Leyendas de los Reinos Velado...

By RanniaCurtis

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Masroud tuvo que huir de un ataque a su catillo con apenas once años, junto a su hermano mayor Kiran que no c... More

PREFACIO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPITULO 30

CAPÍTULO 5

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By RanniaCurtis

Con el regreso a la cabaña del curandero, comenzaron a planear su venganza. Eso sí, después de reprender a Sehram por dejarse llevar siempre por sus apetitos. El joven, enfadado de soportar por tercer día las chanzas de los soldados tras la soberana reprimenda de sus hermanos mayores, escapó al silencio de los bosques que rodeaban la cabaña y casi estuvo un día perdido. Por suerte el lobo siguió su pista justo con Masroud y le encontró al atardecer. Lo halló dormido a pierna suelta sobre una piedra plana al lado de un pequeño lago de montaña.

Se pasó después una semana hablando de un hada que encontró en ese paraje perdido, con la piel como el alabastro, el cabello blanco, ojos color amatista y piel sin mácula. El curandero le escuchaba repetirlo por tercera vez, le aconsejó no volver a internarse solo sin conocer el terreno pues había sitios donde crecían ciertas hierbas cuyas flores podían inducirte a tener los más locos sueños.

Sehram se empeñaba en que él no había visto flores por parte alguna, sólo cuando la hermosa y etérea ninfa de los bosques estuvo atrapada por él, sopló de su mano algo que picó en su nariz, y después de esto no recordaba más que la voz de su hermano Masroud, el ladrido del lobo y casi era de noche. Escondida tras la puerta de la cabaña, la joven nieta se tapaba la boca para aguantar la risa. A la vuelta su abuelo le ordenó tener más cuidado la próxima vez que escapara a su lugar favorito en el bosque en el mismo nacimiento del rio, y ella asintió, intentando no volver a reír. Pero cada vez que miraba al guerrero más joven ir y venir por delante de su puerta, Áurea no hacia más que evocar aquellos momentos vividos junto al lago natural y sentía como su corazón se aceleraba, aunque él no notase ni su presencia.



Era divertido para Sayideh cabalgar con su trenza al viento a lomos de su corcel bayo, seguida de la tropilla de chicos que la secundaba, practicar la espada, el arco, el hacha. Pero aún era mejor poder escapar a las fiestas del reino vecino sin ser reconocida. Vestida de jovencito, a solas llegó hasta el castillo de Bröden. Los informadores que tenían allí, bien pagados por supuesto, dieron noticia de grandes festejos de celebración por el embarazo de la reina. El reino del Uro era el que lindaba con el suyo. Sabía que estaba en el punto de mira de su padre, pero era un sitio bien guarnecido, una fortaleza en lo alto de un risco, con casas de madera y piedra arracimadas alrededor.

Difícil de cercar por el escarpado terreno, pues sus habitantes tenían la ventaja de poseer fuentes de agua dentro de sus muros naturales, más la superioridad de la altura. Sin embargo aquí estaba ella. Dejó su caballo en unas cuadras por unas monedas, con heno fresco y agua, y ocultando su cabello recogido con su habitual capilla corta con caperuza, tan usual entre los jóvenes no tuvo problema en traspasar la recia puerta que custodiaba el alcázar.

Reconoció que el lugar era hermoso. Las murallas fuertes, construidas de sólida piedra gris, anchas y bien guarnecidas con atalayas y contrafuertes. Un buen establo nada más mirar a su derecha, a la izquierda los barracones de la tropa, pero en vez de la habitual torre del homenaje, se elevaba en su interior una construcción mucho más elegante. La influencia era clara de los países del sur. Los canteros que la elevaron se recrearon en la belleza, arcadas, balcones y un frontal hermoso con dos alas, una al norte y otra al sur.

Contaba con varios patios interiores, la plaza de armas, de tierra apisonada, y otras más privadas. Según decían hasta disfrutaba de un patio interior, a tanto no se atrevió pero sí llegó hasta las cocinas desde dónde salían hogazas de pan dulce y no faltaban cuencos de frutas y vasos de cerámica que las mozas rellenaban de vino. La que lleno el suyo incluso le hizo un guiño, confundiéndole con un verdadero joven. Ella asintió y se retiró. Nunca se dejaba ver demasiado tiempo, no quera hacerse notar en exceso, para que no recordasen sus rasgos.

