, no estoy muy bien.

—Entiendo —Satoru se mordió el interior de la mejilla, sin saber cómo procesar todo eso.

Fue como si lo arrollara un tren. La cárcel. Le costaba imaginar a Toji golpeando a alguien, más allá del altercado que presenció la última vez que lo vio, cuando se separaron. Había sido plenamente consciente de que se peleaba con otros, había visto todas las secuelas de esas peleas y nunca, nunca, le había parecido malo o peligroso. Quizá por su incapacidad adolescente de ver más allá. Pero, ahora era un adulto.

Toji siempre había sido así. Y, tal vez no había estado destinado a terminar así, pero estaba claro que había estado condicionado a ello. Que había sido fácil llegar ahí por todo lo que llevaba encima, sobre sus hombros, marcado con cicatrices en la espalda.

El amor que le mostró nunca había borrado los nudillos rotos, así como no borraba todo de lo que era cómplice y victimario.

Satoru se frotó la cara, luchando por no caer. No podía decirle que no importaba, que lo querría para siempre, que podrían ser felices porque siempre habían estado determinados a amarse por encima de cualquier adversidad. No podía hacer eso y exculpar todo de lo que era culpable, ignorar a Megumi y continuar.

—¿Qué...? —frunció el ceño, tomando aire —. ¿Qué pasó con tu familia? ¿Qué hay de tu hermano?

—Mi padre murió hace unos años. A mi madre siempre le importé una mierda, así que ella da igual —Toji miró a otro lado —. Naoya consiguió un mejor trabajo, se mudó y perdimos el contacto. Supongo que nadie quiere saber de mí.

Asintió. Joder. Nadie merecía ser dejado de lado.

—Pensaba que era capaz de controlarme, pero estoy teniendo un mal momento y no me siento capaz de ser una persona normal —suspiró Toji —. Siento lo de ayer.

—Está... bien.

Te perdono. Eso era lo que esperaba oír, o al menos entender, ¿no? Satoru no lo dijo y se miraron en silencio, incómodos.

La cárcel, la cárcel de verdad. La de levantarse con un toque de campana y formarse frente a la puerta de la celda; la cárcel de comer en bandeja y no tener calefacción, la de los patios rectangulares rodeados de muros de color pálido y gigantescos rollos de concertina encima de ellos y de los tejados. Esa cárcel, la de los asesinos y violadores, la de los funcionarios que abusaban de los presos, la de los presos que golpeaban a otros y traficaban con drogas.

Pensó en cómo se vería Toji con el uniforme, o quizá sentado en una silla fijada con tornillos al suelo para evitar que los convictos se lanzaran los muebles a la cabeza. Pensó en Toji inclinándose sobre una mesa para inhalar cocaína cortada con cafeína, cerrar los ojos y toser con los ojos llorosos para reclinarse en un sillón y esperar a que la euforia subiera a sus neuronas.

Eso era muchísimo. Satoru se sintió tan pequeño en comparación. Sintió que Toji podría agarrarlo y romperlo si quisiera. Se había fijado en lo grande que era, en la anchura de sus hombros, pero hasta ese momento no había pensado en él sosteniendo un arma.

—Puedo mejorar —soltó Toji, de golpe —. Lo he hecho varias veces, ¿sabes? Es sólo que me pongo nervioso con facilidad y las cosas pasan muy rápido... últimamente todo me agobia, no me encuentro como debería, pero eso cambiará. Te lo prometo.

—¿Y eso qué...?

—Mi terapeuta me lo dijo —interrumpió el otro —. Dijo que podía cambiar si me esforzaba. Hice un montón de cosas allí dentro, en la cárcel, Satoru. Mejoré mi empatía y mis habilidades sociales. Es que algunas veces se me olvida o se me dificulta y... hmm... ya sabes. Tengo un problema aquí arriba —se señaló la cabeza —. Eso me dijo.

—¿Y eso qué tiene que ver con Megumi? —le echó en cara, nervioso.

Toji tardó en contestar, estupefacto. No había esperado eso.

—¿Megumi? —pronunció, como si no fuera su hijo —. ¿Qué hay con él? No forma parte de esto.

—¿Qué es "esto"?

—Nosotros.

Ese fue el punto de ebullición de Satoru, aunque él era incapaz de discutir sin llorar. El insoportable latido de su corazón en sus oídos opacó sus palabras.

—No hay ningún nosotros, Toji —espetó, agarrándose al asa de su taza para sostenerse de algo.

—Pero...

—Es tu hijo —su turno de cortarle —. Nunca le haces caso. Lo tratas como la mierda, lo abandonas constantemente; no te preocupas por él, ni por su salud, ni por su higiene, ni siquiera por sus gustos. No te interesa, ¿verdad? —tembloroso, sacudió la cabeza —. Y no me vengas con que tienes un problema, eso ya lo sé, pero lo estás pagando con él y le estás destrozando la vida.

