Cold, cold, cold || TojiSato

By Iskari_Meyer

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Ese era el juego del amor. Vivirías lo suficiente como para convertir la química en adicción. © Los personaj... More

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Epílogo

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By Iskari_Meyer

Megumi tenía que levantarse a las siete de la mañana para ir a clase. Supuestamente, era Toji quien debería despertarlo y llevarlo en coche, o algo así, pero eso nunca pasaba.

Se había despertado una hora antes y no había podido volver a conciliar el sueño, por lo que se había quedado dando vueltas, en la cama, todo el rato. Envuelto en la calidez de las sábanas que pesaban sobre su cuerpo, encogido hasta que las rodillas le rozaban la frente.

Cuando llegó la hora, no tuvo más remedio que levantarse y desayunar. No quedaban más de dos botellas de leche en la nevera y había que comprar. Los cereales supieron amargos a su boca, y se quedó leyendo la parte trasera de la caja de cartón hasta que terminó.

Se cambió las tiritas de animales que Satoru le había puesto por otras de la misma caja. Sentado sobre la tapa del váter, las quitó cuidadosamente y puso las otras, recordando el ridículo atuendo de ese tipo que había aparecido como caído del cielo.

Un rato después, se asomó a la habitación de su padre. Toji roncaba bajo las mantas, tumbado boca abajo sin camiseta. Megumi lo miró en silencio, esperando a que se incorporara y dijera algo. Algo como:

—¿Quieres te que acompañe a la escuela?

Pero, nada de eso sucedió. Megumi simplemente salió de la habitación y se calzó unas botas de agua amarillas para resistir al temporal que estaba cayendo ahí fuera. Cogió un paraguas y cerró la puerta.

El viento estuvo a punto de arrastrarlo calle abajo varias veces y rompió su paraguas transparente. Tuvo que tirarlo a la basura. Podía ver a otros niños que iban acompañados de sus padres o madres, tomados de la mano, o bajándose de los coches en la acera de la escuela.

Encontró a Itadori y Sukuna ya en clase, junto a otros compañeros. Era pronto, así que no había demasiado alboroto en los pasillos. Se sentó en el pupitre entre ambos y sacó sus cosas, ahogando un gran bostezo.

—¿Me dejas copiarte los deberes de matemáticas? —preguntó Sukuna, inclinándose hacia él. Llevaba el pelo peinado hacia atrás con gomina.

Megumi le dio su libreta y se recostó sobre la mesa, apoyando la cabeza entre los brazos hasta que entró el profesor de la primera hora.

La mayor parte de veces la escuela era tediosa y aburrida. Lo único que lo hacía divertido eran sus amigos tirándose papeles, haciendo gestos y hablando por lo bajo; la hora del patio sería buena si no fuera por los matones, lo mismo con los minutos entre clase y clase.

Los profesores no ayudaban.

—Itadori, te toca leer el siguiente párrafo.

Odiaba cuando, en lengua y literatura, les mandaban leer en voz alta. No servía para nada y el profesor no dejaba de mirar por la ventana, escuchando sin hacer absolutamente nada. Megumi lo detestaba.

Pero, había algo más que resultaba insoportable, y eso era cuando hacían eso.

Itadori leía con dificultad. A veces confundía las palabras y las pronunciaba mal, cambiaba las sílabas, se equivocaba sin querer, pero ese profesor se estresaba tanto que no quería escucharlo.

—Suficiente —el mayor cortó al niño, alzando una mano —. Fushiguro, mejor hazlo tú.

Ni siquiera se molestaban en decirle que podía mejorar, o en explicar qué había hecho mal. Sólo decían suficiente y pasaban a la siguiente persona.

Entonces, su amigo bajaba la mirada, sintiéndose como un completo inútil, y Megumi deseaba poder levantarse, tomarle de la mano e irse, porque todos lo trataban igual.

A su lado, Sukuna se inquietaba y había tensión en el ambiente. De vez en cuando, alguien se burlaba desde el fondo, o silbaba.

