Cold, cold, cold || TojiSato

By Iskari_Meyer

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Ese era el juego del amor. Vivirías lo suficiente como para convertir la química en adicción. © Los personaj... More

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Epílogo

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By Iskari_Meyer

Dos años y medio antes

—No diré que me alegro de volver a verte, Toji. Hiciste muchos planes cuando saliste de aquí, años atrás, pero veo que has vuelto. Ahora tienes veinticuatro, ¿cierto?

La terapeuta miró al hombre ahí sentado. Toji Fushiguro era una bola de nervios y ansiedad que no dejaba de tener tics nerviosos. Tenía un hematoma en la mejilla que abarcaba gran parte de su pómulo, violáceo, y una mirada exhausta. Grandes ojeras se extendían bajo sus ojos de verde apagado.

Era su segunda vez en prisión. La primera vez que se conocieron tenía dieciocho. Había crecido.

—Sí —musitó él, quedándose quieto al oír un aviso que retransmitían por megafonía. Era un acto reflejo que quedaba impreso en todos los que estaban allí.

Se veía fatal. Estaba levemente reclinado en la silla de plástico, mirando obsesivamente a todos lados. Parecía tan nervioso y, al mismo tiempo, ausente.

A Utahime Iori no le pagaban lo suficiente por lidiar con tipos así. No en un mal sentido, no odiaba su trabajo. Era sólo que era un trabajo duro que la drenaba emocionalmente, por no mencionar a los hombres que la miraban de formas poco apropiadas.

Al menos ya se conocían. Ahí tenía su historial. Toji Zen'in. Había pasado por un centro de delincuentes juveniles por asesinato, había estado preso una vez por delito de lesiones; ahora por ser cómplice de robo a mano armada. Ya le habían informado de eso último.

A pesar de que todo el mundo guardaba un incómodo silencio en los pasillos del centro penitenciario, los chismes volaban como la pólvora entre los profesionales.

No es un mal chico. Esa había sido su impresión, años atrás. Ahora...

—Veo que te has apuntado a un programa de desintoxicación —comentó ella, pasando una hoja en la carpeta abierta. Hacía una semana que Toji estaba allí —. ¿Has tenido problemas con el consumo de sustancias?

Siempre evitaba decir palabras con lo que ella llamaba una fuerte carga léxica. Sustituía prisión o cárcel por centro penitenciario, o centro a secas; drogas por sustancias, a no ser que hablaran de alguna específica. Esa clase de cosas. Para ella y todos los que trabajaban ahí tenía sentido hacer aquello.

—Sí —el hombre apretó los labios en una fina línea. El megáfono de fuera se silenció.

—¿Te apetece contarme por qué decidiste apuntarte?

Si estaba en desintoxicación, entonces esos gestos ya tenían una explicación. La medicación era fuerte y dejar atrás el consumo era un proceso horroroso.

—Tenía problemas como, hmm... —Toji se mordió el labio —... esos que dijiste tú.

—¿Problemas de ira? Me alegra que recuerdes lo que te decía. ¿Consumir te provocaba eso?

—Sí, la verdad... pero sólo lo hacía los fines de semana, la verdad...

Toji se calló un instante, procesando que acababa de repetir algo en su frase. Utahime sonrió con amabilidad.

—En el consumo ocasional también subyace un cierto nivel de dependencia, aunque no te avisen de ello —contó —. ¿Quieres hablarme del programa?

Sabía a la perfección cómo era, pero ese era un ambiente en el que expresarse libremente. Quizá a Toji no le gustara tal o cual cosa y quisiera comentarla.

El hombre miraba por la ventana. Tenía un mecanismo viejo que hacía casi imposible abrirla, y daba a un pequeño patio donde había dos contenedores y un gran muro pintado de amarillo que subía al cielo. Sobre el muro, había un enorme rollo de concertina, cuchillas de doble filo sobre las que ni siquiera los pájaros se atrevían a posarse.

—Tengo un hijo ahora —musitó Toji, rumiando las palabras —. No me gustaba estar así... violento.

