Cold, cold, cold || TojiSato

By Iskari_Meyer

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Ese era el juego del amor. Vivirías lo suficiente como para convertir la química en adicción. © Los personaj... More

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Epílogo

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By Iskari_Meyer

Había sido una coincidencia que hubiera decidido ir en coche a ver el gato ese día, ya que no le había apetecido soportar ir de vuelta a casa en el metro cuando éste siempre se llenaba de gente que iba de fiesta los viernes.

Megumi estaba encogido en el asiento de copiloto, hecho un manojo de lágrimas y ansiedad. Abrazaba su mochila de la escuela, sorbiendo por la nariz.

Cuando Satoru salió a la carretera general, activó las luces de emergencia y se detuvo en el arcén. Puso el freno de mano y se inclinó hacia el niño, preocupado.

—Megumi, cielo...

Hacía apenas un minuto que había estado a punto de atropellarlo, cuando se había cruzado en mitad de un gran paso de peatones. Estaba nervioso, joder, si no hubiera estado él seguro que alguien lo habría atropellado.

El niño se encogió aún más, sollozando.

Se quitó el cinturón. Abrió la guantera y cogió un paquete de pañuelos. Sacó uno y sostuvo el rostro de Megumi, poniéndolo en su nariz para limpiarle los mocos. Megumi sopló nasalmente, cerrando los ojos.

Pobrecillo. Estaba empapado de arriba a abajo, sonrojado y lloroso. Aún hiperventilaba, asustado. ¿Asustado? Satoru se mordió el labio, apartando las lágrimas de esas tiernas mejillas infantiles.

—No pasa nada —lo abrazó suavemente, en un intento de tranquilizarlo. Presionó su cabeza contra su pecho, acariciándole —. Ahora estás a salvo...

Se moría por saber qué demonios hacía un niño en pánico corriendo por la calle en plena noche, pero sabía que a veces era mejor esperar a que las cosas se calmaran para poder preguntar.

No quería interrogarlo y hacerle sentir peor, así que lo sostuvo, hablándole en voz baja y comprensiva.

—Estás conmigo, nadie puede hacerte daño, Megumi. No te preocupes, cielo, no te preocupes...

Pequeñas manos se aferraron a su ropa. Satoru lo estrechó gentilmente, depositando un beso entre el desordenado cabello negro. Los sollozos se volvieron hipidos, y los hipidos en una rápida respiración irregular.

Megumi no quería volver a casa. No ahora que conocía algo mejor.

Tardó en calmarse. Había visto violencia en las películas, había visto a su padre siendo violento con otras personas, pero había sido en muy pocas ocasiones años atrás. Siempre era con otras personas. Toji nunca le gritaba, ni le pegaba, incluso en ocasiones le tocaba la cabeza con una palmadita y le llamaba Meg.

Meg, ve a tu habitación.

Y Megumi iba a su habitación, pero a veces pegaba la oreja a la puerta y escuchaba a su padre discutir por teléfono con alguien. Su padre tenía un tono de voz severo y su apariencia daba miedo.

Alzó la mirada, sin poder quitarse de la cabeza la imagen de la gran mano de su padre agarrando la cabeza de la chica. La sangre. La violencia así le asustaba, le hacía sentirse inseguro y débil.

Satoru lo miraba con cariño, echándole el pelo hacia atrás.

—No me lleves de vuelta, por favor —suplicó, dejándose mimar —. Por favor...

—No lo haré.

Megumi suspiró, aliviado. Se separó un poco, tiritando de frío. Su mochila cayó de su regazo al suelo, junto a sus botas. La alfombrilla del coche se había encharcado un poco.

Sintió una gran manta de calidez cuando Satoru se quitó el abrigo y lo cubrió, luego le abrochó el cinturón y lo ajustó bien.

—Te voy a llevar a mi casa, ¿vale? ¿Te parece bien? —y el niño asintió. Satoru se puso el cinturón y quitó las luces de emergencia —. Sólo dime si tengo que llamar o no a la policía.

—No.

—¿Estás seguro?

