Un Siervo para Amanda (El Áng...

By BecaAberdeen

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AMANDA FAIRFAX VIVE EN UNA SOCIEDAD DOMINADA POR LAS MUJERES Durante el deslumbrante baile que marca su debut... More

Explicación del título
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By BecaAberdeen

—No pises esa roca, vas a resbalarte —le gritó Callum desde el agua mientras ella se alzaba con cuidado sobre la resbala- diza piedra. Tras conseguirlo, se lanzó al agua plegando las piernas contra su tronco y agarrándolas con sus brazos. Como había planeado una tromba de agua salpicó la cara del mucha- cho. Cuando emergió a la superficie lo vio secarse los ojos con las manos, y rio complacida.

—En el futuro debes obedecerme. Es por tu propio bien

—bromeó Callum, mientras intentaba cogerle un pie por de- bajo del agua.

—¿Quién lo dice? —preguntó ella nadando a toda prisa hacia las rocas.

—La Biblia.

Amanda alcanzó su destino antes de que él la alcanzara a ella y se aupó para sentarse en la piedra calentada por los rayos del sol.

—¿Quién dice que me preocupa lo que diga ese libro? —le espetó ella posicionando su rostro al sol. Callum se sentó a su lado.

—¿Es que no crees en Dios?

—Pero la Biblia no la escribió él. Me parece más una lista de órdenes que la palabra de Dios. Dios es demasiado mis- terioso para eso. Pienso que nos habla a través de las cosas que tenemos alrededor, como los libros. He encontrado tantas veces la respuesta a una duda existencial que me rondaba la cabeza justo en el libro que leo en ese momento. Una frase responde de una manera tan perfectamente escrita que parece resaltar de la página hasta el punto de elevarse y re- sonar como una pista del camino a seguir. Dios nos habla a través de los músicos, que con una melodía son capaces ex- presar sentimientos sin palabras, y de las científicas, que con sus descubrimientos nos llevan hasta dónde Dios quiere que lleguemos y no por otro sendero.

—Creo que al Papa le acaba de dar un ataque en su cama de Roma —bromeó Callum.

—No lo creo, Callum. Hasta su señoría cayó preso de la bacteria. Y aunque pudiera oírme no creo que haya entendido nada de lo que acabo de decir. Ellos solo saben de oro y de tierras —contestó ella—. Además, dudo que el Papa esté en la cama a estas horas.

—Claro que sí, durmiendo la siesta papal.

—Creo que esos son los españoles —lo corrigió.

—Pues hoy seré español —dijo Callum, bostezando. Le mesó los cabellos de la nuca con brusquedad para irritarla—. No dormí nada anoche. ¿Me acompañas?

Amanda sacudió la cabeza enérgicamente.

—Daré un paseo por el bosque mientras descansas.

Callum la miró un tanto decepcionado, pero ella decidió hacer caso omiso de ello.

Aquella noche cenaron junto a la hoguera. Había algo pa- cífico en el discurrir de las aguas mientras el fuego crepitaba en el sonido natural del bosque. Amanda se acercó a la orilla del río para lavar los utensilios de la comida, mientras Callum garabateaba algo en una hoja. A pesar de su concentración en lo que fuera que estuviera escribiendo alzó la mirada de for- ma repentina y la descubrió observándolo. Apartó la mirada, notando como se le subían los colores y su pecho se llenaba de mariposas revoltosas.

La noche anterior había estado demasiado agotada y preo- cupada como prestarle atención al hecho de que se encontraba a solas en el bosque con Callum junto a ella, compartiendo su lecho. A pesar de que habían compartido cama varias veces antes, la inocencia del joven había mitigado la tensión y la incomodidad de la situación.

Regresó a la vera de la fogata y se dispuso a sentarse de nuevo y retomar la lectura de su libro, ya que Callum conti- nuaba escribiendo.