—Oh —Utahime alzó las cejas con sorpresa —. ¿Tienes un hijo? Vaya, ¿cuántos años tiene?

Necesitaba saber aquello. Era importante, más aún cuando sabía todo por lo que Toji había pasado. Su padre había sido un alcohólico violento que pegaba a su esposa frente a sus hijos, y también a sus propios hijos.

Recordaba que Toji le había comentado cómo, en un taller que una asociación impartía allí, le era imposible cerrar los ojos y respirar en el ejercicio de relajación que hacían al final de cada sesión. Cómo recibía las visiones, el miedo, la ansiedad.

Hmm —el hombre reflexionó —. Creo que... cinco. Tiene cinco. Cin...

Co.

Utahime sintió lástima. Toji no era la clase de persona que tuviera las aptitudes necesarias para ser padre, desde luego. No había que ser profesional para saberlo. Aquello le entristecía. Era de esa clase de sucesos que podían cambiar la vida de uno para bien o para mal.

Esperaba que ese niño fuera una fuente de esperanza para Toji, que le ayudara a tener una rutina, una responsabilidad, algo de lo que encargarse para madurar emocionalmente, pues Toji era negligente consigo mismo, incluso. Necesitaba cambiar, o caería en la espiral y no dejaría de verlo por allí durante el resto de su vida.

Toji parecía inclinado a hablar del niño. Le preguntó cómo se llamaba. Megumi. Un nombre precioso. Le preguntó con quién se había quedado mientras él estaba allí. Con su novia, aunque estaba seguro de que ya no se querían y tendría que irse de su casa cuando saliera en libertad.

—Nunca estamos solos. Siempre hay... mujeres —agitaba la mano vagamente, tosiendo un poco —. Ellas me dicen que no lo quieren así que me dejan... a mí tampoco me quieren por mucho tiempo.

Dudaba que Toji se quisiera a sí mismo.

—¿Por qué crees que no quieren a Megumi?

—Es una carga —a Toji le costó abrir los ojos tras parpadear. Se quedó en un estado intermedio, con los párpados medio abiertos, hasta que se recuperó y pudo abrirlos —. Nadie quiere las cargas de los demás, supongo.

A Toji le perdía ser querido —y el dinero—. No sabía estar solo, no sabía vivir por sí mismo. Necesitaba estar con alguien igual de destrozado. En esos años había conocido mujeres en situaciones parecidas a la suya, manteniendo relaciones para nada sanas o estables.

—¿Y es para ti una carga?

—... no lo sé —el hombre se relamió los labios, con la boca seca —. Yo... no soy bueno y él... cuesta mucho dinero, pero... —la miró directamente al pecho. No fue incómodo. A veces no era capaz de hacer contacto visual —. No quiero ser... esa clase de padre.

—Los niños cuestan mucho dinero, tienes razón —Utahime movió la mano por la mesa y tomó un bolígrafo, llamando su atención —. ¿Qué clase de padre no quieres ser?

—El mío.

—No eres tu padre, Toji. Sois dos personas distintas —le aseguró ella, apreciando aquellas lágrimas acumulándose en los ojos de Toji —. Seguro que lo quieres, ¿verdad?

—No lo sé —Toji sintió frío de repente. Se frotó los brazos —. No me gustan los niños. Me dan miedo...

Utahime descubrió que Toji sentía un gran rechazo por los niños, también por los bebés. No le gustaba estar cerca de ellos, escucharlos llorar era una tortura interminable. Aún así, se había quedado con Megumi en vez de abandonarlo en un orfanato.

Tenía un cierto sentido paternal, pero extremadamente escaso. Protección. Eso era lo que sentía. No quería hacerle daño al chiquillo, a pesar de saber que no era lo mejor para él.

—¿Crees que le estás dando lo que necesita para crecer?

—... no —negó con la cabeza, mirando a sus propias piernas. Entrelazaba las manos sobre sus muslos —. Sólo lo justo. Luego le ignoro. No me... gusta.

