Un Siervo para Amanda (El Áng...

Від BecaAberdeen

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AMANDA FAIRFAX VIVE EN UNA SOCIEDAD DOMINADA POR LAS MUJERES Durante el deslumbrante baile que marca su debut... Більше

Explicación del título
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Від BecaAberdeen

No estoy seguro de que me gusten las tortillas. Saben a pollo muerto.

—¿Es que el resto del pollo que comes está vivo? —repli- có Amanda sin levantar la vista de su libro.

―Ya no lo soporto más ―exclamó, lanzado el trozo de carne seca sobre el mantel―. Llevamos cuatro días comiendo esta insulsa porquería.

Amanda exhaló un suspiro, mientras alargaba el brazo para recoger una manzana. Callum la observó de reojo; la chica estaba soportando su mal humor de forma bastante estoica.

―Mañana cabalgaré al pueblo más cercano y compraré comida.

―Carne fresca, por favor ―solicitó él con premura―. Po- llo, ternera, lo que sea que no sepa como esa aberración seca y dura que me destroza las encías y tortura mi paladar. Si al menos supieras cazar. Es de esperar que alguien que te condu- ce al bosque sepa cazar pavos o jabalíes con sabor a cerdo. Al menos en los libros en los que se internan en el bosque, siem- pre hay alguien que sabe cazar. No pensaste en eso, ¿verdad? Y tampoco te hubiera matado traer algo dulce, que no sean manzanas y melocotones.

Amanda se reclinó sobre una piedra y abrió su libro mien- tras se terminaba la manzana. El bosque sonaba tranquilo a esas horas. Como si todos sus habitantes estuvieran termi- nando sus cenas y preparándose para descansar. Pero en el interior de Callum no había ni rastro de ese sosiego.

―¿Podrías no ignorarme cuando estoy hablando contigo?

―le espetó, lanzándole una pequeña piedra contra la portada del libro.

Ella dio un salto por el susto, pero no bajó el libro. Era im- posible que estuviera leyendo, simplemente se escondía tras él.

Callum llevaba dos días desprotegido por el antídoto y se sentía como si algo en el interior de su cerebro fuera a estallar de un momento a otro. Era una sensación agotadora y ener- vante.

—Mujer, entretenme —le exigió con el tono de un vikin- go—. Baila desnuda alrededor del fuego, haz malabarismos con cuchillos o algo por el estilo.

Amanda, al fin, apartó la vista de su libro y lo fulminó con la mirada. No obstante, no pudo desertar la compasión de sus facciones. Entendía que su mal humor era fruto de su temor a perder la conciencia en cualquier momento.

Se aproximó y se puso en cuclillas frente a él para dedicarle la sonrisa más comprensiva, solidaria y hermosa que hubiera visto jamás. Ella era lo único que lograba calmarle y hacerle olvidar por un segundo ese sentimiento de muerte inminente que lo estaba devorando por dentro.

—Callum, estás a salvo aquí, y nada va a ocurrirte —le prometió mientras ahuecaba la mano sobre su frente para aca- riciarle la cabeza. El simple tacto de sus delicadas manos so- bre él alivió su angustia.

—Sabes que no podemos escondernos en este bosque para siempre.

—¿Y por qué no? —le susurró—. Tu integridad es todo lo que cuenta. Nos quedaremos para siempre si hace falta. Mañana cabalgaré al pueblo más cercano y compraré provi- siones. ¿Por qué no terminas esa lista de la compra que empe- zaste hace unos días?

Callum sonrió.

—La guardo en el bolsillo de mi chaqueta —le dijo co- locándose la mano sobre este, y a continuación se puso muy serio—. Si algo me ocurriera quiero...

Amanda no lo dejó continuar. Le tapó los labios y buscó su mirada.

—No vas a ninguna parte —le espetó con vehemencia—.

Es una orden de tu ama. Métetelo en la cabeza.

Amanda condujo al caballo con cuidado entre los árboles. Iban demasiado cargados de provisiones como para acele- rar el paso. Había sido agradable volver a la civilización por una hora, y transitar un mercadillo abarrotado de personas. También le había gustado la sensación de adquirir provisio- nes para su pequeño hogar con Callum. Al ver algunos de los productos, se había imaginado la cara de felicidad del mucha- cho y los había comprado con verdadera ilusión. Como tartas de manzana y de zanahoria; pan fresco con semillas y frutos secos, carne fresca que tendrían que consumir ese mismo día, pero que al menos les valdría para pegarse un banquete.

