Un Siervo para Amanda (El Áng...

By BecaAberdeen

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AMANDA FAIRFAX VIVE EN UNA SOCIEDAD DOMINADA POR LAS MUJERES Durante el deslumbrante baile que marca su debut... More

Explicación del título
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By BecaAberdeen

Cruzaron la entrada de la casa sin encontrarse con nadie. En el silencio podía escuchar sus pasos sobre la madera hume- decida del suelo. Echó un vistazo a su alrededor con el ceño fruncido. A esas horas, la casa debería encontrarse en su esta- do natural de bullicio matutino.

Entró en el gran salón escoltada por un siervo repentina- mente mudo. Sin duda sus primas estarían allí. Pero, al pasear su mirada por la sala, descubrió que tanto los sofás rojizos como las sillas rosadas estaban tan desiertas como la entrada, y lo único que resonaba en la estancia era el tic tac del gran re- loj dorado cuyo péndulo se balanceaba de forma rítmica. Bajo sus manecillas se leía en letras negras y ribeteadas Alex R. Emilie. Amanda había leído aquel nombre millares de veces, imaginándose de pequeña el aspecto del relojero, con unas pequeñas gafas redondeadas deslizándose por la punta de su nariz mientras ensamblaba las pequeñas piezas que marcarían el paso del tiempo, incluso, cuando el corazón de su propio creador hubiera cesado en hacerlo.

Las cortinas blancas bordadas con pequeños dibujos de flo- res aún no habían sido abiertas y obstaculizaban la iluminación.

Estaban a punto de abandonar la sala cuando el barullo quebró el inusual silencio.

―¡Feliz cumpleaños!

Amanda dio un salto sobre sí misma ante la repentina ma- rabunta de personas que apareció en su salón. También Callum se había llevado un buen susto. El joven se recompuso volviendo su rostro a la inexpresiva mascara característica de un siervo.

Sus primas y su hermana se abalanzaron sobre ella, inten- tando abrazarla a la vez, lo que resultó en su trasero aterrizan- do contra el suelo.

—Mi cumpleaños fue el mes pasado —les recordó, sofo- cada por el ataque.

―¡Oh, Amanda, es adorable! ―dijo Henrietta, aproxi- mándose a Callum para examinarlo un poco más de cerca. Al menos, ella no se atrevió a tocarlo como había hecho Jane.

Su hermana, Cassandra, a pesar de no ser más que una niña de 8 años, se inclinó para extenderle una mano y ayudarla a levantarse. Su pelo rubio y corto se rizaba con ahínco alre- dedor de su cabeza. Amanda no comprendía cómo el cabello de Casandra podía ser tan distinto al suyo propio, que, como mucho, llegaba a ondularse ligeramente en las puntas. Sus mejillas regordetas siempre estaban enrojecidas por el vigor de su temprana edad.

―Tengo celos, aún me falta tanto para conseguir el mío.

¿Me lo prestarás?

Amanda se sonrojó.

Sabía que Callum entendía todo lo que las chicas estaban diciendo. Y allí estaban ellas, hablando de él como si fuera un objeto que se podía usar y prestar. Como si fuera suyo. Todas la felicitaban por tenerle cuando, en realidad, Callum estaba lejos de pertenecerle.

―¿Dónde está mamá? ―inquirió, haciendo caso omi- so a su pregunta.

―Mamá y la tita están en el jardín, esperando a que salga- mos a desayunar.

Amanda se acarició el estómago. El efecto del vino se había disipado dejando una sensación acuciante de hambre y sed.

Miró a sus primas. Las tres chicas de distintas edades esta- ban revoloteando alrededor de Callum. Solo Isolda, la mayor, tenía su propio siervo, quien descansaba en una silla del pa- sillo que comunicaba el salón con la puerta del jardín. Estaba inerte. Con una expresión de indiferencia y ausencia que le heló la sangre.

Pronto Callum sería como él.