La plaza del merado estaba a rebosar de gente de las aldeas vecinas, incluso hasta de las más lejanas. Todo estaba decorado con banderolas y pendones al viento con el emblema del Uro, el escudo de aquel castillo.

Uniéndose a la feliz turba, aplaudió cuando el monarca hizo acto de aparición en la gran balconada que daba a la plaza, cubierta por arcadas adornada de cintas. Dos mujeres la acompañaban, la reina y la princesa.

A la princesa la había conocido desde las primeras fiestas dónde ella, como hoy, se colaba cuando le apetecía junto al resto del populacho. Era una belleza de piel pálida, labios rojos y cabello castaño, lacio. Esta vez lo llevaba suelto, con su tiara de plata, vestida con una bajo veste sonrosada y un sobre vestido color burdeos con delicados bordados en plata.

La reina no era la madre de la princesa, eso era evidente. Su madre murió cuando era muy jovencita, apenas cuatro o cinco años, si recordaba. El rey había tomado hacía un año una nueva esposa. La piel de esta era dorada y el cabello negro rizado, aunque solía llevar un velo bajo su corona y su forma de vestir era más ostentosa, como era costumbre de su pueblo de origen. Lo único que allí no ocultaba el rostro, como en su tierra, donde era obligatorio para las mujeres

Sayideh se alegró que su padre hubiese desistido de buscarle esposo. ¿Un marido casi anciano como el rey Bröden? Hizo que se le pusiese la piel de gallina. Sin embargo allí estaba esa muchacha, que tendría su edad, unas veinte primaveras, con una barriga de embarazo incipiente. Milagros de la naturaleza, pensó.

Sus ojos se volvieron de nuevo hasta la princesa, sabía bien su nombre, Thais. La conoció en persona años ha. Eran ambas muy niñas. La primera vez que tomó un corcel y llegó hasta aquel castillo casi por casualidad tendría doce o trece años. La vio entre otras damas, avanzando custodiada entre soldados, que hacían casi imposible acercarse a ella. Tampoco se lo propuso, también era una fiesta, la de la recogida de la última cosecha. Entonces si se atrevió a curiosear más, vestida como siempre igual que un chico.

Por casualidad entró a través de las cocinas. Alguien la confundió con uno de los pajes y la envió adentro a ayudar a servir el almuerzo. Sayideh penetró hasta justo dentro del gran comedor, donde se sentaba el mismo rey y la princesa. Aún el soberano no había tomado esposa. Thais, sentada en el lugar que hubiese tomado su madre como castellana, no tendría ni diez años. Se veía seria, o más bien aburrida. Picoteaba de aquí y de allá, y no prestaba mucha atención a nada.

Después de dejar la bandeja donde pudo, Sayideh se decidió a revolotear un poco más por aquel extraño palacio, tan distinto al que ella vivía, o a los cuarteles de invierno de los Urales donde nació. Recorrió como un ratón silencioso pasillos y escaleras, sin que nadie le diese el alto. Confundida con un paje paseó por donde quiso, hasta que al torcer una esquina buscando la salida se topó con ella.

Thais estaba sentada en una esquina de los escalones de una amplia escalera. Tenía las manos cubriendo su cara, pero Sayideh la reconoció enseguida. Si quería salir, debía pasar justo por allí. Decidida, siguió avanzando, sin embargo los oídos de la princesa debieron notar su presencia y se dio suma prisa en limpiarse los ojos llenos de lágrimas.

––No os conozco. ¿Quién sois?––dijo Thais levantándose de su rincón, elevando la cabeza como si hace unos segundos no hubiese sido una niña solitaria y llorosa. Tan solitaria como ella, aunque Sayideh nunca lloraba.

––Sayideh––respondió sin pensar.

Ante ella, más bajita y con ese cabello oscuro dividido en dos trenzas, la princesa le miraba de hito en hito. La pequeña se cruzó de brazos.

––No sois un paje de este palacio. ¡Ni eres un chico!––dijo asombrada la princesita.

Pillada, pensó Sayideh, sin embargo la princesa Thais no parecía asustada, ni que fuese a dar la voz de alarma. Ante tal afirmación, Sayideh se sacó la caperuza y mostró su rostro.

––Cierto, mi señora, ni soy un paje de palacio ni un muchacho. Solo soy una joven común demasiado curiosa. Ahora si me perdonáis––hizo una inclinación cortés , tal y como había visto hacer alguna vez y quiso rodear a la cosita aquella y largarse por donde había llegado.