—Sí —Megumi hundió la nariz en el abrigo. Olía a suave perfume masculino —. Porque papá no quiere problemas con la poli.

Eso era lo que había dicho cuando había salido de la cárcel. Que no quería más problemas, que no volvería a hacer lo que hizo.

Megumi tenía una relación de amor-odio con Toji en la que no sabía qué sentir y qué no. No quería que los separaran, porque —según el mayor— lo llevarían a un orfanato y las cosas no serían mejores; pero tampoco quería tener que esperar para comer o ir al McDonald's tres veces a la semana.

Toji estaba en proceso de dejar a todas esas mujeres atrás, y lo estaba cumpliendo. Megumi simplemente esperaba a que fueran sólo ellos dos. Así tendría su atención y serían un poco más felices.

El dinero no le importaba. Su padre siempre había sido más desastre que padre. Sólo quería que volviera a abrazarle cuando era más pequeño, y que volviera a llamarle Meg, como antes de que empezara a frecuentar esos locales llenos de luces y máquinas tragaperras.

—¿Te hizo... algo? —preguntó Satoru, inquieto.

—No —se encogió de hombros, sorbiendo otra vez por la nariz —. Pero pensé que iban a follar, no que...

Satoru apretó el volante, horrorizado.

—¿Cómo...? ¿Cómo sabes esa palabra?

—... pero luego él la agarró y la golpeó fuerte —Megumi alzó la mano, haciendo un gesto —. Luego se levantó y me miró, fue... No me gusta cuando la gente se golpea... y además esa mujer siempre competía conmigo y me llamaba cosas...

—¿Qué?

—... porque siempre estaba colgada de su brazo, llamándole papi, y no quería que estuviera conmigo, así que nos separaba a propósito, no lo entiendes...

Satoru llegó a un punto en el que ni siquiera quería imaginarlo. Intentaba mantener la vista fija en la carretera, pero quería mirar al niño y preguntarle seriamente por qué sabía cosas que los niños no deberían poder entender siquiera.

—... aunque ahora ya rompieron, fueron como las dos peores semanas de mi vida —su voz se convirtió en un hilillo —. Así que no hagas eso tú también. Odio cuando intentan apartarme...

—Yo no te haría nada así, Megumi.

—Lo hiciste —espetó el crío —. Invitaste a mis amigos al parque y les diste la mano. No puedes hacerme eso. Sólo puedes estar conmigo.

Estaba jodido, el niño estaba completamente jodido. Megumi estaba tan hambriento por atención y amor, y lo miraba con esos grandes ojos tristes, suplicante. No debería de estar tan triste a su maldita edad, ni saber qué era el sexo, ni ver episodios violentos.

—Siempre intentan apartarme —susurró Megumi, frotándose los ojos.

Satoru puso una mano sobre la cabeza de Megumi, sin saber por dónde demonios empezar.

—Escucha, yo no te voy a apartar. No lo haré, ¿vale? Pero tampoco dejaré a tus amigos solos en mitad de la calle. Ellos también querían jugar y divertirse, ¿sabes? Otro día iremos tú y yo al parque, no te preocupes.

—... bueno.

No sonaba mal. A Megumi le agradaba mucho jugar con los demás porque algunos de sus juguetes tenían muchos años, otros habían sido vendidos y otros se habían roto por el uso.

—Ahora dime cómo sabes... eso —revolvió el pelo negro antes de poner la mano en el volante otra vez —. Esa palabra. Follar.

—Todo el mundo la dice.

—¿Quién es todo el mundo? ¿Acaso sabes lo que significa?

—Pues, todo el mundo. La gente de las películas, las mujeres y papá —Megumi ladeó el mentón, confuso —. ¿No sabes tú lo que significa? Es cuando dos personas se quitan la ro...

—Vale, lo entiendo —en ese punto, Satoru ya estaba muy estresado.

Eso significaba que, definitivamente, nadie controlaba las películas que ponían en la televisión en casa de Megumi, y que esas mujeres y su padre probablemente hacían cosas inapropiadas cuando el niño estaba allí.

Ojalá pudiera apretarle la cabeza y borrarle la memoria. No debería saber todo eso. A saber cuántas cosas había visto y oído.

