Sombras en la noche (#SdV 2)

By BrunoOlivera1

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Deberías creer en aquello que se oculta en las sombras Queriendo dejar un terrible pasado atrás, Lucía decide... More

Sinopsis + Fecha de estreno
Capítulo 1 - Un nuevo rumbo
Capítulo 2 - La hora de la bestia
Capítulo 3 - La leyenda de Clarita
Capítulo 4 - Mi vida por la tuya
Capítulo 5 - El amargo sabor de la traición
Capítulo 6 - Susurros del viento
Capítulo 7 - Sombras del pasado
Capítulo 8 - El lobo vestido de cordero
Capítulo 9 - El beso prohibido
Capítulo 10 - El funeral
Capítulo 11 - El precio de las mentiras
Capítulo 12 - Palabras que duelen
Capítulo 13 - Barco a la deriva
Capítulo 14 - Un cielo lleno de estrellas
Capítulo 15 - Huir de la oscuridad
Capítulo 16 - La propuesta
Capítulo 17 - El encantador de serpientes
Capítulo 18 - Las manos en el fuego
Capítulo 19 - No confíes en él
Capítulo 20 - Recuerdos de un tormento
Capítulo 21 - Un nuevo hogar
Capítulo 22 - El diablo a todas horas
Capítulo 23 - Un grave error
Capítulo 24 - Sueños que no son sueños
Capítulo 25 -Dejavú del destino
Capítulo 26 - En la boca del lobo
Capítulo 27 - El ritual de la encarnación
Capítulo 28 - Presas del mal
Capítulo 29 - El parásito
Capítulo 30 - Crueles intenciones
Capítulo 31 - Muñeca del mal
Capítulo 32 - Regreso al infierno
Capítulo 33 - El secreto en sus ojos
Capítulo 34 - La verdad revelada
Capítulo 35 - El rostro del mal
Capítulo 36 - El albor de una tragedia
Capítulo 37 - El plan perfecto
Capítulo 38 - Las dos caras del mal
Capítulo 39 - El dulce sabor de la venganza
Capítulo 40 - Riesgo de muerte
Capítulo 41 - La llave del fondo
Capítulo 42 - Revivir a los muertos
Capítulo 43 - El mundo de los vencedores
Capítulo 44 - Las máscaras caen
Capítulo 45 - El fruto prohibido
Capítulo 46 - Una alianza impredecible
Capítulo 47 - Durmiendo con el enemigo
Capítulo 48 - El trato
Capítulo 49 - Los trapitos al sol
Capítulo 50 - Regreso al pasado
Capítulo 51 - La semilla de la discordia
Capítulo 52 - El diablo a medianoche
Capítulo 53 - La guerra declarada
Capítulo 54 - Un beso para el recuerdo
Capítulo 55 - La próxima en la colección
Capítulo 56 - La chica de las visiones
Capítulo 57 - Fin del juego
Capítulo 58 - El exorcismo
Capítulo 59 - La redención
Epílogo

Introducción

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By BrunoOlivera1

Montevideo, 1945

Era una tarde de otoño en la que el mundo parecía haberse detenido ante la llegada de un nuevo miembro a la familia Salvatierra. En la mansión corrían los sirvientes de acá para allá, junto a las parteras que se preparaban para la labor de parto que aterraba a la joven Lucía. Aquella muchacha estaba asustada, pero no tanto por el dolor de las contracciones y la venida de su bebé, sino por lo que llegaba después. Las habladurías de la gente, a la que ya no veía desde que la pancita había comenzado a notarse para que no tuvieran motivos de juzgarla a ella y a su familia. Sin embargo, la gente siempre es mandada a hacer para generar mal, y los comentarios diversos no se hicieron esperar ante su desaparición.
Lucía aún recordaba la cara de decepción, e incluso de desprecio de su madre ante la noticia de que estaba embarazada. Su reacción posterior había sido una rotunda cachetada que le voló la cara hacia atrás. Lucía no estaba casada, y peor aún: su padre no quería hacerse cargo del niño. A partir de aquel momento, la relación entre ambas había cambiado, aunque a decir verdad, siempre fue algo conflictiva, puesto que Lucía no se amoldaba de todo a las reglas del deber ser de su madre. No obstante, desde aquel día, la cosa fue empeorando. Los cuestionamientos de su madre se hicieron insoportables, y aunque su padre parecía más benevolente con la situación; aunque fuera el único que parecía ponerse en sus zapatos al menos por una vez en los eternos días, también dejaba indicios de agotamiento con la situación que a la familia —tan respetada en la ciudad—, le había tocado vivir.