Estaba convencido de que los niños matones se convertían en adultos insípidos y estúpidos como su profesor. Es decir, había niños que no merecían crecer.

Megumi apretó los puños mientras leía.

El animal olió su mano con cautela, miedoso. Satoru sintió los puntiagudos bigotes rozando su dorso, al tiempo que una pequeña nariz rosada tocaba su piel.

Apenas unos minutos después, el gato se dejó tocar por primera vez. Puso la mano lentamente sobre su lomo y lo acarició con mucha suavidad. Su pelaje era largo y despeinado, rebelde. Cauteloso, el animal bajó la cabeza, algo intimidado.

Satoru susurró algo en voz baja, dulce, y finalmente apartó la mano.

Cuando salió de la sala, la voluntaria del centro de adopción le mostró los pulgares en señal de victoria.

—¡Ha sido genial! —exclamó ella —. Parece que por el momento te tolera. Poco a poco todo irá mejorando.

Aquello le hizo sentir tan feliz. Aquel acercamiento había tomado media hora, y al principio no había sido nada fácil. Convencer a un animal abandonado y maltratado lo que era el cariño tomaría tiempo, pero valdría la pena.

Estaban un paso más cerca de ser amigos. Lo sacaría de esa celda y le daría un hogar, a cambio obtendría su compañía. La soledad se acabaría para los dos.

Había comprado por Internet una pequeña cesta donde tenía pensado poner esa manta rosada con la que el gato dormía. Todavía no tenía nombre, y a pesar de que había creado una nota en su teléfono para poner algunos, no se le ocurría nada de nada.

—Nos vemos mañana —se despidió de la voluntaria, y ella le devolvió el gesto muy amable. La campanilla de la puerta sonó con gracia, anunciando su salida.

Por fin había parado de llover.

El cielo llevaba colapsando toda la mañana, lloviendo y lloviendo sin parar, llenando la ciudad de charcos enormes y profundos. La mañana había pasado rápido en clase, lejos del frío y con la calefacción puesta en un ambiente escolar ciertamente hogareño.

Debería volver a casa para corregir varias fichas de trabajo, pero se detuvo en seco en mitad de la calle. Entonces, se preguntó cómo estaría Megumi.

Lo encontró en el mismo sitio que el día anterior, sentado en el bordillo, fuera del supermercado.

—Hey —saludó Satoru, sentándose a su lado —. ¿Otra vez aquí?

El chiquillo pegó un respingo con su repentina presencia, lanzándole un vistazo de arriba a abajo. Había algo extraño en esos ojos azules, junto al mar de melancolía que se movía en ellos. Tal vez también llovía en su interior, y algo se arrastraba patéticamente por su corazón.

Satoru conocía esa clase de miradas.

—Podría preguntarte lo mismo —el chico se encogió de hombros. Abrazaba sus rodillas, tiritando. No llevaba chaqueta, y tenía unas infantiles botas de agua amarillo chillón muy llamativas.

—Bueno, sólo quería saber cómo estás —sonrió, honesto  —. ¿Te has peleado hoy también en la escuela?

—No, hoy fue un día normal —Megumi apretó los labios.

Tenía el cabello húmedo, pegado a las sienes con trazos brillantes de negro azabache. La ropa se le pegaba al cuerpo. Satoru pensó que debía haber pasado un buen rato ahí sentado para estar así. Así que asumió que no esperaba a nadie. Simplemente se sentaba allí por ninguna razón aparente.

Quiso probar suerte e intentar preguntarle por qué no había vuelto a casa, aunque una parte de sí temía que se negara a contestar, tal y como había hecho el día anterior. Sin embargo, y para su sorpresa, el niño siguió hablando.

—En los días normales nunca pasa nada —dijo —. Por eso son normales.

—¿Haces muchas cosas en la escuela?

—Supongo —Megumi tardó un segundo de más en contestar. Fue un desliz sentimental, algo tembló en su voz con sutilidad —. ¿Y...? ¿Y tú?