—¿Sientes apatía hacia él? ¿Desdén?

—No sé.

—Vale —Utahime no quería ser negativa. En vez de eso, vio una pequeña luz —. Dices que te estás desintoxicando para no ser violento con Megumi, ¿es eso cierto?

—Sí —suspiró él —. No quería... hacerle daño de esa forma. No tenía el control, no quería... hacerle eso.

En esa sesión descubrió que Toji había sido consumidor de cocaína. También que se estaba aficionando al juego y las apuestas. Lo primero había empezado por su necesidad de evadir la realidad. Lo segundo por la falta de dinero y las malas influencias.

La ira la llevaba en su genética, también en lo que había visto en su infancia. Era difícil escapar de ese problema, que se intensificaba con las drogas y la inestabilidad económica.

—¿Crees que tu hijo puede ser un factor importante para motivarte a mejorar? —preguntó.

Utahime sabía que Toji había hecho planes la última vez. Le había escuchado hablar sobre cómo quería tener más estudios y trabajar. Sin embargo, la mayor parte de presos que volvían también habían hablado de lo mismo. Una cosa era pensar sobre el futuro dentro de los muros, y otra completamente distinta era verse en la vida real.

Había gente que lo lograba, claro. Pero todo conllevaba un gran esfuerzo y no todos tenían los medios suficientes, o apoyo de familia y amigos ahí fuera, algo muy importante.

—Yo... —Toji titubeó. Su voz se rompió, ronca y triste —... no sé, tal vez... no voy a ser un buen padre igualmente, pero... tal vez, si pudiera... no pegarle... sería suficiente con que Meg aprendiera a valerse, así que yo no tendría que...

A Utahime no le pagaban lo suficiente por tener que tomarse un descanso entre interno e interno para agotar su paquete de pañuelos.

Las clases habían acabado y se encontraban limpiando su aula con esmero, deseando poder volver a casa.

—Mi padre me dejó beber alcohol anoche —presumió Megumi, pasando un trapo por su mesa.

—¿De verdad? —Yuuji lo miró con los ojos como platos, impresionado.

Asintió, orgulloso. No le había gustado, pero era una cosa de adultos, así que eso lo compensaba enormemente.

Luego, Toji le había dejado estar a su lado mientras veía la televisión. Se había acurrucado contra su costado, notando el calor que emanaba su cuerpo. Era como una hoguera gigante que podía abrazar. Al final, se había quedado ahí dormido, y había despertado envuelto en una manta, en el mismo sitio.

—Una vez Sukuna bebió alcohol también —Yuuji se le acercó con una escoba entre las manos, hablando en voz baja, como si fuera un crimen —. ¡Sukuna! —llamó, haciendo gestos a su hermano, que estaba recogiendo tizas del suelo.

Sukuna acudió a ellos con rapidez, sorteando las mesas. Se sentó sobre la de Megumi, curioso.

—¿Qué pasa?

—Cuéntale la vez que bebiste —pidió su gemelo, señalando a Megumi —. Dile cómo fue.

—Oh —se encogió de hombros, mirando a otro lado. Fingió modestia —. No fue mucho. Estaba un poco amargo.

—Vomitó.

—¡No lo digas, Yuuji! —Sukuna golpeó a su hermano en el hombro. No le gustaba ser humillado de esa forma frente a su amigo.

—Vaya —Megumi se cubrió la boca con una risita —. ¿Estabas borracho?

—Me sentía como... —se bajó de la mesa de un salto y giró sobre sí mismo, mirando al techo —. Como si todo estuviera dando vueltas, así. Ugh.

Asqueroso —Yuuji sacó la lengua —. Olía fatal.

Megumi estaba de acuerdo, sabía fatal. No sabía por qué a su padre le gustaba.

—¿Qué era?

—Algo ruso —respondió Sukuna —. Sonaba a sm... sminf... algo parecido. Mi padre lo había guardado en un armario.

