LA ÚLTIMA TORRE:house Of The...

By hermogia

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La sinopsis se centra en Elara, la hija bastarda de cabello negro de Alicent Hightower, y su papel en la guer... More

prólogo
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By hermogia

Las tierras de Poniente se encontraban en Kingston Landing, envueltas en la oscuridad de la noche. A lo lejos, se escuchaban los tenues sonidos de las celebraciones que se llevaban a cabo en honor al nacimiento de la hija del rey Viserys y su esposa, la reina Alicent. Sin embargo, en la Torre de Maegor, una delicada silueta se encontraba alejada de la festividad, sumida en un llanto silencioso.

Alicent, la reina en cuestión, se hallaba en la soledad de su balcon, lejos de las felicitaciones y los cánticos que resonaban en el castillo. Sus lágrimas caían sin cesar, expresando una mezcla de emociones abrumadoras que la embargaban. El nacimiento de su hija, aunque debería haber sido motivo de alegría y celebración, parecía traer consigo un profundo dolor y desolación en su corazón.

La habitación estaba envuelta en una atmósfera de tristeza y melancolía. las lágrimas de Alicent dibujaban surcos en sus mejillas pálidas. Sus sollozos resonaban en el silencio de la noche, sin ser escuchados por nadie más que ella misma.

En ese momento de desesperanza y aislamiento, Alicent se aferraba a sus sentimientos, dejando que las lágrimas fueran testigos de su dolor y angustia. Aunque se encontraba rodeada de las celebraciones por el nacimiento de su hija, en su corazón sentía una profunda distancia y una carga emocional insoportable.

La reina se perdía en sus pensamientos, buscando respuestas y consuelo en medio de su desconsuelo. En la oscuridad de la noche, la fragilidad de su figura reflejaba la tristeza que la envolvía, mientras sus lágrimas continuaban cayendo en silencio.

Mientras el reino celebraba la llegada de una nueva vida, Alicent se encontraba en la Torre de Maegor, llorando en silencio, atrapada en la complejidad de sus emociones y enfrentando los desafíos y las adversidades que su posición como reina le imponía. En medio de la noche, sus lágrimas se convertían en un testimonio silencioso de su sufrimiento interior.

—¡Eres una estúpida! — me decía a mí misma una y otra vez. Ya no sabía quién era, qué hacía, qué quería. Todo era deber y sacrificio, sin poder siquiera pensar en el egoísmo.

Era la reina más hermosa de Poniente, pero también la más desdichada y miserable. Me sentía como un peón más en el meticuloso juego de mi padre para usurpar el Trono de Hierro. Era la puta disfrazada de reina, moldeada a su antojo.

Solo era una mujer que, desde los trece años, fue usada por tantos hombres que mi padre necesitaba para aumentar su poder, riquezas e influencia. A los quince, me casé con el hombre más poderoso del reino, un hombre que me doblaba la edad y que era padre de mi única mejor amiga en la vida, a quien perdí en el momento en que me entregué a Viserys como esposa sumisa y devota...

A los meses, como se esperaba de mí, di a luz a un nuevo heredero, un niño llamado Aegon, el hijo primogénito del rey. En ese momento, me sentí satisfecha, ya había cumplido con mi deber de dar otro hijo a la corona. Ya no tendría que entregarme a Viserys cada noche dolorosa, fingiendo placer y amor hacia él, escuchando cómo me llamaba "Aemma" mientras me poseía como una muñeca de trapo en busca de su propio placer.

Pero, tras la negación de Viserys de cambiar la sucesión al trono, tuve que buscar más hijos para fortalecer la línea que yo había comenzado y debilitar la de la difunta Aemma. Y así lo hice, en rápida sucesión, dos primaveras después del nacimiento de Aegon, traje al mundo a dos príncipes más de la Casa Targaryen: mi dulce niña Helaena y mi hijo Aemond. Mi padre estaba complacido, todos lo estaban, menos yo. Mis mejores años se fueron en criar y traer hijos al mundo.

Me reí amargamente de mi "envidiable" vida, como solían llamarla. Todo ese sacrificio se había ido al traste por un momento de egoísmo, cuyo fruto había hecho que el plan de mi padre se desmoronara...

—Mi reina —una segunda voz interrumpió mi soledad, la voz de ella resonó en la penumbra de la noche.

—Princesa... —fue lo único que dije, sin siquiera poder mirarla a los ojos. No podía, la odiaba, o al menos eso intentaba. Ella era todo lo que yo quería: libertad.

