¿Dónde estás? (Secuestro)

By mimethai13

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¿Hasta dónde estarías dispuesto a llegar para salvar la vida de alguien a quien quieres? Así comienza la h... More

Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Epílogo
Agradecimientos
Contenido extra - Otro punto de vista

Capítulo 15

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By mimethai13

- Venga... Dime donde vamos...

- Las veinte veces anteriores te he dicho que no, y la respuesta va a seguir siendo no.

No paré de preguntarle desde que me vendó los ojos en el primer semáforo en el que nos detuvimos nada más salir del hospital... Estaba muy intrigada porque no soltaba prenda. Me impacientaba cada vez que el coche se detenía, y luego volvía a arrancar. Iba a matarle en cuanto me bajase, por lo mal que me lo estaba haciendo pasar.

Cuando nos detuvimos, tampoco me dejó quitarme la venda, ni bajar del coche sin que él me lo autorizase; sólo cuando me abrió la puerta y me dijo que le diese la mano, y que ni se me ocurriese destaparme los ojos. Me sujetó por un hombro para que no pudiese moverme del sitio mientras cerraba las puertas. Después, me cogió de la mano y empezamos a caminar despacio. Escuchaba mucho bullicio, como de gente arremolinándose. Finalmente, nos paramos. Había menos ruido, olía a hierba húmeda y el tímido sol que nos acompañaba, me daba en la cara.

Me soltó la mano y le sentí alejarse, dejándome ahí. Esperé a escuchar sus pasos. Se movió con mucho sigilo, hasta ponerse detrás de mí. Me puso las manos sobre los hombros muy despacio, para no sobresaltarme, y me dijo con voz suave:

- ¿Lista?

- Sí.

- ¿Confías en mí?

- Psche...

- Término medio. No está mal. - respondió.

Y me quitó la venda. Seguí con los ojos cerrados, hasta que me atreví a abrirlos. Me quedé boquiabierta, y con las mismas le miré:

- Sorpresa - me dijo, sonriente, con las gafas de aviador.

La Torre Eiffel se alzaba, inmensa, ante mis ojos, rodeada por miles de personas que la admiraban igual de perplejos que yo. Era impresionante. Estaba impactada.

- Bueno, ¿qué? ¿Nos quedamos aquí tirados en el césped? ¿O subimos?

- ¿Pero tú has visto toda la cola que hay...? Podemos tirarnos horas esperando...

- ¿Y acaso tienes prisa? Porque yo no - estaba encantada con el plan, pero me daba mucho apuro que tuviese que esperar tantísimo por un capricho; y además, me vino a la cabeza aquella pesadilla tan horrible que tuve, y preferí que nos marchásemos de allí. Pero no quiso hacerme caso -. Venir a París y no subir a la Torre Eiffel se considera delito, ¿sabes? ¡Vamos!

¿Estaba entusiasmado? Sinceramente, no lo creía, pero lo parecía. Poco podía negarle a ese hombre cuando se ponía insistente, y en el fondo me apetecía mucho verla por dentro. Sería un pecado si no lo hiciese, más cuando aquel viaje era la ilusión de mi vida. Totalmente diferente de como lo había imaginado, nada romántico y poco tranquilo. Pero, bueno, ahí estaba, al fin y al cabo.

Esperamos menos de lo que pensaba porque Alexander había sacado las entradas por internet (las dos horas no nos las quitó nadie, pero podía haber sido peor). Subimos en ascensor a la primera planta. Las vistas eran espectaculares, y la altura considerable... A pesar de estar recubierta por gruesas cristaleras panorámicas, no me atrevía a acercarme. Me quedé pegada a la estructura de metal, mientras dejaba a los guiris pasar. Mi compañero estaba muy entretenido mirando por aquellos prismáticos gigantes que había, pero me miraba de vez en cuando, haciéndome gestos con la mano para que me acercase; a lo que me limitaba a sonreír y no moverme del sitio. Finalmente se acercó:

- ¿Te vas a perder las vistas por un poco de vértigo?