Su boca se abrió en una o, asintiendo. Él había bebido cerveza normal, supuso. Era lo que su padre siempre compraba. La traía a casa en latas de seis, a veces guardaba dos packs en la nevera que se acababan en un mes. Toji prefería fumar en la ventana, la verdad. Lo hacía muchas veces al día y parecía agradarle.

—¿Y alguna vez has fumado? —preguntó.

—No —Sukuna hizo un puchero —. Pero quiero probar. Cuando sea mayor fumaré y beberé, y seré como esos adultos de las películas.

—¿Qué películas? —Yuuji recogió una bola de papel del suelo —. ¿Las de superhéroes?

—No, las de los hombres tatuados —Sukuna sonrió —. Voy a ser como ellos y seré rico y guapo.

Su gemelo puso los ojos en blanco.

—No digas tonterías. Además, eres el más feo de los dos.

Megumi soltó una carcajada. Cuando Sukuna persiguió a su hermano por toda la clase, lanzándole tizas, tuvo que sostenerse del estómago para que no se le saliera de la boca al reír.

Su padre veía muchas de esas películas. El protagonista siempre estaba rodeado de dinero y mujeres, y sus tatuajes sólo se veían en planos desnudos, o bajo una camisa abierta. Transmitían un aura agresiva. No podía imaginarse a su amigo siendo así.

Terminó de limpiar su mesa y la de al lado, pensativo. ¿Le dejaría su padre fumar?

Se escuchó un golpe. Megumi se volvió hacia los gemelos, inquieto. Yuuji había caído al suelo y junto a él, de pie, había otro niño, con la pierna levantada. Estaba claro que le había pateado mientras jugaba.

—¿¡Qué haces!? —exclamó Sukuna, acercándose al tipo.

Megumi lo reconoció. Ya habían tenido problemas con ese anteriormente. Sus rodillas raspadas eran un recuerdo latente en la ducha sobre eso. Ni siquiera iba a su misma clase, simplemente le gustaba aparecer para joder a los demás.

Sus puños se cerraron con rabia y, de un momento a otro, se encontró a sí mismo avanzando hacia el niño, que reía con crueldad.

—¡Es idiota! —Mahito, el mocoso, señalaba a Yuuji.

Sukuna ayudó a levantarse a Yuuji, que tenía los ojos llorosos y no quería mirar a nadie. Cuando se dispuso a golpear a Mahito, apareció su compañero.

Megumi asestó un puñetazo en su rostro.

Sukuna vitoreó cuando el niño se tambaleó hacia él. Lo empujó de vuelta a Megumi, que lo pateó con fuerza.

—¡Otra vez! —Sukuna se relamió los labios, ansioso, casi excitado por la violencia.

Mahito llegó a abofetear a Megumi. El chiquillo lo agarró de la ropa y lo estampó contra una mesa. La mesa y Mahito se desplomaron a un lado. Megumi se pasó la manga del uniforme por la cara, notando escozor en la piel.

Sukuna le propinó una patada en el costado, Megumi le pisó uno de los tobillos. Mahito se retorció por el suelo, llegando a levantarse a trompicones. Avanzó hacia Megumi y le cruzó la cara de otra bofetada, lo empujó hacia atrás con las manos, insultándole.

Megumi se apoyó en una de las mesas, siseando.

Yuuji los miró, abrazándose con desesperación. Una lágrima bajaba por su rostro.

—Espera —musitó, asustado —. Ya está bien, Meg... Sukuna...

Las manos de Megumi encontraron unas tijeras. Yuuji apartó la mirada y les dio la espalda, al borde del llanto.

Hubo pasos en el pasillo, niños que terminaban de limpiar. Megumi dejó las tijeras donde estaban, completamente inexpresivo, y se alejó de Mahito, como si nada hubiera ocurrido.

A pesar de su seriedad, su corazón latía desbocado, haciendo ruido en sus oídos. Estaba sudando, tenía un calor horrible, energía para dar tres vueltas al recinto entero de la escuela. Se tocó el pecho, respirando una, dos, tres veces seguidas profundamente.

