Construidos

By NeverAbril

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Kaysa entrará a una competencia de poder, pero alguien más acabará jugando con su corazón. More

Construidos
❤️Primera parte❤️
1. Juramento de sangre
2. Solo uno
3. Fácil de destruir
4. La nueva generación
5. Intenciones desconocidas
6. El mapa de las sombras
7. Profecía de fuego y muerte
8. Caer en la trampa
9. Villanos del reino
10. Venenos adictivos
11. Cómo matar a Diego Stone
12. La academia del caos
14. La casa de los placeres violentos
💚Segunda parte💚
15. La verdad es un afrodisíaco
16. Los que se odian, se desean
17. Sueño dorado
18. Algo más que sobrevivir
19. Las técnicas letales de una damisela en apuros
20. Manzana prohibida
21. Oferta de paz
22. Mantén a tus amigos cerca y a tus enemigos aún más cerca
23. Traspasar los límites
24. Búsqueda del tesoro
25. Necesidad de control
26. Juegos de cartas
27. Laboratorio de poemas
28. Verde esmeralda
💚Tercera parte❤️
29. Desiderátum
30. Promesa irresistible
31. Leyes románticas
32. Lo que se oculta debajo de las máscaras
33. Flores de primavera
34. Curiosidad científica
35. Las horas más oscuras
36. Sol de verano
37. Subordinación y sublevación
38. Diarios
39. La confianza de los inocentes
40. Cuento de hadas
41. La esperanza es un instinto
42. Asesina de Idrysa
43. Almas perdidas
44. Ir demasiado lejos
45. Su Alteza Real
46. Todos quieren gobernar el mundo
47. Eclipse
48. La maldición del corazón roto
49. Un traidor perfecto
50. Todos los amantes mueren
51. Un reino sin finales felices

13. Rojo escarlata

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By NeverAbril

El terror se infiltró en mis pulmones como si yo hubiera salido de la atmósfera. Imaginé lo peor. Si los guardias rojos me habían descubierto, me arrastrarían de vuelta y tendría que cavar mi propia tumba porque la directora de la academia me haría trizas.

Giré sobre mis talones y sujeté con fuerza el farol que traje para iluminar mi camino, preparándome en caso de emergencia para golpear a quien fuera que rondaba por allí.

Tras oír el sonido de unos pasos que se acercaban, no tuve más alternativa que inspirar hondo e ir a defenderme.

Los dos gritamos a la vez al vernos.

―¡Soy yo! ¡Soy yo! ―repitió él, levantando sus manos para mostrar su inocencia y me analizó con cuidado―. Aunque dudo que eso la detenga a usted.

Desistí y bajé el farol. Cerré los ojos y me tomé un segundo para respirar y recuperarme del susto. Aun así, eso no podía ser bueno.

―Maldita sea, Stone ―exclamé, parpadeando con severidad. Desconfiaba de mis propios ojos―. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Me siguió?

Apenas podía contemplar la silueta de Diego en aquellas penumbras y nuestras voces hacían eco, por ende, mis nervios estaban de punta.

―No, no todo se trata de usted.

Analicé la situación con delicadeza. Dudé de todo. La identidad del individuo que me dejaba esas notas era un misterio sin resolver y sus intenciones no estaban del todo claras. Mas, Diego Stone no podía ser el escritor anónimo, ¿no? Eso carecía de sentido, sin embargo, debía mantener mis opciones abiertas.

―¿Cómo entró aquí?

―Aproveché mi tiempo libre y casualmente fui a su cuarto para conversar con usted. ―Diego limpió los rastros de polvo que le cayeron del techo del túnel y miró horrorizado las paredes―. Ahí vi el acceso a esta especie de pasadizo secreto que, por cierto, le hace falta una limpieza. ¿Por qué hay tantas telarañas?

―¿Qué? ¿Les teme a las arañas?

―No, miedo es una palabra que no tomo a la ligera. No les temo. Me gustaría borrar su existencia de la historia de la humanidad y del planeta.

Moví mi cabeza, procesando sus dichos.

―Entonces, entiende cómo me siento yo respecto a usted.

―Qué hilarante.

―Oh, no es broma ―dije con una sonrisa de incredulidad en cuanto viró para asegurarse de que no hubiera un arácnido cerca de él―. De verdad les teme a las arañas. Creo que ya sé cuál será mi próxima mascota.

―Usted es única en su clase. Dice esas cosas y yo soy el perverso. ¿Acaso nada le da miedo?

Odiaba que mis conversaciones con Diego involucraran emociones. Asumí que sucedería a menudo, considerando su falta de interés respecto a las reglas.

―Sí, a vivir bajo el mismo techo que usted, pero tuve que superarlo a la fuerza.

―¿De veras? ¿Y cómo lo superó? ―preguntó en un tono burlón.

―Me consuela saber que en cualquier momento se le puede subir una araña mientras duerme ―dije con la intención de asustarlo.

Él tragó grueso, espantado.

―¿Cómo puede descansar en las noches?

―Es sencillo. No lo hago.

No obtuve una respuesta y me dispuse a agregar lo siguiente:

―Y no le creo nada. Su excusa no es una buena coartada en absoluto.

―¿La mía? ¿Qué hay de la suya? ―indagó, entrecerrando sus ojos diferentes―. Ni siquiera me ha explicado cómo ha encontrado esto.

―Y no lo haré.

―Bien.

Crucé los brazos.

―Bien.

Hubo un silencio breve. Lo terminé de inmediato.

―Lo encontré de casualidad, ¿de acuerdo? Soy curiosa. Hoy revisé mi habitación por puro aburrimiento y ahí estaba.

―¿Así de simple?

―Soy una persona con una inteligencia superior, ¿lo sabe? ―me jacté con la arrogancia que él me contagió.

Con una expresión neutral, Diego dijo:

―Hay una rata.

Corrí detrás de él para usarlo como escudo humano.

―¿Dónde? ¿Dónde?

―No aquí ―reveló, observándome por encima del hombro.

Le di un pequeño empujón y me alejé de él. No podía creer que caí por eso.

―Asno.

―Serpiente, pantera y blablablá. ¿Por qué estamos nombrando animales ahora?

―Lo insulté.

―No me diga.

―Se lo digo —me burlé.

―Sabelotodo.

Tuve que reflexionar al respecto. Diego no era el escritor anónimo. Conocía su caligrafía y su forma de redactar. A menos que las notas fueran un juego perverso de su clan, él no era quien me envió aquí o eso deduje hasta ahora.

―Bueno, ya tuvo su tour por el pasadizo. Es hora de que se vaya.

Se indignó.

―Sabe, usted no es la dueña de la academia. Yo puedo caminar por aquí.

―Tiene razón. Es libre de hacer lo que le plazca ―dije en un tono calmado y falso para que no descubriera que había una salida al final del túnel―. Pero irá sin mí y debo advertirle que vi varias arañas en el camino.

