Cold, cold, cold || TojiSato

By Iskari_Meyer

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Ese era el juego del amor. Vivirías lo suficiente como para convertir la química en adicción. © Los personaj... More

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Epílogo

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By Iskari_Meyer

Satoru no tenía el fuego necesario en el alma para soportarlo. Tampoco el temperamento, ni siquiera la valentía para mirar al cielo y gritar que era libre, o algo parecido.

En momentos así se limitaba a bajar metros bajo tierra, pasar su tarjeta por el lector —hacía un pitido que siempre le causaba migraña— y llegar a la parada más cercana del metro. Se quedaba en el andén, dejando que los monstruos de metal pasaran una y otra vez delante de él, con la gente arremolinándose a su alrededor y luego dejándole solo.

Nadie nunca se percataba de la forma en que miraba las vías desde lejos.

Por muchas personas que lo rodearan, que entraban y salían de los trenes con pasos ajetreados y palabras ocupadas, nadie se fijaba en él. Se sentía como un pez ahogándose en el mar, el árbol que arruinaba el bosque. En ocasiones llegaba a preguntarse si sería una muerte rápida, si su cuerpo quedaría partido desagradablemente a la mitad y los hierros se mancharían de rojo espeso.

Entonces, tomaba el metro después de quién sabía cuánto tiempo. Pero, sólo se sentaba si no había nadie más, de lo contrario, se quedaba de pie junto a una barra a la que sujetarse cuando el monstruo frenara en la última parada. Sí, la última parada, media hora o cuarenta minutos de viaje.

Metía las manos en los bolsillos y salía de las profundidades de la ciudad, subiéndose la capucha en un día lluvioso. No llevaba teléfono, tampoco cartera o llaves, nada. Absolutamente nada. Quizá lo único que adornaba su cuerpo era una pulsera de abalorios rosa que siempre llevaba en la muñeca izquierda.

Las gotas del cielo se mezclaban con temblores nerviosos en sus dedos y bajaba la cabeza cuando se cruzaba con alguien, temeroso. Tenía miedo de las personas, de la gente mayor y la gente joven, de los niños que le miraban con sus grandes ojos curiosos. Satoru tenía miedo de todo lo que pudiera juzgarle y señalarle.

A lo largo de esos años había escuchado demasiado sobre su aparente mal gusto en ropa, el acné adolescente de sus mejillas, su forma de hablar y de moverse. El espejo se burlaba de él con su horrible reflejo, hacía resonar en su cabeza todo lo que una vez había leído sobre él, los mensajes que había recibido de anónimos a través de redes sociales.

Demasiado alto, demasiado delgado, demasiado ruidoso; su sonrisa no era lo suficientemente brillante o bonita y se la tapaba cuando reía, tampoco sus notas en matemáticas. Su único atributo bonito eran sus ojos, y debía cubrirlos la mayor parte de veces para protegerse del Sol. Si tan sólo pudiera tragarse una pastilla que lo hiciera como todos los demás, lo haría.

Caminaba por la calle tormentosa de un barrio del que sólo conocía un parque y un edificio. Se metía al bloque de pisos con facilidad, porque la puerta estaba rota y nunca la habían arreglado. Los cristales se rompían bajo sus zapatos, como si estuviera imitando lo que otros habían hecho con él.

Picaba a la puerta y esperaba, sin una expresión en particular. Se bajaba la capucha cuando la madera desgastada se abría y él aparecía. Estaba solo en casa, como muchas veces, las necesarias para pasar sin decir una sola palabra e ir a su habitación.

Tenía los ojos verdes, hallazgo de una mina de esmeralda. El cabello negro estaba descuidado y los mechones iban de un lado para otro, no era corto, pero tampoco llegaba hasta sus hombros en cuanto longitud.

El cuarto y su ropa olían a nicotina y la ventana estaba abierta, dejando entrar todo el frío de fuera a la estancia. Un par de pósters de bandas de música cubrían las paredes, junto a una estantería de libros viejos que jamás había tocado. Las paredes habían sido blancas en algún momento de su existencia.

—Déjame ayudarte.

Se quedó quieto, sobre la alfombra, y dejó que le quitara el abrigo con lentitud y la sudadera gris y empapada. Toji dejó caer todo al suelo junto a su camiseta y ambos se metieron entre las sábanas, silenciosos.