Intentó concentrarse en la historia pero sus ojos continua- ban alzándose, sin su permiso, por encima del borde del libro para observar al muchacho, cuya belleza se veía potenciada por las sombras a su espalda y los claroscuros que la fogata creaba en su rostro.

Sus miradas se cruzaron un momento y su corazón dio un pe- queño vuelco mientras regresaba a una frase de su libro. Era la tercera vez que la leía, y no tenía ni idea de cuál era su contenido.

—¿Qué estás escribiendo? —le preguntó con la mirada fija en su propia lectura.

—La lista de la compra —contestó él y sus labios se cur- varon en una sonrisa perezosa. Esos malditos labios que la fascinaban hasta la locura—. Me niego a comer esa repulsiva carne seca todos los días.

Un sonido proveniente de la parte más oscura del bosque los interrumpió. Lo más probable es que se tratara de una ani- mal, pero Amanda no quería detenerse a pensar en el tamaño o en la ferocidad de este.

—Si tienes miedo puedes sentarte junto a mí —sugirió él doblando la hoja que había estado escribiendo y guardándola en el bolsillo de su chaqueta.

—Quizá eres tú el que tiene miedo —bromeó ella.

—¿Y a que le debería tener miedo en este bosque?

—Al carruaje fantasmal que vaga por estas tierras, para empezar —declaró con un halo de misterio, como si estuviera leyendo un cuento en voz alta—. Un carruaje lujoso del siglo pasado, tirado por cuatro caballos invisibles a la luz del día, y el fantasma atormentado de Anne Duverville en su interior. A Anne no le gustan los hombres después de lo que le ocurrió. Guárdate de ella cuando camines por su bosque.

—No es que con las demás mujeres, las que están vivas, me haya ido mucho mejor —bromeó Callum, sacándole una sonrisa que arruinó el efecto de terror que intentaba crear—. Bueno, no lo dejes ahí, rubia. Cuéntame que le ocurrió a la bella Anne Duverville.

—Yo no he dicho nada de que fuera bella.

—Los protagonistas de las historias inventadas siempre son apuestos —rebatió él.

—Pero esto no es una historia inventada, ocurrió de ver- dad —aseguró Amanda antes de empezar a narrar—. Anne era la hija de un poderoso conde del este de Inglaterra. Sin embargo, cuando cumplió los 18 su familia cayó en desgra- cia, cambiando el curso de su vida para siempre. El hermano mayor de Anne, se había marchado hacía años a Londres para estudiar en la universidad, pero allí se entregó a actividades mucho menos didácticas y despilfarró el dinero de su familia, en juegos, bebida y... bueno, los entretenimientos que ofrecía la noche en general. El carácter del hermano de Anne, nunca había sido demasiado transparente, ni siquiera cuando vivía con la familia en el campo. Pero en la gran ciudad degeneró hasta el punto de jugarse en una timba, completamente ebrio, las joyas y propiedades de la familia.

El padre de Anne, siempre había sido demasiado indulgen- te con las travesuras de su hijo primogénito, y prefería hacer la vista gorda antes que enfrentarse a este. Lo que probable- mente ocasionó que el carácter del joven fuera tan débil ante las tentaciones de la juventud.

Cuando el padre de Anne quiso admitir la ruina que su que- rido hijo varón había traído sobre la familia, fue demasiado tarde. En lugar de exigirle que asumiera la responsabilidad por sus acciones lo sacó de la universidad para traerlo de vuelta a casa y comprometió a Anne en matrimonio con Duverville, un terrateniente acaudalado que la duplicaba en edad.

Pero la edad de Duverville, no era la mayor preocupación de Anne, sino su reputación de calavera, por la que se le aso- ciaba con innumerables viudas e incluso mujeres casadas. Las malas lenguas lo culpaban por la muerte de su primera esposa.

Anne lloró cada lágrima de su cuerpo, y rogó a los pies de su padre que no la obligara a contraer nupcias con un hombre mayor con tal reputación y al que no amaba. Sabía que su vida sería un infierno si tal cosa ocurría.