Diego se mordió la lengua a sabiendas de que tendría que rendirse.

―De acuerdo. Iré a dónde usted vaya. Tiene el control y el farol también.

Triunfé. Qué sorpresa. Me dispuse a retroceder para ir de vuelta a mi cuarto. Tenía que cancelar mi misión de escape. Era una pena.

―¿A dónde va? ¿No dijo que era curiosa? ¿No quiere investigar a dónde lleva el túnel?

Mis pies frenaron antes de que pudiera calibrar los riesgos.

Maldije para mis adentros. Sabía que sonaba como un capricho, no obstante, para una chica que no había salido de su casa por más de dieciocho años y terminó atrapada en un internado por otros tres años más, dar un simple paseo nocturno en la ciudad sonaba como ir un parque de diversiones. Valía la pena. No tendría otra oportunidad como esa.

Durante mi niñez, solía imaginar que era la princesa que en los cuentos encerraban en sus castillos y más tarde descubrí que era algo parecido, solo que nadie vendría a rescatarme porque no me protegían del mundo, protegían al mundo de mí.

Soñaba con ir a miles de sitios, realizar infinitos cambios, y conocer a toda la gente posible, por ende, con mi temperamento y mis habilidades, yo era un peligro.

Aunque había monstruos, estafadores y asesinos en el exterior, también los había en mi casa y yo fui entrenada por ellos para ser uno, mientras que todo lo que quería era sacarlos de mi camino. Al final, era igual o peor que ellos, solo que mis objetivos eran distintos.

Durante aquella época buscaba gozar de mi limitada libertad y tener un poco de diversión. No había nada de malo en eso desde mi perspectiva.

En consecuencia, no permitiría que nada me arruinara aquella brillante oportunidad, ni siquiera la compañía de mi insufrible compañero. Exploré las posibilidades de lo que podía salir mal afuera. Diego ya había descubierto los pasadizos secretos y, si filtraba la información de que yo me fugué por una noche, tendría que dar explicaciones de cómo lo sabía y se hundiría conmigo. Ergo, no tenía nada más que perder.

―Está bien ―accedí, volteando para ver su cara de victoria, y tomé la delantera―. ¿Qué espera? Vamos.

Esforzándose para no elevar una de las esquinas de sus labios, Diego me acompañó.

Según mis cálculos, acorde a la nota, no faltaba mucho para la salida y continuamos caminando sin mayores inconvenientes por aquel espacio reducido y algo mohoso. Era tan pequeño que no cabíamos los dos para transitar uno al lado del otro, lo que me ponía paranoica porque Diego iba detrás de mí.

―¿Qué iba a decirme? ―cuestioné al recordar que mencionó que vino a conversar conmigo y nunca dijo por qué.

―Oh, nada en particular. Iba a improvisar. Simplemente, se me antojo charlar con usted.

―¿Por qué?

―Mitridatismo ―respondió Diego, templando su voz―. Mi pequeña dosis diaria de veneno.

―Lo envenené una vez. ¿Me lo va a recordar toda la vida?

―Bueno, un intento de homicidio no es algo que me sucede a diario.

―¿No? ―consulté, extrañada―. ¿Y qué hacen todos sus otros enemigos? Son terribles en su trabajo. Alguien debe decirles algo.

―¿Qué? ¿Acaso planea crear un sindicato?

―Quizás.

Fue una broma. Más o menos.

―¿Y qué...?

―¿Puede dejar de hablar y concentrarse en el camino o es muy complicado para usted?

―No, no lo es. Puedo hacer más de una cosa a la vez ―dijo para fastidiarme―. Yo también tengo una inteligencia superior.

Estábamos tan distraídos con nuestra conversación que la sorpresa nos sobrecargó cuando literalmente vimos una luz al final del túnel.

Me entusiasmé igual que una niña.

Si bien había una reja de hierro oxidado que servía como puerta, fuimos capaces de ver un poco de lo que nos esperaba. Metros de un sector baldío nos separaban de las calles pobladas de personas, las casas extraordinarias, los espectáculos extravagantes, los puestos nocturnos de los mercados ambulantes, y la vida que jamás disfrutaríamos por más de unas horas. Observé todo fascinada. Era lo que siempre había querido contemplar, incluso más que las estrellas.

Se me hizo un nudo en la garganta y fui retrocediendo de manera inconsciente. La ilusión se convirtió en incertidumbre de improviso.

Un nerviosismo hizo que me hormiguearan las extremidades. La inseguridad subió su intensidad como si hubiera subido por una escalera directo a mi cerebro. Temblé, vacilando.

¿Qué pasaría si no era como lo había imaginado? ¿O si de verdad intentaban dañarme ahí afuera?

Entonces, mi madre estaría en lo correcto. Qué horror.

Estaba en una encrucijada. Soñar era sencillo, como sentir mariposas en el estómago. Pero la realidad era tan dura como tener un dolor de estómago.

―¿Qué pasa? ¿No va a ir? ¿Dónde está la chica que entró como si nada a un edificio lleno de personas que querían matarla? ―objetó Diego con la rara intención de animarme.

―No aquí ―farfullé, chocándome con él al intentar huir de mis problemas.

―Seamos sinceros. ¿No desea ir o no se atreve a ir?

Puse el farol entre nosotros.

―¿Qué está insinuando?

―Yo no insinué nada ―se excusó él, dándole doble sentido a una oración inocente―. Estoy siendo muy directo.

Me hice la difícil, pero no por mucho. En ocasiones no podía evitar ser sincera.

―No es que no quiero, es solo que nunca he roto una regla de esta magnitud. ¿Contento?

Diego ladeó la cabeza como alguien que necesitaba mirar algo de cerca para contemplarlo con propiedad.

―Kaysa Rose Aaline, debajo de esa capa de maldad, ¿en realidad es alguien adorable?

―¿Adorable? ―Lo miré de arriba a abajo―. ¿Quiere que meta mi puño en su...?

―Retiro lo dicho.

La pregunta se me ocurrió de inmediato. Me resistí a realizarla hasta que mi curiosidad me superó.

―¿Cómo lo hace?

Las cejas de Diego se hundieron con diversión.

―¿Qué cosa?

―Que no le importe nada.

―Sí me importan cosas, solo que no las mismas que a todos ―se encogió de hombros―. Si desea ir, vaya. No hay nadie que se lo impida más que su propia mente.

Resollé. Era ahora o nunca. Si salía mal, salía mal. Tenía que dejar ir aquel sentimiento que me frenaba, como dijo en el pasado. Solo así podría ser libre.

―Odio cuando tiene razón ―gruñí de mala gana y él creyó que fue un elogio.

―Debe ser por eso que vive diciendo que me odia.