Satoru parpadeó un par de veces cuando Toji tomó su rostro entre las manos, acariciando los surcos de lágrimas que ya impregnaban su piel. Estaba tan cerca, podía ver sus marcadas ojeras. Toji llevaba un colgante al cuello con un colmillo artificial, no sabía qué animal imitaba ni por qué lo llevaba, pero le gustaba que estuviera ahí.

—Se te ha estropeado un poco la raya del ojo —decía Toji, delineando el contorno de su mirada —. ¿Quieres que te la haga de nuevo?

Satoru había comenzado a pintarse la raya de abajo del ojo con un lápiz negro de maquillaje que había encontrado por ahí. No sabía hacer la de arriba, nunca le salía. Tampoco se ponía más maquillaje, aquello era suficiente. No sabía por qué lo hacía. Quizá le ayudaba a intentar buscarse a sí mismo, descubrir las cosas que le gustaban o no, pero no sabía por dónde empezar si odiaba todo lo que veía.

—No, abrázame...

Toji sonrió, tocando su nariz con el dedo índice antes de dejar que Satoru se acurrucara en su pecho desnudo. Lo abrazó con fuerza, pegándose a él, escuchando los latidos de su corazón.

La respiración de Toji era profunda, cómoda. Le tranquilizaba la forma en que sus pulmones se inflaban y desinflaban contra su mejilla, las líneas de su cuerpo, sus piernas enredándose. Tenía hematomas en los brazos y las muñecas, cicatrices en la espalda, una voz que, sorprendentemente, podía mantener la calma.

Satoru se quedaba medio dormido entre sus brazos, sintiendo que le acariciaba la cintura y el costado. Era entonces cuando Toji inhalaba el aroma a lluvia de su cabello blanco y lo separaba un poco, tomando sus antebrazos llenos de vendas. Deshacía los nudos uno por uno, sin prisa y con paciencia.

—Te quiero —susurró Satoru, dejando que las apartara a un lado, viendo cómo posaba los labios por las marcas de su odio hacia sí mismo. Por cada corte y surco rojo, costras ensangrentadas en horizontal que bajaban y bajaban, y lo condenaban al Infierno.

Besaba su piel maltratada, pero no lo hacía de forma rápida e insensible. Toji dejaba su boca varios segundos, cerraba los ojos y su expresión se relajaba antes de pasar al siguiente. Era cálido, lento, cariñoso.

—Yo también te quiero.

No parecía el tipo de persona que le daría una paliza a alguien. Y no parecían el tipo de personas capaces de soportarse entre sí.

Cuadernos de poesía abiertos adornaban el pequeño escritorio del lugar. Hojas arrancadas, cartas de amor que, por vergüenza, nunca llegaban; la papelera estaba llena de colillas, papeles arrugados y cenizas, cigarros acabados o recién empezados.

Se detenían, se miraban a los ojos y Satoru no podía evitar abrazarse a sí mismo en un intento de esconder los cortes. Bajaba la cabeza y apoyaba la frente contra el mentón de Toji, suspirando. Lágrimas de cristal comenzaban a bajar por su rostro y su cuerpo se estremecía, liberando toda la tensión que había sentido anteriormente, en el metro.

Hubo una época en la que Toji lloraba y Satoru lloraba con él. Pero, a diferencia de él, Toji se había vuelto fuerte con los años.

Satoru había aceptado que era una gota de lluvia, preparado para caer.

El humo invadió sus pulmones, llenando de gris y nicotina su interior. El olor se pegaba a su cuerpo semi desnudo y el frío calaba su ropa interior, acariciaba con sus heladas manos su piel, erizando el vello de sus piernas y brazos.

Toji se apoyó en la barandilla del pequeño balcón de la cocina. A su lado había un tendedero con ropa secándose, aunque no duraría demasiado. Exhaló una bocanada, sintiendo los pequeños pasos del albino a sus espaldas, la puerta deslizándose a un lado y abriéndose, dándole paso al lugar.

Le importaba una mierda que los vecinos lo vieran así. Seguro que la mitad eran como él.

Pudo sentir la mirada de Satoru recorriendo los hematomas de su cuerpo, las vértebras de su columna. Observaba los surcos violáceos, verdes. Cada hematoma portaba pequeños, casi invisibles puntos rojos, señal de que la piel se había roto por presión y golpes. Abarcaban sus muñecas, su vientre, tenía las rodillas raspadas, pero no tenía tiritas puestas.

Desde que su padre había entrado en prisión, las palizas se habían detenido. Pero, Toji seguía peleándose con gente en la calle.