El día del parto, su madre, doña Milagros, no estaba ahí para tomarla de la mano, para apoyarla como había imaginado alguna vez. Se sentía sola, abandonada y con mucho miedo de lo que podía venir después. Su madre en cambio parecía tomárselo como un día más. Se sentó en la mesa a solas, y desayunó como si nada mientras sus sirvientas iban y venían con toallas y caras de preocupación en sus rostros por la llegada de un nuevo Salvatierra. Algunos de ellos, miraban a su patrona con indignación, y otros, entendiendo su severa postura.

—¿Ya va a nacer el bastardo, Rufina? —preguntó Milagros con indiferencia.

—Sí, señora. La joven Lucía está en trabajo de parto. Está muy asustada.

—Y sí, como para no estarlo. Todos lo estamos —admitió sin mirarla.

—¿No va a acompañarla, señora?

—No. No quiero presenciar el inicio de nuestra deshonra.

—Es importante para su hija, señora —insistió Rufina sabiendo que se estaba arriesgando con lo que decía.

Un largo silencio se puso entre ellas, mientras Milagros seguía su desayuno como si nada, hasta que Rufina se disculpó y se propuso irse, pero su patrona la sorprendió con su respuesta.

—Voy en un rato. Necesito prepararme emocionalmente para esto.

—Tómese su tiempo, señora. Con permiso.


***

En la habitación de Lucía, todo parecía un caos. Aquel lugar se había convertido en un caos que debía ser contenido para que nadie del exterior se enterase de la verdad que estaba a punto de salir. En medio de la clandestinidad, el padre de Lucía era el único que estaba allí preocupado por la salud de su hija, y tomando fuertemente su mano ante los gritos de dolor de la muchacha.

—¿Milagros no va a venir, Rufina? —preguntó él algo molesto.

—Dijo que en un rato viene, señor Francisco. Está desayunando.

—¿Es más importante un desayuno que el nacimiento de su nieto? No te la puedo creer... esa mujer no cambia más —expresó indignado.

—¡Ella me odia, papá! —agregó Lucía en medio de sus gritos.

—No, Lucía. A ella le cuesta todo esto, pero no le hagas caso, concentrate en el parto —Le dijo con un tono suave mientras besaba su mano.

Había llegado la hora. La partera estaba lista para ayudarla a dar a luz. Y aunque todos estuvieran preparados a su alrededor, Lucía no lo estaba. El miedo se había apoderado de su cuerpo hasta hacer temblar la más profunda de sus entrañas.

—Tengo miedo, papá, no... no estoy lista —confesó llorando mientras lo agarraba fuerte con su mano.

—Yo estoy acá, mi amor. Siempre voy a estar, pase lo que pase —Le respondió Francisco intentando tranquilizarla.

Aunque la presencia de su padre era crucial para no sentirse tan sola, el miedo persistía en su corazón. Pero había llegado el momento de afrontar lo que venía. No solo era la llegada de un bebé, sino de un cambio radical en el destino de su familia. Tal vez sería el comienzo de más problemas, la abertura de una grieta que se iba haciendo más profunda con el pasar del tiempo; o quizás, el inicio de un camino de felicidad que no esperaba hasta ahora.

Debía pujar por ella, y por la vida que llevaba en su vientre, a la cual se aferró en aquellos largos nueve meses. Aunque sentía que la vida se le iba en ello; aunque sentía sus huesos retorciéndose con cada movimiento que hacía, debía hacerlo. Quería ver con sus propios ojos al fruto de un amor que no pudo ser; de una ilusión que se había disipado en cuanto el supuesto amor de su vida la dejó abandonada en medio de la calle al enterarse de la bendición que les había traído la vida a ambos. Lucía sabía lo difícil que sería para ella y su familia criar a ese bebé en medio de una sociedad tan enferma y prejuiciosa como la que le había tocado vivir; tal vez era el inicio de un ostracismo absoluto, pero era mejor afrontar esa prueba de Dios, que condenar su alma a una tortura eterna de sufrimiento y culpabilidad. Lucía quería a aquel niño, y por más dolor que sintiera, pujó y pujó sin cesar hasta que su cuerpo se asomó lentamente hacia el mundo. Sintió que se iba a desmayar hasta que oyó la dulce vocesita de su bebé llorando, y aquella melodía le devolvía la vida al instante. Ya nada más importaba que verlo allí, a los brazos de la partera, quien declaraba que era un niño.