Mahito volvió a su clase, masajeándose los costados con molestia. No dudó en mostrarles el dedo corazón desde el umbral de la puerta al salir, chasqueando la lengua.

—Ha sido genial —Sukuna se apoyó en los hombros de Megumi desde detrás y saltó, alegre. Luego, se acercó a su hermano —. Listo, Yuuji. ¡Ya no tienes de qué preocuparte!

Megumi tragó saliva, intentando recuperarse de lo que fuera que siempre se apoderaba de su cuerpo cuando esas cosas pasaban. No dudó en quedarse junto a Yuuji.

—¿Estás bien? —le preguntó, frotándose un brazo.

Yuuji asintió, aún consternado. Sukuna y Megumi lo escoltaron como si fueran su guardia fuera de la escuela, cuando terminaron de limpiar. No era la primera, ni sería la última vez que lo defendían.

Sólo en una ocasión Yuuji se había atrevido a decir algo. Había sido la primera vez que le habían hecho caer. Se había levantado, se había sacudido el polvo y había empujado de vuelta al responsable. Un profesor del patio lo había visto y lo había reñido, le había amenazado con llamar a sus padres.

En ocasiones, Megumi sentía que todos ellos eran invisibles.

—¿Vuelves solo a casa? —Sukuna se pegó a él, dándole un toquecito en el hombro.

—No, hoy vendrán a buscarme.

—¿Quién?

Satoru. Se quedó quieto, raspando la tierra con el zapato. No quería decirlo y que le pidieran ir al parque, o algo parecido. Quería estar con él a solas.

—Nadie, no importa —se encogió de hombros.

—¿Quieres compañía para ir al supermercado? —Yuuji se inclinó hacia él, sosteniendo las asas de su mochila con las manos.

Los gemelos sabían que ocasionalmente —todos los días— esperaba frente al supermercado. Negó, restándole importancia con un gesto.

—Da igual —dijo, recibiendo una mirada de lástima.

Se despidieron allí mismo. Los gemelos salieron corriendo para ver quién cruzaba la calle primero, ya que estaba el semáforo en verde. Megumi los vio desaparecer y agitó la mano cuando Sukuna hizo lo mismo, en la distancia.

Se rascó el pecho, presionándose el esternón. Las hojas de los árboles se acumulaban bajo sus zapatos. Las pateó mientras esperaba.

Vio a una niña que salía del colegio reuniéndose con su madre y le dio ganas de clavarle las manos en la espalda y empujarla al suelo. Hizo un puchero, mirando a las hojas, al suelo, a los charcos del invierno.

No podía hacer eso porque le amenazarían con expulsarlo, como ya había ocurrido en varias ocasiones. Incluso habían llamado a su padre para que fuera a buscarlo, y Toji se había presentado allí, irritado por ser arrancado del trabajo para algo así. Al menos no se había enfadado con él.

Después de hablar con su tutora, Toji le había tocado un hombro y le había dicho que no era su problema, que era culpa de los demás y que no se preocupara.

Sólo modérate un poco. Hay gente que merece un puñetazo, pero es mejor esperar a la salida y dárselo cuando nadie mira —había dicho —. Así que no hagas caso a tus profesores, Meg. Ellos nunca harían nada por ti. Tienes que valerte por ti mismo y demostrar lo que vales para que no te pisen.

Toji no daba los mejores consejos, pero había tenido toda la razón. Los profesores nunca hacían nada, parecía que estaban ahí de adorno. Eso le enfurecía.

Sumido en sus pensamientos, de repente, escuchó una voz. Su voz.

—¡Megumi! —Satoru salió de un coche recién aparcado, sonriente.

Se alegró de inmediato. Corrió hacia Satoru y se estrelló contra él en un abrazo, con las mejillas coloradas y una gran sonrisa.

Nadie estaba mirando, ¿verdad? Los gemelos no estaban. Nadie podía ver lo que tenía y que era suyo. No iba a compartirlo. 