Evité la confrontación. Mientras yo sostenía el farol, Diego se encargó de remover la puerta y la libertad nos sonrió con malicia en la oscuridad de la noche. Apagué y deposité el farol en el piso, guardándolo allí por las dudas y seguí adelante. Esa vez pudimos salir juntos. Al mirar para atrás nos percatamos de que estábamos bastante lejos. El muro que rodeaba a la academia se alzaba y nosotros nos hallábamos a una cuadra de distancia. El escritor anónimo no había mentido. Sí, había una entrada y salida secreta. Los usos que podría darle fueron tentadores.

Hablando de tentaciones, quedamos Diego y yo bajo las constelaciones y alejados de las luces de la ciudad al escoger aquella oscuridad brumosa. Por primera vez en mucho tiempo me sentía en paz. La combinación del viento y el silencio me relajaban, llevándose lejos las angustias del pasado y el futuro como una marea. Volverían, pero no por un rato. Qué lindo.

―¿Lista para tu aventura de una noche, belicosa? ―preguntó Diego, mirándome de soslayo.

―Estoy empezando a pensar que esto de que usted me tutee no es un error ―recalqué, poniendo las palmas sobre mis caderas.

―El protocolo se usa más en la nobleza. Los nacionalistas usualmente no lo hacen. Pero, si quieres que hoy no sospechen de nosotros, tendrás que tutearme.

Su razonamiento no era tan descabellado. Algo más me intrigó.

―¿Y cómo sabrías tú cómo es la gente normal?

Él no respondió con palabras, sino que me dio una sonrisa pícara, igual que alguien a quien atraparon haciendo una travesura.

―¡Oh por todos los clanes! ¡Tú saliste antes! ―agregué boquiabierta.

Supuse que no debería estar sorprendida. Tenía sentido dado su historial. Aun así, me impactó la revelación. Salir estaba más que prohibido para todos los Construidos. El hecho de que él lo había logrado me impresionó. Imaginé la Mansión Stone y a Diego escabulléndose. Era casi imposible. Oí que su casa era una fortaleza. Todos los mejores militares entrenados vivían allí. ¿Cómo diablos había logrado escapar?

―No sé por qué suenas tan sorprendida ―comentó él, tranquilo.

Me tranquilicé.

―No lo estoy, sino que me da curiosidad saber qué métodos usaste para salir.

En esa oportunidad, Diego fue quien se hizo rogar.

―No te lo diré. Hay que mantener un poco de misterio en la relación.

―¿Relación? ―repetí―. ¿Cuál relación?

El heredero pareció estar dolido.

―Sabes, no creo que estés tomando nuestra enemistad en serio.

Me mordí los labios con ganas de reír.

―¿No?

―No. Creo que nos hemos odiado por tiempo suficiente como para que me tomes en serio ―destacó Diego, reclamando, y su manera de hacer su planteo fue como si estuviéramos saliendo.

Tener un enemigo era muy parecido a tener un novio, solo que no tenías ciertos beneficios cruciales.

―¿Cómo que no? ¡Te envenené!

―Y yo me vengué. Eso demuestra mi compromiso con esta relación.

Relajé mis brazos a mis costados.

―¿Qué es lo que te preocupa?

Diego bajó la mirada.

―¿Y qué pasa si te vas con otros rivales? ¿Con quién voy a pelear?

―Descuida, estoy segura de que habrá una fila de personas queriendo pelear contigo ―aseguré, dándole una palmada en el hombro, y él volvió a contemplarme.

―Yo quiero pelear contigo.

Se me ocurrió una idea.

―Bien, ¿quieres que te insulte para demostrar que voy en serio?

―Lo apreciaría ―aceptó mi oferta.

―Eres un imbécil.

Por más que Diego estuvo tentado a caer en las viciosas garras de la diversión, sin embargo, no fue suficiente.

―Dilo con más desprecio.

―¡Eres un imbécil! ―exclamé, acercándome para agarrar su camisa con mi puño, y él sonrió encantado.

―Ah, esa es mi enemiga.

Lo solté luego de darle un par de suaves golpecitos en el pecho.

―Eres un masoquista.

―Y tú, una sádica ―replicó él en su defensa―. ¿No es una combinación grandiosa?

Ahí me di cuenta de que no me sentía tan incómoda al tutearlo, sino que era como si lo hubiera hecho desde un principio. Era refrescante.

Me aclaré la garganta para decir:

―Basta de charla.

Diego se inclinó en mi dirección con intenciones pecaminosas.

―Ya era hora.

―No me refería a eso. Jamás me referiría a eso ―aclaré y no le quedó más alternativa que enderezar su postura―. Quería decir que dado que ya has salido te he nombrado mi guía.

―Lo dices como si estuvieras dándome un título. ¿Por qué haría accedería a eso?

Recordé el par de monedas de oro que guardaba en una bolsita dentro del pequeño bolsillo de la falda larga y abultada del atuendo que me prestó Clara.

No era del color de mi dinastía.

Si ella no estaba trabajando con su uniforme, utilizaba prendas de su antiguo sector.

Stone.

Supuse que el motivo por el que Clara quería entrenar era porque antes de acabar en un orfanato y no ser adoptada fue la hija de alguna familia de soldados. Ella me lo contó en pocas palabras, ya que acabó siendo una nacionalista. Me apenó por ella, no obstante, su historia fue algo que había imaginado y por eso trataba de ser amable con mis damas. Todos teníamos nuestras razones para estar tan jodidos como estábamos.

―Porque yo tengo el dinero y debido a que es tu primera vez usando el túnel, dudo que hayas traído otra cosa más que tu brillante personalidad.

―No pienses que ese cumplido va a distraerme, aunque lo acepto agradecido. Estoy comenzando a dudar sobre lo que dijiste. Esta no es la primera vez que entras ―dedujo él, cruzándose de brazos.

―¡Eres un genio! ¿Cómo lo descubriste?

―No seas sarcástica.

―No mientas ―dije para molestarlo como siempre y bajé la voz para susurrar―. Te gusta.

―Lo hace. Al igual que cómo te queda el vestido que traes puesto. Adoro el color, por cierto.

Mis mejillas se sonrojaron como nunca. El vestido era sencillo y no muy moderno. Además de la falda, contaba con un corsé que acentuaba mi cintura y aprisionaba mis pechos. Fue una de las pocas veces en las que un vestido me hizo sentir sexy, incluso si me molestaba un poco a causa del golpe que recibí por parte de Koen. El problema era que destacaba al ser rojo, es decir, del color de la dinastía Stone.

―No es mío ―le expliqué en pocas palabras.

Fue un detalle con el que tuve que lidiar. Odié lo bonito que lucía a pesar de ser el emblema de la familia que detestaba. Los miembros de mi clan tendrían un infarto si me vieran así. Mas, ya había roto una regla al abandonar las instalaciones de la Academia Black, quebrantar otra norma no me haría daño si nadie más se enteraba, ¿verdad?

―Pues, luces... ―Él no consiguió pronunciar nada, solo suspiró como si las palabras no fueran suficientes―. Deberías usar rojo más a menudo.