Su padre que había sido tan misericordioso con su hijo, no demostró la misma piedad por Anne y comenzó a invitar de forma asidua a Duverville, para que la cortejara.

Al principio, la joven se había escondido en su alcoba, ne- gándose a participar en las reuniones en las que Duverville se encontrara presente. Sin embargo, su padre la había ator- mentado y obligado a presentarse ante el hombre. Por suerte, para Anne, Duverville se comportaba de forma decorosa y se relacionaba con todos los presentes sin obligarla a interac- tuar con él, cuando era obvio que no deseaba hacerlo. Poco a poco Anne comenzó a relajarse en presencia del hombre. Su carácter era afable y animado, y constantemente hacía reír a todos los presentes, o los entretenía con un sinfín de histo- rias interesantes sobre sus viajes alrededor del mundo y sus abundantes conexiones sociales. Anne, que se había negado a dirigirle la palabra, se sorprendió así misma escuchando con atención algunas de sus historias y riendo ante sus bromas. Un día no logró controlarse y respondió a una de sus pullas, y la sala rio ante su intercambio. Su voto de silencio se había roto para siempre y se convirtieron en una especie de dueto cómico que animaría las reuniones. Duverville seguía sin pre- sionarla, casi como si no tuviera intenciones de esposarla en absoluto, pero a menudo le preguntaba sobre su libro o poesía favoritos, observaba sus gustos culinarios durante la cena y le susurraba alguna broma privada en las salas de baile.

Anne no entendía que le estaba ocurriendo, pues su rostro comenzó a teñirse de carmín ante las ocasionales miradas de Duverville y su corazón saltaba cada vez que sus ojos lo en- contraban en una sala por primera vez.

Duverville se había mantenido esbelto durante los años y su atractivo rostro conservaba la expresión pilluela de la in- fancia, pero sus cabellos se habían tornado grises en una com- binación interesante de madurez y juventud. Decenas de mu- jeres, embriagadas por su aspecto y su carácter, se lanzaban descaradamente en su camino. Al principio, Anne las había compadecido por ser unas inconscientes temerarias. Más tar- de, atónita, descubrió que las descaradas atenciones femeni- nas habían comenzado a molestarla.

Aquella misma noche, en el salón de baile de la propia mansión de Duverville, los celos habían llegado al punto de enfurecerla cuando una atractiva viuda le había especificado a Duverville en que habitación de la vasta mansión se alojaría aquella noche.

Una oleada de frío había azotado la comarca y la nieve caía incesante obligando a los presentes de la fiesta quedarse a pasar la noche.

Enfadada, Anne salió al balcón congelado y cubierto del blanco manto invernal, al que nadie más se atrevía a aventu- rarse.

—¿Cazando catarros? —la voz de Duverville a su espal- da la hizo dar un pequeño salto—. Debemos aprovechar este clima durante el cual abundan los catarros. Yo mismo salí a buscar uno esta mañana. Estoy impaciente por empezar a toser y... ¡ese delicioso dolor de cabeza!

—Solo quería estar sola —explicó Anne sin molestarse en dulcificar su tono. Le hubiera gustado abofetearlo por merecer su reputación de Casanova.

—Es por la banda de músicos, ¿verdad? —continuó él, bro- meando—. Sabía que no serían espectaculares pero no pensé que arrojarían a una joven a arriesgar su vida para descansar unos minutos de su tortura. Al menos ponte un chal.

Anne cogió la prenda de las manos del hombre y se mal- dijo así misma al mirarlo y notar que era la primera vez que estaban a solas. Al menos podría acarrearle su temblor al frío desgarrador de la noche.

—Luces distinto —le dijo. Y cuando el hombre arrugó el entrecejo completó a regañadientes—. Debe ser la ausencia de admiradoras, revoloteando a tu alrededor.

Duverville contuvo una sonrisa al entender que le ocurría a Anne.