Había alzado la voz más de la cuenta. Temió haber despertado a Megumi, pero nadie entró a la cocina. La puerta permaneció cerrada con ellos dos dentro. Toji mirándole como si hubiera visto un fantasma, con su expresión tornándose ofendida por momentos, luego triste, luego victimista, luego indeciso.

—¿Qué...? ¿Qué dices? —Toji alzó el labio superior en una mueca de indignación —. Eso no es cierto. El crío está bien, no exage...

—No, Toji, Megumi no está bien. ¿Cómo de ciego tienes que estar para no verlo?

—No me digas lo que...

—Megumi no está bien —repitió Satoru, desesperado por hacérselo entender. Por Dios, le iba a dar un ataque de ansiedad.

—Deja de interrumpirme, Satoru, joder, cállate de una maldita vez —gruñó Toji, señalándole con el dedo —. Mira, ese puto mocoso está perfectamente. Yo no estoy pagando nada con nadie, deja de inventarte cosas.

Satoru reprimió un sollozo.

—¿Ves? —susurró, con un hilillo —. Ahí estás de nuevo. Eres incapaz de ver lo que causas porque lo odias —el silencio fue confirmación suficiente. Las lágrimas cayeron por su rostro, cálidas —. No hay ningún nosotros. No mientras seas así con Megumi y conmigo. Le maltratas y ahora tengo miedo de que también me hagas daño a mí...

Se tapó la cara, avergonzado. Era tan estúpido. Se levantó y se acercó a la ventana para darle la espalda a su antiguo amigo, abrazándose.

—Necesitas ayuda. Megumi también —explicó, mirando la calle vacía —. Los dos... no estáis bien, no...

Una silla se arrastró por el suelo. Toji se acercó a él y le tocó el hombro. Satoru no deseaba ser tocado y se echó a un lado. El reflejo de la ventana se los tragó a ambos con lástima.

—De verdad, siento que hayas tenido que pasar por todo eso, pero... Megumi necesita alejarse de ti cuanto antes. No le haces bien, no eres un buen padre. Eres inestable y adicto, y llevas mujeres a casa y Megumi... Megumi... —ahogó un sonido cuando Toji le tomó del rostro. No sabía qué estaba sucediendo —. Para, por favor, no me toques. No quiero que me toques. Por favor.

Su espalda chocó suavemente contra la pared. Un par de manos se clavaron en sus hombros. Toji lo miró de cerca, lloroso.

Satoru se apoyó en su pecho. Sin embargo, no empujó. No había fuerza alguna en sus músculos, su cuerpo se sintió débil y condenado al tiempo que unos labios cubrían los suyos, gélidos por el invierno. Un beso.

Frío, frío, frío como el hielo. Sus rodillas flaquearon. Apartó el mentón, jadeando.

Toji apretó sus hombros y lo soltó, como si fuera suficiente darse cuenta de los ojos de presa que Satoru tenía, de la forma en que estaba hecho de gelatina, aterrado.

Chasqueó la lengua al notar una lágrima bajando por su rostro. Se la limpió, fingiendo un desdén inapropiado. Tragó saliva, formuló lo que quería decir. Nada y todo. En realidad quería irse y no volver.

—Así que no soy un buen padre.

—Por favor... —suplicó Satoru. Mejillas rojas, surcos húmedos de sal y dolor —. Dame a Megumi. Yo lo criaré y pondré todo. Todo el dinero, todo lo que...

No había ningún nosotros en la ecuación. A Satoru sólo le importaba Megumi. Ese maldito mocoso se había convertido en un trofeo. Quién lo diría. A ese nivel había llegado como persona, ¿eh? Había caído tan bajo que nadie lo amaba ya.

—Haz lo que quieras —un nudo tapó su garganta —. En este punto todo me da igual.

Satoru se llevó una mano al corazón, aliviado.

Megumi estaba sentado bajo la mesa de su habitación, encogido. Apoyaba la cabeza contra la pared, inmerso en sus pensamientos. Escenarios ficticios, sobre todo. 

No le gustaba pensar en la realidad, pero sus ensoñaciones eran escenarios que sucedían en lugares cotidianos. Las escaleras, el coche, la escuela. Solía pasar el rato de esa forma, cuando no tenía nada que dibujar.

Estaba esperando a que su padre hiciera la cena. Desde la noche anterior no había intercambiado muchas palabras con él y, además, el viaje de vuelta de casa de Satoru había transcurrido en un silencio sepulcral, roto por chasquidos de lengua cuando un semáforo se cerraba a poca distancia del coche.