Intenté que mi corazón no cruzara la frontera que nos separaba y se acelerara y me dispuse a bromear.

―Soy pelirroja. Lo uso demasiado.

―¿Entiendes mi punto?

Fingí que no y cambié de tema.

―Volviendo a lo que nos compete, es la segunda vez que entro y esta vez decidí venir preparada. No hay nada malo con ser precavida.

En teoría, no estaba mintiendo.

―Tienes razón ―dijo sin batallar.

Lo estudié.

―¿No vas a indagar más o pelear conmigo?

―No, tenemos toda una noche para hacer eso.

No refuté su argumento.

―Dicho eso, si tratas de hacer que me pierda por ahí, me las pagarás.

―¿Con qué? Tú tienes el dinero ―bromeó con inocencia.

Luché para mantener la compostura. Odiaba tanto sus bromas porque me hacían reír, incluso cuando eran más terribles que él.

―Sabes a lo que me refiero.

El brillo suave en sus ojos diferentes se intensificó.

―Lo sé. No haré nada malo, lo prometo. Siempre que salía lo hacía solo. Esta noche no. Ahora tengo una compañera.

Acto seguido nos sumergimos en lo que llamaríamos una aventura de una noche. Desde otra perspectiva, tal vez no era tan emocionante. Para mí era más salvaje que internarse en una selva con depredadores. Pero fue divertido.

La zona cercana a la academia se consideraba popular. Pese a la hora, la ciudad seguía en movimiento. Faltaban dos horas para el toque de queda. Nos internamos igual que dos ciudadanos comunes y corrientes en la calle más cercana y casualmente la más concurrida. Las personas a mi alrededor me trataban como a una igual e incluso me ignoraban. Fue fabuloso. Me llenó de adrenalina y felicidad.

Individuos de todos los clanes se mezclaban para ver los productos variados que ofrecían los vendedores. No era un mercado oficial y no había tiendas, sino puestos que probablemente los guardias rojos quitarían en la mañana. Ofrecían elementos necesarios para la vida cotidiana, joyas, productos de belleza, elementos de cocina y especias que generaban un aroma más intenso que las frutas y flores frescas que también había, y decenas de otras cosas asegurando que eran de lujo.

Por más que yo tenía dinero de sobra, no pude evitar emocionarme y señalar cada detalle que veía y Diego tuvo que esforzarse para seguirme el paso.

Enloquecí en cuanto me percaté de que había un teatro improvisado con actores y juglares que decían las cosas más disparatadas con el lenguaje más explícito. Mi corazón se aceleró percatándome de que podía maldecir a lo grande si quisiera. Era una locura impresionante.

También había puestos de comida donde ofrecían bocadillos fáciles de hacer que cocinaban frente a ti. Nunca había probado la comida chatarra. Mi estómago gruñó por más que ya había cenado. Aquí no debía seguir una dieta estricta o cuidar mis modales. Deseé saltar de alegría.

Todo era tan imperfecto que yo sentía que estaba en las nubes.

―¿Te estás divirtiendo? ―me preguntó Diego después de que lo arrastrara, agarrando la manga de su camisa para no extraviarme.

Ya habían pasado varios minutos desde que comenzamos nuestro paseo. Aunque hablé y hablé, jalé de él en más de una ocasión, y lo llevé de un lado para otro, no se quejó ni una vez y se limitó a mirarme con diversión.

―¡Sí! ―chillé a medida que seguíamos caminando entre la multitud. Tragué saliva para serenarme―. Es decir, sí. Está bien, supongo.

―¿Solo bien?

―De acuerdo, es fabuloso, ¿satisfecho?

―Sí.

Nada podía bajarme del subidón de emoción que tenía, así que me dije a mí misma que no discutiría.

―¿Y qué hacías cuando salías? ¿Ibas por ahí y le contabas a personas al azar sobre tu gran fortuna?

Era un chiste mezclado con un insulto. Fue lo mejor que pude hacer. A Diego no le molestó.

―No, la mayoría de las veces compraba libros.

Ah, sí. Libros prohibidos. Me moría de ganas de preguntarle dónde los conseguía. No lo hice.

―¿Por qué suena a algo ilegal?

―Porque lo era ―dijo, guiñándome un ojo―. Pero valió la pena.

―Puedo llegar a entenderlo.

―Es una lástima que no haya aquí. En su lugar, ¿qué harás tú?

Lo sopesé y miré lo que me rodeaba. Un hombre vendiendo bocadillos empalagosos llamó mi atención, ya que había un grupo de desconocidos queriendo comprar su mercancía, y lo señalé con timidez.

―No sé qué es, está cubierto de chocolate, se ve delicioso y lo quiero. Tráemelo y... ―Saqué la bolsa con las monedas y le di lo suficiente. No traje billetes porque valían mucho más en Idrysa y sería sospechoso―. Cómprate algo bonito.

Diego hizo una reverencia al aceptar el dinero y se lo tomó con humor.

―Oh, eres tan generosa. Gracias. Lo gastaré sabiamente.

Contuve una risa, teniendo en cuenta que su fortuna era tan vasta como la mía.

―Deja de jugar y ve antes de que me arrepienta.

Él se marchó deprisa. Para no perderlo de vista, me encaminé a un puesto de maquillaje donde atendía una mujer de alrededor de treinta años que esbozó una sonrisa de oreja a oreja al ver que me acerqué como si fuera a comprar algo.

―Señorita, ¿qué puedo ofrecerte? ―saludó ella con un tono halagador y muy exagerado.

―Nada, solo estoy mirando.

La vendedora no desistió y continuó con su actitud complaciente con la intención de obtener alguna ganancia.

―Estoy segura de que es ti quien deberían estar mirando. Eres muy bella.

Aunque era muy obvio que lo decía a todos que eran bellos con tal de que le compraran algo, acepté el cumplido.

Sonreí y me tiré el pelo para atrás en un gesto exagerado antes de sentarme en el pobre banco de madera que tenía para que los clientes pudieran probarse los maquillajes y los accesorios al mirarse en el espejo que había en la mesa.

―Bueno, ¿quién soy yo para contradecirte?

―No estoy exagerando ―mintió ella―. Seguramente tienes muchos pretendientes.

―No quiero presumir, pero sí ―dije a sabiendas de que en la academia me esperaban más de cien.

Apoyando los codos en la mesa, la vendedora prosiguió con el cotilleo.

―¿Hay alguno que te interese en particular?

Vacilé y observé a Diego de soslayo. Fue por puro instinto. No tenía idea de por qué hice eso.

―Bueno...

La mujer soltó un chillido coqueto y yo me asusté por un segundo.

―¡Es muy guapo! Tienes buen gusto. ¿Es tu esposo?

¿Por qué todos pensaban que estábamos casados?

Era irritante.

Negué con la cabeza.

―No estoy casada.