Rhaenyra se acercó en silencio, la vi de reojo. En sus brazos llevaba al pequeño Lucerys Strong, de dos años. Con su otra mano adornada con dos anillos nupciales de oro, acariciaba su esbelto vientre, fruto del amor con su segundo esposo.

Rhaenyra Targaryen, alguna vez mi hermana de otra madre, la hija predilecta de mi esposo, la niña perfecta, protegida de cualquier infamia, la delicia del reino...

La princesa tenía el poder de hacer lo que quisiera. Podía acostarse con quien deseara, casarse con quien quisiera e incluso tomar un segundo esposo mientras su primer marido aún vivía. Así fue como se casó con Sir Harwin Strong una primavera después del nacimiento de Aegon.

Solo yo conocía la verdad: el hijo que esperaba de Strong era en realidad de Sir Criston Cole, su guardia personal con quien había perdido su virtud. Fue él quien me confesó el engaño, lo que provocó una división en la familia y que todos tomaran partido.

Un año después, dio la bienvenida a su segundo hijo, el príncipe Lucerys, quien se convirtió en la adoración de Viserys por encima de sus otros hijos. Esto llenó mi alma de amargura y resentimiento, y para empeorar las cosas, Rhaenyra se casó en secreto con el consentimiento de Harwin, su segundo esposo, su tío Daemond Targaryen.

Viserys no hizo nada más que aplaudir, alabando el ejemplo del gran conquistador y la unión entre los Targaryen y los Strong, fortaleciendo así su casa y su sangre.

Mi corazón estaba cegado por el odio y el resentimiento hacia Rhaenyra, quien podía hacer lo que quisiera. Cargada de todo esto y con una profunda soledad, sumergida en el amargo vino, cometí la peor de las traiciones: engendrar un hijo bastardo con un hombre de la Guardia Blanca.

Mi familia se alegró al recibir la noticia de un nuevo bebé Targaryen, ya que esto fortalecía nuestra línea. Sin embargo, esa alegría se transformó en asco cuando nació mi hija.

Mi padre me gritó y su mano golpeó furiosamente mi mejilla.

Yo Alicent Hightower, poderosa y altiva, me encontraba ahora sumida en un mar de agonía y dolor. Las lágrimas recorrían sin cesar mis mejillas mientras mi cuerpo temblaba con cada sollozo. Mis ojos, antes llenos de determinación, ahora estaban nublados por el sufrimiento que me consumía.

En medio de aquel tormento, mi voz se quebraba en un lamento desgarrador. Los sollozos escapaban de mis labios entre gemidos ahogados, mezclándose con mis palabras entrecortadas. Cada suspiro era una manifestación de la desesperación que se había apoderado de mi

Mis manos, antes firmes y seguras, se aferraban ahora a en mi pecho, como si intentaran contener el dolor físico que se propagaba en mi interior. El corazón destrozado, latía con una fuerza descontrolada, como si estuviera a punto de romperse en mil pedazos.

Yo Alicent, la mujer que una vez había sido un símbolo de poderío, ahora se encontraba postrada en medio de una tormenta emocional. Mi llanto se mezclaba con mis sollozos, creando una sinfonía de aflicción que llenaba la habitación.

En ese momento, mi figura se doblegaba ante el peso de su sufrimiento. Mi postura erguida se convertía en una expresión de vulnerabilidad, mientras el dolor me envolvía como una sombra implacable. Todo lo que una vez fue firme y seguro se desvanecía en medio de ese mar de lágrimas y angustia.

Lloraba, en medio de un paroxismo de agonía y dolor, como si mi alma misma se desgarrara en pedazos. En aquel instante, todas las barreras se derrumbaban y solo quedaba la imagen de una mujer rota y desesperada, sumida en un abismo de sufrimiento.

Días atrás

Alicent Hightower se encontraba en medio de un parto doloroso, envuelta en una espiral de agonía y desesperación. El sudor perlaba su frente mientras sus manos se aferraban a las sábanas con fuerza, buscando algo tangible en lo que sostenerse en medio del tormento.

Cada contracción atravesaba su cuerpo como una cuchilla afilada, haciendo que su rostro se contorsionara en una mueca de dolor. Los gritos escapaban de sus labios sin control, llenando la habitación con el eco de su sufrimiento. Su voz, llena de angustia, imploraba por un alivio que parecía esquivo en aquel momento.

El sudor empapaba su vestido, y su respiración agitada reflejaba la lucha interna que estaba librando. Los ojos de Alicent reflejaban una mezcla de miedo y determinación, mientras su mirada buscaba desesperadamente a alguien que pudiera ofrecerle consuelo en medio de aquel trance aterrador.