No es que no estuviera acostumbrada a ver a los hombres así, pero ahora que había conocido a Callum, al verdadero Callum, sintió cierta tristeza al imaginárselo en ese estado.

¿Qué iba a hacer? Tenía que denunciarlo de inmediato, en cuanto encontrara a su madre. Pero eso, irremediablemente, significaría arruinar la fiesta.

«Quizá lo mejor sea esperar hasta mañana», se dijo.

Miró a Callum, que observaba algún punto de la habitación con una expresión indiferente mientras las chicas lo importu- naban. Entonces, se dio cuenta de que no era la fiesta lo que no quería arruinar, sino el hecho de tenerlo despierto. Lo que- ría para ella un poco más. Solo una noche más.

―Niñas, dejen de agobiarlo ―les pidió con tranquilidad, a sabiendas de que detestaban que las llamara así―. Son de- masiadas, no le dejan respirar.

―Amanda no quiere compartir su juguete ―se quejó Hen- rietta, provocando que sus hermanas se echaran a reír como ratitas histéricas. Era la hermana más pequeña, de apenas 14 años de edad; pero, sin duda, era la más revoltosa.

―Espero que maduren pronto ―les dijo, y puso los ojos en blanco. Se acercó a Callum y alargando el brazo lo instó a darle la mano y levantarse del sofá donde lo habían sentado las chicas.

—Vamos al jardín Callum, estarás hambriento —dijo sin mirarle, pues de nuevo, su contacto la había sonrojado. Ca- llum no era tonto y no tardaría en darse cuenta de que sus sonrojos estaban relacionados con él. Tenía que aprender a controlarlos.

El chico la obedeció de inmediato y de forma tan robótica que por un momento se pregunto si lo del bosque había sido un sueño. Se reprendió así misma por sentirse tan triste ante la posibilidad de que su siervo volviera a infectarse.

Tiró de él hacia el jardín, y fueron seguidos por las chi- cas y el barullo habitual que las acompañaba. No pudo evitar apretar con suavidad la mano que sostenía a modo de disculpa por el latoso comportamiento de sus primas. Tampoco pudo evitar sonreír cuando él le devolvió el apretón.

En la parte trasera de su casa, se extendía el enorme jardín que desembocaba en una gigantesca fuente y detrás de esta, se dejaba ver un pequeño bosque. A la derecha se encontraba el establo.

—Tu habitación está por ahí —le susurró con una sonrisa, señalando las cuadras.

Había algo retorcidamente agradable en el hecho de que él no pudiera responderle en público.

A su izquierda, había un pequeño huerto que su tía cuida- ba como pasatiempo. Un entretenimiento que todas disfruta- ban, pues no había comparación entre el sabor de las verdu- ras frescas y las que habían sufrido el maltrato de un día de mercadillo.

Su madre y su tía estaban sentadas en las mesitas del jar- dín, tomando el té. Las mesas estaban repletas de refrigerios y aperitivos. Tom y Ross, los siervos de su madre y su tía, estaban sentados en la hierba junto a los perros.

Cuando la madre de Amanda los divisó, un brillo se ins- tauró en sus ojos al contemplar a Callum. Amanda arrugó el entrecejo, pues era inusual que su madre mostrara interés en un siervo. Quizá había percibido de inmediato la inteligencia en el muchacho y aprobaba su elección.

Su tía les sonrió con su habitual despreocupación. Era una mujer cuya templanza no le era fácilmente arrebatada y siempre se encontraba de buen humor. Sus cabellos grisáceos se recogían en un abombado y elegante moño en el centro de su nuca. Al contrario de Mary, la tía de Amanda era delgada como una gacela y lo único que las diferenciaba en edad era que Mary aún conservaba sus cabellos del rubio oscuro con el que había nacido.

―Excelente ejemplar, Amanda. Te felicito ―dijo su tía, Evelina.

Mientras su tía hablaba, Amanda pudo ver por el rabillo del ojo como su madre se fijaba en la marca que Callum le había hecho en el brazo.