Luego le preguntó si tenía madre y el chiquillo respondió que no. Le faltaba una figura parental, y además su hogar era inestable. Las cosas no acabarían bien si nadie interrumpía.

Y Megumi parecía tan confundido por que le hubiera preguntado sobre el sexo. Joder, ¿lo tenía normalizado? Sus nudillos se volvieron blancos al volante. Tenía que sacarlo de esa casa antes de que se pusiera peor.

Estaba enfadado, frustrado, irritado. ¿Tan difícil era preocuparse por un niño pequeño? ¿Qué mierda tenía su padre en la cabeza?

Miró a Megumi de reojo. Había apoyado la cabeza contra el cristal de la ventanilla, encogido. Parecía mucho más tranquilo, aunque seguía teniendo surcos de lágrimas en su carita.

—¿Cuánto falta? 

—Bastante. Puedes descansar un poco. 

Megumi se durmió al poco tiempo, sintiéndose seguro. 

Toji tardó cuarenta minutos en darse cuenta de que el crío no estaba en casa.

Después de que su ex se fuera —sin sus doscientos yenes y con una bofetada marcada en la cara—, se había sentado para poder tranquilizarse. Se había cubierto el rostro con las manos, pensando en lo que le había dicho esa terapeuta tan guapa en prisión, tiempo atrás.

Había sido algo como que él estaba por encima de sus impulsos violentos, y que podía superarlos si se esforzaba por detenerse a pensar, porque era un hombre inteligente y todo eso. 

Pero, joder, esa zorra se lo había merecido. Después de comportarse como una idiota, inútil, durante las dos semanas que estuvieron juntos, se comportaba con osadía, como si él fuera alguien a quien pudiera manipular. Menuda imbécil. ¿Qué esperaba? ¿Que la doblara sobre la encimera y pagara sus yenes así? 

A Toji le daba igual haberla dejado ir. De hecho, estaba contento de haberlo hecho y, de cualquier forma, ni siquiera follaba tan bien.

Luego, cuando logró calmarse un poco, bloqueó su contacto —tenía mensajes donde ella rogaba que volvieran, qué ilusa— y encendió la televisión para ver cualquier programa de juegos. Fue cuando apareció un niño en los anuncios que se acordó de que tenía un hijo.

Se incorporó del sofá, suspirando. Echándose el pelo hacia atrás, golpeó los nudillos contra la puerta del crío.

—Oye, Megumi —llamó —. Ya es tarde, ¿quieres cenar? He comprado fideos esta vez. Ven a cocinar conmigo.

No hubo respuesta alguna. Abrió la puerta, frunciendo el ceño. No había nadie bajo las sábanas, ni bajo la mesa, tampoco metido en el armario. 

Entrecerró los ojos, plantado en mitad de la habitación. Miró en el baño, donde tampoco estaba. Joder, Toji buscó en todos lados de la casa, pensando que Megumi se había escondido, que estaba jugando y quería algo de atención, pero no lo encontró.

Agarró su teléfono después de aceptar que no estaba en casa. Lo había visto volver, ¿verdad? No había sido su imaginación. El niño había entrado y él le había dicho que se fuera a su habitación. ¿Acaso había vuelto a salir?

Fue a la habitación de su hijo y cogió una libreta que tenía guardada en uno de los cajones de su escritorio. Ahí había anotado un número de teléfono al que llamó. 

Sonaron tres tonos antes de que una voz surgiera al otro lado.

—¿Quién es? —Kaori Itadori respondió a la llamada con esa voz tan agradable que tenía.

—El padre de Fushiguro, Toji —dijo, sentándose en la silla del niño —. ¿Por algún casual está el crío con vosotros? 

—¡Oh! —ella siempre estaba feliz —. Esta tarde comió con nosotros, y luego los niños lo acompañaron de vuelta a casa.

—¿Seguro? 

—Claro —Kaori habló con uno de sus hijos, apartando el teléfono para que no se escuchara —. Yuuji dice que se entretuvieron por el camino y que fueron al parque con... —silencio —. Un amigo de Fushiguro. 