—Llevo años siendo viudo y no negaré que me he permiti- do a mí mismo indulgencias y excesos para intentar aliviar el dolor. Como consecuencia, mi fama y mi reputación entre las damas de esta comarca me precede.

—¿Aliviar el dolor? —le preguntó Anne, escogiendo deli- beradamente ignorar la confesión del calavera.

Duverville se mostró capitalmente serio por primera vez desde que lo conociera.

—Mi esposa no se fue de este mundo sin dejar una herida incurable en mí pecho. Una herida que ha sangrado durante años.

Anne no había pensado en los rumores sobre que Duvervi- lle había tenido algo que ver con la muerte de su esposa desde que su opinión sobre el hombre cambiara. Pero ahora que él la había mencionado la curiosidad fue demasiada.

—¿La amabas?

—Con locura, aunque ella no se lo mereciera —se limitó a decir él con tristeza.

Anne se preguntó cómo se atrevería a decir tal cosa cuando las malas lenguas lo relacionaban con su muerte.

—Ella me rompió. Me convirtió en el hombre que he sido durante estos años. Pero últimamente algo ha cambiado —de- claró con franqueza y mirándola a los ojos con intensidad—. He descubierto que el amor que sentí por ella nunca fue el tipo de amor que te hace feliz para siempre. He descubierto que se puede admirar en lugar de idolatrar, que se puede reír con una mujer en lugar de implorar por su merced, que se puede conversar en lugar de discutir. He descubierto que su herida puede ser curada.

Anne tragó saliva cuando Duverville dio un paso hacia ella.

Durante años se había imaginado como sería ser besada y cuando la curiosidad había sido demasiada, había conseguido que uno de los muchachos de sus vecinos le diera un beso para destapar el misterio. La decepción ante lo descubierto la habían calmado hasta esa noche. Duverville no era un mucha- cho inexperto y, aquella noche en su balcón, Anne sintió esa verdad en cada fibra de su cuerpo.

Al día siguiente se despertó envuelta en algodón de azúcar. El mundo había cambiado irremediablemente. El sol lucía con más fuerza en su habitación, sus sábanas estaban más suaves, su desayuno más sabroso y la mirada que Duverville le dedi- có aquella mañana a través de la habitación del desayuno la llenó de algo que no podía pertenecer a ese mundo, algo que ciertamente había caído del cielo.

Tras el desayuno dio un paseo por el jardín de rosas de Duverville, soñando despierta a cada paso que daba. Se en- contró a Duverville en las cuadras, dando indicaciones sobre el mantenimiento de la propiedad. Se mostró serio delante de sus empleados pero una vez se marcharon la colmó de sonri- sas y bromas.

Tras conversar durante horas de asuntos más ligeros, Anne volvió a sacar el tema de su difunta esposa, pues representaba el último vestigio de sus dudas sobre él. Duverville le explicó que ella había sido siempre inestable, tratándolo con cariño cuando le interesaba y con una frialdad intimidante cuando se exacerbaba. Pero él no había abierto los ojos hasta que le lle- garon los rumores de sus sirvientes de que la señora de la casa había sido vista en actitud demasiado íntima con uno de los trabajadores de su propiedad. Duverville nunca supo de quién se trataba, pero el dolor en su corazón y la actitud de ella, le decía que los rumores eran ciertos.

Intentó ganarla de vuelta con trato afable y viajes ro- mánticos, pero aunque su relación mejoró, nunca llegó a ver amor en sus ojos. Entonces murió de forma repentina y misteriosa.

—Sé que has escuchado los rumores sobre que tuve algo que ver con lo que le ocurrió —le dijo él, abordándola con franqueza—. Surgieron de mi propia casa, ya que algunos lo vieron como una venganza por su infidelidad. Sin embargo, los que más me conocen no contemplaron siquiera la idea. Aun así es difícil frenar las malas lenguas que no tienen nada más en que ocupar sus horas.