Se abrazó, recordando cómo se sentían los brazos de Satoru sosteniéndolo. Cerró los ojos, sonriendo un poco. 

No tenía sueño porque había dormido en el sofá de Satoru, así que esa noche sería larga y aburrida, estaba seguro. Se movió un poco al escuchar los pasos de Toji en el pasillo, abriendo los ojos, inquieto.

Escuchó su voz adornada de un tono que le causó inseguridad. Se incorporó con lentitud al oír la puerta de la habitación de su padre cerrándose.

Megumi salió a hurtadillas al pasillo, descalzo y con el pijama ya puesto. 

—... siento haberte besado —se lamentó Toji, al otro lado de la puerta en la que el niño pegaba la oreja —. Sé que estuvo mal y lo siento. 

No había ruido alguno en la habitación, así que Toji podría estar sentado en la cama, o bien mirando por la ventana. Se preguntó si estaría hablando con Satoru, aunque cuando los había visto, después de despertar en el sofá e ir a la cocina, ambos habían estado callados e incómodos. ¿Estaban enfadados?

La última vez que Toji se había enfadado con alguien le había golpeado la cabeza contra la encimera de la cocina. El resto de sus disputas con mujeres se resolvían en la intimidad del dormitorio, mientras Megumi.

Frunció el ceño, concentrándose en captar la conversación. 

—Yo no... eres tú el que... —decía, suspirando con fuerza. Luego, bajaba la voz —... ya... ¿y hasta cuándo?

No entendía nada. Eventualmente, dejó de intentar entender qué sucedía y se fue al salón. Se asomó a la ventana, dubitativo sobre por qué Toji hablaba así. ¿Temas de dinero, quizá? Sabía que, si le preguntara, lo mandaría callar y le diría que eran cosas de adultos, por lo que no iba a molestar.

Hizo un puchero, viendo un murciélago volar cerca del cristal.

Lo mejor de que Toji hubiera decidido dejar de involucrarse con mujeres era que podía ir libremente a cualquier estancia de la casa sin tener miedo de que alguien apareciera a medio vestir y lo insultara, o de que le dijeran cosas extrañas. 

Tenía ganas de que llegara el día siguiente para ver a sus amigos en clase y, luego, ir con Satoru a comprar al centro comercial. Lo pasaría muy bien. Muy, muy bien. Apoyó la frente en el cristal, dándose golpecitos.

Quería volver con él y acariciar el gatito.

La conversación en la distancia se apagó, la puerta de la habitación de su padre se abrió. Toji llegó al salón y miró al niño con una sombra indescifrable que caía por sus ojos.

—Megumi —llamó. Su voz tembló de forma imperceptible.

—¿Qué pasa? —Megumi se dio la vuelta, tenso. Ni siquiera se atrevió a mirarlo directamente. 

—Ven aquí.

Algo le dijo que no debía ir. Sus músculos rígidos, en cambio, hicieron caso. Chirriaron, obligándole a moverse y caminar hasta el mayor, bajando la cabeza en su presencia. Apretó los puños a los costados, volviéndose pequeño.

Toji tocó su cabeza en una torpe caricia. 

Megumi sintió que el aliento huía de su boca al tiempo que su padre se agachaba y lo rodeaba con los brazos. La horrible necesidad de apartarlo subió por sus venas, llenándole de adrenalina.

Era diferente a los abrazos de Satoru. Era raro y musculoso, olía a tabaco. Su rostro llegó al hueco del cuello de Toji, ahogándose en ese aroma hasta asfixiarse.

Correspondió con fuerza, apretándolo para que no se alejara por una vez. No quería que lo soltara, no iba a soltarle, ¿verdad? 

—Te quiero, papi —clavó las uñas en su espalda, abrumado —. No me sueltes.

Toji acarició su nuca con delicadeza, rascando donde era agradable. Megumi frotó su nariz en su cuello, atacado por un montón de emociones confusas.

—No me sueltes —volvió a pedir, notando que quería dejarlo ir. Apretó todo lo que pudo, disfrutando del calor que emanaba su enorme cuerpo en una casa helada.

—Vamos, Meg, tengo que hacer la cena —se quejó Toji, aunque no lo hizo de forma despectiva.

Megumi hizo un sonido angustiado, pero acabó por soltarle. Toji le dio la espalda al instante. No podía ver su cara, sólo su figura bajo la luz del techo.

Cenaron hamburguesas caseras y zumo de naranja con demasiada pulpa para compensar la falta de vitaminas. Megumi se fue a la cama con entusiasmo, rozando la ansiedad, pensando en Satoru, en el gato, en su padre y sus amigos.

Deseaba dejar de sentir que su corazón iba a estallar.

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