Bueno. Toji arrugó la nariz. Seguro que seguía con ese amigo. Megumi no tenía muchos y estaba muy apegado a esos gemelos del demonio, así que le venía bien un soplo de aire fresco.

Si le hubiera comprado un móvil podría mandarle un mensaje para al menos saber cuándo llegaría, pero no quería darle uno hasta que cumpliera los diecisiete. La gente en Internet estaba mal de la cabeza, no quería que le hicieran nada.

Una lástima que tuviera que comerse los fideos él solo. 

—Espera, Yuuji quiere decirte algo —avisó Kaori, antes de pasarle el teléfono a su hijo. El mocoso respiró cerca del micrófono —. Hola, señor.

¿Señor? Toji puso los ojos en blanco.

—¿Y tú qué?

—¿Puede Fushiguro quedarse a dormir el próximo viernes? —preguntó Yuuji —. Por favor, por favor, por favor, porfa.

—Sí, sí, lo que sea...

Kaori volvió al teléfono, hablaron del tiempo y eso fue todo. Toji colgó la llamada, con una espina de mal augurio clavada en la garganta.

Al principio, esperó a que Megumi volviera. Aprovechó para limpiar un poco los suelos, ya que estaban asquerosos y había gotas de agua de lluvia por todos lados. Pero más tarde acabó por hacerse la cena y volver al sofá.

Se esforzó en quedarse despierto, porque el niño no tenía llaves y no quería dejarlo accidentalmente fuera —como había ocurrido una vez en la que lo encontró todo encogido sobre el felpudo—.

Sin embargo, acabó venciéndole el sueño.

Satoru tomó a un adormilado Megumi en brazos y cerró el coche. Cruzó el parking subterráneo del edificio mientras el niño ocultaba su cara en el hueco de su cuello, suspirando.

Las puertas del ascensor se cerraron tras él, que nunca había cargado con tantas cosas al mismo tiempo. Su bandolera, el crío, la mochila de la escuela y una bolsa con juguetes para gatos que había comprado esa tarde.

Cuando llegó a la puerta, apenas pudo sacar las llaves. Fue entonces cuando Megumi se revolvió y se bajó, inquieto por ser abrazado y sostenido tanto tiempo.

El niño se frotaba los ojos rojizos, mirando a su alrededor.

—Puedes dejar tus botas ahí y darme tu mochila —Satoru lo invitó a entrar, tocándole la espalda.

A pesar de vivir solo y de que su casa fuera lo bastante grande para una familia entera, la decoración la hacía ver acogedora, viva. Agradables tonalidades cálidas dieron la bienvenida al niño.

Satoru lo miró, quitándose los zapatos y dejando su abrigo en el perchero. Megumi estaba empapado y sucio. Tenía los pantalones salpicados de agua y barro, el pelo pegado a la cabeza, hecho un desastre.

Ahí se dio cuenta de que estaba jugando a ser padre. La cosa era seria. Tenía a un niño en su responsabilidad por esa noche.

—¿Qué te parece si vas a ducharte mientras hago la cena? —propuso —. Hmm —frunció el ceño, dándose cuenta de algo —. ¿Te duchas solo a tu edad?

—Claro que sí.

Genial. Lo guió al baño y lo dejó ahí desvistiéndose. Preparó rápidamente la habitación de invitados en la que nunca había entrado nadie, poniendo una manta encima de la cama y abriendo las sábanas para que quedara bonito. Sacó del armario ese peluche que alguien le había comprado en una feria años atrás, un oso peludo de ojitos negros, y lo puso sobre la almohada.

Ya parecía una habitación más hogareña.

Luego, buscó algo que Megumi pudiera usar para dormir. No conservaba ropa de su niñez, así que eligió un jersey de lana de cuello alto de su adolescencia, cogió unas toallas limpias, y fue a picar a la puerta del baño.

—Toma, puedes ponerte esto. Te quedará enorme, pero así podrás dormir calentito —le pasó la prenda por el hueco de la puerta arrimada —. Y aquí las toallas —una mano las agarró —. Dame tu ropa, la pondré a lavar.