―Yo puedo ayudarte a cambiar eso ―ofreció ella y agarró un intenso labial color rojo escarlata―. Este labial es muy popular. Incluso las herederas de los clanes lo compran en secreto.

Fingí asombro, sabiendo que estaba mintiendo. Le seguí el juego.

―¿Lo hacen? ¿Por qué?

Tras agacharse para hablar con secretismo y entregarme el labial, la vendedora dijo:

―Dicen que es poderoso y que atrae a cualquiera. Si lo usas, no hay duda de que él pedirá tu mano en un parpadeo y, bueno, tendrás una noche de bodas inolvidable, si entiendes lo que digo.

Mis mejillas se colorearon sin la necesidad de comprar un rubor. Qué ridiculez.

―¿De qué hablan? ¿Algo interesante? ―inquirió Diego, sosteniendo con cuidado los bocadillos en simultáneo que venía hacia mí.

La vendedora sonrió con picardía al mirarme, no mencionó nada, y simuló que organizaba sus productos, conformándose con ser una espectadora. Me recordó a Cedric y a Emery.

―Nada que te incumba ―farfullé, depositando el labial en la mesa y esquivé su mirada.

Diego chasqueó la lengua, desaprobando mi actitud, y se sentó en el banco junto a mí.

―¿Me veo bonito?

Atisbé que agarró una horquilla bañada en plata que tenía una gran piedra preciosa verde incrustada. Le quedaba bien.

―No.

Se deshizo de la joya de mala gana.

―Si vas a mentirme en la cara, por lo menos mírame.

Volteé de mala gana y le regalé mi mejor expresión de desagrado.

―Te digo algo: no importa que expresiones raras me hagas, aun así, tienes la cara más hermosa que visto ―agregó él, coqueteando de mentiras―. Claro, junto con la mía.

Resoplé.

―Arrogante de mierda.

Se mordió los labios, analizando los míos.

―Clanes, esa boca tuya es...

―¿Qué? ¿Qué pasa con mi boca?

En vez de responderme, Diego dejó los bocadillos en la mesa, le entregó con cortesía la moneda restante que le quedó a la vendedora, y tomó el labial rojo que vio que yo tenía hacía un minuto.

―Nada. También es hermosa.

Intenté no ponerme nerviosa. Abrí la boca para decir algo y no pude. Nadie me lo impidió, solamente no me salieron las palabras. Diego agarró mi barbilla con suavidad, utilizando pulgar y su dedo índice, y se inclinó hacia mí.

―¿Qué haces?

Sus ojos se conectaron con los míos, creando un lazo invisible.

―Arte.

―Eso no es una respuesta válida.

―Que no la entiendas, no la hace inválida.

―Ni siquiera tú sabes lo que quisiste decir, ¿verdad? ―bufé y él imploró paciencia.

―Permíteme hacer esto y luego me dices que te parece.

Titubeé y respiré hondo.

―Solo esto.

Prometí que mi corazón no se aceleraría y fallé apenas Diego se aproximó más a mí. Tragué saliva y separé los labios cuando tomó el labial para pintarlos. Era como una caricia estremecedora y placentera.

Su toque era suave y gentil conmigo y a la vez capaz de provocar que se me tensaran todos los músculos a causa de lo peligroso que era estar cerca de Diego.

Mientras su atención se encontraba en mi boca, la mía se desplazaba por su rostro. Descubrí que en realidad no me molestaba tenerlo a escasos centímetros. Aunque debería, no lo hacía.

En cambio, disfruté de la oportunidad de memorizar los detalles, como a un lugar que temías que no volverías a visitar, ya que no me atrevía a tocarlo.

Me abrumó aceptar que era guapo, pero no podía parar de verlo. Era magnético. Atraía mis ojos, incluso si trataba de desviarlos. Ahí empecé a enfadarme conmigo misma. Debía estar perdiendo la cordura.

―Sabes, creo que esta es la primera vez que he estado tan cerca de ti y no has intentado atacarme ―comentó Diego aun mirando mi boca como si estuviera hipnotizado pese a que ya había dejado el labial en la mesa.

Apreté los labios para distribuir el labial y los separé.

―Estás al tanto de por qué no lo hice ―sentencié, siendo sincera. Debíamos pasar desapercibidos―. No te hagas ilusiones.

Una sonrisa amenazó con aflorar en Diego en tanto volvía a concentrarse en mí.

―La esperanza es lo último que se pierde.

Me incliné más en su dirección para susurrarle al oído:

―No, la vida es lo último que se pierde y deja de mirarme así o lo comprobaras.

Para equilibrar las cosas, Diego aprovechó nuestra proximidad y sus labios casi rozaron mi oreja al decir lo siguiente:

―No seas mala. Sabes que pienso que es sexy.

Apretujé mis muslos al sentir un cosquilleo en las terminaciones nerviosas de mi cuello.

―¿Quieres escuchar algo realmente sexy?

Los dos nos enderezamos y nos enfrentamos.

―Soy todo oídos.

―Di otra cosa así y no volverás a hablar en tu vida ―bramé molesta por las buenas sensaciones que me provocó.

A modo de respuesta, Diego hizo un gesto que indicaba que sus labios estaban sellados.

Yo guardé el labial junto con mi dinero y volteé para ver mi reflejo y verificar que él no había hecho un desastre y, en efecto, estaba más que bien. Fue extraño ver el rojo intenso. Me gustó y me hizo desear probar otros colores también.

Mas, no todo fue fenomenal. Yo cargaba un reloj en mi muñeca y al revisarlo me percaté de que el tiempo había volado. Deberíamos regresar a la academia antes de que notaran que nos habíamos ido.

―Vámonos o estaremos en problemas, Stone.

Por un segundo no nos dimos cuenta de mi pequeño error hasta que los dos abrimos los ojos como platos y volteamos a ver a la vendedora, quien se sorprendió casi tanto como nosotros.

Los dos soltamos una maldición. Antes había miles de personas con el apellido Stone en el mundo. Luego de las leyes que redactaron los fundadores hacía años, solo quedó una familia capaz de utilizarlo y por eso entré en pánico. Debíamos huir, sí o sí.

―Un poco tarde para eso ―bromeó Diego, en tanto nos levantábamos a toda velocidad para irnos.

Nos adelantamos, sin embargo, yo retorné para buscar los bocadillos, lo que hizo que Diego soltara una carcajada fugaz y tuviera que tomarme de la mano para escabullirnos entre el gentío sin perdernos.

Una vez que nos aseguramos de que estábamos bien lejos de allí, frenamos en un callejón cercano a nuestro objetivo para recuperar el aliento. Diego me regaló una mirada, pidiendo una explicación.

―Fue un accidente, ¿de acuerdo? Los accidentes pasan ―justifiqué, agachándome para poner mis palmas en mis rodillas y calmar mi respiración.

Él rio con ironía y tiró la cabeza para atrás previo a erguir su postura.

―Eso es lo que le dirás a los demás después del infarto que acabas de darme.