—¿Esta chaqueta no es muy fina? ¿No tienes frío? —el mayor le frotó los brazos, preocupado. Después, le tomó de la mano —. Mira, vamos a casa. Ahí se está mucho más calentito.

Megumi lo miró, embelesado. Lo adoraba tanto.

Satoru le dio unos calcetines mullidos con ventosas por debajo para andar descalzo. El hombre lo peinó —su cabello estaba todo enredado—, y luego le hizo la comida. Un enorme plato caliente con carne y ensalada, y otro de arroz. Comió tanto que luego le dolió un poco la barriga.

Mientras se lavaba los dientes, alguien picó a la puerta. Satoru recogió un gigantesco paquete del que sacó cosas para su futura mascota. Juguetes, una cama que parecía un árbol, bolsas de arena y comida. 

—¿Cuándo llega? —preguntó, tras terminar de enjuagarse.

—Mañana iré a buscarlo —Satoru hizo un esfuerzo, doblando la caja para reciclarla —. ¿Te apetecería venir conmigo?

Megumi asintió, entusiasmado. 

La casa estaba igual que la recordaba. Limpia, recogida y muy ordenada —todo lo contrario a la suya—, y la habitación donde había dormido seguía teniendo ese peluche con forma de oso que tanto había añorado esas últimas noches. 

Satoru le ofreció su despacho para que hiciera los deberes. Megumi se sentó en una cómoda silla giratoria y esparció sus útiles por la gran mesa. En la esquina había un ordenador portátil de color rosa platino cargando. Le llamó la atención. 

Puso un dedo encima, estaba frío y era suave. Debajo del escritorio, pegado a la pared, había un radiador que emitía calor. 

—Toma, cielo —Satoru entró a la estancia cargando con una manta de color morado pastel a topos blancos —. Para que no tengas frío. 

Fue arropado en la silla como si de un peluche se tratara. Sacó los brazos del interior, junto al mentón, notando un beso en la sien. 

—¿Te quedas conmigo? —pidió, agarrándole del brazo cuando iba a irse.

Satoru lo pensó un instante. Lo cierto era que no tenía mucho que hacer ese día y planeaba irse al sofá a leer un rato. 

—Está bien —accedió. Señaló el sillón que había en la estancia —. Estaré ahí mismo, ¿vale? Si necesitas ayuda con tus deberes, avísame. 

Megumi se sentía genial cuando conseguía lo que quería. La última vez que le había pedido algo a su padre, concretamente una consola como la que tenían los gemelos, Toji había dicho:

—¿Me ves cara de millonario? —mientras bebía una cerveza, viendo la televisión.

Oh, la cerveza. Megumi se giró para mirar al mayor. Satoru se había acomodado en el sillón con un libro y parecía concentrado. 

No quería molestarle, le daba miedo que se irritara con él y le dejara de tratar así de bien. Esperó a terminar su tarea de matemáticas para darle la vuelta a la silla y hablar. 

—Satoru —llamó, en voz baja. 

—¿Si? 

—¿Sabes? —sonrió, nervioso. Jugueteó con las manos —. Anoche bebí cerveza.

Satoru cerró el libro, con una expresión rara.

—¿Perdona?

—Me bebí una cerveza entera —dijo, buscando impresionarle. No era cierto, pero quería ser elogiado —. Y no me puse enfermo, ni nada de eso. 

Silencio. 

—¿... qué? — Satoru frunció el ceño, casi horrorizado —. ¿Que hiciste qué? 

—Se la robé a papá —balanceó las piernas, orgulloso.

Satoru se tocó la frente, bajando la mirada. Después, lo miró seriamente.

—Megumi, no vuelvas a hacer eso. Es malo para tu salud —determinó, un poco alterado.

—Pero...

—Está mal, ¿entiendes? El alcohol es horrible. No deberías haberlo hecho.

No fue autoritario, pero sí lo suficiente como para hacer que Megumi sintiera vergüenza. Apretó los labios, angustiado. Su corazón tropezó por su pecho, cayendo a algún lado. No se disculpó, ni siquiera veía por qué debería hacerlo. 