- No... Si lo estoy viendo desde aquí.

- Está bien. Vamos a hacer una cosa. Me voy a quedar aquí contigo, hasta que decidas acercarte.

- Eso es presión, ¿sabes?

- No. Me solidarizo contigo, simplemente. Yo me quedo aquí, y cuando estés preparada vamos juntos.

Que no era presión, ¿sabes? Eso era lo que se pensaba él... Tenía una inmensa responsabilidad sobre mis hombros. El resto del día dependía de mi decisión por acercarnos o marcharnos de allí. Pero pensándolo fríamente... ¿Y si no volvía a tener la oportunidad de subir de nuevo a la Torre Eiffel? O mejor aún, ¿y si la próxima vez, subía con Adrián? No podía decepcionarle...

Me fui separando de la estructura de hierro poco a poco, seguida por Alexander, un paso por detrás, para acercarme al mirador de cristal. De cuando en cuando, miraba atrás para comprobar que me seguía, que no se había marchado; y él, asentía con la cabeza, como dándome ánimo. "Todo está bien", repetía una y otra vez en mi cabeza, para darme impulso. Se quedó libre uno de los telescopios gigantes, y me agarré a él como un náufrago al salvavidas, casi con desesperación y tremendamente orgullosa de mi hazaña:

- Lo has hecho muy bien. Te felicito.

Le sonreí, complacida por sus palabras. Estuvo detrás de mí en todo momento, mientras me iba ayudando a mover el pesado telescopio y comentando lo que veía. Era una pasada. Cuando no me quedó nada por ver, cogimos un nuevo ascensor acristalado, que subía por el centro de la estructura hacia la parte más alta. Estaba muerta de miedo, pero él iba encantado. Era lo más parecido a volar que había experimentado en mi vida, más que montar en avión.

Arriba, el espacio era más reducido que en las plantas intermedias. También había menos gente (entiendo que, quizá no todo el mundo podía permitírselo) y un restaurante, donde nos bebimos dos copas de champagne. Alexander se acercó con la copa a la barandilla de aquella última planta, descubierta, sentándose sobre ella.

- ¡Qué coño estás haciendo! ¡Bájate de ahí! - grité.

- No pasa nada. Solo estoy sentado.

- Quiero marcharme de aquí, Alexander... Por favor, bájate y vámonos... - me miraba, riéndose. Creí que se había vuelto loco, pero creo que sólo lo hacía para provocarme - ¡Joder! ¡Estás sordo o qué te pasa!

Empecé a sudar incontroladamente. Estaba entrando en pánico, lo sabía. ¿Y si llegara una fuerte ráfaga de viento que le hiciese perder el equilibrio, y cayese al vacío? ¿O si algún tarado, de estos que nos perseguían, le disparase desde la distancia? Sentía que estaba a punto de perder el control, pero el miedo me dominó para bien. El instinto me llevó a correr, olvidándome de mi vértigo, y abalanzarme sobre él para bajarle de la barandilla, agarrándole por las solapas de la chaqueta. Me miró sorprendido mientras yo no dejaba de sujetarle, y le arrastré conmigo, caminando hacia atrás, alejándonos de la barandilla. Estaba furiosa, además de asustada.

- Sabía que lo harías - escuchar eso me enfureció aún más, lo había hecho para probarme. Le pegué un sonoro bofetón, tan fuerte que le hice girar la cara ante las miradas de estupor de un grupo de jóvenes extranjeras, muy rubias y muy monas -. Y esto también...

La palma de la mano me quemaba mientras bajábamos por el ascensor, sin dirigirle la palabra:

- ¿Piensas estar enfadada todo el día?

- ¡Piensas seguir haciendo el gilipollas todo el día! - le respondí, de tal manera que no volvió a hablarme hasta pisamos la hierba de Los Campos de Marte.

- Lo siento, Sonia. No pensaba que te lo fueras a tomar tan a pecho.

- ¡Tan a pecho, dices! ¡No sé en qué estabas pensando! ¡Te podías haber caído!