―Con gusto.

Tras la pelea, caminamos un poco más, comimos los bocadillos con calma, disfrutando de un paseo más tranquilo, y charlando sobre lo que veíamos bajo el cielo como si estuviéramos en una cita con el reino.

―¿Qué tan ricos están? ―me preguntó Diego ante la expresión de satisfacción que esbocé al terminar con mi dulce.

―Es como comer felicidad.

Temí que me juzgara como lo había hecho tanta gente cuando yo comía y, en cambio, me tendió el bocadillo que le quedaba a él como si le encantara que a mí me encantaran.

―¿Quieres el mío?

―¿No te gustaron? ―indagué, dudando sobre si aceptarlo o no, y me sonrió sin poner escudos.

Siempre se veía rudo y crudo a causa de su expresión natural, pero cuando sonreía lucía como una persona capaz de irradiar alegría para todo el mundo.

―¿Lo quieres o no?

Se lo arrebaté de un manotazo.

―Más vale que no te arrepientas.

―No lo haré ―aseguró, mirándome de soslayo―. Ahora dame un momento.

Antes de que pudiera replicar, se alejó a grandes zancadas. Esperé en el gentío, devorando el último bocadillo y estando tan feliz y satisfecha que no quería volver jamás a mis antiguas obligaciones.

―Cierra los ojos.

A pesar de que sabía que era Diego porque reconocí su voz en medio de las voces apabullantes de la muchedumbre, fruncí el ceño y quise voltear.

―¿Qué?

Me puso una mano en el hombro, obligándome a darle la espalda.

―Cierra los ojos.

―¿Para qué? ―indagué, quieta―. ¿Me vas a secuestrar? Porque si lo estás por hacer, es de muy mal gusto, considerando que te di de mis chocolates.

―Deberían darte un premio por ser tan desconfiada. No, no te voy a hacer nada. Quiero darte algo. Así que, hazme caso, al menos una vez en tu vida.

Lo interrumpí, impaciente, y bajé los párpados.

―Bien, cerraré mis ojos.

No supe qué esperar. Distinguí sus pasos, entendiendo que se estaba poniendo frente a mí, y escuché un siseo. Creí que era una serpiente por un momento y luego me pregunté de dónde podría haberla sacado tan rápido. En fin, Diego era tan impredecible que todo era posible con él y eso me gustaba tanto como me asustaba.

―Listo. Ábrelos.

Le hice caso lentitud. Me llevé una sorpresa viendo como las pequeñas y doradas chispas saltaban cerca de mí como estrellas vivas y después parpadeé descubriendo que él sostenía dos luces de bengala, una en cada mano, y podía jurar que la luna se reflejó en sus ojos.

―Sé que soy el hombre que menos te cae bien en todo el universo, pero, si te doy las estrellas, ¿me detestarías un poco menos? ―inquirió Diego suavemente. Era una broma sutil.

Tal vez fue el azúcar del bocadillo o la forma curiosa en que planteó la pregunta lo que hizo que aceptara una de las luces de bengala.

―Solo un poco.

Fuimos avanzando, conversando de nimiedades y jugando con las bengalas, entrelazándolas con cuidado y divirtiéndonos con ellas.

Cuando se apagaron, tuve que preguntar.

―¿Cómo las conseguiste? ¿Las robaste?

―Por más que me gustaría decir que robe las estrellas del cielo por ti, no y no te diré cómo las conseguí porque eso le quitaría la magia al asunto. Solo sigamos.

Nos dirigimos a la entrada oculta del pasadizo secreto. Yo iba a seguir sin más cuando de repente Diego estiró el brazo, bloqueándome el paso, y nos volteamos para darle la espalda al camino.

―¿Qué?

―Hay guardias ahí ―señaló Diego con más seriedad―. Los reconozco. Son de la academia. Sabrán que somos nosotros si nos ven.

Solté un improperio. Por supuesto, nada podía ser tan simple.

―¿Y qué hacemos? El toque de queda será pronto. No podemos simplemente quedarnos y esperar a que se vayan.

―No lo sé. Tú eres la experta. ¿No sabes si hay otra entrada?

―No los conozco todos. Se llaman pasadizos secretos por una razón. ¡Son un secreto!

No teníamos minutos de sobra y Diego se apresuró a brindar sugerencias alocadas.

―Entonces, ¿qué? ¿Entramos por la puerta principal, fingiendo que nada pasó, o buscamos algo parecido a un hotel?

―¿Hotel? Ni loca ―bufé por adelantado―. Si debo elegir entre pasar la noche contigo o en un calabozo, elijo el calabozo.

―Eso no es de mucha ayuda.

―No, pero es cierto.

―No, no lo es.

Deliberamos por unos instantes y llegamos a la conclusión de que un hotel era la opción más factible por más que a ninguno de los dos le fascinaba la idea. En consecuencia, nos dispusimos a buscar con rapidez algún alojamiento.

Fue frustrante. Incluso cuando encontramos un lugar decente, sobrepasó nuestro presupuesto y la dueña se negó a siquiera continuar negociando con nosotros.

―¡Es un disparate! ―farfullé a medida que salíamos del establecimiento con indignación―. No es posible que rentar una habitación cueste tanto.

―Yo aún sigo sorprendido que estabas a punto de acceder a compartir un cuarto conmigo ―comentó Diego con franqueza.

―Bueno, ya no va a pasar, así que, qué más da.

El heredero suspiró, relajado. Él no se alteraba de verdad al menos de que fuera grave o no lo mostraba, no estaba muy segura de ello.

―Tranquila.

―¿En serio piensas que si dices "tranquila" mágicamente me voy a calmar?

―No, ¿un abrazo ayudaría?

Gruñí. Me puse a reflexionar. Debía haber una solución.

―Ten esto por un segundo ―dije, entregándole el dinero para poder darme vuelta y peinar mi cabello. La temperatura no había bajado desde aquella calurosa tarde―. Cuidado.

―¿Qué? ¿Crees que lo voy a perder?

Hubiera sido una broma que habría pasado de largo de no ser porque cuando Diego elevó el brazo y sacudió la bolsa con las monedas de oro restantes, alguien pasó a gran velocidad y se la arrebató antes de salir corriendo otra vez. Los dos nos quedamos boquiabiertos sin procesar lo que acababa de suceder. Nadie más pareció notar que habíamos sido asaltados.

Clanes, era muy obvio que no salíamos a menudo.

―¡Sí, eso es exactamente lo que creo! ―le respondí con cólera―. ¿Por qué carajos hiciste eso?

La culpa se reflejó en Diego.

―Oye, no culpes a la víctima.

―¿Y qué hacemos?

―Hay que seguirlo ―sugirió y, por más ridículo que fuera, lo hicimos porque necesitábamos ese dinero.

Gracias a que Diego reconoció al ladrón, pudimos perseguirlo. Nos detuvimos en cuanto vimos que ingresó a una taberna sin nombre. Qué horror. Ahí probablemente gastaría todo.

