Cold, cold, cold || TojiSato

By Iskari_Meyer

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Ese era el juego del amor. Vivirías lo suficiente como para convertir la química en adicción. © Los personaj... More

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Epílogo

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By Iskari_Meyer

Había algo extremadamente reconfortante en dormir con otra persona.

El peso a su lado, la forma de un cuerpo suave y cómodo al que podía agarrarse o acercarse. Saber que no estaba solo, el calor acumulándose bajo las sábanas. Eran los pequeños sonidos, suspiros y gruñidos del sueño, la respiración constante.

Le hacía sentirse seguro, como si nada pudiera ocurrirle. Despertar junto a Toji era algo íntimo y bonito, difícil de explicar con palabras.

Satoru se encogió, mirándolo. Recordar lo de la noche anterior hizo que una ola de calor se estampara en sus mejillas. Ambos estaban medio desnudos, porque habían tenido la decencia de ponerse al menos ropa interior, pero el aire aún olía a sexo y su cuerpo dolía un poco.

Toji le daba la espalda. Sus costados subían y bajaban con lentitud. Satoru se arrastró por el colchón y, sin hacer un solo ruido, se pegó a él. Lo rodeó con los brazos, su pecho se encontró con su espalda. Estaba agradablemente caliente, como un radiador, podría quedarse ahí todo el día.

El cabello negro le rozó la nariz, haciéndole cosquillas. Sonrió perezosamente, con el sueño pesando sobre sus pestañas. Besó la nuca de Toji una, dos, tres veces, más, en pequeños e inaudibles besos; posando sus labios en su piel, sus hombros, bajando a su espalda.

Joder, lo quería tanto.

Su estúpido cerebro estaba funcionando demasiado bien. Estaba lleno de químicos felices que le alteraban el corazón con latidos emocionados. Satoru creía que podía apretarlo más y fundirse en su cuerpo, acoplarse a sus huesos.

Toji despertó y se giró lentamente mientras bostezaba. Sus miradas se encontraron. Entonces, el tiempo se detenía y sólo eran ellos dos.

—¿Qué te apetece hacer hoy? —la voz de Toji estaba ronca. Abrazó a su chico después de darle un beso de buenos días.

Satoru ocultó el rostro en el hueco de su cuello.

—No sé —murmuró.

Ojalá todos los días fueran así. Ojalá dejar su casa, su barrio, Tokio, el instituto. Satoru deseó quedarse allí para siempre, en unas vacaciones perpetuas donde cada día pudieran hacer lo que quisieran, libres, sin restricciones.

No estaba hecho para ese mundo horrible donde tendría que tener estudios, trabajar para poder comer y vivir, y pagar un apartamento, y soportar la inflación, y pagar impuestos. Ese sistema le provocaba ansiedad. No encajaba. Sólo quería ser feliz, ¿era mucho pedir?

Deseaba poder tener redes sociales, como todo el mundo, y poder sacar muchas fotografías; caminar por la calle de un lugar donde nadie le conociera, ser capaz de pedir pizza por teléfono, leer muchos libros.

Movió las piernas bajo las sábanas inquieto.

—¿Qué quieres ser de mayor? —preguntó, con voz queda.

Hmm —Toji meditó unos segundos, apoyando el mentón sobre la cabeza del albino —. No lo sé... ¿A qué viene esa pregunta?

Toji sabía que no podría pagarse una universidad. Tendría una vida mediocre, con un sueldo mediocre. No le gustaba pensar en el futuro. Prefería vivir el presente.

—Sólo estaba pensando en el futuro —Satoru se encogió de hombros —. Estoy muy feliz.

Toji le acariciaba la cabeza, masajeando su cuero cabelludo con las yemas de los dedos. El cabello que caía por su frente fue apartado con gentileza.

—Ah, ¿si? Me alegra mucho —Toji peinó los mechones blanquecinos hacia atrás —. ¿Y has pensado en algo para ti?

Satoru se sintió protegido y especial al recibir un beso en la frente. Se mordió el interior de la mejilla, nervioso.

—Aún no estoy seguro —respondió, en voz baja —. No... no me veo siendo una persona siquiera. La gente me da miedo. No creo que haya trabajos para mí.