Las manos de los médicos y parteras se movían rápidamente a su alrededor, tratando de asistirla en su doloroso proceso de dar vida. Pero cada instante parecía interminable, y cada momento se prolongaba en un sufrimiento insoportable.

Alicent, envuelta en una vorágine de emociones, se aferraba a la esperanza de que pronto todo acabaría y daría la bienvenida a su hijo. Pero en medio del dolor agudo y la sensación de impotencia, la desesperación se apoderaba de su ser.

Sus fuerzas flaqueaban, pero su espíritu se negaba a rendirse. A pesar del dolor y la angustia, Alicent encontraba una fortaleza oculta dentro de sí misma, alimentada por el instinto de madre y el deseo de dar vida.

—Solo un poco más, mi reina—, escuchaba las súplicas de las parteras mientras una de ellas limpiaba mi frente con un paño. Apretaba los dientes y me aferraba cruelmente a las mantas debajo de mí.

—Ya lo ha hecho tres veces, mi reina, usted puede— gritaba de dolor, mordiendo mi lengua para no maldecir o perder el control. Mi cuerpo estaba empapado de sudor, mis cabellos pegados en mi frente. Solo podía sentir como si me desgarrara por dentro.

—No... no puedo—, lloriqueaba del abrumador dolor. Mi visión se nubló por las lágrimas acumuladas. Los maestres se acercaron a examinar mi vientre, tocándolo con preocupación. Luego se alejaron para susurrar algo a las parteras. Después, estas últimas se acercaron para ayudarme a levantarme.

—Levántese, mi reina... hagamos que ese bebé salga— me levantaron. Caminaba por toda la habitación con dificultad, mi mano sosteniendo mi vientre mientras la sangre escurría de mis piernas. La puerta se abrió y varios maestres entraron con mantas, seguidos de un par de septas. Junto a la cama, pude ver cómo colocaron cuchillos y dagas.

—¿Qué significa esto?—, pregunté con temor, mirando a todos. Las parteras guardaron silencio, y las septas me miraron con pena mientras comenzaban a rezar en silencio.

—Llévenla a la cama—, fue lo único que escuché antes de ser jalada contra mi voluntad por las parteras. —No... ¡sueltenme! No, no quiero... quiero ver a Viserys... ¡traigan a Viserys!—, gritaba desesperada. Las parteras me acostaron en la cama y sostuvieron mis brazos y piernas. En la puerta, mi padre me miraba con dolor.

—Mi niña... mi dulce niña—, se acercó a mí y dejó un beso en mi frente, una lágrima escapó de mi ojo. Él me salvará, él me protegerá. No permitirá que muera, no permitirá que me hagan lo mismo que a la Reina Aemma.

"—apá... diles que paren—, lloriqueé mirándolo. Mi padre acarició mi mejilla entre lágrimas.

—Es lo mejor, Alicent... la sangre en tu interior es un precio muy alto. Yo cuidaré de Aegon—, dijo antes de alejarse de mí. Las parteras fortalecieron su agarre y descubrieron mi vientre. Me retorcía tratando de soltarme, yo puedo tener a este bebé, pero mi padre solo dio la orden.

—Traigan a Viserys... él no permitirá que me hagan esto... tráiganlo... yo puedo tener al bebé—, suplicaba entre lágrimas, como si no fuera la reina de este lugar. Los demás solo se disculparon en silencio, ellos solo seguían órdenes, no tenían la culpa.

Un maestre ya había tomado un cuchillo, su filo comenzaba a picar mi vientre. Lloraba y gritaba mientras seguía siendo sometida contra mi voluntad. Un milagro era lo que necesitaba, pero los milagros no existen.

—¿Qué ocurre aquí?—, la voz de Rhaenyra irrumpió en el lugar. Todos la miraron con respeto. Mi padre se quedó en su sitio mirándola con odio. —Maestre, quiero una explicación. Los gritos de la reina son estresantes para su gracia—.

—Princesa...—, los maestres se alejaron de mí con rostros de pánico.

—Me temo que la reina no puede tener al bebé. El neonato se encuentra en una posición poco favorable, y el señor Otto ordenó este procedimiento para salvar al bebé—, habló el maestre con la vista baja. Rhaenyra me miró con compasión, como si aún fuéramos aquellas niñas que se amaban como hermanas.

—¿Quién se supone que es el sir Otto para dar estas órdenes?—, demandó ella sin perder su porte y altanería tan característicos. Mi padre apretó los puños, negándose a doblegarse ante ella.