—Felicidades, madre —Le dijo acercándole a Lucía su bebé. Tenía los ojos almendrados como ella, su naríz y su rostro compasivo. Por suerte, no había rastro de algo que le recordara al nefasto padre del niño—. ¿Qué nombre le va a poner?

—Pedro... Pedrito —le confesó Lucía con la voz entrecortada. Estaba emocionada de ver a su bebé tan cerca de ella.

Apenas pudo acariciarlo cuando la partera la interrumpió diciendo que debían llevárselo para que ella descansara. Lucía no confiaba en nadie, siquiera en sus padres. No quería que se lo llevaran. Temía que podría ser dado en adopción sin su consentimiento, pero a pesar de sus súplicas, Rufina terminó llevándose al bebé ignorando su llanto. A pesar de las palabras de su padre asegurándole que su hijo estaría bien, y que nadie los separaría, ella no estaba tranquila. Y por algo era... rato después, haciendo frente a su debilidad, se levantó de la cama como pudo y buscó a su bebé por toda la casona. No oía por ningún lado el llanto de su bebé, y aquello era una muy mala señal. La desesperación pronto se apoderó de ella al no tener respuestas. Su cabeza daba vueltas, su mirada era difusa, pero lo suficientemente lúcida para darse cuenta que su bebé no estaba al sentir su presencia en la planta baja.

El piso se sentía frío, pero frente a una puerta que daba al baño la planta de sus pies se mojaron con un agua increíblemente fría que se escurría por el suelo. Al entrar al baño lo vió, allí estaba Pedrito sumergido en una pileta desbordada por el agua. Era el horror más inimaginable que podía haber sentido ver el cadáver de aquel bebé mirándola directamente a los ojos y completamente sin vida. Lucía lo tomó entre sus brazos, intentó salvarlo, pero era muy tarde. Su corazón se había ahogado, así como el de ella en pena al sentirlo tan lejos y a la vez tan cerca de su pecho.

Un grito ensordecedor sacudió toda la mansión, manchándola de lágrimas y sangre por la tragedia que acababa de ocurrir. Pronto todos se reunieron junto a Lucía y su difunto bebé, presenciando con horror aquel espectáculo dantesco en que una madre lloraba la muerte de un hijo recién nacido. Nadie podía creer lo que había sucedido, o al menos, eso aparentaban hasta que Lucía se levantó del suelo, llena de odio y apuntó hacia Rufina.

—¡Vos lo mataste! ¡¿Por qué lo hiciste?! ¡¿Por qué?! —Lucía quería abalanzarse contra ella y matarla con sus propias manos, pero ya no tenía fuerzas para hacerlo.

—¡No! ¡No, yo no fui! —respondió Rufina con una mirada de desconcierto.

—Vos fuiste... vos te llevaste a mi bebé, no me dejaste estar con él —añadió Lucía entre sollozos.

Las miradas de todos comenzaban a apuntar hacia Rufina, con cierta indignación y desprecio hacia aquella empleada.

—¡Sí, pero no...!

—¡Ya basta! —interrumpió Milagros—. Vos fuiste la última que se vió con el niño. Mirá tus manos, están mojadas —señaló tomándolo bruscamente de las manos—. La policía se va a encargar de vos —le recalcó con un tono amenazante.

Rufina se quedó sin palabras, viéndola en silencio, así como hicieron todos al verla descubierta. El tiempo parecía haberse detenido hasta que la policía llegó y se la llevó. Luego de pasadas unas horas de interrogatorio, Rufina al fin quiso hablar:

—Señora Gómez, ¿va a confesar o se va a quedar ahí con la mirada perdida? —preguntó el oficial de mal modo.

Luego de un silencio arrollador, Rufina por fin habló:

—Yo lo maté.

—¿Cómo dijo?

—Yo maté al hijo de Lucía Salvatierra —confesó sin mirarlo a los ojos.

—¿Por qué lo hizo? —El oficial se encontró nuevamente ante un silencio abrumador de la señora—. Dígame, ¿por qué lo hizo? ¿Cómo fue capaz de matar a un bebé recién nacido?