Había cosas que le gustaban, claro. Satoru dibujaba mucho en los márgenes de sus libretas de clase, e incluso tenía un cuaderno de bocetos. Le gustaba intentar maquillarse los ojos porque vio a un chico con ellos pintados en Harajuku, en el vano intento de intentar encontrar un lugar en el que encajar. De niño había ido a clases de natación e hípica.

Pero, había llegado un punto en el que no era capaz de encontrar satisfacción en esas cosas. Sentía que su incapacidad de disfrutarlas las había arruinado por completo, así que había dejado de hacerlas para no estropear más las cosas. Los dibujos se habían transformado en garabatos sin forma ni sentido; había dejado de hacerse la raya del ojo porque una vez fue incapaz de reconocerse en el espejo, porque sus manos tendían a temblar mucho y estaba horrible. Había dejado de hacer deporte y ahora se cansaba con mucha facilidad. A veces se sentía débil físicamente.

Desde que habían llegado a Shima, se había sentido más vivo. Había nadado, y se había cortado con un cristal en la playa; había comprado un bonito souvenir que ya se había vuelto especial; había hecho una ruta por el bosque, había cruzado un torii y visto el atardecer desde un acantilado; había bajado por el monte corriendo, riendo; había hecho el amor.

—Debe haber algún lugar donde puedas encajar y ser feliz, Satoru.

Toji estaba muy ilusionado por el hecho de que Satoru hubiera mencionado el futuro. Quería hacerle saber que podía llegar a ser mayor, sobrevivir a la mierda de etapa que era la adolescencia. Llegarían al futuro juntos, sea como fuera.

—Pero, no puedo ser muy feliz —confesó —. Cada vez que estoy feliz me siento peor después —silencio. Satoru dudó de si haber dicho eso estaba bien, inquieto —. Es como... como si la tierra se abriera a mis pies. Por eso intento no emocionarme mucho, aunque ahora lo esté, porque lo estoy pasando genial contigo, y...

Sus ojos se habían llenado de lágrimas, y Toji acariciaba su espalda.

—Satoru, oye, Satoru...

Satoru negó, escapando de entre sus brazos. Se incorporó, sentándose. Se cubrió el rostro con las manos, ahogando un estúpido, patético sollozo. Siempre era así.

Había aprendido que no podía sentirse alegre, porque después llegaba el bajón y quería morir. Cada vez que eso pasaba se sentía como un completo inútil. No se entendía, no era lógico, pero llevaba años siendo así.

—Tendré muchas ganas de hacerme daño —explicó, haciendo gestos, mirando la habitación con los ojos llorosos —. Cuando termine de ser feliz. Siempre ocurre así, Toji.

Toji no pudo evitar que su expresión se tornara angustiosa. Se acercó a Satoru, rozando su piel antes de tocarle y pasar un brazo por encima de sus hombros. Lo acurrucó contra sí, abrazándolo.

Ni siquiera sabía qué decir, porque un te quiero no lo arreglaría. Eso nunca arreglaba nada.

—Mereces ser feliz.

Después de superar la montaña rusa que eran sus emociones, Satoru tuvo fuerzas para hacer caso a Toji y levantarse de la cama. Se ducharon, se arreglaron y salieron. Al pasar por recepción, decidieron alargar su estancia un par de días y de paso comprar los billetes de vuelta a Tokio. No querían que acabara nunca.

Sus profesores debían estar muy enfadados al ver que nadie, ni los padres de uno ni de otro, respondían sus llamadas.

Naoya estaba ocupado trabajando y ya ignoraba el tono de llamada de su móvil porque, Dios, putos niñatos, ya no se le ocurrían excusas y tampoco obligaría a Toji a volver —selección natural, deja que el mocoso meta la pata hasta el fondo—.

Los padres de Satoru eran una pareja extremadamente ocupada. Alguna criada habría respondido el teléfono diciendo que el señorito estaba ocupado, o enfermo, o que directamente no lo sabían.

Así que estaban al borde de que su escuela tirara la toalla y llamara a la policía. En el lugar donde se alojaban no les habían pedido sus carnés de estudiante, algo que podría meterles en problemas, desde luego. Pero, ninguno de los dos pensaba en esa clase de cosas.