―Una elección acertada donde las haya ―concedió al no- tar que Amanda la estaba observando. Sin embargo, para su sorpresa, no la interrogó sobre cómo se lo había hecho, sino que preguntó cómo se había comportado hasta el momento.

Amanda respiró hondo tratando de recobrar la cordura. Por supuesto, su madre no sabía nada sobre su siervo. Solo que la tensión de ocultar un secreto así la ponía nerviosa.

―De momento, todo está bien.

―Excelente ―aprobó Mary, y le dio un sorbo a su té―. Sinceramente es uno de los mejores ejemplares que he visto últimamente y con esas proporciones te será muy útil en tu trabajo. ¡Enhorabuena, hija!

Sin embargo, la pregunta que se había temido llegó por parte de su tía.

—¡Por Dios, Amanda! ¿Qué le ha ocurrido a tu vestido?

—Me he caído en el bosque.

—¿Diez veces?

Amanda se mordió el labio.

—No estoy acostumbrada a beber vino, tía.

—Cierto, querida, para eso se necesitan años de en- trenamiento —rio la mujer, confirmando la sospecha que siempre había tenido, sobre que el buen humor de Evelina estaba directamente relacionado con la cantidad de vino que ingería.

—Amanda, ven a jugar al cricket —la llamó Henrietta.

Se sentó sobre una de las bonitas sillas de jardín disfrutan- do de los rayos de sol en su rostro. Aquel había sido un largo invierno, pero el mes de mayo les había tendido una tregua. Le ordenó a Callum que se sentara a su lado.

—Henrietta, ¿crees que puedo jugar a algo con estas faldas sin herirme de muerte?

Su prima dejó escapar un sonido entre una risotada y un bufido indignado.

―Qué tontería, nadie ha muerto jugando al cricket.

―En realidad varias personas han muerto jugando al cricket.

―Las cosas tan aburridas que eres capaz de leer Amanda ―. Henrietta puso los ojos en blanco justo antes de volver a su juego.

―Leer cosas «aburridas» te previene de serlo tú misma

―le respondió confiada―. Es algo que sabrías si leyeras algo más aparte de novelas.

―Lo hago ―aseguró su prima con fingida seriedad―. Tomé prestado tu libro de Voltaire para las ocasiones en las que no puedo conciliar el sueño.

Evelina observó divertida cómo sus hijas reían ante el co- mentario de su benjamina. Amanda le dedicó una mirada de desaprobación por incentivar la banalidad de sus primas.

Su estómago rugió recordándole que se moría de hambre. Se inclinó para coger una galleta de la mesita de jardín y aho- gó un grito al pisarse su propia falda y perder el equilibrio.

Su madre se inclinó para sostenerla del brazo y, por suerte, no llegó a caerse de la silla.

—Esos vestidos estaban diseñados por los hombres para asegurarse de que no pudiéramos hacer nada embutidas en ellos —declaró Mary. Siempre había sido así con ella. La po- lítica siempre estaba presente en casa.

—Nada, excepto levantarlas con facilidad.

—¡Mamá! —protestó Isolda, tapándole los oídos a Cas- sandra, a la que le estaba haciendo trenzas, y Amanda deseó que alguien se los tapara también a Callum.

Evelina soltó una carcajada por su propia broma y se sirvió más vino.

Amanda se preguntó cómo podía beberlo a diario y tan temprano. Ella no soportaría sentirse de aquella forma tan a menudo.

—Mi doctora dice que es el mejor desayuno —le dijo su tía al verla observar la copa, adivinando sus pensamientos.

Asintió con una leve sonrisa.

—¿Cómo fue la ceremonia? ¿Fue difícil elegir a Callum?

—le preguntó Isolda mientras analizaba las pastas que queda- ban en la bandeja.

