Cold, cold, cold || TojiSato

By Iskari_Meyer

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Ese era el juego del amor. Vivirías lo suficiente como para convertir la química en adicción. © Los personaj... More

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Epílogo

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By Iskari_Meyer

Un enorme torii  separaba el terreno mortal del espacio sagrado. Rodeado de árboles, se erigía en medio del camino, con su brillante color rojo bermellón y muescas de guerras pasadas.

Ambos subieron por las antiguas escaleras de piedra y pasaron por debajo en completo silencio. Satoru vio cómo Toji juntaba las manos y cerraba los ojos mientras cruzaba la puerta de los dioses. Nunca lo había visto rezar.

Al otro lado, no había ningún templo. El camino forestal continuaba cuesta arriba, los pájaros seguían entonando la misma canción en territorio de dioses.

Satoru se giró un momento para sacar una foto a la estructura. Los rayos de Sol se colaban por entre las copas de los árboles, dándole un aspecto casi etéreo.

Toji le tocó el hombro para llamar su atención y dejó la mano extendida, pidiéndole el móvil con aquel gesto mudo. Se lo dio y bajó algunos escalones, situándose junto a uno de los pilares. Satoru sonrió con timidez, el otro tomó la fotografía.

Pudo alcanzar a ver el resquicio de una sonrisa cuando Toji bajó el teléfono y se lo devolvió.

Continuaron subiendo hasta llegar a lo alto del acantilado, hasta que la visión del cielo comenzó a despejarse de árboles y fue intercambiada por las nubes y el Sol en todo su esplendor. El horizonte se expandía ante ambos, acompañado del mar.

Un gran faro presidía el acantilado, alzándose sobre la tierra como la única estructura humana en el límite de la tierra.

Evadieron el faro y se acercaron al borde del acantilado. Lo suficientemente cerca como para notar cómo la hierba se intercambiaba por piedra. Se sentaron ahí, a esperar a que el Sol se escondiera para poder presenciar el atardecer.

Les había llevado medio día llegar hasta allí. Una mujer que se habían encontrado en un bar les había convencido de hacer esa no tan pequeña ruta. Habían comprado varios onigiri a modo de merienda, junto a un par de latas de refresco que ya debían de haberse calentado.

—¿Crees que esto está mal? —preguntó Satoru, cruzándose de piernas.

Toji se dejó caer tumbado sobre la hierba, jadeando. Su alma de fumador no estaba tomándose bien esa caminata. Veía azul, azul cielo. No era lo mismo que mirar los ojos de Satoru, desde luego.

—Claro que no —respondió, buscando su cajetilla de tabaco en el bolsillo —. ¿Y a quién le importa? Vamos a morir de todas formas.

Quizá esa no era la expresión correcta. Toji se dio cuenta, aspirando una calada y soltando el humo con un suspiro. Briznas de hierba acariciaban sus mejillas.

—Lo que quiero decir —prosiguió —, es que el tiempo va a pasar igualmente. Algún día miraremos atrás y recordaremos esto con cariño, y pensaremos que ha sido genial tener los huevos de irnos de casa y divertirnos. Estaremos agradecidos de haber hecho algo así. Porque, si no ahora, ¿cuándo? —se incorporó sobre sus codos —. ¿Cuándo, Satoru?

—Está bien.

—Esto es para ti —Toji se dejó caer otra vez.

Porque recibir un mensaje a medianoche con un te quiero se había convertido en un miedo constante; porque estaba cansado de sentir que algún día iba a perderlo. Porque necesitaba dar a Satoru un descanso mental de todo lo que le rodeaba, intentar que encontrara algo a lo que aferrarse, verle sonreír.

Porque sintió pánico al escucharle decir que no seguiría allí mucho tiempo, y la noche en la que Satoru dijo eso se la pasó angustiado, planeando ese viaje. Porque no se imaginaba una vida sin Satoru.

Quería aplastar y romper en pedazos a todos los que le hicieron así, a su chico de nieve y ojos tristes.

—¿Y para ti? —preguntó Satoru, en voz baja.

—Para mí también. Estaba harto de todo.

Alzó una mano y cubrió el Sol con los dedos, el cigarrillo en la boca. Marcas de hematomas perfectamente circulares se dibujaban en uno de sus antebrazos; las costras de los nudillos de su mano derecha ya habían empezado a caer, dejando manchas rosadas. Un agarre demasiado fuerte, un puñetazo a la mandíbula.