¿Qué podían hacer dos adolescentes para divertirse?

—¡Mira!

Satoru agarró unos calcetines y los puso en la cara de Toji, sonriente. Eran dos pares de calcetines de algodón que tenían una impresión de Pikachu, con orejas que sobresalían graciosamente.

Toji tocó las orejas, agitándolas. Su cicatriz se curvó en una sonrisa.

—¿Nos los llevamos? —propuso, al ver la carita de ilusión de Satoru.

Habían cogido un tren a la ciudad más cercana para pasar el día allí. Había sido algo improvisado, casi temerario para chicos como ellos que realmente no tenían experiencia en nada. Volverían al anochecer al hotel, sólo eran un par de horas de viaje, al fin y al cabo.

El centro comercial estaba lleno de luces, colores y gente. Estar lejos de casa les sacaba una espina de incertidumbre para plantar la de la indiferencia, así que Toji tomaba de la mano a Satoru sin vergüenza alguna, lanzando miradas asesinas a cualquiera que se atreviera a poner una cara rara.

Los calcetines de Pikachu se sumaron a unas camisetas a juego y bolsas de gominolas que nunca habían probado. Pasaron por la sección de libros, donde Satoru compró un ejemplar de El guardián entre el centeno.

Terminaron metiéndose en una cabina para sacarse fotos por unos pocos yenes. Satoru y Toji se apretujaron en el espacio, cerrando la cortina entre risas.

—¿Cómo funciona esta mierda? —Toji se pegó a su chico, mirando la pantalla y los botones que tenían delante.

—El dinero va aquí —Satoru metió varias monedas por una ranura, y luego señaló uno de los botones, leyendo las instrucciones redactadas a un lado —. Y esto es para sacar las rondas de fotos. Hay cuatro por cada vez que pulsemos.

A veces, Satoru se sentía nervioso al verse reflejado en una cámara, como si no fuera él quien se estaba devolviendo la mirada. Toji le pasó un brazo por encima de los hombros.

—¿Dos rondas? Una para cada uno —propuso, mirando esos ojos azules a través de la pantalla.

—Está bien.

Satoru agradeció llevar gafas, porque el flash de la cámara fue tan fuerte que incluso atravesó los cristales.

Hicieron pucheros y gestos, riendo y haciéndose cosquillas en medio de las fotos, terminando con un par de besos que eran demasiado para el momento. Recogieron las tiras de fotografías con las mejillas rosadas y los labios

Más tarde, revisaron todo lo que habían comprado mientras merendaban en una cafetería repleta de gente. Habían pedido un enorme smoothie de frutas para compartir.

—Cuando vuelva a casa pienso colgar esto de la pared —Toji agitó su tira de fotos, orgulloso.

Abrieron unas figuritas de gachapon que habían comprado en una máquina expendedora, y Toji se pasó todo el rato poniéndolos sobre el dorso de las manos de Satoru mientras hablaban, jugueteando.

Varios adultos los miraron con curiosidad, envidiosos de su juventud.

De vuelta en Shima, dejaron las bolsas de sus compras sobre la cama, agotados. Decidieron llenar la bañera con agua caliente hasta casi el borde, y relajarse un rato antes de ir a cenar.

A pesar de que no era necesario, se dieron la espalda para desvestirse y se metieron en el agua sin mirarse, con pudor. Cada uno se sentó en un extremo con las mejillas rosadas por el repentino calor del ambiente y la humedad del aire.

Satoru abrazó sus piernas contra el pecho, sonriendo con timidez. Toji miraba cómo la bomba de baño que habían echado, cortesía del hotel, se disolvía en el agua con un delicado tono morado.

—¿Crees que seremos expulsados? —preguntó Satoru, pensando en la escuela. Cuando volvieran tendrían que ponerse al día con toda la materia que habían perdido.

—Probablemente, pero, ¿qué importa? —Toji se encogió de hombros —. Está valiendo la pena, ¿verdad? En unos años nadie podrá decir que se escapó y vivió unas vacaciones de ensueño, nadie excepto nosotros.

—... supongo que tienes razón.