—Gracias.

Al otro lado de la puerta, Megumi sonrió, abrazando la prenda. Era grande y suave, muy suave.

Encontró todo lo que no tenía en Satoru. Una figura cariñosa y preocupada que regresó para preguntar si necesitaba que le frotara la espalda, alguien que hacía una cena deliciosa y ponía la calefacción.

Satoru entró al baño para lavarle la espalda mientras la comida estaba cocinándose en los fogones de la cocina.

Megumi se encogió, sintiendo lo gentil que era con la esponja, el toque reconfortante entre sus omóplatos, sobre sus hombros. Y después en su cabeza, porque se había esparcido mal el champú.

Que hubiera tenido que aprender a ducharse por sí mismo no significaba que lo hiciera bien. Le sorprendió la cantidad de esmero que Satoru puso en lavar cada parte de su cuero cabelludo, frotando bien en sus sienes y su nuca, peinando el pelo con sus dedos.

—Oye, ¿por qué no has calentado el agua? —Satoru hizo una mueca cuando abrió el grifo y un chorro de agua helada salió de la cebolleta de la ducha.

—... porque el agua caliente cuesta dinero.

—Pero, es algo importante y se trata de tu salud. Estamos en invierno, podrías pillar un resfriado —esperó un momento a que el agua calentara —. A veces hay que hacer esfuerzos.

El agua caliente se sentía muchísimo mejor. Satoru puso una mano en su frente para evitar que el champú cayera por sus ojos cuando aclaró su pelo. Después, se dio la vuelta y le dejó intimidad para terminar de quitarse todo el jabón.

Megumi se envolvió en una toalla blanca cuando acabó. Sus pies se posaron en una alfombra rosada, dejando sus huellas. Se sentó sobre la tapa del inodoro, mientras Satoru sacaba un secador de pelo y un peine.

El hombre le revolvió la cabeza con otra toalla más pequeña. Hacía años que nadie peinaba a Megumi. Quizá era esa la razón por la que siempre llevaba un nido de pájaros en la cabeza. Yuuji decía que parecía un erizo, Sukuna insistía en esconder flores entre los mechones.

—Tu pelo es precioso, pero se cae bastante —Satoru le mostró el peine, donde había varias hebras de cabello —. ¿Comes bien?

—No sé.

El ruido del secador resonó en sus oídos. Cerró los ojos, notando el aire cálido en la cabeza. Minutos después ya estaba completamente seco y limpio. Satoru le había dejado echarse una crema que olía genial, y había cubierto las heridas de sus rodillas con tiritas nuevas de colores.

Bajo un jersey gigantesco, llegó a la cocina. Satoru terminaba de cocinar la cena.

—¿Quieres que ponga la mesa? —preguntó, sin saber qué hacer.

—No hace falta, cielo, puedo hacerlo yo —Satoru sonrió con amabilidad —. Siéntate. ¿Te apetece que ponga la radio?

Megumi estaba balanceando las piernas en la silla, moviendo la cabeza al ritmo de la música cuando Satoru puso un gran plato de ramen frente a él.

Se le hizo la boca agua. Caldo casero, cerdo, fideos, huevos marinados y algas nori y setas silvestres flotaban. 

—Es importante que alguien de tu edad coma variado, ¿eh?

Por una vez, Megumi no se sintió mal. Se incorporó, arrastrando la silla hacia atrás, y se estampó contra Satoru en un fuerte abrazo.

—Eres el mejor —hundió su cabecita en el abdomen del mayor.

El corazón de Satoru se derritió tanto que tuvo que alejar al niño para no llorar. Lo sostuvo de un hombro, rozando su mejilla con los dedos.

—Vamos, se va a enfriar.

La comida estaba deliciosa. Hacía siglos que Megumi no comía nada tan bueno, incluso repitió ración. Terminó con la boca toda manchada y una sonrisa torpe y tierna mientras sorbía los fideos.

Se sintió tan afortunado de estar vivo.

Más tarde, Satoru lavaba los platos. Le había dado su móvil al niño para que viera las fotos del gato que pensaba adoptar.