De hecho, nadie le había pedido que se disculpara. Simplemente asumía que tenía que hacerlo. Al final, sintió la presión de la mirada de Satoru y acabó haciéndolo. ¿Por qué lo estaba mirando así? ¿Qué había hecho? Se sintió fatal consigo mismo, con su propio comportamiento. Cerró los puños, incapaz de seguir haciendo contacto visual.

—Perdón —musitó.

Se giró y apoyó los codos en la mesa, mirando a su libreta con impotencia. Mientras tanto, detrás, Satoru suspiraba y le mandaba un mensaje a Toji preguntándole si sabía que su hijo había bebido alcohol.

Tuvo que pasar un buen rato para que Megumi se calmara. Su ánimo fluctuaba con demasiada facilidad y llegaba a plantearse golpearse la férula contra algo para intentar controlarlo. 

—¿Quieres un pastelito para merendar, cielo? —ofreció Satoru, acariciando su cabeza.

Si Megumi continuara recibiendo esa clase de atención, acabaría explotando. Ya estaba todo rojo. Satoru le trajo una porción de pastel de chocolate con hojaldre y un vaso de leche. No había comido tanto en su vida.

Lo disfrutó como si fuera su última comida. Y al final, Satoru le preguntó si quería ver fotografías de su padre cuando era joven. 

—Seguro que era un amargado —farfulló, masticando —. Siempre tiene esa cara de mier...

—Ese vocabulario. 

—Hmpfg.

Satoru rio, sosteniendo su taza de té. Abrió su portátil y seleccionó la aplicación de fotos.

Toji y Satoru, mucho más jóvenes, aparecían sentados en un banco de lo que parecía una escuela. Su padre sonreía con un cigarro pendiendo de la boca, rodeando el hombro del albino para atraerlo con algo que parecía cariño. 

—¿Es él? —Megumi alzó una ceja, escéptico, a pesar de reconocer la cicatriz y los rasgos.

—Sí —Satoru le mostró otra, donde Toji estaba distraído en un día de invierno, con las manos metidas en los bolsillos en la calle. 

Satoru pensó que Toji siempre había sido tan atractivo. Era como el vino, mejoraba con los años. Megumi hizo una mueca, con la cara manchada de chocolate.

—¿Seguro?

—Claro que sí. Aquí tenía quince años. 

A pesar de la mirada cansada, su padre definitivamente tenía una chispa en los ojos que nunca había visto. Toji nunca le hablaba de su pasado, parecía que había sido bueno, sin contar con esas fotos donde salía con el brazo en cabestrillo y hematomas en las muñecas. 

No parecía él, era como mirar a un desconocido. Toji no era tan alegre. 

Satoru se sabía el orden de las fotografías, así que no apareció ninguna comprometedora. Se habían sacado bastantes estando abrazados en la cama, medio desnudos. No iba a enseñarle eso a un niño, claro. 

—Te le pareces bastante —señaló.

—Lo suelen decir... —Megumi ladeó el mentón, mirando a su padre en clase —. Las cajeras del supermercado.

—Ah, ¿si?

—Sí, dicen que cuando crezca voy a ser tan guapo que no sabrán con quién quedarse. 

A Satoru casi se le cayó la mandíbula. Por mucho que sonara gracioso, había gente bastante descarada por ahí. Megumi sólo era un chiquillo, no merecía empezar a pensar en su físico tan temprano. 

—Y las mujeres dicen que voy a ser un rompecorazones, como papá —siguió —. ¿Eso es bueno?

—Eh... —Satoru había olvidado por completo esa parte de Toji de la que todavía no sabía demasiado —. No sé. 

Limpió la boca de Megumi. Estaba lleno de chocolate.

—Estás rojo —Megumi lo miró con sus ojitos azules de cachorro.

—Es que hace calor —carraspeó, nervioso. Qué vergüenza.

Revisó su teléfono. Toji no había contestado, ni siquiera había leído su mensaje. De hecho, no fue a buscar a Megumi a la hora que habían acordado.

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