- Estaba sujetándome con los pies.

- ¡Y qué! ¡Y si te da un mareo, o algo así! ¡Qué necesidad tenías de ponerme de los nervios!

- ¿Y qué necesidad tuviste para salir del apartamento aquel día? - no me podía creer que estuviese comparando lo que me pasó con lo que acababa de hacer; pero si sintió la mitad de preocupación de la que acababa de sentir yo, entendía que se hubiese sentido tan mal - Yo confío en ti, Sonia. Y en tu sentido de la lealtad. Sé que superarás cualquier obstáculo que se te ponga por delante por proteger a los tuyos, y en este caso a mí, que no soy parte de tu familia ni alguien querido, pero aún así, te has arriesgado para que no me pasase nada.

- ¿Y qué pretendes demostrar con esto?

- Que estoy plenamente convencido de que encontrarás a Adrián. Pero te lo tienes que empezar a creer.

- ¿Me estás peloteando para que te perdone? - por su cara, me di cuenta de que no se había enterado de lo que le había dicho - Digo, que si me estás haciendo la pelota para que te perdone.

- No era la idea, pero ¿funciona?

- Eres un manipulador de manual, ¿lo sabes?

- Claro. Te lo dije desde el principio. Ya deberías conocerme, un poco, ¿no crees?

- Intento acostumbrarme... Aunque a veces me cuesta...

- Pues no lo entiendo... Con lo adorable que soy.

Ya estábamos desvariando, otra vez. Admiraba la capacidad que tenía para quitarle hierro al asunto, así como odiaba lo retorcido que podía llegar a ser. Qué personaje tan raro y digno de estudio, en serio. Pero prefería estar así que discutiendo todo el día. Me gustaba que me prestara atención (sin pasarse), que fuese amable (a su manera), que tuviese detalles (agradables). No merecía la pena estar todo el día de morros, aunque esperaba que no volviese a hacerlo, por su bien. Porque, a la próxima tontería que hiciese, le dejaría colgado. De verdad.
Caminamos por Los Campos de Marte (que no los Campos Elíseos, como había pensado toda mi vida) y llegamos a un puente, donde también había cola. Compramos un par de refrescos y esperamos una media hora, antes de la gente que esperaba delante nuestra comenzase a avanzar. Después, me di cuenta que era un embarcadero. Y nos montamos en una especie de barcaza techada para recorrer la ciudad por las aguas del Sena. Un recorrido muy relajante, porque el crucero iba despacito, con guías en castellano y haciendo paradas en otros embarcaderos y monumentos importantes.

Nos bajamos al llegar a la Catedral de Notre Dame (traducido, Nuestra Señora), y pasamos a verla por dentro. Su inconfundible estilo gótico, como el de la Catedral de Sainte-Chapelle, me gustó muchísimo. Entre las cosas que más me llamaron la atención, destaco la escultura de Juana de Arco que había enclavada en el centro, el órgano y las gárgolas de la fachada exterior. Después, paramos a comer en un restaurante cercano a la catedral y al embarcadero. Delicioso y carísimo. (De hecho, no me imaginaba que París era tan caro hasta que fui).

Los atardeceres en París son maravillosos. De postal. Saqué unas cuantas fotos del sol ocultándose tras la fachada de la Catedral de Notre Dame, antes de cruzar el puente para pasear por el Barrio Latino. Estuvimos en la Plaza de la Sorbona y paseamos por los Jardines de Luxemburgo, viendo el Palacio de fondo. Hubo mucho movimiento al caer la noche, mucha gente joven en los bares, la mayoría estudiantes (quizá porque se encontraba allí la biblioteca de Santa Genoveva). Disfrutamos un poco del ambiente, antes de que se nos hiciese tarde y perder el último crucero de vuelta a la Torre Eiffel, que de noche, era aún más bonita.