―No podemos ir y destrozarlo. Recuerda que estamos intentando no llamar la atención ―le recordé apenas propuso que fuéramos por él―. Vamos a recuperarlo, solo que no de ese modo.

―¿Tienes algún plan?

―Sí.

―¿Involucra venganza?

―Solo al final.

―Acepto ―accedió Diego sin más remedio.

Con un objetivo claro, nos trasladamos al interior de la taberna. Era un lugar pintoresco, por así decirlo. Desde afuera no se veía mucho por la oscuridad de la noche y la iluminación de adentro no le hacía ningún favor. Se resumía en un espacio reducido y rústico, un conjunto de mesas y sillas de madera barata, individuos charlando y bebiendo cerveza o licor, barriles de alcohol detrás de una barra labrada donde atendía un hombre y una mujer llevaba los pedidos, y no mucho más. Jamás había estado en un sitio de esa categoría. Era peculiar.

Cuidando nuestros pasos, Diego y yo nos sentamos en un sector alejado para que el ladrón, quien ya se hallaba ocupado con un par de mujeres y un hombre con el que estaba apostando, no se percatara de nuestra presencia y nosotros pudiéramos vigilarlo.

―Ja ―mascullé, estudiando al hombre de alrededor de veinte años, pelo negro, ojos oscuros, y sonrisa atrevida que se ubicaba a unos metros. Incluso tenía una máscara oscura que atravesaba su ceja, su ojo y parte de su pómulo derecho. Apenas se notaba. De una extraña manera me resultó ligeramente atractivo, aunque no fuera nada fuera lo ordinario.

El ceño de Diego se hundió.

―¿Qué?

Lo escudriñé.

―El ladrón. Pensé que sería más feo.

Diego cruzó los brazos sobre su pecho y se reclinó en su silla.

―¿Estás bromeando? Dices que prefieres ir a prisión antes que estar conmigo, pero consideras que "eso" es atractivo.

Sonreí con malicia.

―Te carcome por dentro, ¿no?

―No.

―Sí.

―No ―cortó él, estando en negación―. ¿Cuál es el plan?

Tuve que rendirme.

―Como no podemos hacer un escándalo en público, debemos llevarlo a un lugar alejado a solas.

―¿Y cómo lograremos eso?

―De la forma más simple que hay para hacer que un hombre haga lo que quieras: seduciéndolo ―expliqué sin emociones.

No dudó ni un segundo en rechazar mi plan.

―Ni de chiste.

―¿Por qué no?

―Es arriesgado.

―Todo lo que hacemos es arriesgado y a ti nunca te ha molestado corre riesgos. ¿Cuál es el problema?

―Simplemente no me gusta la idea de que vayas por ahí a coquetear a un desconocido ―confesó él un poco tenso―. No sabemos lo que pueda pasar.

―¿Por qué? ¿Temes que me guste de verdad?

―No es eso.

―¡Es precisamente eso! ―exclamé fascinada con la revelación que me dio su tono de voz―. ¿No soportas la idea de que a una persona le guste alguien que no eres tú?

Escapó de mi mirada hasta que fijó la suya en mí.

―No, solamente que a ti lo haga.

Mi diversión malvada cesó de golpe.

―¿Por qué?

No hizo más que un encogimiento de hombros.

―Tú lo dijiste. Soy arrogante y todo lo demás.

Arqueé una ceja.

―Lo eres, pero esa no es la razón. ¿Qué pasa, Stone?

―Te encantaría que te diga que son celos, ¿no? ―farfulló Diego, apoyando los brazos en la mesa para acortar la distancia.

Curvé la esquina derecha de mis labios.

―No lo sé, me encantan un montón de cosas.

Le maravilló mi actitud.

―Eres malvada.

―Y tú eres celoso, mi amigo.

―No me llames amigo ―suplicó él con rendición―. Eso es peor que ser tu enemigo.

Requerimos un momento para cambiar el ambiente entre nosotros.

―Nada de esto importa porque iré igualmente. Tenemos que recuperar todo ―formulé, obvia, y él cedió.

―Bien. ¿Por qué debes ir tú? ¿Por qué no puedo ir?

―Porque te robo a ti, no a mí. Te reconocerá. Además, dudo que tú seas su tipo.

En esa oportunidad, Diego se ofendió de verdad.

―Eso es insultante. Yo puedo seducir a cualquiera si me lo propongo.

Me armé de valor y me levanté.

―Yo también y no solo a chicos.

Procedí a acomodar mi corsé de modo que mi escote resaltara, arreglar mi pelo suelto, y cuidar el estado de mis labios teñidos de rojo. Era hora de seducir.

―¿Qué estás haciendo? ―consultó Diego después de contemplarme como si le hubiera arrebatado la voz.

―¿Cómo me veo? ¿Bien?

Él tragó grueso, haciendo que se marcara su nuez de Adán.

―Esa no es la palabra que usaría.

―¿Y cuál utilizarías? ―curioseé, entretenida.

―Cuando la encuentre, te lo digo.

Me concentré para que no me distrajeran sus dichos.

―Esto es lo que haremos: iré, haré lo que acordamos, y tú nos seguirás. Ten cuidado para que no te vea.

―Dudo mucho que preste atención a lo que haya a su alrededor una vez que vayas ―murmuró Diego y se me escapó una risa tonta.

―No te equivocas.

―De acuerdo. Tú mantenlo entretenido y yo me encargo del resto. Clanes, este es un plan terrible.

―Esa es tu opinión ―articulé y me dispuse a andar―. Ahora mira y aprende cómo se seduce a alguien.

Me esforcé para que no se reflejaran mis nervios y me encaminé a la mesa del ladrón. Tenía que causar un impacto, por ende, no esperé a que me notara, sino que fui con una sonrisa pequeña y coqueta y la mirada fija él.

―Buenas noches, chicos ―saludé y apoyé las palmas en la mesa para interrumpir su juego, haciendo que unos mechones de mi cabello cayeran sobre mi pecho―. ¿Puedo unirme a ustedes?

El ladrón, quien yacía sentado frente a mí detrás de la mesa, pareció olvidarse de sus apuestas en cuanto se topó conmigo y me devolvió la sonrisa.

―Nada me haría más feliz ―respondió él sin reconocerme.

Perfecto. El plan estaba en marcha.

Minutos más tarde las otras dos chicas que lo habían acompañado se retiraron al perder el interés del ladrón, yo me hallaba al lado de él, y la apuesta estaba a punto de terminar.

―¿Estás seguro de qué quieres hacer eso? ―pregunté con nerviosismo al ver que había apostado todo.

―¿Qué? ¿No confías en mis habilidades? ―cuestionó el ladrón, volteando a verme para acercándose a mí por un segundo y lo aproveché.

―No lo sé, tendría que verte en acción para eso ―dije con la intención de que sonara con doble sentido.