Toji estaba cansado. Siempre lo había estado. No recordaba un sólo momento de su infancia donde no hubiera estado enfadado o asustado. A los quince años, después de que su padre entró en la cárcel —por un robo a mano armada, no por maltrato doméstico hacia sus dos hijos y su esposa—, su madre había comenzado a trabajar todos los días, desde muy temprano hasta muy tarde.

En realidad, siempre había estado solo, desde mucho antes de aquello. Nunca había tenido una relación fraternal con su hermano, quien solía irse de casa para evitar que su padre lo pegara, ni una relación maternal con su madre. A veces se preguntaba sinceramente si quería o no a su madre, porque ella no había merecido nada de lo que ocurría, pero luego recordaba la vez en la que ella le propinó un par de golpes demasiado fuertes por levantarse tarde para ir a la escuela, y el rencor regresaba.

Meses después de que su padre entrara en prisión, su madre había empezado a salir con hombres de muy diversa índole. Relaciones extremadamente cortas e intensas con tipos asquerosos. Toji se había peleado con todos y cada uno de ellos, porque eran unos cretinos hijos de puta, y en respuesta una vez le habían roto un brazo.

Todos los adultos en su vida se habían comportado como la mierda con él.

Al menos había hecho amigos en la escuela, gente con la que podía olvidar el resto de cosas, pero definitivamente no buenas influencias. Si lo pensaba bien, era comprensible que nadie normal quisiera juntarse con un tipo como él. En parte lo agradecía, la mayoría de personas le parecían estúpidas.

Durante los primeros años de secundaria, se había juntado con tipos mayores que él que lo habían acogido como uno más. Chicos que habían salido de ambientes parecidos al suyo, y con los que acababa a las tres de la mañana peleándose con otros gilipollas en un callejón. No le trajeron nada bueno.

En aquel momento sólo tenía un par de amigos con los que salía a fumar en el instituto. Luego, estaba Satoru.

Así que Toji estaba harto. Harto de pelearse con gente constantemente, de darse cuenta de que él tampoco tenía planes para el futuro. Sólo estaba sobreviviendo, pasando el día a día, esperando que el siguiente fuera mejor. Era lo que le quedaba a la gente como él.

Escuchó a Satoru abrir la mochila y apagó el cigarro en la hierba. Se incorporó y se sentó, sacudiéndose la camiseta para librarse de hierba y tierra. El tiempo se había vuelto más fresco, una fina brisa les revolvía el pelo.

—Toma —Satoru le tendió una lata de refresco. Se había descalzado para dejar al aire la herida de su pie —. Creo que se ha calentado un poco con la caminata, perdón.

—No pasa nada.

Comieron en silencio, frente al fin del mundo. El horizonte no tardó en teñirse de colores explosivos, naranjas y rojos intensos que se devoraban unos a otros sobre el mar. 

Miró a Satoru. El chico admiraba el atardecer como si nunca hubiera visto uno. A través de sus gafas, sus ojos eran el mar donde moría el Sol, cayendo al abismo azul de sus iris, hundiéndose como un buque herido que se rendía tras años buscando una costa donde encallar. 

Labios pálidos entreabiertos, suspiraba y la acuarela del cielo se reflejaba en su piel al tiempo que una lágrima se deslizaba por su mejilla. 

—Es precioso —musitó Satoru. Su expresión se contrajo en dolor, como si le hubieran apuñalado en el corazón. 

Toji sonrió, enternecido. No era la clase de persona que se emocionaría por un atardecer, pero cuando volvió a mirar el cielo, un nudo cerró su garganta. 

La textura inmensa del cielo cambiaba sin importar quién observara. El Sol se ahogaba en el océano una vez al día, el tiempo pasaba. Los mismos colores fundiéndose, derritiéndose en su mirada como oro líquido cayendo por un reloj de arena, lamiendo el cristal del firmamento hasta dejar un manto oscuro. 

Y el tiempo pasaba. 

En el camino de vuelta, hicieron una carrera monte abajo. Cruzaron el torii a toda velocidad, riendo y empujándose. Satoru cojeaba y se mordía el dolor de la herida de su pie, y Toji lo tomaba de la mano y lo llevaba con él mientras cruzaban un puente de madera sobre un riachuelo, una bandada de pájaros volando sobre sus cabezas.