—¿Por qué está triste? —musitó Megumi, haciendo zoom en la carita del animal.

—Porque no tiene un hogar. Seguro que se siente muy solo.

—¿Cuándo lo vas a traer?

Satoru sonrió. En la protectora de animales le habían dicho que podría llevárselo después del fin de semana. Ya les había dado todos los papeles e información que le pedían y todo iba bien con el felino.

Se sentía tan bien dar amor a alguien que no lo recibía.

—Quizá el lunes o el martes. Depende de cuándo llegue un paquete de cosas que compré para él.

—¿Qué cosas?

—Comida, juguetes, una caja de arena... esa clase de cosas.

Megumi asintió, curioso. Hacía un rato que habían terminado de cenar y la radio había pasado a dar las últimas noticias de la noche, por lo que estaba apagada. Todo el edificio estaba en silencio y fuera llovía a cántaros.

—¿Puedo conocerlo? —preguntó Megumi, dejando el teléfono sobre la mesa.

Satoru frunció levemente el ceño, pensativo. Eso significaría que invitaría de nuevo al niño, ¿cierto? Y quería hacerlo, quería invitarlo y volver a cocinar para dos, darle un beso en la frente, cuidar de él.

Nadie, excepto sus padres, había entrado en ese apartamento. Siempre había estado solo allí, en ese lugar demasiado grande para una persona. Era un adulto funcional, pero también un patético adulto sin amigos ni vida social.

Desde que se había mudado, años atrás, se había encontrado imaginando escenarios en los que enseñaba su casa a amigos que ya no tenía. Lo peor era que todavía conservaba la versión adolescente de todos ellos, puesto que los había perdido antes de que crecieran.

Es decir, esas personas ya no existían. Eran gente distinta, justo como él. Y eso era triste.

Excepto Suguru. Había logrado mantener el contacto con él tiempo después de terminar la secundaria, durante la universidad, aunque eso era otra historia.

—Claro —respondió, al fin —. Seguro que os lleváis bien.

—Papá no me deja tener animales —se lamentó Megumi —. Dice que hay que cuidar de ellos y que necesitan mucho tiempo. Pero, a mí me gustan mucho...

Cariño, tu padre ni siquiera cuida de ti, pensó. No dijo nada.

—¿Qué quieres ser de mayor?

—Yo no quiero ser mayor —el niño hizo un puchero —. Pero, si tuviera que elegir sería... hmm, veterinario. O algo que tuviera que ver con animales.

—Seguro que serás un veterinario genial —su expresión se relajó. Era tierno ver a un chiquillo que no quería crecer.

Terminó de lavar los platos. Se quitó los guantes rosados y los guardó. Ya era tardísimo, definitivamente la hora de dormir.

Menos mal que tenía un kit de viaje sin estrenar, así pudo dejarle a Megumi un cepillo de dientes. Se lavaron los dientes en el baño y después lo guió a la habitación de invitados para arroparlo.

Tomó el peluche y se lo tendió.

—Para que no te sientas solo esta noche.

Megumi sostuvo el osito entre sus manos, apretándolo para ver cuán suave y achuchable era. Una ligera sonrisa curvó las comisuras de sus labios.

El niño se metió en la cama y Satoru lo tapó bien.

—Quiero hablar con tu padre —no pudo evitar ponerse serio, sentándose al borde del colchón —. No es justo que vivas así. No está bien, ¿entiendes?

Por un momento pensó que Megumi iba a quejarse. Pero la expresión del crío se torció con maldad.

—Pégale un puñetazo.

—¿Qué? —alzó las cejas, sorprendido. Esos ojos azules chispearon.

—Tienes que hacerle así —Megumi hizo el amago de ahogar al peluche —. Y luego...

Joder. Merecía ser feliz, tan feliz que llorara de risa. Satoru acarició el rostro del niño.

—Sí, cielo, lo que quieras. Pero, quiero que sepas que voy a intentar que las cosas mejoren para ti.

Megumi recibió un gracioso toquecito en la nariz que le hizo cerrar los ojos un segundo. Luego, un beso de buenas noches.

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