Anne le miró directamente a los ojos mientras hablaba, y le creyó. Aquella duda había supuesto el último muro entre los dos, y su caída dio lugar al romance más hermoso jamás vivido.

Durante los preparativos de boda, se visitaban en sus respectivas casas, incapaces de pasar demasiado tiempo se- parados.

Una preciosa mañana, sentada en un banco de piedra del jardín de rosas de Duverville, leía mientras esperaba a que él terminara su reunión con un cliente que deseaba comprarle varios caballos. Uno de los jardineros, un hermoso joven poco más mayor que la misma Anne, se aproximó a ella y le habló de lo hermoso del día.

Anne le respondió con una cortesía distante. Lo había visto antes por la hacienda, observándola. Era obvio que la encon- traba atractiva. Pero ella no era como la difunta esposa de su señor, y quería dejárselo claro a todos.

El joven, se llamaba Henry, y volvió a hablar con ella en varias ocasiones. Le traía hermosas flores cuando la veía sola o una vez, incluso en presencia de Duverville.

—Un regalo para la futura señora de la casa —dijo delante de él, como si solo lo hiciera por agradar a su patrón. Nada que ver con sus modales cuando estaba sola.

Era simpático y condenadamente guapo, Anne tenía que admitirlo. Un día la acarició para quitarle tierra a su falda, y Anne se apartó de inmediato y lo reprendió por ello. Henry se puso serio y la empujó entre unos arbustos y la besó.

Anne se hizo daño para apartarlo de ella.

—No te cases con él —le rogó con ojos brillantes—. Te hará lo mismo que a ella.

Entonces se sacó un papel del bolsillo. Era una carta y le señaló un fragmento.

—La señora era mi amiga —le aseguró—. Mire lo que me escribió poco antes de morir.

La temblorosa Anne leyó las líneas que el joven le indicó.

Tengo miedo de él. Creo que es capaz de cosas horribles y me temo que nunca me perdonará. Temo por mi vida si con- tinuamos bajo el mismo techo.

Alguien se aproximó y Henry se guardó la carta apresu- radamente. Anne quedó impactada y su corazón, destrozado. Era demasiado tarde para deshacer el compromiso y se casa- rían esa misma semana.

Henry le prometió que la ayudaría. Y en los días que se su- cedieron acudió a su casa repetidas veces, con el pretexto de entregarle mensajes de su prometido, pero en realidad elaboró un plan para salvarla.

Cuando volvió a besarla, Anne estaba demasiado aletarga- da por el dolor en su pecho como para negarse. El muchacho era encantador y de su edad. Aquello era natural mientras que su vínculo con Duverville nunca lo había sido. Henry era el único rayo de luz en las nubes grises de su vida hasta ese momento.

Se fugarían juntos para vivir en Escocia, en su noche de bodas. El joven le entregó un frasco con una sustancia que dormiría a Duverville hasta la mañana siguiente y así podrían fugarse esa misma noche.

Anne intentó fingir que nada le ocurría durante la ceremo- nia. Duverville se mostró tan encantador y enamorado que en ocasiones su corazón se retorcería ante el dolor de desear que todo aquello fuera mentira. Pero no lo era, y Duverville, aparte de un gran mentiroso, era un asesino.

Pensar en Henry le dio fuerzas y Anne deslizó la medicina en la última copa de vino que su nuevo esposo tomaría antes de que los guiaran a las alcobas.

La bebida surtió su efecto incluso antes de que el hombre llegara a la cama. Anne lo arrastró al lecho y se preparó para la fuga.

Empezaría una nueva vida junto a su único amigo, lejos de su cruel familia y de Duverville.

Aun así, Anne sentía un pesar sobre su corazón mientras el carruaje se perdía en las sombras del bosque y de la no- che.