Sonrió pensando en el festín que compartirían esa noche, y en la felicidad del hogar que habían creado juntos. Puede que no tuvieran un techo sobre sus cabezas, pero al menos Callum permanecía sano después de tres días sin antídoto. Su plan estaba siendo todo un éxito y él se lo había agradecido tantas veces que la había hecho enrojecer. También habían hablado sobre la imposibilidad de esconderse en el bosque para siempre, pero tenían claro que mientras esa fuera la úni- ca opción, la soportarían sin contemplaciones. Especialmen- te después de los dos días tan maravillosos que habían pasado en el bosque.

Si dejaba a un lado la ansiedad de su situación, tenía que reconocerse a sí misma que una ridícula felicidad la envolvía como una nube de luz brillante. Inmersa en una fantasía en la que eran una pareja recién unida, que disfrutaba de su nuevo hogar y de conocerse aún más el uno al otro. Esa inmensa felicidad se encontraba en el otro extremo del miedo, al que cada vez sentía más lejano. Tanto que en esos momentos se encontraba sonriendo como una tonta, a solas, sobre su caba- llo.

Pronto identificó la zona del bosque que había llegado a conocer durante esos cinco días. Sabía que a pocos pasos en- contraría el río y a su hermoso morador. Se había marchado al alba, intentando no despertarlo, pero había fracasado y no se fue sin antes recibir un profundo beso de despedida. Después el muchacho se explayó en el lecho y continuó durmiendo con la sonrisa de felicidad de un niño.

Lo primero que vio al divisar la orilla del río fue a una mujer de pie que, cabizbaja, examinaba algo en el suelo. Re- conoció lo que era de inmediato, en cuando vio sus ropajes de colores, con varias capas superpuestas, y cascabeles colgando de sus pantalones. Su cabeza cubierta por un turbante de un brillante azul, y por este salía un cabello negro y frondoso que caía con ligeros rizos despeinados sobre su espalda.

Era una cíngara, probablemente perteneciente a algún cam- pamento gitano de los alrededores, que se desplazaban como nómadas por el país.

Al acercarse, se horrorizó al comprobar que, agachado jun- to a ella, había un joven al que sin duda le había ordenado rebuscar entre sus pertenencias; porque eso era justamente lo que estaba haciendo.

―¡Aléjense! ―gritó Amanda desesperada, incluso antes de desmontar, pues el muchacho gitano, debía estar resfriado y no paraba de toser a escasas yardas de donde Callum estaba durmiendo.

La gitana se volvió hacia ella y, con tranquilidad, como si no los hubiera descubierto robando, le ordenó al muchacho que se detuviera y se despidió de Amanda con un profundo acento. Se alejaron de allí sin más, desapareciendo entre los árboles.

Amanda se tropezó en su camino hacia Callum, pero no reparó en el dolor de sus rodillas al golpear el suelo, sino que volvió a levantarse hasta alcanzar al muchacho que se había despertado con sus gritos.

―¡Callum! ―gritó, sosteniéndolo por la camisa―. ¿Estás bien?

―Tranquila, estoy bien. ¿Qué ha ocurrido?

Amanda se alegró tanto de escucharlo hablar que lo abrazó con todas sus fuerzas, mientras repetía sin sentido:

―Pensaba que te había perdido, que te había contagiado.

Los gitanos.

―Estás temblando ―dijo él, sosteniéndola entre sus bra- zos―. Estoy bien, ama.

Al fin logró tranquilizarse, y le contó lo que había ocurri- do. Revisaron sus pertenencias y los gitanos solo se habían llevado algo de dinero; pero a Amanda no le importaba, pues no le habían arrebatado lo más importante de todo: la salud de Callum.

Le enseñó la compra y Callum se ilusionó con las tartas como había anticipado.

Amanda comenzó a preparar un fuego para asar el pollo, que había aliñado con romero y otras hierbas.

Callum le pellizcó el trasero cuando la vio inclinada y ella lo reprendió por ello abofeteando su mano como si fuera un niño pequeño.

—Lo siento, no puedo controlarlo —aseguró él con tal seriedad y honestidad que la hizo reír—. Mi mano tiene voluntad propia.

Lo empujó del hombro y le ordenó que se sentara sobre la roca y no se moviera.

—Cuando te toca cocinar a ti, yo no te molesto.

—Supongo que se lo dices a mi mano —dijo él, sentándose. Probablemente era la primera vez desde que lo conocía que aca- taba una orden suya en privado. No estaba mal, para cambiar.

Alzó la mano hacia ella como si quisiera facilitarles la charla y sonrío como el demonio que era.

—Por favor, continúa —le pidió—, en cuanto termines de regañarla, empezaré yo. Si supieras las cosas que está pla- neando hacerte más tarde. Vamos a tener que mandarla a un convento para que corrijan sus perversas inclinaciones.

Amanda, riendo, se dio la vuelta para concentrarse en su tarea.

—He traído el periódico Herald, así sabremos qué ocurre en el mundo —le dijo. Avivó la hoguera una vez tuvo el pollo ubicado a la distancia ideal. A continuación, lavó las zanaho- rias en el río y comenzó a pelarlas con su pequeña navaja—.

¿Te gustan las zanahorias?

No recibió respuesta.

Acuclillada como estaba en el río, giró la cabeza para mi- rarle. Callum caminaba de vuelta a la piedra con el periódico abierto entre sus manos. Amanda suspiró y regresó a su labor. Tenía que tranquilizarse, no podía pensar que algo iba a ocu- rrirle en cualquier instante.

―Salimos en el periódico ―exclamó al fin el muchacho.

Creen que nos hemos dirigido a Londres.

—¿A Londres? —exclamó ella—. ¿Por qué iríamos a la ciudad más poblada cuando puedes contagiarte en cualquier momento?

—No lo sé.

—Ha habido varias revueltas en algunas ciudades por cul- pa de los resultados —continuó él—. Además, nos culpan por instigarlas con nuestra fuga. Al parecer, muchas mujeres nos utilizan como argumento para su postura esclavista. Las tra- bajadoras de siete fábricas están en huelga.

El tono de voz de Callum creció en emoción y esperanza mientras leía. Aquello era maravilloso, significaba que no esta- ban solos en su lucha y que sus posibilidades se multiplicaban.

—Son excelentes noticias, Callum —celebró ella. Dejó que las zanahorias cayeran en el bol que había comprado en el pueblo, se lavó las manos con precisión en las frías aguas del río, y se irguió para sonreírle. Callum tenía el periódico abier- to en sus manos, pero miraba el horizonte del bosque, perdido en sus pensamientos sobre lo que acababa de leer.

—Tenemos que ayudarlas. Podemos convencer a más gente con nuestra historia, pero no sé cómo hacerlo sin que nos en- cuentren —continuó ella sin recibir respuesta. Tampoco la miró.

—¿Qué opinas? —preguntó, un tanto extrañada por su reac- ción. Amanda conocía a muchas personas que se perdían en el in- terior de sus propios pensamientos y había que repetirles las cosas un par de veces para que reaccionaran, pero Callum nunca había sido uno de ellos—. ¿Callum? —su voz salió débil, llena de temor.

―¿Sí, ama? ―contestó, y esta vez sí que se giró para mi- rarla sin expresión alguna en su rostro.

―¿Callum? ¿Qué estás haciendo? ―le gritó con voz aho- gada en su propio pecho. Su corazón desbocado por el miedo de lo que aquella actitud pudiera significar―. Callum, no tie- ne gracia, deja de hacer eso.

Nada. Ni la misma reacción.

Se abalanzó sobre él y lo miró a los ojos.

—¡Callum!, ¡maldito seas! No tiene gracia —le gritó, mientras lo sacudía por los hombros. Su pecho dolía como si un volcán hubiera entrado en erupción quemándolo todo a su paso―. Si esto es una de tus bromas, voy a matarte.

Su amenaza sonó débil, pues lo único que deseaba es que fue- ra una broma y en cuanto se lo confesara lo abrazaría con fuerza.

Pero el muchacho no contestó, no hizo nada. Se quedó allí quieto mirándola a la cara, pero su mirada ya no era la misma. Estaba vacía, rota, inexpresiva.

Aquel gitano lo había contagiado. Callum se había ido.

Sin siquiera despedirse, la había dejado para siempre.

CONTINUARÁ...

La segunda parte de esta historia se llama La Mirada de Callum y puedes encontrarla en ebook o en papel en Amazon o la web de Nova Casa Editorial. Gracias por leer. Me ayudaria mucho que me dejaras una reseña y la recomendaras a otras lectoras.

Un abrazo.

Beca Aberdeen

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