—Bueno, era el ejemplar más fuerte e inteligente de la sala. No podría haber escogido a otro —mintió Amanda, re- cordando al joven sureño. Sin duda, ella era la primera chica que no podía hablar sin tapujos sobre cómo había tenido que conformarse con su segunda elección, porque la elección en cuestión la estaba escuchando.

—Inteligente, claro —Isolda soltó una risotada mientras contemplaba a Callum—. Por supuesto, su apariencia no tuvo nada que ver. ¿Sabes quién es su madre?

Amanda le echó un vistazo de reojo a Callum. Se pre- guntaba qué habría sentido el joven al oír hablar de su ma- dre.

—No lo sé, Isolda —espetó—. Ya sabes que traen a los bebés de otras zonas, desde que aquella científica demostrara que los hijos son más sanos cuando no provienen de progeni- tores emparentados.

—Pero puedes solicitar un informe sobre Callum al Andró- nicus, para saber un poco más de su ascendencia.

—Lo sé por mi hermano —dijo ella—. Su ama le pidió al Andrónicus de su ciudad nuestra dirección y me he estado escribiendo con ella.

Amanda no se dio cuenta de lo que había dicho hasta que vio a su madre levantar la vista y observarla con el ceño frun- cido.

—¿Mantienes correspondencia con Elizabeth Thorton?

—le espetó con voz grave—. ¿Sobre qué? ¿Qué es lo que te puede interesar de esa mujer?

Apretó los labios ante el tono de su madre. Debería haber adivinado que Mary no lo aprobaría. Cuando recibieron la pri- mera carta de Elizabeth, contándoles como había elegido a su hermano Daniel como siervo, su madre la había rasgado, ale- gando que sus únicas hijas eran Amanda y Cassandra, y que todo lo demás no le interesaba.

Amanda había recuperado los pedazos rotos de la carta y, junto a Cassandra, en la privacidad de su habitación, la ha- bía montado igual que las piezas de un puzzle. Ella misma le sorprendió sentirse extrañamente emocionada al leer sobre su hermano. Nunca llegó a conocer a Daniel, pues lo habían en- viado inmediatamente después de nacer al Andrónicus de otra ciudad. Lo hacían así con todos los bebés nacidos hombres para evitar que las madres se apegaran a ellos.

—Respóndeme. ¿Por qué te escribes con esa mujer?

—Me gusta leer sobre mi hermano —respondió ella mor- tificada.

—¡Tú solo tienes una hermana! —le espetó Mary con ve- hemencia—. Espero que tengas clara la diferencia. Daniel no es más que un envoltorio vacío. La persona dentro de él no existe y por lo tanto no tienes hermano.

Amanda asintió, sintiéndose muy incómoda por la situación en sí y por el hecho de que Callum fuera testigo de la forma en la que sus familiares hablaban de los hombres. Quería zanjar el asunto aunque ello supusiera darle la razón a su madre.

—Me alegro tanto de no haber engendrado nunca a un muchacho —comentó su tía con un tono más conciliador—. Solo pensar en tener que pasar por esos nueve meses y la tortura del parto para tener que entregar a mi bebé. Es desco- razonador.

—¡Tonterías! Es un honor para cualquier dama servir a la sociedad produciendo un siervo que ayudará a otra mujer en sus labores —terció Mary.

—Es un honor que nadie quiere —le discutió Isolda—. He visto a mis amigas llorar durante semanas tras dar a luz a un niño.

—Eso es porque no comprenden el valor del sistema social del que disfrutamos —continuó su madre y Amanda se tensó. Cuando Mary comenzaba a debatir esos temas solía utilizar datos para abalarse y uno de ellos podrían alertar a Callum sobre las mentiras que Amanda le había contado en el bosque.

—Antes de la bacteria, eran las niñas las que al nacer eran despreciadas por sus padres por su condición de mujer. ¿Es que tus amigas prefieren regresar a ese modelo?

—No, tía —concedió Isolda—. Supongo que su pena es egoísta porque les gustaría haber tenido a una niña para poder quedársela. Dar a luz a un niño es prácticamente lo mismo que dar a luz a un mortinato.