Satoru se preguntó si Suguru le dejaría sus libretas para ver qué habían hecho esos días en su ausencia. Pero se le ocurrió que, si Suguru descubriera que había ido con Toji, entonces no se las dejaría. Suguru odiaba a Toji desde que había recibido una paliza por su parte.

Cualquiera pensaría que su grupo de amigos se había roto justo después de conocer a Toji, pero lo cierto es que incluso antes de eso ya llevaba tiempo resquebrajándose. Shoko prefería juntarse con sus amigas porque Suguru y él eran chicos inmaduros al borde de la pubertad; Satoru siempre había sentido un gran respeto hacia lo que Suguru tenía que decir, y Suguru nunca había hecho nada cuando el acoso cibernético comenzó.

Suguru y Shoko lo arrastraban a fiestas en las que no quería estar. Suguru y él hablaban de cosas que a Shoko no le interesaban. Shoko consideraba que Suguru y él no la entendían. 

Se habían separado, al principio como pedazos de chicle, estirándose, negándose a soltarse del todo, hasta llegar a aquel instante. Su grupo de tres ya no era un grupo de tres. Ni siquiera podían llamarse amigos.

Toji era lo único que tenía. Y Toji tenía otros amigos, claro, pero no tan especiales como Satoru. 

—¿Puedo acercarme? —Toji señaló su lado de la bañera. Quería estar con él.

Satoru asintió y se hizo a un lado, haciéndole espacio. Sus brazos se rozaban suavemente. Toji apoyó la espalda contra el mármol y cerró los ojos, cómodo. 

—Me apetece tempura de langostinos —contó Satoru, quien siempre sentía la necesidad de pensar lo que quería comer antes de pedirlo. Le daba ansiedad tener que elegir en el propio establecimiento —. ¿Y a ti?

—Lo que sea, pero que esté bueno y caliente. 

Toji se enroscó en el brazo de Satoru, apoyando la mejilla en su hombro húmedo. Satoru le rodeó los hombros, cariñoso. 

El restaurante al que solían ir esos días tenía un menú bastante amplio. Habían aprovechado para probar cosas nuevas, pues ofrecían un bufete de tres platos por persona a buen precio. Estaba a unos diez minutos caminando del hotel, cerca de la playa.

Esa noche estaba bastante lleno de gente. Satoru y Toji se sentaron en una de las mesas del fondo, cerca de una ventana. 

Después de pedir, Toji se percató de que faltaba un servilletero en su mesa. 

—Espera, voy a pedir uno —se levantó. Había tanto ruido que el sonido de su silla arrastrándose hacia atrás pasó desapercibido.

Dejó a Satoru ahí durante los dos minutos que le tomó a un camarero percatarse de su presencia en la barra. El pobre hombre estaba tan atareado que no lo había visto. Consiguió el servilletero y regresó a su mesa, sorteando mujeres que llevaban a sus niños al baño y al resto de camareros del lugar.

Se quedó quieto al ver a un hombre hablándole a Satoru, sentado en el que era su sitio. Toji lo reconoció al instante y sintió la rabia bullir en su interior. Ese reclutador de mierda de la otra vez, joder. 

—... y si te esfuerzas mucho y consigues contactos te ascenderán de puesto. Pero, créeme, no te va a costar nada. Tienes una cara preciosa, chico, tendrás a todo el mundo detrás de ti...

Satoru se encogía en su silla, al borde del llanto, bajando la cabeza sin saber qué hacer. Ya le había dicho que no mil veces, pero el reclutador continuaba hablándole, piropeándole sin parar. 

Toji aceleró el paso. Casi se echó encima del muy hijo de puta, agarrándole del brazo y tirando para obligarle a levantarse. El hombre se sacudió, echándole una mirada agresiva.

—¿Otra vez tú, mocoso? —se quejó, resoplando con fuerza —. ¿Dónde están tus malditos padres?

Satoru alternó la mirada de uno a otro, con un gran nudo en la garganta. Quiso decirle a su novio que podían irse a otro lado, que no podían meterse en problemas delante de tanta gente, pero de sus labios no salió nada.  

—Déjalo en paz —gruñó Toji, arrugando la nariz en una mueca de asco —. Déjalo en paz de una puta vez, o te juro que...

—¿O qué? 

Fuera de sí, Toji estampó el servilletero de metal contra la sien del hombre. 

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