—Yo soy profesor —contó, orgulloso —. Así que más o menos tengo los mismos horarios que tú.

—Con razón pareces un pervertido.

Megumi arrugó la nariz, extrañado. Aquel tipo era demasiado amable como para ser un profesor. Los que él conocía se limitaban a dar clase, quejarse con otros profesores y ordenar corregir en voz alta con esa insoportable voz monótona.

Satoru rio por lo bajo. Supuso que algo tendría de gracioso.

—Doy literatura, inglés e historia —contaba —. Y soy tutor de un grupo de niños de más o menos tu edad... ¿Cuántos años tienes?

Toji siempre le decía que debería mentir cada vez que alguien le dijera eso. Que mintiera sobre todo si estaba fumando y alguien le pedía fuego —Megumi ni siquiera fumaba—, porque, según él, intentarían aprovecharse si se veía accesible.

Su padre podía ser un imbécil, pero Megumi seguía mucho los consejos sobre no confiar en otros. Le parecía útil, en especial cuando un desconocido se le acercaba en la calle para preguntar si estaba solo. Megumi respondía que estaba esperando a alguien, o directamente no lo hacía y se iba caminando a paso rápido.

La gente ahí fuera era muy rara. Satoru también, pero había algo en él que le hacía sentirse cómodo. Tal vez era esa forma de mirarlo, de haber curado sus heridas sin importarle cuál era su nombre, sin esperar nada a cambio.

—Ocho —respondió, al fin, con la verdad.

—Oh, pues sí, son de tu edad.

—¿Y qué hay del uniforme? —señaló la corbata. Podía ver los colores verdosos porque llevaba el abrigo abierto —. Esa corbata es ridícula, te hace ver como un perdedor.

Satoru sabía que los niños eran capaces de hablar sin filtro y soltar las mayores burradas con una expresión neutra.

—Es una escuela privada. Tenemos un uniforme un poco distinto al vuestro —explicó, rascándose la nuca —. ¿Y de verdad crees que es ridícula? A mí me gusta. No deberías meterte con lo que llevan los demás, ¿sabes?

El niño estaba ciertamente maleducado, desde luego. Megumi sólo bajó la mirada y no dijo nada, cohibido.

Finas gotas de agua comenzaron a filtrarse desde las nubes. Satoru extendió la mano. Efectivamente, estaba empezando a llover otra vez.

Se incorporó y abrió el paraguas. Lo inclinó sobre el niño, tapándolo.

—¿Cuánto llevas aquí? —preguntó, porque no iba a dejar que pasara otro día en el que no supiera qué hacía un niño solo en la calle —. ¿Has comido siquiera?

—No sé —Megumi se encogió un poco, seguía tiritando —. Tengo que esperar a que mi padre vuelva a casa para poder entrar.

—¿Qué?

—No tengo las llaves. Así que me quedo aquí esperando mientras él termina de trabajar —suspiró, a pesar de que no debería de haber contado algo así —. A veces tarda mucho porque... —porque iba a ese lugar de la esquina a gastar el dinero de fin de mes —. Porque sí.

Satoru no podía imaginar qué clase de padre dejaría a su hijo en la calle sin asegurarle siquiera un lugar atechado y caliente donde pudiera comer y hacer los deberes mientras esperaba.

Había padres de mierda. Aquello le enfurecía, porque había conocido a alguien con padres así y no había acabado bien.

Megumi fingía que no le importaba. Bueno, siempre había sido así desde que vivían juntos, por lo que tampoco podía pedir o esperar algo mejor. Se resignaba a ese estilo de vida.

Con la madre de Tsumiki las cosas habían sido mucho mejores, y siempre tenían comida en la mesa. No sabía por qué su padre había tenido que romper con ella. Además, ella había sido una de las pocas a las que la presencia de Megumi nunca irritó.

—¿Ni siquiera te ha dado una copia de las llaves? —insistió Satoru.

—Al principio había dos. Pero una se perdió.

Toji le había dado la otra copia a una mujer y ella la había perdido, o algo parecido.