—Damnant quod non intelligunt —exclamó Mary en latín.

Amanda pensó en el significado del dicho. Su madre lo aplicaba a las mujeres que se quejaban de dar a luz a niños, pero Amanda le encontró otro sentido que complacería a Ca- llum.

—Condenan todo aquello que no comprenden —tradujo en voz alta, sin mirar a nadie en particular.

—Dura lex sed lex —intervino Evelina, zanjando así la conversación.

El resto del día pasó dolorosamente lento. Amanda no po- día dejar de preguntarse cómo se estaría sintiendo Callum, allí sentado, sin poder decir nada y soportando las órdenes y los jueguecitos de sus primas. Deseaba que el sol descendiera en el cielo lo suficiente como para tomar a Callum y marcharse a su alcoba donde nadie los molestaría, y donde el joven podría volver a ser el mismo.

Para aprovechar el clima agradable, tomaron el almuerzo también en el jardín. Pero cuando el soñoliento sol comenzó a acostarse sobre el horizonte, la tarde se tornó demasiado fría para quedarse en el exterior y se desplazaron al salón. Allí Nathaniel, el siervo de Isolda, tocó al piano todas las melodías que Isolda le indicaba.

Jugaron a las cartas y Amanda perdió varias manos, ya que no podía concentrarse al pensar en lo aburrido que debía estar Callum, sin poder moverse o centrar su atención en ninguna actividad.

―¿Qué te ocurre Amanda? ―preguntó su tía tras una car- cajada―. Nunca antes te había visto perder de esta forma, es como si nunca hubieras visto cartas antes.

Amanda luchó por ocultar su sonrojo.

―Llevo demasiadas horas despierta, tía.

Finalmente, el reloj marcó las siete de la noche y Amanda anunció que se retiraba a descansar. A nadie le pareció extraño que lo hiciera más temprano de lo normal.

Su madre desenterró la mirada del libro que sostenía en- tre sus manos, Utopía, para observarla pensativa. Cuando ya había avanzado hacia las escaleras con Callum de la mano, la llamó, obligándola a detenerse y darse la vuelta para atenderla.

―Amanda, ¿podrías dejar ese vestido en mi alcoba cuando te lo quites?

Pestañeó varias veces y cada vez que lo hacía le costaba aún más volver a elevar los párpados. Con certeza acababa de malinterpretar la petición de su madre.

—¿Cómo has dicho, mamá? —las palabras salieron enca- denadas las unas a las otras, pues tenía tanto sueño que se sentía embriagada.

—Que lleves tu vestido a mi alcoba cuando te lo quites

—le repitió esta con total normalidad.

—¿Por qué? —no se molestó en ocultar lo insólita que le parecía la idea.

—Me gustaría guardarlo de recuerdo —se limitó en con- testar Mary con una sonrisa.

La contempló boquiabierta, pero su madre, sin añadir nada más, volvió a su lectura. Mary nunca había sido una sentimen- tal y mucho menos la clase de mujer que guarda artículos ultra femeninos como vestidos. De hecho, los odiaba y con certeza prohibiría aquella tradición de llevarlos en la ceremonia de selección si pudiera.

—Que te diviertas esta noche —le dijo Isolda con ojos entornados y una sonrisa maliciosa que provocó las risas his- téricas de sus hermanas.

—Estoy agotada. Mi cita esta noche es con Morfeo —pro- testó, sintiendo cómo sus mejillas ardían casi tanto como la mano que sostenía la de Callum.

—Tranquila, Amanda, sabemos perfectamente a qué vas a dedicarte esta noche ―se burló su tía y la risa se contagió por toda la sala de dibujo.

Tenía que sacarlo de allí cuando antes.

Soltó al joven, se encontraba demasiado avergonzada como para soportar el contacto; y se preguntó si Callum entendería a qué se estaban refiriendo, o su inocencia de recién nacido lo impedía. Deseó que fuera eso último.

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