—¿Qué has hecho esta vez? —Satoru salió al balcón definitivamente, apegándose a él.

—Nada.

Al menos su rostro estaba libre esa vez; las rodillas resquemaban con el aire. Suspiró, apoyando la cabeza en el hombro de Satoru y cerrando los ojos, tranquilo. A pesar de la calma del ambiente, siempre había un nudo cerrando su pecho, dejándole sin aliento. O, quizá debería fumar menos.

—Quiero hacerlo contigo —soltó, apagando el cigarrillo contra la barandilla. Sabía que al albino no le gustaba que se matara lentamente, pero necesitaba tener un vicio que no fuera estar enamorado de él. Su corazón lo pedía desesperadamente —. Ya sabes.

—Está bien —Satoru sonrió, con la mirada perdida en el edificio de enfrente. Depositó un suave beso en su cabeza, rodeando sus hombros —. ¿Ahora?

—No. En otro lugar, muy lejos de aquí.

Toji alzó el mentón, observando sus ojos de cielo. Eran estúpidamente bonitos, maravillosos, como si escondiera todo el universo allí. Su piel era tan blanca que, en verano, siempre tenía que echarse abundante protector solar, aunque, al final del día, acababa quemado.

Sonrió como el idiota enamorado que era, apartando los mechones de nieve de su frente. Su rostro era suave, de facciones dulces y mejillas rosadas salpicadas de algunos granos; cejas pintadas con algodón y pestañas de escarcha.

—Oye, Toji —murmuró Satoru, dejándose llevar de la mano hacia adentro. Cruzaron la cocina con pasos torpes y llegaron a la habitación del susodicho. La puerta se cerró con un golpe seco —. No creo que vaya a estar aquí mucho tiempo más...

Toji tenía un plan. Más o menos.

Movió la cabeza al ritmo de la música, girando en la silla rotatoria. Un gruñido escapó de su garganta al tiempo que se detenía, apoyando el pie en el borde de la mesa.

Miró el mapa de la pared, pensativo.

Toji tenía un ideal retorcido sobre el valor de la vida humana, sobre lo que otras personas merecían o dejaban de merecer —¿hicieron algo por merecerlo, siquiera? —. Si le preguntaran sobre el tema, diría que todas sus decisiones se basaban en cómo le beneficiarían. Él iba primero, antes que los demás. Si no se trataba como prioridad, ¿quién lo haría? En un mundo como aquel, el peor de todos los posibles, él mismo sería quien se estuviera acompañando durante toda su vida.

Le importaba una mierda los sentimientos de los demás cuando de sus decisiones se trataba. Sólo tenía conciencia de su propia conciencia, así que no tenía por qué sentirse especialmente mal por otros. No tenía por qué molestarse en dar una mierda por ellos, o esperar lo mismo de vuelta. Era desconfiado por naturaleza, lleno de profundo rencor hacia bastantes personas. 

Pero, se trataba de Satoru. Llevaba dos años tratándose de Satoru.

Había hecho todo lo posible por no dejar que una sola emoción le cruzara por la cara cuando Satoru lo había mencionado, pero el corazón de Toji se había comprimido en un temeroso latido.

Una parte de él siempre lo había sabido. El chico estaba jodido, tocado y hundido, mal de la cabeza. Asumirlo cuando se conocieron se había tornado diferente desde que habían comenzado a estar juntos con frecuencia, a salir, a ser novios y, por tanto, a ser los únicos que se importaban. Dos malditos años hacía de eso. Eso era mucho, mucho tiempo para dos adolescentes.

Satoru había ocupado un lugar especial en su corazón, eso era innegable. 

Siendo la muerte lo único cierto en la vida, las personas deberían poder elegir cómo morir sin que nadie interfiriera, ¿cierto? Pero, Satoru era distinto. Toji se cansaba de verlo sufrir una y otra vez y, solo entonces, el valor de la vida humana tenía sentido para él.

Abrió uno de los cajones de la mesa y sacó un dardo. Cerró un ojo, apuntó y lo lanzó contra el mapa.

Sabía algunas cosas, las suficientes. Satoru no le contaba otras porque sabía que Toji era capaz de matar a los culpables. Sabía de lo solo que se había sentido toda su vida, de su miedo a las personas, a la sociedad, del acoso cibernético que una vez había recibido por parte de gente de la escuela. De las autolesiones, por supuesto. Podía imaginar las cosas que Satoru pensaba cuando eran las tres de la mañana, por eso siempre intentaría estar ahí. 