Toji llegó al pie del monte jadeando, todo sudoroso, y Satoru nunca se sintió tan vivo. 

—Quiero hacerlo contigo, en otro lugar muy lejos de aquí.

Las yemas de sus dedos se deslizaron por aquellos hombros desnudos, levantando chispas. Sus labios se encontraban con deseo silencioso, un manto de estrellas salpicaba el cielo nocturno. 

Satoru suspiró en la boca de Toji, sentado a horcajadas sobre él. Cruzó los brazos tras su nuca, moviéndose ansiosamente en su regazo, sus lenguas entrelazándose, bailando en humedad con un chasquido; dedos se metían entre su cabello blanquecino, tirando de vuelta para evitar que se alejara.

La penumbra se reflejaba en sus cuerpos con reflejos de líneas cálidas, piel contra piel, ropa en el suelo. Satoru fue tumbado entre las sábanas y sintió cómo sus pantalones eran deslizados junto a su ropa interior. Tragó saliva, mirando al techo. Evitó la necesidad de cubrirse pudorosamente, escuchando a Toji quitarse lo que le quedaba encima y arrojarlo lo suficientemente lejos.

Había sentido su cuerpo tan cerca, tantas veces, que era capaz de reconocer su figura en la oscuridad, los mechones negros enmarcando su expresión, cada muesca y cicatriz, el peso de sus manos a ambos lados de sus hombros, inclinándose para caer en un beso a medianoche.

Satoru sostuvo el rostro de Toji, notando su calor cerniéndose sobre él, su lugar seguro en el que tantas veces se había acurrucado, deseando poder hacerse un hueco en el nido de su corazón para allí descansar.

Toji se apartó. Un hilo de saliva unía sus labios, rompiéndose cuando volvió a besarle, resistiéndose a quedarse allí toda la noche. Estaba rojo, su corazón latía con fuerza.

—¿Tienes idea de cómo...? —Satoru dejó la pregunta en el aire, sintiendo su mano siendo tomada suavemente.

Toji la apretó, llevando sus nudillos a la boca en un pequeño beso.

—Confía en mí.

Ni siquiera hacía falta que lo dijera dos veces. Satoru confiaba en él más que en otra persona en el mundo. Confiaba tanto que se mataría si Toji le prometiera que se encontrarían después; huir a cuantos sitios le propusiera, desmayarse entre las sábanas cada vez que lo sugiriera.

Sabía que no encontraría a otra persona igual ahí fuera, en ese entorno hostil en el que ambos vivían. Estaban hechos el uno para el otro. Ni Toji sería capaz de sobrevivir sin Satoru, ni Satoru sin Toji.

Así que, una vez más, confió en él, riendo nerviosamente al escuchar el bote de lubricante abriéndose, agarrándose a las mantas al sentir sus dedos empujando torpemente.

Satoru hizo una mueca de dolor. Se tapó el rostro con el brazo, respirando con fuerza. Toji acarició su abdomen para consolarle.

—... sigue —pidió, retorciéndose con un respingo —... no pasa nada, Toji, sigue...

No supo cuánto tiempo pasó hasta que el dolor se convirtió en placer, y rebotar en sus dedos se tornó en jadeos desesperados, intentando sentir más. La bola de calor y vergüenza en su pecho se había convertido en sus manos buscando agarrarle y acercarle, atrapar un beso más. 

De repente, tener dieciocho años se trataba de experiencias de las que se reiría en una década por haber sido divertidas y desastrosas. 

Lo siguiente dolió más de lo que esperaba. Satoru no era tan flexible como había creído, y envolvió la cintura de Toji con los muslos temblorosos mientras el chico empujaba su miembro en él con un gruñido. 

Satoru pegó un respingo y se quejó. Fue lo suficientemente escandaloso como para hacer que su novio se detuviera. 

—¿Te duele? —preguntó Toji, tomándole de la cintura.

—Si —asintió, con un gimoteo de inquietud —. Pero no importa...

O estaba poco preparado, o Toji era demasiado para él. Le daba igual, decidió morderse los labios y contener la respiración, alargando los brazos para encontrar a Toji y atraerlo a un beso cuando lo tuvo al alcance. 

Se sostuvo de sus hombros, como siempre hacía cuando le daba un abrazo, cuando el mundo se acababa, mientras sus cuerpos se movían erráticamente, sin saber muy bien lo que hacían. Bebió de sus gemidos, atrapado entre su boca y su propia mente en blanco.