Tras horas de viaje, se detuvieron en una posada para pa- sar el resto de la noche. Anne no lograba dejar de imaginarse lo pensamientos de Duverville cuando se despertara y des- cubriera lo que había ocurrido. Le torturaba pensar que lo lastimaría. Para dejar de preocuparse de sus sentimientos y verlo como el monstruo que era se decidió a leer la carta de pánico completa que su difunta esposa le había escrito a Hen- ry. El muchacho se estaba dando un baño, pero su chaqueta descansaba sobre el respaldo de una silla y la carta estaba en el bolsillo de esta.

Anne arrugó el entrecejo confusa al ver el comienzo de la carta.

Querido esposo,

Sé que no tengo derecho a pedirte nada, después de todo el sufrimiento que te he causado y la paciencia que has mostrado ante mi comportamiento infantil. Creo que al fin he abierto los ojos y me he dado cuenta del hombre que eres. Nunca te mereceré, pero al menos espero compensarte por estos dos años con el resto de mi vida. Nuestro viaje a Roma arrojó una luz distinta sobre ti y abrió mis ojos a la bondad de tu interior.

Nunca esperé que me perdonaras por haberte traicionado. Pero créeme que volveré a ganarme tu confianza. He empe- zado por cortar toda conexión con él y para que me creas te ofrezco su nombre: Henry Tabot, uno de los jardineros. La niña dentro de mí se dejó seducir por su belleza, pero ahora veo con claridad que su interior es más horrendo que cual- quier cosa que haya visto en este mundo, y lo es aún más, cuando se compara con un hombre de tu talla.

Por favor, esposo, vuelve antes de Londres y saca a Henry de nuestras vidas para siempre.

Le he dicho que quiero ser mejor persona y mejor esposa para ti, y que lo nuestro se ha terminado y se ha enfurecido como un animal salvaje.

Tengo miedo de él. Creo que es capaz de cosas horribles y me temo que nunca me perdonará. Temo por mi vida si con- tinuamos bajo el mismo techo.

El sonido del pomo de la puerta al moverse, interrumpió su lectura. Su corazón le subió por la garganta mientras escondía la carta bajo la cama.

Henry era el verdadero asesino y aquella carta nunca había llegado a Duverville. Probablemente Henry la había descu- bierto escribiéndola y la había asesinado, quizá con un vene- no, pues parecía estar familiarizado con distintas medicinas.

Anne no le dijo ni una sola palabra, y cuando Henry intentó sobrepasarse con ella, fingió tener náuseas y corrió hacia el aseo. Fingió estar enferma durante el resto de la noche para evitarle.

A la mañana siguiente, les sirvió a los caballos la misma medicina que Henry le había dado para dormir a Duverville, en una cantidad proporcional a su peso. Era la única manera de de- tener el viaje el tiempo suficiente como para escapar de Henry.

Poco después de internarse en el bosque los caballos ca- yeron como moscas y Henry, anonadado, se aproximó para examinarlos.

—Están muertos —anunció con estupefacción.

—¿Muertos? —repitió Anne horrorizada. Deberían haber estado simplemente dormidos. A no ser que...

—¿Qué es lo que le di a Duverville? —le gritó a Henry totalmente fuera de sí—. ¿Era para matarlo? Lo has matado.

Henry, comprendiendo lo que había ocurrido, la cogió del cuello.

—Le hemos matado. Juntos.

Anne lo golpeó con sus uñas intentando liberarse de su agarre, pero Henry volvió a engancharla del pelo justo cuan- do se había dado la vuelta para correr y la tiró contra el suelo apretando con fuerza su cuello. Anne comenzó a atragantarse. La vida lenta pero inexorablemente escapándose de su cuer- po, hasta que su mano agarró una piedra del suelo y con ella le golpeó en la cabeza.

Debió de darle en un punto crucial de la sien, porque la sangre no paró de brotar como una cascada del cuerpo inerte de Henry.

Llorando, mientras tosía y soportaba en su garganta el peor dolor que había sentido jamás, volvió a entrar en el carruaje.

Lo último que cruzó su mente, mientras bebía el veneno restante y acariciaba la carta que de haber llegado a manos de Duverville los hubiera salvado, fue la sonrisa aniñada de Duverville.