—Es el padre de la Reina, majestad. Mi hija solo está cumpliendo su deber de dar herederos a su gracia el Rey, como alguna vez lo hizo su difunta madre, la Reina—, respondió mi padre, manteniendo su típico porte de superioridad. Sin embargo, Rhaenyra no se amedrentó ante él, le sonrió con burla y altanería.

—Claro, sir Otto... pero parece que olvida un detalle minúsculo pero importante—, dijo la princesa de cabellos platinados, su sonrisa apenas visible. Era como la funda que protegía su afilada lengua.

—Usted es padre de Lady Alicent Hightower, pero no de la Reina consorte Alicent Hightower. Por lo tanto, el deber de su alteza solo es algo que le corresponde a mi padre o al Mano, mi suegro—, dijo como si hablara de algo insignificante.

Mi padre agachó la mirada con rabia y simplemente se fue. Sonreí con alivio y gratitud a Rhaenyra, quien había evitado a tiempo que me abrieran como a un pavo.

—¿Qué sugiere hacer, princesa?—, le susurré débilmente, tal vez mi voz no se escuchaba, pero ella al mirarme con los ojos entendió lo que quería.

—Si la reina insiste en que ella puede tener al niño, que se haga su voluntad—, respondió. En ese instante, volví a ver a mi vieja mejor amiga. Rhaenyra se colocó al pie de la cama, su mano aferrada a la mía como en los viejos tiempos. En este instante, las amarguras, los celos y los resentimientos ya no importaban. Apretaba su mano, lista para mi segunda batalla.

Y finalmente, entre lágrimas y gritos, el milagro de la vida se hizo presente. El llanto de un recién nacido llenó la habitación, mezclándose con los suspiros de alivio de Alicent. A pesar de la agonía y la desesperación que la habían consumido durante el parto, el amor y la alegría se abrían paso en su corazón al sostener en sus brazos a su hija, un ser frágil y perfecto que le recordaba que todo el dolor había valido la pena.

Alicent Hightower sostenía a su hija recién nacida en brazos, sus cabellos negros como la noche brillando bajo la luz tenue de la habitación. Junto a ella, Rhaenyra Targaryen la observaba con alegría, mientras acariciaba su propio vientre de embarazo. Las criadas de la septa murmuraban en voz baja, especulando sobre la paternidad de la hija de Alicent, ya que la falta de cabello rubio platinado se la ancestral sangre Targaryen. No estaba

Alicent, en medio de su gozo maternal, ignoraba los rumores y se aferraba a su pequeña con ternura. Los lazos de amistad entre ella y Rhaenyra se habían fortalecido a lo largo de los años, y ahora celebraban juntas el nacimiento de la hijas de alicent

En ese momento, las diferencias y rivalidades que alguna vez existieron entre ellas parecían desvanecerse. Solo quedaba la alegría compartida por el milagro de la vida y la esperanza de un futuro próspero para la niñq

Alicent acariciaba el suave cabello de su pequeña, mientras Rhaenyra observaba con emoción y anhelo. El destino había unido a estas dos mujeres en una experiencia tan trascendental como la maternidad

Tiempo presente

Alicent

su padre, quien había deseado su muerte solo por un niño Targaryen más para su meticuloso juego de poder, sentía una angustia indescriptible. Sus ojos se llenaban de lágrimas mientras recordaba cómo su propio padre, movido por la ambición y la sed de control, había intentado acabar con su vida y la de su pequeña hija.

Rhaenyra, cargando a su bebé Lucerys Velaryon en brazos, la miraba con profundo dolor en sus ojos. Alicent, desesperada y arrepentida, rogaba por su perdón, sintiendo el peso de la traición y el sufrimiento que habían atravesado.

En un momento de intensa emoción, las dos mujeres se abrazaron con un dolor compartido. Las lágrimas fluían libremente mientras se aferraban una a la otra, encontrando consuelo en su mutuo sufrimiento. A pesar de todas las diferencias y desavenencias que habían tenido, en ese instante comprendieron que estaban unidas por la adversidad y que solo juntas podrían enfrentar los desafíos que se avecinaban.

En ese abrazo cargado de dolor y perdón, Alicent y Rhaenyra encontraron una frágil pero poderosa reconciliación. El camino hacia la redención sería largo y difícil, pero estaban dispuestas a luchar juntas, protegiendo a sus hijos y enfrentando las consecuencias de las intrigas y maquinaciones que habían marcado sus vidas.

En ese instante, se prometieron apoyo mutuo y un lazo inquebrantable. Sabían que solo unidas podrían sobrevivir en un mundo lleno de traiciones y peligros. En el abrazo de dos madres afligidas pero resueltas, se forjó una alianza que desafiaría las expectativas y cambiaría el curso de su historia......






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