—No quiero hablar más, oficial.

El hombre respetó su último deseo, y viendo a sus subordinados, les ordenó que se la llevaran. En la cárcel, nada bueno le esperaba. Aquel caso era uno de los más atroces que le habían tocado, tal vez incluso tan sórdido como el caso del Estrella del Norte hacía unos años atrás. Un caso del que no se obtendrían respuestas fáciles, ni alguna vaga referencia del por qué de tal atroz acto que pudiera de cierta forma consolar a la familia Salvatierra.

El desconcierto era generalizado en aquella casona, que se había vestido de luto desde aquel acontecimiento. El silencio era el protagonista de la escena en cada día que pasaba. Sin embargo, los comentarios desafortunados de Milagros no tardarían en romper el hielo que se había alzado en la relación entre la veterana y su hija.

—Lucía, sé que estás mal. Todos acá lo estamos, pero vas a ver que en un futuro vas a estar bien, y vas a poder tener un hijo como Dios manda —dijo la mujer, enfureciendo no solo a su hija, sino a su esposo.

—¡Milagros!

—¿Qué? Estoy intentando ayudar —dijo haciéndose la inocente.

—Madre... ¿usted está queriendo decir que Pedro no merecía vivir? ¿Es eso lo que me quiere decir?

—No. Por supuesto que todos merecen tener una vida, ¿quién soy yo para decir lo contrario? Lo único que quiero decir es que por algo pasan las cosas... Dios sabe por qué te lo sacó. Capaz no era su momento de nacer.

—Madre, ¿usted se está escuchando lo que dice? —preguntó indignada y con los ojos empañados en lágrimas.

—Sé que es duro, Lucía —le respondió tomando su mano—. Pero sos joven, bonita, vas a poder encontrar a un hombre que se case contigo y te dé una familia como Dios manda. ¡No te rindas!

Lucía rápidamente se alejó, su mirada expresaba un odio inconmensurable.

—A usted solo le importa el que dirán. El apellido, ¿no? Lo más importante siempre fue su status social, el asistir al club con sus amigas igual de ricachonas y superficiales como usted a presumir sus grandes joyas y vestidos. Mi padre y yo nunca le importamos, mucho menos Pedrito.

—No digas eso, Lucía. No seas injusta conmigo.

—No, la injusta es usted. Siempre lo fue. Para usted debe ser un milagro que hayan matado a mi hijo. Usted es igual de criminal que quien lo hizo. ¡Usted no tiene sentimiento alguno! —le gritó dejándola sola.

Sin embargo, tan solo alcanzó a dar unos pocos pasos cuando su padre se desplomó en el suelo, quedando inconsciente en el acto.

—¡Francisco! ¡Francisco! ¡Reaccioná por favor! —gritaba Milagros al borde de una crisis de nervios.

Lucía se quedó sin reacción. Temía lo peor hacia la única persona que la había apoyado en sus momentos más difíciles.

—¡¿Ya ves lo que hiciste con tu impertinencia?! —bramó Milagros haciéndose regresar de donde quiera que estuviese—. Tu padre sufre del corazón, no puede andar aguantando estos trotes. Si le pasa algo, es tu culpa, ¿entendiste? ¡Todo es tu culpa!

Habían cosas que Lucía no podía controlar de su entorno, ni de lo que los demás pensaran, pero en aquel grado de vulnerabilidad en el que estaba no cabía la posibilidad de tomarse las cosas con calma. Se sentía como una muñeca de cristal a punto de romperse ante la menor ventolera, y a su alrededor, se avecinaba una tempestad difícil de afrontar. La solución más rápida fue huir de la tormenta. Tal vez huyendo sin mirar atrás le ayudaría a dejar el dolor y la culpa. Tal vez iniciar una vida lejos de las directrices de su estricta madre y de los demás podría calmar la agonía de su corazón.

De la casa de su infancia se llevó una maleta llena de ropa, y una muñeca de porcelana que había sido la favorita en su infancia. Una muñequita de ojos esmeralda que parecía sumergirla en una pesadilla cuando la veía, pero a la que le tenía un aprecio por aquellos momentos de su vida que ya no volverían.
Su vida estaba sin un rumbo a seguir, pero quizás era el momento de construir uno por sí misma, así sea lo bastante lejos de aquel lugar que la vió crecer.

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