—¿Se suicidó? —exclamó Callum indignado.

—Por supuesto, no podía seguir viviendo después de haber asesinado al hombre al que amaba.

—¿Y ahora su espíritu vaga en pena por los bosques en el carruaje fantasma?

—Así es —asintió ella—. Algunos aseguran haberlo visto en noches de niebla intensa, medio confundido con la bruma y con sus silenciosos caballos, cuyos cascos no llegan a tocar el suelo por el que avanzan.

—¿Y qué hay de Henry? ¿También él vaga por los bos- ques? ¿Crees que me contagiará de la bacteria si me lo en- cuentro?

Amanda sonrió, mientras echaba tierra sobre la hoguera.

—Henry está en el infierno.

—¿En Irlanda? ¿Tú crees? —bromeó él, levantándose a su vez.

—¿A caso has estado en Irlanda para creer que es el infierno? —inquirió ella con mofa.

Callum se agachó para recoger el libro que Amanda había estado fingiendo leer antes de comenzar el relato.

—De eso trata tu libro, ¿no? —dijo—. De las muertes en Irlanda por lo ocurrido con la patata.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella con los ojos entornados. Callum se detuvo para posar sus ojos sobre los de ella.

—Siempre le echo un vistazo a lo que estás leyendo...

—desvió la mirada como si estuviera avergonzado por algo—, por curiosidad, supongo.

Amanda se sonrojó. Aquella noche no estaba agotada por la preocupación y la falta de sueño y todos sus sentidos estaban activados al máximo. Sus nervios, dolorosamente alertados por la proximidad del muchacho, no iban a darle paz ni tre- gua, como había ocurrido la noche anterior.

Entró en el lecho improvisado antes de que el joven lo hi- ciera, demasiado azorada como para dirigirle una mirada o hacer algún otro comentario. En cuanto se tendió sobre las cálidas y acogedoras mantas se cubrió con el edredón hasta la barbilla, como si este pudiera protegerla del desasosiego en su interior.

Callum apareció apenas un segundo después y por suerte no le dirigió la mirada mientras se sentaba sobre el colchón, o hubiera visto el tono carmín de sus mejillas.

Se quitó la camiseta que llevaba y Amanda aprovechó que no la estaba mirando para observar su espalda. La tersa piel sobre el músculo tenso parecía invitarla a deslizar sus palmas sobre ella hasta culminar en el suave cabello castaño que se rizaba sobre la nuca del muchacho.

Pero no lo hizo. Era una cobarde imperdonable y no estaba nada contenta con ese hecho. Si no fuera porque se había visto obligada a mantener las apariencias en el teatro nunca se hu- biera atrevido a besar a Callum, y se hubiera limitado a soñar con ello, como había estado haciendo desde que lo adquiriera. Pero ahora que sabía que era lo que se estaba perdiendo era mucho más difícil soportar la tentación cuando lo tenía cerca. Habían estado juntos todo el día, pero ella se había mostra- do estúpidamente fría, evitando mirarle a los ojos demasiado rato. Él tampoco había intentado nada, ni había dado señales de querer repetir lo ocurrido la noche que se lo llevaron.

El mero recuerdo volvió a desestabilizarla por completo justo cuando él se tendió a su lado.

Amanda apretó los ojos fingiendo estar dormida, pero se abrieron de par en par cuando lo sintió moverse para entrar bajo la manta. Su cuerpo estaba fresco por la brisa de la noche y cuando se adhirió a ella, el contraste de temperatura contra su piel enfebrecida le pareció delicioso.

—Perdóname, tengo frío. ¿Te importa? —susurró contra su oreja, pegando su pecho y sus piernas contra la espalda y el trasero de ella.

—No —tartamudeó como respuesta.

Dentro de su cabeza se comenzó a librar una batalla. Un bando le exigía que se diera la vuelta y tomara lo que tanto quería y el otro bando estaba demasiado asustado como para permitirle hacerlo.

