Un Siervo para Amanda (El Áng...

By BecaAberdeen

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AMANDA FAIRFAX VIVE EN UNA SOCIEDAD DOMINADA POR LAS MUJERES Durante el deslumbrante baile que marca su debut... More

Explicación del título
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Universo EL ÁNGEL
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By BecaAberdeen

Durante el camino de vuelta, sus primas estaban envueltas en una nube de frenesí en la que comentaban una y otra vez lo ocurrido. Al llegar a la casa, volvieron a repetirle la historia a Mary y Evelina con tediosos detalles. Ambas mujeres se volvieron hacia ella justo cuando iba a escaparse por las esca- leras, con la excusa de necesitar un baño, para indagar sobre la supuesta picadura de Callum con la que Amanda había ex- cusado su reacción ante la serpiente.

—Ya no queda rastro de la picadura —tartamudeó Amanda, dando pasos hacia la escalera—. Me temo que necesitamos un baño urgente.

No les dio tiempo a que protestaran; tomó a Callum de la mano y subió los tramos de la escalera de dos en dos como solía cuando era niña.

Callum no dijo ni una sola palabra hasta que cerró la puerta del baño. Antes de que completara su frase, Amanda le indi- có con un movimiento de manos que mantuviera el tono de su voz bajo, pues siempre había gente pululando por aquella planta.

Se acercó a él para no tener que alzar la voz.

—Te explicaré como bañarte y te dejaré solo.

Callum echó un vistazo a la tinaja blanca que se sostenía en cuatro patas de garra doradas.

—No es necesario, es igual que la del Andrónicus. Pero no necesito un baño, nos hemos dado uno esta mañana en el lago.

—¿Cuándo fue la última vez que te diste un baño con ja- bón y esponja? —Amanda se cruzó de brazos y lo miró como una institutriz miraría a su alumno más travieso.

—La noche antes de la ceremonia en la que me raptaste. Si ha habido algún baño antes de eso, mi conciencia no estaba allí para recordarlo.

Amanda arrugó la nariz para mostrar su disgusto.

—Bueno, jovencito, ya no vives en el Andrónicus. En esta casa procurarás bañarte a diario.

—¿A diario? —protestó con incredulidad.

—Así es —aseguró Amanda con determinación—. Por suerte nos lo podemos permitir y contamos con agua caliente directa, algo que pocas casas tienen. Además, cuando te acos- tumbres a bañarte a diario te preguntarás cómo podías vivir sin ello. Te dejaré para que empieces, y no te demores, pues estoy deseando darme un baño yo misma.

Se encaminó hacia la puerta, ignorando la cara de fastidio de su siervo. Con una sonrisa, se dispuso a cerrar la puerta, cuando Sarah surgió de la nada con claras intenciones de en- trar en el baño.

—¿A dónde vas? —soltó Amanda con tono alarmado.

Sarah pestañeó varias veces sorprendida por la pregunta y reaccionó:

—¿No es obvió?

—Callum está dentro. Va a darse un baño.

—¿Dejas que tu siervo se dé un baño solo? —exclamó Sarah con incredulidad—. Eso es muy peligroso, Amanda, podría tener un accidente.

Amanda apretó tanto los dientes que le sorprendió no par- tirse ninguno. No podía explicarle a su prima que en su caso en particular, era más peligroso presenciar el baño de su siervo, que no hacerlo. La joven continuaba mirándola, expectante, hasta que Amanda hizo un leve gesto con la cabeza y volvió a entrar en el baño. Se quedó mirando la puerta cerrada durante unos segundos, incapaz de darse la vuelta.

Despacio, giró sobre sus talones manteniendo la mirada en el suelo de cuadraditos blancos y negros como si este fuera tan fascinante con las páginas de su libro favorito. Las ropas de Callum estaban amontonadas en el suelo junto a la bañera. Él estaba completamente desnudo con los brazos en jarras es- perando a que se llenara.

—Es costumbre que las damas asistan a sus siervos durante su baño por su seguridad —musitó con la mirada fija en la pared opuesta de la habitación—. No quiero levantar más sospechas.

Se sentó en la silla que descansaba a pocos pasos de la bañera y dirigió sus ojos hacia los de él, concentrándose por mantenerlos allí. El joven asintió despreocupado y totalmente en paz con su desnudez.

—Genial. Estaba leyendo el panfleto de las hijas de Lilith y hay algo que me ha llamado la atención.