Había sido una de esas mujeres que entraba a casa enganchada de su brazo, y que lo besaba mientras él miraba, y le daba igual pasearse por su casa como si fuera suya entera. Megumi la había odiado muchísimo.

En especial porque esa tipa le había propuesto a Toji irse y dejarle solo. En especial porque había escuchado cosas que no debería haber escuchado.

El viejo le había dicho que no. Megumi nunca había suspirado tan aliviado, tras pensar que sería abandonado, aunque se sentía un poco así todos los días de su vida.

—Vamos a comer algo —propuso Satoru —. No pienso dejarte aquí.

Megumi no conocía la sensación de tener a alguien que se preocupara por él. No entendía por qué se sintió tan triste cuando Satoru se quitó la chaqueta y lo cubrió, resguardándolo del frío.

—Elige lo que quieras.

A Megumi se le escapó el aliento viendo todo aquello. Los deliciosos postres, la repostería casera, los zumos naturales. Habían acabado en una pastelería, porque al parecer ambos amaban las cosas dulces.

Se habían sentado en una de las mesas del fondo, lo más lejos de la puerta que pudieron, donde hacía más calor.

Megumi le dio la vuelta al menú, un librito hecho con papel reciclable que mostraba imágenes y precios de todo lo que servían. Se lo tendió a Satoru para que lo viera.

El lugar era pequeño y acogedor, lleno de parejas y señores.

—Todos te miran —señaló, llamando la atención del mayor —. Porque eres como uno de esos gusanos peludos que tienen una cuerda transparente. Pero, como... Hmm, más grande.

—¿Perdona?

—Como esos gusanos de juguete —dijo Megumi, puntualizando su tamaño con los dedos —. Son peludos y tienen un hilo transparente para que los lleves de paseo.

—Oh —Satoru no conocía ningún juguete así.

—Por eso te miran. En mi opinión es porque pareces desteñido con lejía, pero seguro que ellos piensan en esos gusanos...

Al menos el niño estaba hablando. Seguía envuelto en su chaqueta y no parecía tener la intención de quitársela. Le quedaba tan grande.

—¿Ya sabes lo que vas a tomar? —preguntó, después de que el chiquillo se quedara callado, tan pensativo.

—Chocolate caliente y un croissant relleno de crema.

Pidieron eso y un zumo de naranja natural para Satoru, junto a una magdalena. Cualquiera diría que estaban desayunando, aunque el reloj daba cerca de las seis de la tarde y ya era de noche.

Eran una pareja que indudablemente llamaba la atención. Megumi se percató de la forma en que la camarera miró a Satoru. Lo miró de esa manera ridícula con una sonrisa demasiado amable.

—¿Sabes que todas las mujeres son unas zorras? —soltó, tocando su croissant con el dedo.

Satoru estuvo a punto de tirarse al otro lado de la mesa para taparle la boca al crío. Se quedó consternado, frunciendo el ceño mientras Megumi comía su croissant como si hubiera hablado del tiempo.

—No vuelvas a decir eso —lo regañó, a pesar de no usar un tono de voz severo. Satoru no sabía ser autoritario con nadie —. Es de mala educación hablar de otros así y... —se tocó la frente, negando para sí mismo —. ¿Quién te lo enseñó?

—Papá.

Quién sino, pensó Satoru.

—Tu padre es...

—Un imbécil de mierda —terminó el niño, con la boca llena.

—Cuida ese vocabulario. Y no vuelvas a decir esa clase de cosas en voz alta. No puedes...

Megumi odiaba cuando un adulto lo reñía. Siempre ponían esa expresión absurda de enfado. Sin embargo, Satoru parecía más bien preocupado, desesperado por hacerle entender por qué esa basura había estado mal.

—Bueno —terminó murmurando, después de escucharle. Removió con lentitud la cuchara en la taza de chocolate.

Comieron un rato en una especie de silencio incómodo. Megumi apenas hacía ruido, y sorbía poco a poco su chocolate. Satoru lo miraba con lástima, pensando sobre las cosas que andaban mal en la vida del niño.