Nunca había tenido experiencias de ese tipo, a excepción de cuando había salido a una discoteca con sus antiguos amigos, y un tipo le había acorralado, manoseándole. Había sido asqueroso, cuando pensaba en ello se sentía sucio. Con Toji había llegado a ciertos momentos, pero no se habían acostado hasta ese momento.

La idea de perder el control era algo que siempre le había asustado sobre el sexo. Y ahí estaba, dejando que todo pensamiento racional se escapara por las yemas de sus dedos, arrastrando las uñas por la espalda de Toji, enlazándose en la humedad de su lengua. Dos puntas de jade rozándose, una capa de sudor sobre la piel.

—... ah... —Satoru metió los dedos entre el cabello negro, rebotando en su polla con fuerza desmedida.

Toji escondió el rostro en el cuello del albino, conteniendo sus propios quejidos, la habitación se llenaba del obsceno sonido de sus pieles chocando. Notaba las piernas de Satoru temblando alrededor de su cintura, su cuerpo moviéndose debajo de él con cada embestida. Se sentía apretado y resbaladizo, le hacía querer quedarse allí toda la noche.

No era como en el porno, ni en las películas. Nada de chillidos exagerados ni rostros hermosos, sólo dos tipos ingenuos intentando hacer que su primera vez fuera tan buena como en esas películas y revistas. Apenas duró dos o tres minutos porque estaba muy nervioso y quizá se sintió decepcionado por ello. Estaban hechos un asco, sudorosos y llenos de fluidos y lubricante.

Y se suponía que más tarde tendrían que dormir en esas mismas sábanas.

—Toji, no... —murmuró Satoru, temiendo molestar con su problema —. Aún no he... ya sabes.

Toji lo miró con estupefacción, casi se le desencajó la mandíbula. Había estado demasiado preocupado persiguiendo su propio orgasmo que había pensado que Satoru llegaría al mismo tiempo que él.

—Perdón —se disculpó, intentando pensar algo a toda velocidad —. ¿Quieres...? ¿Puedo...?

Qué absurdo. Le daba vergüenza decirlo en voz alta, aún cuando estaba encima de él y todavía no se había quitado el preservativo —ser adolescentes no les impedía ser responsables—.

Bajó la mano, acariciando su abdomen, y tomó su miembro, titubeando. Apretó un poco.

—Está bien —Satoru le dio el visto bueno, inquieto.

Pero, sí había algo hermoso y erótico en todo aquello. Algo que no tendría ninguna película pornográfica, ni ninguna estúpida revista. Satoru era hermoso en la penumbra, con las líneas de su cuerpo dibujadas con pincel blanquecino y marcas de cicatrices, una sonrisa nerviosa que le sacudía el corazón, esos ojos llorosos de dolor y placer.

Su chico.

Toji lo masturbó con cuidado, atento a sus reacciones, su forma de respirar con fuerza y deshacerse en pequeños suspiros, temblar bajo su toque. Mechones blancos pegándose a su frente, esparcidos en la almohada, pezones rosados, un colgante compartido. Se sentía íntimo hacer eso por él, mimarle hasta que se volvía un manojo ininteligible, sentir su miel derramándose por toda su mano, salpicándole el pecho.

Agarró un pañuelo de la mesita de noche y lo limpió, para luego derrumbarse a su lado, extendiendo sus extremidades.

—Joder —soltó, exhausto. Le dolían los brazos.

Satoru se encogió, apoyando la cabeza en el hombro de Toji. Cerró los ojos, sintiendo un beso en la sien.

Permanecieron un momento en silencio, escuchando la respiración ajena, la lluvia que comenzaba a caer fuera. Llovía, justo como el día en que Toji le había dicho que quería hacerle el amor lejos de casa. 

—Estuvo bien —Satoru rompió el silencio, encogiéndose. Su cuerpo se sentía extraño, aún le hormigueaban las piernas.

—Sí —Toji ladeó el mentón para mirarlo. Mechones blancos le hicieron cosquillas en la nariz —. Hagámoslo más veces... otra noche, si quieres.

—Claro.

Ambos sonrieron, sonrosados y hechos un desastre. Acabaron abrazándose, medio tapados, sintiendo el reconfortante contacto de la piel del contrario, un hogar en la cama. 

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