Amanda intentó mantener la compostura y tomarse aquello con tanta naturalidad como Callum, pero no pudo evitar cu- brirse los ojos con la palma de la mano y mirar hacia otro lado cuando él se colocó justo en frente de ella.

—Callum, ¡por favor! —rogó, echándose hacia atrás en el respaldo de la silla.

—¿Qué ocurre?

—Tu desnudez me incomoda —explicó con voz estrangu- lada y la mano aún sobre su rostro.

—Acabas de decir que es costumbre asistir a los siervos durante su baño.

—Pero ellos no son conscientes.

—Entonces, lo que te incomoda no es mi desnudez, sino el hecho de que yo sea testigo de que me ves desnudo —inquirió él, genuinamente confuso—. Pero a mí no me importan esas tonterías, Amanda.

Dicho esto, le agarró la muñeca para impedir que se tapara la cara. Amanda respiró hondo y se dijo que era hora de com- portarse como una adulta.

Callum se inclinó frente a ella para que sus rostros estuvie- ran a la misma altura.

—Quizá te sientas mejor si tú también te quitas la ropa

—sugirió él, con el tono de un doctor que recomienda dar pa- seos matutinos para mejorar la salud de un paciente.

Ni siquiera fue capaz de responderle, sino que se limitó a mover despacio la cabeza, como una niña pequeña que se aferra a su derecho de negarse a algo, aún sin saber muy bien porqué.

Callum se encogió de hombros y se metió en la bañera humeante. Soltó un quejido porque no había comprobado la temperatura del agua antes de hacerlo. Al parecer, Sarah tenía más razón de lo que había creído.

—Como te decía... —se detuvo, mirando a su alrededor en busca de algo. Amanda adivinó de qué se trataba, puso los ojos en blanco y se levantó para coger el jabón transparente de Pears y una esponja. Ahora, que la cintura de Callum estaba tapada por el agua, se sentía civilizada de nuevo. Le entregó los utensilios y se inclinó para coger el panfleto que Callum había dejado sobre la montaña de ropa.

—¿Lo que dice el panfleto sobre Henry VIII es cierto?

—preguntó con interés, mientras frotaba sin éxito el jabón agrietado contra la esponja, incluso más seca.

Amanda colocó sus manos sobre las de él, las hundió en el agua para que tanto el jabón como la esponja se humedecie- ran, y después sacarlas, lo incitó a frotarlos de nuevo. Callum observaba sus indicaciones con los labios entre abiertos de un niño que aprende algo nuevo.

Sus fuertes hombros y su pecho estaban fuera del agua, pero las gotas que habían huido de la superficie en forma de vapor, se resbalaban por su piel caliente. Amanda se apoyó sobre el borde de la bañera con los ojos fijos en su cuerpo. No solo la timidez de antes se había marchado, sino que un pen- samiento muy distinto la había sustituido. El de tocar su piel mojada sin que nada más importara.

—¿Amanda? —dijo, mientras se frotaba el pecho con la esponja. El vello que cubría la protuberancia de los músculos de su pecho estaba teñido de burbujas blancas.

Pestañeó, intentando recordar la pregunta y carraspeó al notar que su voz estaba adormilada.

—Supongo que sí, ¿qué dice el panfleto?

—Dice que tuvo seis esposas, y cuando se encaprichaba con una mujer nueva, conseguía que las ejecutaran o las anu- laran, y que, incluso, cambió la religión del país para poder tener una esposa nueva.

—Me temo que es cierto.

—Menudo monstruo —recapacitó en voz baja, y comenzó a enjabonarse el pelo con la esponja—. No lo entiendo, ¿por qué querría un hombre cambiarse de esposa? ¡Y tantas veces!

Amanda suspiró deseando que Callum pudiera permanecer tan inocente para siempre. En un ataque de ternura, le quitó la esponja de la mano antes de que acabara por meterse jabón en los ojos. La tiró al agua y empezó a masajearle el pelo con las yemas de sus dedos. Él cerró los ojos con placidez.

—Se aburría de ellas después de un tiempo —susurró, pues estaba arrodillada a espaldas de Callum y con su boca cerca de la nuca de él.

—¿Cómo puedes aburrirte de tantas mujeres? —razonó con un tono relajado. Echaba la cabeza hacia el lado que ella masajeara, disfrutando de lo que le hacía—. Yo creo que el rey Henry era el aburrido, y cuando la esposa se daba cuenta se libraba de ella.

Amanda sonrió.

—Eres maravilloso, Callum.

No tenía que haberlo dicho, pero las palabras habían salido antes de que pudiera detenerlas, y terriblemente cargadas de sentimiento.

Él abrió los ojos al escucharlo y giró la cabeza para mirar- la. Sus preciosos ojos iris azul plateado enroscados con los suyos, provocando todo tipo de torturas en su interior. Se que- daron allí mirándose con los labios entreabiertos, tan cerca que podía sentir el cálido aire del interior de Callum acariciar su piel. La miraban con una mezcla de expectación, emoción y confusión. Solo tenía que moverse medio palmo para rozar el rostro y los labios húmedos de su siervo. Podía quitarse la camisa y los pantalones y hundirse la cálida tina con él. Él nunca la haría daño.

Una pizca de jabón se deslizó por la frente del muchacho y se metió en su ojo. Callum chilló de dolor y, en un gesto instintivo, se lo frotó con las manos llenas de jabón.

—Silencio —lo instó, echando un vistazo a la puerta.

Logró que se apartara la mano de la cara y le limpió el ojo con una toalla seca. Cuando Callum se tranquilizó un poco, volvió a recordarle que bajara el tono y dejara de chapotear descontrolado en el agua para intentar aclararse el pelo.

Cogió una jarra, la llenó de agua para vertérsela en la ca- beza.

Callum salió de la bañera y ella se apresuró en envolverlo con la toalla. Mientras él se secaba, se alejó tres pasos pruden- ciales y lo contempló como lo que era: un volcán hermoso, pero inexperto y sin autocontrol a punto de estallar. Pero, por suerte para ella, aquella gota de jabón la había salvado de sí misma.

Después de la cena, Callum siguió a Amanda hasta la puer- ta de su habitación. Antes de tocar el pomo se giró hacia él. Parloteaba incesante sobre el tema que había acaparado la cena, la gran votación, hasta que ella alzó una mano para aca- llarlo.

—Vete a tu habitación, Callum. Mañana tendremos una jornada importante y debemos descansar.

Como siempre que lo mandaba a dormir, el joven puso una mueca. Ignorando su petición, colocó su mano en el pomo para intentar abrir la puerta. Ella se lo impidió empujándolo por el pecho.

—Por una vez, me gustaría que respetaras mis deseos de descansar —ordenó. Por alguna razón estaba molesta con él desde el baño. Empezaba a agotarla su falta de capacidad para controlar la tentación. En esos momentos, estaba tan cansada que por un instante deseó que fuera como los demás hombres.

—¿Qué ocurre mañana? —preguntó el muchacho sin pre- ocuparse por su rudeza.

—Es una sorpresa —respondió, suavizando el tono. Se sentía culpable por haberlo siquiera pensado—. Pero, créeme, será un día muy intenso.

—Déjame ir a mi habitación a través de la tuya —se aba- lanzó sobre ella, aprisionándola contra la superficie de la puerta. Sus miradas volvieron a conectar con la intensidad de las dos ocasiones en las que se había planteado besarle.

—Esa puerta está cerrada y no sé donde está la llave

—balbuceó, recordándose a sí misma que si luchaba contra ese instante de tentación, se alegraría más tarde.

Él la miró con una expresión tan abatida que se le encogió el corazón. El abatimiento dio paso al ultraje.

—Mientes para que te deje tranquila —acusó con resigna- ción. Se dirigió a su dormitorio y no se dio la vuelta cuando ella lo llamó.

Amanda soltó un bufido mientras entraba en su dormitorio. Estaba demasiado agotada como para apelar a su paciencia aquella noche.

Luego de ponerse el pijama, apoyó el trasero sobre el bor- de de la cama y comenzó a peinarse.

Fue entonces cuando lo vio. Su collar, aquel que había lle- vado el día de la ceremonia, y el cual estaba segura de haber tirado en el bosque porque Jane se había burlado, estaba pega- do de alguna forma a su pared como si se tratara de un adorno. Se acercó a él. No estaba adherido directamente a la pared, sino a una fina hoja, y bajo este se leía:

«Medalla al día en que mis opiniones dejaron de ser escla- vas de otra ama».

Boquiabierta, releyó la frase dos veces, y volvió la cabeza hacia la puerta que comunicaba con la habitación de Callum. Debía de haber preparado aquello después de su baño, mien- tras ella tomaba el suyo. Ahora entendía porque había insisti- do tanto en entrar con ella. Quería ver su reacción al encontrar la medalla que le había preparado.

Lo rozó con sus dedos. Si antes mirar la joya la hacía sen- tirse avergonzada, ahora la hizo sonreír.

Se fue a dormir con esa sonrisa en los labios.

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