Cogimos el coche, y volvimos al apartamento. Nos hicimos algo para picar, a base de freír unas patatas, unas tiras de beicon y queso de untar, porque ninguno de los dos tenía mucho hambre, y nos pusimos a ver las fotos. Estaba tan emocionada, que necesitaba compartirlo con mi madre. Le llamé desde el teléfono del apartamento a la extensión de la habitación del hotel donde se alojaba, siguiendo indicaciones. Tardó un poco en responder, pero no tardó en llegar lo que ya esperaba:

- ¿Dígame? - escuchar su voz me llenó de alegría.

- ¡Mamá! ¡Hola, mamá! ¿Cómo estás?

- ¡Sonia, hija! ¿Dónde te metes? Me tenías preocupada...

- Lo sé... Lo siento. Es que he tenido mucho lío. ¿Sabes qué? ¡Estoy en París!

- ¿En París, hija? ¿En serio?

- Sí, mamá. En París.

- ¿Allí os han mandado ahora?

- Sí, bueno... Llevamos un par de días.

- Y alguno más... Mira que eres, eh... ¿Piensas que tu madre es tonta o qué? - me quedé callada. No podía contarle todo lo que me había pasado. Ni la espantada que dimos en Barcelona, ni mi ingreso en el hospital. Bastante debía estar pasando ya, como para ponerle peor cuerpo - Pero bueno, cuéntame cosas. ¿Qué has visto?

- De todo, mamá. He cenado en el Moulin Rouge, he montado en el bus turístico, he ido de crucero por el Sena y he subido a la Torre Eiffel.

- ¡Con el vértigo que tienes! ¡Madre mía, hija! ¡Qué miedo!

- ¡Jajaja! - me reí - Tienes razón. Al principio me daba mucho miedo, pero tengo un compañero muy paciente, que me ha ayudado para poder subir a la última planta.

- Habrás hecho muchas fotos, ¿no? Que sólo has puesto las de Barcelona. ¿Por qué no has subido más?

- Pues porque estar todo el día por ahí, cansa. Cuando llega la noche estoy reventada.

- ¿Estás durmiendo bien, hija? ¿Te encuentras bien?

- Sí, mamá. Estate tranquila, ¿vale? Todo está bien. - estaba mintiendo como una bellaca, y no me gustaba mentirle. Pero no quería preocuparla... - ¿Y tú? ¿Cómo estás?

- ¡Ah, yo bien! Esta gente no me deja moverme del hotel, ni llamar mucho por teléfono, pero no me importa. Me doy un paseíto por el centro, o me bajo al gimnasio.

- ¿Al gimnasio, dices? ¡Pero si hace mucho que no haces deporte!

- ¡Anda! ¿Y eso qué tiene que ver? Que tu madre ha jugado al tenis cuando era joven, que gané competiciones y todo. Y además, ¿quién te enseñó a nadar, cagona?

- Vale, vale... Tienes razón. Me alegro mucho de que estés bien, mamá.

- Yo también me alegro de que estés bien. Sé que hay algo que no me has contado, pero no importa. Eres fuerte, siempre lo has sido. Y verás como vuelves pronto a casa.

- No sé... Es complicado...

- La vida es complicada, Sonia. Pero ya sabes lo que tienes que hacer. Ve a por él.

- ¿Sabes algo de...?

- Sí, Sonia. Estamos todos bien - noté algo en el tono de su voz, que me inquietó. Como si no quisiera hablarme de los padres de Adrián -. No te preocupes tanto, y cuídate.

- Tú también. Adiós, mamá.

- Hasta pronto, hija.

A pesar de sus esfuerzos por tranquilizarme, sabía que algo no iba del todo bien. Y en ese momento hubiese dado lo que fuera por poder ver por un agujerito en la pared del hotel donde estaba mi madre lo que estaba pasando. Ella ni siquiera conocía a los padres de Adrián, pero su forma de contestarme, no era normal. La vez anterior, creo recordar, que me dijo que estaban bien. Desde luego, me resultó mucho más creíble que esta vez. Me ocultaba algo.

- Quiero hablar con el inspector. - le dije a Alexander.

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