No podía ir allí todos los días y llevarlo a comer, ni hacer que se acostumbrara a su presencia. No era su padre, ni siquiera familiar o amigo. La única razón por la que iba a ese barrio era por el gato, y en algún momento dejaría de hacerlo porque se lo llevaría a su nuevo hogar. Tenía trabajo, responsabilidades.

La idea de dejar al niño abandonado le resultó extremadamente difícil de digerir.

En primer lugar, eso no debería estar sucediendo. Nadie debería dejar a un chiquillo a la intemperie sólo porque se ha perdido una copia de las llaves. Era estúpido e inhumano, era peligroso, era...

—¿Tienes hijos? —preguntó Megumi, de golpe —. Si tienes, quiero conocerlos —al igual que hacía con los niños de las parejas de su padre.

—No, no tengo hijos —Satoru sonrió. Fue inevitable porque el crío tenía la cara manchada de chocolate y sentía una necesidad casi paternal de limpiarle.

—¿Estás solo? —el albino asintió y Megumi torció su expresión con duda —. ¿Cuántos años tienes? Parece que ya se te pasó el arroz.

Cuando pensaba que no podía salir con nada más, lo hacía. Megumi era impresionante, dejaba sin habla a Satoru.

—Eso es... eso no... —desistió de explicarle que no debería de decir eso. Satoru suspiró —. Tengo veintisiete. Y no, no estoy casado, ni tengo hijos.

—¿Por qué?

—Porque... no se ha dado el caso —Satoru agarró una servilleta y se la ofreció al otro.

—¿Por qué?

—Porque no me involucro de esa forma con los demás.

—¿Por qué?

Megumi no aceptó la servilleta y Satoru le limpió la mejilla y la barbilla. Los niños eran tan preguntones a veces.

—Porque estoy en un punto de mi vida en el que sólo trabajo e intento ser feliz, Megumi. Ahora no me preguntes otro por qué, porque no sabré contestar, ¿vale?

—¿Por qué? —Megumi sonrió, desafiante.

Satoru se contagió de su sonrisa, divertido. ¿Era esa la primera vez que lo veía sonreír? Era tierno, con todas sus mejillas rosadas infladas, envuelto en su chaqueta, volviéndose a manchar de chocolate.

Lo que había dicho era cierto. Le había costado llegar hasta ese punto. Tenía un trabajo estable, lo que significaba un sueldo estable, una vivienda a su nombre, tranquilidad. Le faltaban tres años para cumplir los treinta.

Tener esa clase de cosas para alguien que una vez se vio sin ser capaz de alcanzar los dieciocho era especial. Estaba allí gracias a sí mismo. Él mismo consiguió levantarse y seguir adelante, y pasar infierno tras infierno para sentarse en esa silla con el niño.

El instituto había sido horrible, la universidad había sido peor. En ese instante no tenía amigos, ni familiares cercanos. No tenía a nadie más que a sí mismo.

A veces, los recuerdos de alguien a quien había amado regresaban a su cabeza en forma de melancolía y una piel inalcanzable. Una voz que ya había olvidado, un viaje de ensueño y un desenlace fatal.

Se sentía tan jodidamente solo. Sobre todo cuando sufría de recaídas en su estúpida depresión. Justo cuando pensaba que la había superado, aparecía de nuevo y le llenaba la cabeza de preguntas, recuerdos y arrepentimientos.

En el fondo, seguía siendo un hombre débil, un chico ansioso que se mordía las uñas y se cubría las marcas de autolesiones con vendas para que nadie las viera.

Sólo quería ser feliz. Eso intentaba.

—Cuando sea mayor no me voy a casar y no tendré hijos —contó Megumi.

—Ah, ¿no? ¿Por qué?

—Porque todo eso da asco. Tampoco quiero ser adulto, parece que apesta.

No, Satoru no podía abandonarle. Hacer algo así sería traicionar sus principios.

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