―No falta mucho para eso ―aseguró él, estudiando mi rostro con lentitud.

En tanto el ladrón se volvía a enfocar en lo demás, busqué con la mirada a Diego y lo localicé. Había cambiado de lugar y en la actualidad observaba la escena detrás de una columna de madera con incredulidad. Me dio risa.

Regresé a mi centro cuando el ladrón ganó de vuelta todo lo que nos había robado e incluso lo duplicó. Mi corazón codicioso se lo agradeció. Tal vez así conseguiríamos rentar un hotel luego de recuperarlo.

El hombre con el que apostaba se marchó con un humor de perros y nos dejó solos. Oficialmente empezaría la cacería.

―Eres mi amuleto de la suerte ―declaró el ladrón, juntando y guardando las monedas de oro en uno de los bolsillos de su chaqueta.

―Oh, ¿sí? ―bisbiseé, mordiéndome el labio con suavidad para no mancharme con el labial rojo―. ¿Y qué harás con toda esa suerte?

Él procedió a colocar un brazo en la mesa y el otro sobre el respaldo de mi silla en busca de aproximarse a mí.

―Tengo algunas ideas que creo que te pueden interesar.

Observé cómo me acorralaba con lentitud.

―Me gustaría oírlas.

El ladrón respiró profundo.

―¿No prefieres hacerlas?

Coloqué la mano en su pierna para detenerlo justo en el instante en que pretendía ponerse de pie.

―No vayas tan rápido o arruinarás la diversión.

Todo fue para que el ladrón no viera a Diego. La camarera había ido para tomar su orden, exponiendo su ubicación, y lo que hice sirvió de distracción.

―Estás en lo correcto ―concordó él con nerviosismo después de que arrastrara la mano para quitarla―. Lo primero es lo primero. No tengo problema en seguir llamándote "princesa", pero adoraría conocer tu nombre también.

Tomé la copa de alcohol que él había estado bebiendo y se la entregué sin despegar mis ojos de los suyos.

―¿Para qué quieres saber mi nombre?

Se dedicó a contemplarme con perversidad a la vez que tomaba un sorbo.

―Para hacer que te lo olvides más tarde.

A lo lejos Diego puso una cara de asco al oír la conversación y casi provocó que yo estallara a carcajadas. Tuve que aguantarme la risa.

―¿Y cómo planeas lograr eso?

Tras abandonar su copa, el ladrón se inclinó para darme un beso en el cuello.

―Por ejemplo, con esto.

Acto seguido hubo un estruendo del cual no supe identificar la causa hasta que volví a ver a Diego simulando que no hizo nada. Aún no entendía qué le molestaba tanto de la situación. Yo debería estar molesta.

―Quizás deberíamos irnos. Este lugar es muy ruidoso ―sugerí con amargura y por ruidoso me refería a Diego.

Para mi sorpresa, el ladrón se enderezó para verme.

―No, quédate un poco más. No hay prisa.

Tuve que superar el miedo a que nos descubriera y emplear pobres mis tácticas de seducción. En mi defensa, a los Construidos nos entrenaron para ser atractivos. Cuidado, ser atractivo no tenía nada que ver con ser bello. No nos prepararon para algo tan pusilánime como creer que las personas eran superiores por su belleza, sino para saber utilizar los gestos, la voz y lo que decíamos para resultar agradables a simple vista. Todo igual que las sirenas que cantaban para capturar marineros sin la necesidad de mostrarse en los relatos.

―Bien. Si no la hay, ¿por qué no me dices cómo te llamas?

―Soy Lucien. Ahora, dime, ¿qué tengo que hacer para ganar tu nombre?

Tragué grueso, ansiosa.

―Depende. ¿Qué estarías dispuesto a hacer?

―Lo que sea que me pidas, princesa ―anunció él con la voz tersa.

―Esa es la respuesta correcta.

Lucien duró un poco más luego de que le diera mi muy común y segundo nombre. Bebió unos tragos más sin sospechar del hecho que yo no tomé nada y comenzó a bajar sus defensas hasta que finalmente accedió a salir de la taberna. Supuse que estaba acostumbrado a las cosas que sucedían de noche.

Por otro lado, vi a Diego de reojo al atravesar la salida para avisarle que debía seguirnos y lució impaciente todo el camino. Me divertí. Encontré una nueva forma de torturarlo.

―¿A dónde me estás llevando? ―preguntó Lucien al darse cuenta de que lo guiaba a un callejón solitario.

― ¿Por qué? ¿Temes que te haga algo? ―planteé, caminando para atrás en simultáneo que le agarraba la mano para que se enfocara en mí.

―No, eres libre de hacerme lo que quieras, Rose. ―Él tiró de mí para que terminara colisionando contra su cuerpo. No vi venir eso―. Y cuando quieras.

―Claro, es solo que me cansé de esperar.

―Es comprensible.

Lo siguiente ocurrió en cuestión de segundos. Lucien me empujó con suavidad hacia la pared de una casa que había allí y se inclinó para besarme.

Maldije, deseando que apareciera Diego o si no tendría que ponerme ruda, y los labios de Lucien rozaron los míos justo cuando alguien jaló de él desde atrás y sin vacilar lo noqueó en un parpadeo y sin recurrir a la violencia al dar en un punto que prácticamente lo puso a dormir.

―¿Qué pasó con "no debemos llamar la atención"? ―farfullé, viendo al ladrón tendido en el suelo.

―Lo siento ―se disculpó Diego, aunque me lo decía a mí, no al hombre inconsciente―. ¡Él estaba a punto de besarte!

―¿Y? Eso no es un crimen.

Siendo sincera, había pasado tanto tiempo desde que besé a alguien que sentía que lo habían prohibido con una ley.

―No, pero robar lo que es mío sí.

―El dinero no era tuyo.

Diego vaciló.

―Aun así.

Su explicación no tenía sentido. Decidí ignorarlo.

Resoplé y me agaché para revisar los bolsillos en busca del dinero. Eureka. Lo encontré en un santiamén. Lucien nos había robado. Lo justo era que le robáramos de vuelta.

―De todas las personas a las que pudo elegir para robar, nos eligió a nosotros ―se burló Diego.

―Lo sé, ¿verdad? ―reí―. Vamos.

Utilizando la idea de Diego, hallamos a una persona que alertara a los guardias rojos para que arrestaran al ladrón puesto que no podíamos mostrar nuestras caras. Regresamos a la entrada del pasadizo secreto para corroborar que los guardias rojos continuaban allí y lo estaban.

Tuvimos que ir al hotel que nos rechazó y en esa ocasión aceptó mis monedas de oro para alquilar una habitación, ya que era para lo que nos alcanzaba.

No me habría escandalizado por compartir un cuarto de no ser porque no era un hotel ordinario, sino que era una casa del placer y no lo supimos hasta que sonó el toque de queda, impidiéndonos salir de allí

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