Se incorporó y se acercó al mapa. El dardo había caído en otra prefectura. Chasqueó la lengua. Esperaba que los billetes fueran baratos, al menos. Necesitaba darle a Satoru un descanso mental de todo, empujarle a vivir un poco. Hacer lo posible por evitar el desastre.

La puerta de la habitación se abrió. Naoya Zen'in, su hermano mayor, permaneció bajo el umbral con una mueca de asco.

—escupió, quitándose la mochila del trabajo del hombro. Raíces negras asomaban al cabello rubio teñido, dándole un aspecto desaliñado —. Mocoso.

Toji sonrió con maldad, como si no estuviera ocupando una habitación ajena. La suya no tenía ningún mapa, ni ordenador. La de su hermano tenía buenas vistas a la calle y solía asomarse a fumar ahí para escuchar de qué hablaban los drogadictos del parque. Aprovechaba el tiempo que Naoya estaba fuera, trabajando, para rebotar de un cuarto a otro.

—¿Trajiste la cena?

—Fuera de mi habitación, ahora —ordenó Naoya.

Estuvo a punto de quejarse de que tenía hambre, pero decidió que lo mejor era salir de allí antes de provocar una pelea. Pasó por el lado del mayor, sus hombros chocaron.

El suelo de la cocina se sintió frío bajo sus pies descalzos. El flexo del techo parpadeaba un par de veces, luego volvía a la normalidad. Una polilla ansiosa se pegaba a la luz. Su estómago sonaba.

No había muchas cosas en la nevera. Encendió la radio y subió el volumen. Su madre llevaba horas fuera y aún no había vuelto. Se dio la vuelta, apoyándose contra la encimera, tarareando la canción de la radio.

Shima. El dardo había caído en Shima. No sabía qué demonios había allí, pero le agradaban las zonas costeras. Escapar unos días y alargarlo sutilmente a para siempre no sonaba mal en su cabeza.

Negó para sí mismo, no podía hacer eso. Unos días estaban bien. Satoru tenía un futuro por delante, dinero suficiente para pagarse una carrera universitaria y ser alguien. No arruinaría todo eso por su egoísmo.

Naoya entró en la cocina con nada más que un cartón de pizza bajo el brazo. Toji salió de su ensimismamiento y se acercó a él como un perro a la hora de comer, saboreando el olor en el aire. Estaba recién hecha.

Naoya dejó la pizza sobre la mesa y hundió el puño en el estómago de su hermano menor. Toji se dobló en dos, jadeando hilos de saliva.

—Esto es por lo de anoche —gruñó, pateando al chico, que se apoyó sobre la mesa patéticamente. Lo agarró de la ropa y tiró de él, poniéndolo recto. Le cruzó el rostro de una sonora bofetada. Su mano ardió —. Y esto por la ceniza en mi cama. 

Toji se quedó quieto, jadeando. Tragó saliva, intentando recomponer una expresión neutra, marcas de dedos manchaban su mejilla. Miró al suelo, respirando por la boca, su pecho subiendo y bajando. 

Naoya lo soltó y le dio la espalda. Abrió la nevera, sacando una botella de agua y tomando un largo trago. 

Tenían el mismo rostro curtido, la misma mirada apagada, aunque no se parecían en exceso. Toji no se sorprendería si alguien le anunciara que eran medio hermanos, o algo parecido. Naoya no era corpulento, tampoco demasiado alto; tenía las orejas repletas de piercings negros y sus ojos castaño claro solían reflejar una profunda arrogancia cuando peleaba. 

—Me encontré con ese chico en el metro —anunció el mayor, como si lo anterior no hubiera ocurrido —. ¿Sigues estando con él?

—Sí —Toji se frotó la mejilla, mirándose disimuladamente en el reflejo de la ventana. Se le habían saltado lágrimas en los ojos. Parpadeó varias veces para apartarlas, sin moverse un solo centímetro. 

—Oh —Naoya cerró la nevera con un golpe seco —. Ha crecido mucho desde la última vez que lo vi.

—Supongo.

Metió las manos en los bolsillos, sintiendo un nudo de náusea en la garganta. Naoya acarició su cabello, haciéndolo a un lado con suavidad. Toji permaneció ahí, esperando a que cortara la pizza.

Dos vacíos no podían crear una luz. Se tratara de quien se tratara. 

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