—Estás ardiendo, Amanda —volvió a susurrar él junto a su oreja y esta vez sintió el cosquilleo que su barba le produjo en el lóbulo. ¿Acaso la creía sorda e incapaz de escuchar cual- quier cosa que dijera a una distancia normal?—. No te impor- ta compartir un poco de calor, ¿verdad?

En cuanto lo dijo, sus manos frías se movieron sobre ella. El pulgar de la mano izquierda primero sobre su cadera, frío contra la fina tela. Como había descubierto hacía dos noches la piel de esa zona de su cuerpo era muy sensible a las ca- ricias. También lo era la parte superior de su espalda donde Callum hundió su nariz congelada. Le produjo cosquillas por los hombros y hasta el cuello.

Su mano derecha pasó por debajo de su cintura y se posó sobre su vientre. La conmoción embriagadora adormeció su mente junto con sus miedos y sin darse cuenta de que lo esta- ba haciendo echó la cabeza para atrás. La nariz de Callum se desplazó por su cuello hasta subir por su mandíbula.

Amanda giró hasta acostarse sobre su espalda y levantó el rostro para que sus labios se encontraran. Una por una volvieron todas las sensaciones que había experimentado antes con él, y recordar cómo se sucedían y saber lo que venía a continuación incrementó la tensión en su vientre. La mano de Callum rozó su clavícula y bajó por la fina piel de su esternón hasta llegar a la franja de su escote. Entonces tiró de la tela de su camisa, haciendo que dos botones se soltaran, y bajó la tela hasta dejar al descubierto su pecho. Su mano se movió despacio sobre este y Amanda ya no pudo estarse quieta. Sin querer, se contorsionó sobre el suelo, y lo agarró de la nuca para atraerlo hacia ella y besarle el cuello. Tenía que devolverle algo. Se lo merecía.

Como había ocurrido en el teatro, Callum se perdió en cuanto ella apresó la piel de su cuello. Sus manos se detuvieron pero se quedaron donde estaban, concentrado en lo que estaba sintiendo. Amaba tener tanto control sobre él, y saber que lo paralizaba con el simple hecho de posar sus labios so- bre su cuello. Al menos fue así hasta que ella regresó a sus labios y entonces la mano de él reanudó su hazaña pero con más urgencia.

Amanda le abrió los botones de la camiseta del pijama y deslizó una mano sobre el pecho sólido. Se entretuvo en los bordes duros de los músculos de sus pectorales, la gema de sus dedos deleitadas con la fuerza que exhibían.

Acontinuación, depositó besos por su pecho, notando como los escasos cabellos le hacían cosquillas en los labios. La piel de Callum, que un minuto antes había estado fría, ardía y des- prendía una fragancia atormentadora. Besar su pecho, como todo lo que hacía, se convirtió en un arma de doble filo, pues él la imitaba, añadiendo su propia creatividad. La respiración de Amanda la delataba y rápidamente él aprendía dónde tenía que detenerse un poco más.

Animado por la idea de que los besos también podían dar- se por debajo de la línea del cuello, abrió los botones aún cerrados de la camisa de Amanda y deslizó sus labios y en ocasiones su lengua por el estómago de Amanda. Después le- vantó la cabeza y la contempló con intensidad e interés sin querer perderse ni una sola reacción de lo que iba a hacer a continuación. Le abrió los pantalones y se los quitó hasta que las piernas desnudas de Amanda se encontraron con las de él.

Aquel era un juego que él ya conocía. Su mano se deslizó despacio por su pierna, ejerciendo presión con el pulgar por la cara interna de su muslo hasta su centro y allí repitió lo que le había hecho en su habitación, pero esta vez sin interrupciones, aumentando así la intensidad de la tortura hasta que ella creyó que se desmayaría.

Apenas supo si la pregunta que escuchó a continuación provenía de Callum o de sí misma.

—¿Qué más hay?

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