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Como había imaginado, Amelia Whipple la miró de arriba abajo con desaprobación e, incluso, horror.

―Señora Fairfax, ¿se ha caído en un charco de lodo?

―Más o menos ―concedió Amanda, reuniendo paciencia.

Quería que aquella comida terminase lo antes posible.

―Su madre me ha asegurado que es usted una joven con un comportamiento excelente y que nunca antes había hecho nada parecido. Dice que fue la emoción por recibir a su siervo lo que la sacó de quicio, momentáneamente.

―Eso es exactamente lo que me ocurrió. Espero que ten- ga la amabilidad de aceptar mis disculpas, de nuevo —dijo, marcando las dos últimas palabras. Recordaba perfectamente haberse disculpado en la panadería.

―Mi carácter benévolo me inclina a aceptar sus disculpas, jovencita ―comenzó la mujer con aires de verdugo que acaba de perdonar una vida―. Sin embargo, opino que su madre es demasiado indulgente con usted. Si fuera mi propia hija le impondría un castigo que le otorgaría la disciplina que una jovencita de su edad debería tener. Porque ya no es una niña,

¿sabe? Debe siempre respetar a las mujeres mayores que us- ted. Una vez mi hija Elizabeth...

Elizabeth era el nombre menos original de toda Ingla- terra.

―Discúlpeme, señora Whipple. Debo inspeccionar el al- muerzo ―la interrumpió Mary, para acto seguido salir de la habitación.

Amelia se detuvo boquiabierta, quizá un tanto ofendida por la interrupción, pero enseguida reanudó su monólogo dirigido a Amanda.

―Mi hija, Elizabeth, estudió en París y en Praga y es una de las jóvenes mejor educadas de Crawley. A Elizabeth nunca se le ocurriría gastar una broma así a una señora de mi edad. Las bromas están bien cuando ocurren entre gente de la mis- ma edad, siempre y cuando...

Amanda gimió interiormente. Solo el pensamiento de matar a Callum más tarde logró elevar su espíritu. Miró al muchacho con disimulo y lo encontró igual de aburrido y mortificado.

―...y mi salud tan delicada como está, me podría haber dado un ataque, sin contar con que los nervios que pasé me hincharon los tobillos y tuve un horrible dolor de estómago durante todo el día...

Amanda sintió la mano de Callum aproximarse a ella bajo la mesa, pero fue demasiado tarde para evitarla. Los dedos del muchacho presionaron la misma zona que Jane la mañana an- terior y con horror sintió como la risa navegaba de su garganta hacia el exterior sin poder hacer nada para detenerla.

Amelia se detuvo en cuanto escuchó la carcajada de Aman- da y la contempló con consternación.

―¿Es que mi delicado estado de salud le resulta gracioso?

¿Se congratula en ser la responsable de mi empeoramiento?

―No, por supuesto que no ―le aseguró tartamudeando―. Es solo que he recordado otra cosa y no lo he podido evitar.

―Su madre está muy equivocada con usted, señora Fair- fax. Su amor de madre la ciega y no le permite ver que, en realidad, usted es una joven descarada e inmadura.

Callum volvió a cosquillear el costado de Amanda, y ella solo pudo taparse los labios con una mano y utilizar la otra para apartar al muchacho.

En ese momento, los sirvientes comenzaron a entrar con platos de comida. También su tía y sus primas llegaron al comedor, seguidas de Cassandra, y tomaron asiento a su alre- dedor. Una fuente de guisantes fue depositada a escasas yar- das de Amanda, recordándole lo que Callum le había dicho en el armario esa misma mañana sobre su odio hacia los guisan- tes. Se inclinó y tiró de la fuente y con el cucharón más grande que había sobre la mesa comenzó a servírselos al muchacho. No pudo evitar sonreír al mirarle a los ojos.

Un Siervo para Amanda (El Ángel en la Casa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora