Un Siervo para Amanda (El Áng...

By BecaAberdeen

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AMANDA FAIRFAX VIVE EN UNA SOCIEDAD DOMINADA POR LAS MUJERES Durante el deslumbrante baile que marca su debut... More

Explicación del título
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By BecaAberdeen

La iglesia estaba abarrotada. Dos oponentes se enfrentaban sobre el altar, encarando al resto de la sala. Las asistentes guardaban silencio mientras que Mary Fairfax, la madre de Amanda, leía un extracto.

―«Entre medias de los flancos de las mujeres se encuentra el útero, una viscosidad femenina, cercanamente parecida a un animal; pues se mueve por cuenta propia de un lado a otro, también hacia arriba hasta los cartílagos del tórax...», bueno, continúa con la explicación sobre todas las zonas de nuestro cuerpo por el que se desplaza nuestro útero y acaba diciendo,

«en una palabra, este órgano es completamente errático. Se deleita también en maravillosas fragancias y avanza hacia es- tas; sin embargo, tiene aversión por los olores fétidos y huye de estos; en su totalidad, el útero es como un animal dentro de un animal».

Mary cerró el libro del que acababa de leer el extracto y dirigió su atención al público.

―Este párrafo pertenece a un texto clásico; pero sin ir más lejos, nuestros doctores varones, aquí mismo en Inglaterra, creían hasta el siglo XVII que el útero presionaba órganos y venas importantes conduciendo a las mujeres a estados de histeria y debilidad, y tornándonos en seres impredecibles e inútiles.

―La ignorancia y la precariedad de la medicina de aquella época explica la existencia de teorías tan disparatadas ―inter- vino Elizabeth Hale.

―Lo que explica, querida Elizabeth, es la mentalidad de los hombres ―continuó Mary con determinación―. Seres totalmente convencidos de la inferioridad de la mujer, que, además, aprovechan las diferencias de nuestros cuerpos, para relegarnos a un estado animal que no nos permite desempe- ñar trabajos con los que alcanzar nuestro propio desarrollo intelectual y nuestra independencia. Sus teorías estaban en- caminadas a convertirnos en esclavas de nuestra condición y a convencernos de nuestra propia inutilidad para poder mantener la soberanía económica que les permitía controlar- nos.

Entre las exclamaciones y vítores de las asistentes, Eliza- beth sacudió la cabeza con expresión cansada, y esperó a que el murmullo se redujera antes de responder.

―Usted teme al monstruo equivocado, señora Fairfax, us- ted teme al órgano masculino. Temer los atributos equivoca- dos, aquellos con los que se nace, es muy peligroso y conduce inevitablemente al odio y a la destrucción. Yo no temo al color de la piel, ni aquello que yace entre las piernas. Temo a la ig- norancia y a la falta de educación, y eso siempre puede ser cu- rado. La educación es la cura de todo verdadero monstruo de la sociedad ―Elizabeth se esforzó por alzar la voz por enci- ma de la evidente aceptación que había suscitado Mary―. La educación es el arma más poderosa que existe. De hecho, las mujeres de los siglos pasados creían ser inútiles e incapaces de realizar los trabajos que hoy desempeñamos. Si desper- tamos a nuestros hombres hoy mismo y los educamos en la creencia de nuestra valía, ni siquiera se les ocurrirán ideas como las que acabamos de escuchar.

Amanda apretó los dientes con tanta fuerza que temió par- tírselos. Pero desear con todas sus fuerzas que la señora Hale dejase de hablar no fue suficiente para que esta callase.

―Mantener a estos seres humanos infectados por una enfermedad que ya tiene cura es una crueldad intolerable e inadmisible. El miedo no es una excusa para privarlos de su libertad y no somos quién para decidir que merecen vivir una vida de esclavitud.

―Pero eso fue exactamente lo que nos hicieron ellos a nosotras ―protestó su madre, adoptando una pose más agre- siva―. Al menos nosotras los mantenemos en un estado en el que no duele estar privado de libertad y velamos por su salud y su bienestar. Sin embargo, antes de la bacteria, la ley permitía que un marido golpeara a su mujer cuando lo desobedecía e, incluso, daba descripciones detalladas sobre la vara que debía usar para golpearla. El jurista Lord Hale estableció que una mujer podía ser violada por su marido pues estaba obligada a servir a este por contrato. ¿Un antepasado suyo, señora Hale?

―se burló Mary, ocasionando que la sala estallara en risas.

Amanda no tuvo que preocuparse de cómo sacar a Callum de allí, sino que fue él el que la agarró por la muñeca con la fuerza de un gorila. Ella captó el mensaje y, juntos, se desliza- ron por la pared de la iglesia hasta la salida.

O al menos era allí a dónde había creído que se dirigían. Antes de llegar a las enormes puertas de la iglesia, él tiró de ella hacia el interior de una pequeña habitación. Por suerte estaba vacía y nadie parecía haberles prestado atención.

Callum cerró la puerta y cuando se volvió para encararla, un escalofrío le recorrió la espalda. Quizá no era afortunada por no haber sido avistada por nadie sino todo lo contrario. Puede que ese fuera justo el momento en el que se arrepentiría de no haberlo denunciado de inmediato.

―¡Me has mentido en todo! ―murmuró él, acercándose lentamente a ella, como una pantera apunto de atacar.

Amanda exhaló asustada y se giró para rodearlo y alcan- zar la puerta. Callum se movió como un rayo y, antes de que pudiera tocar el pomo, sintió su fuerte brazo rodeándole la cintura y su otra mano fue directa a taparle los labios para evi- tar que gritara. La tiró contra el suelo y con una pierna sujeto sus brazos, utilizando el peso de su cuerpo para inmovilizarla.

No recordaba haber estado tan asustada en toda su vida. El dolor que le estaba infligiendo a su cuerpo le demostraba que no iba a tener piedad. Era tan cruel y despiadado como todos esos hombres en las historias que había oído. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Si la mataba en aquel momento iba a ser solo su culpa.

Callum continuó tapándole la boca y se inclinó sobre ella para poder hablarle sin alzar la voz. Pero el peso sobre sus costillas se hizo insoportable.

―Nunca has tenido intenciones de ayudarme, ¿verdad?

―le recriminó con la mirada llena de rencor―. Claro que no, tu propia madre se desvive por destruirnos.

Amanda tosió al sentir los primeros indicios de asfixia. Y Callum pestañeó como si acabara de despertar de un trance. Se retiró, llevándose su peso con él y permitiéndole respirar.

―Lo siento, Amanda ―dijo, y parecía genuinamente arre- pentido―. Se me olvida lo delicada que eres.

Lo vio arrugar los ojos ante su tos, como si no hubiera sido él el responsable. Le frotó la espalda enérgicamente con una mano como para incentivar su respiración, y Amanda sintió la fuerza de esta contra su tórax. Incluso, era tan fuerte sin proponérselo, que ni ella ni ninguna otra tendría posibilidad alguna en una lucha cuerpo a cuerpo. Ahí estaba la razón por la que habían sido esclavas durante siglos.

―No me mires así, no tenía intenciones de hacerte daño

―se defendió con la inocencia de un niño pintada en la cara.

―Pero podrías, si quisieras ―musitó con ojos humedeci- dos―. No podría detenerte si decidieras matarme.

Callum pareció adivinar la dirección de sus pensamientos y que lo que acababa de ocurrir entre ellos, no había hecho más que afianzar su aprobación por el sistema en el que vivían.

―No hagas eso ―rogó el joven, sacudiendo la cabeza len- tamente―. No pretendas saberlo todo sobre mí y sobre mi carácter basándote en mi sexo. Si te he hecho daño ha sido por mi desespero. ¿Es que no entiendes mi situación? ¿Es que no somos todos humanos?

Amanda se miró la muñeca. Estaba marcada por las rodi- llas de él y probablemente se amorataría más tarde. Tenía que denunciarlo. Tenía la impresión de que si no lo hacía su propia vida correría peligro. Pero, cuando lo miró a los ojos, supo que no podría vivir con ese peso sobre su conciencia.

Callum no esperó más, se incorporó y se giró hacia la puerta.

―¿A dónde vas? ―le preguntó ella mientras se levantaba con torpeza.

Él se detuvo y se giró para contemplarla. Parecía triste, pero a la vez tenía una expresión de determinación que nunca antes le había visto.

―Voy a presentarme ante Elizabeth Hale.

―No puedes hacer eso ―le ordenó ella―. Créeme esta vez. Aunque Elizabeth esté a favor de tu causa no irá contra la ley. Te detendrán y creo que, incluso, te matarían.

Pero él no le hizo caso, sino que agarró el pomo de la puer- ta decidido a salir de aquella habitación y revelarse ante el mundo.

Amanda no podía permitir que lo hiciera. Sin pensarlo dos veces, tomó un pisapapeles del escritorio que yacía justo de- trás de y con todas sus fuerzas lo golpeó en la cabeza.

Callum se detuvo, y cuando ya parecía que nada iba a ocu- rrir, se desplomó contra el suelo.

Amanda se mordió el labio preocupada con haberlo mata- do, pero, a pesar de que le había abierto una herida en el cuero cabelludo, seguía respirando.

Volvió a colocar el pisapapeles sobre la mesa y abrió la puerta para pedir ayuda. Simplemente, les diría que se había golpeado solo contra la estantería y a nadie se le ocurriría pensar que había sido ella. Ninguna mujer jamás golpeaba a su siervo por el simple hecho de que nunca antes había sido necesario. Los siervos de todas ellas eran obedientes y dili- gentes. Pero el de Amanda la había metido dos veces en pro- blemas en una sola mañana.

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