La joven Thais se lo impidió, dando un paso hacia el mismo lado que ella. Sayideh intentó por el lado contrario, tampoco la dejó.

––¿Se lo contaréis a alguien?––preguntó la joven princesa Thais con tono preocupado.

––Si vos no decís nada, yo tampoco––dijo Sayideh sin saber a lo que refería.

Una mano suave y pequeña se posó en su antebrazo, Thais estaba a un palmo apenas de ellas y sonrió.

––Gracias, hoy hace seis años que murió mi madre, pero no he podido excusarme en todo el día de mis quehaceres. He tenido que estar en el patio, bajo el palio con mi padre, recibiendo la ofrenda de la última cosecha. Creí que con los años pasaría, pero aún me acuerdo de ella.

Sayideh asintió. La joven Thais tenía unos bonitos ojos color miel, era una niña dulce y bien educada, como correspondía a su linaje. Ella nunca había jugado con niñas. No se atrevía a dar ni medio paso más no fuese hacer daño a esa pequeña delicadeza.

––Yo no conocí a la mía. Me dejó nada más nacer con mi padre y huyó––se sinceró Sayideh.

––Lo lamento, de corazón. Pero, ¿Cómo es que no os he visto antes?––preguntó curiosa Thais-

Sayideh suspiró.

––Para ser sincera, como vos lo estáis siendo, no pertenezco a este lugar. Vivo en el país vecino. Solo que allí no se celebra fiesta alguna y vine a fisgonear un poco.

––Comprendo. ¿Queréis ser mi amiga? Las hijas de los consejeros que aprenden labores conmigo son unas pava insulsas, y solo hablan a pesar de apenas tener mi edad o poco más de con quien van a casarse––dijo la cosita de cabello castaño, y tan bien peinado como el de cualquier dama.

––Me gustaría serlo, pero...––murmuró Sayideh apenada de corazón.

––Si yo lo ordeno, os darán un salvoconducto, podréis entrar a visitarme cada vez que queráis. Me hacéis sentir bien, no estáis todo el tiempo reverenciando y diciendo lo que creen que yo deseo oír––dijo la pequeña con suma frnaqueza.

––Imposible, soy la hija de Gyefer, el soberano del reino vecino. Él ni sabe que he llegado hasta aquí, y preferiría que no se enterase––confesó la muchacha del extraño cabello veteado..

Emocionada, Thais dio dos o tres saltitos, como la niña que era y aplaudió.

––¡Os habéis escapado!––dijo emocionada.

––Si, y antes que anochezca he de estar en mi fortaleza, si no quiero que mi padre mande a mi hermano mayor a revolver cielo e infierno. Tengo mi caballo atado junto a otros en una de las cuadras del poblado––contestó Sayideh extrañada de tanta alharaca por algo que solía ella hacer a menudo.

Thais asintió.

––Comprendo. Pero siempre que queráis podéis venir estáis invitada, en las fiestas es fácil entrar en palacio. Os buscaré entre la multitud y os saludaré aunque sea de lejos. Al menos en la distancia sabré que tengo una amiga. Además, jamás he visto un cabello tan precioso. Y el color de vuestros ojos, es intrigante––dijo con inocencia la pequeña.

Alzó esa manita solo acostumbrada a labores de dama, y tocó uno de los mechones del cabello atigrado de Sayideh, limpio pero alborotado como solía estar..

––Gracias, señora por vuestras palabras. Lo tendré en cuenta––quiso ser educada, aunque no hubiese recibido las lecciones propias que debía recibir una damisela de alcurnia.

––Ahora aprovechad que salen todos del comedor si queréis escabulliros sin ser notada, le señaló la puerta. Tened cuidado a la vuelta––dijo en tono bajo la princesa.

Sayideh asintió, Thais se apartó y dejo que pasase, le dijo adiós con su mano gordezuela de niña, mientras ella se unía a la gente que salía en ese mismo instante.

Nunca pudieron volver a hablar como ese día. Pero siempre notaba la mirada de Thais buscándola entre la multitud, sonriendo y asintiendo con la cabeza hacia ella. Ella repetía el gesto cada vez. Era extraño sentirse cerca de alguien siendo tan diferente. La vio crecer año tras año, en cada fiesta que lograba entrar junto a la plebe. Ella también creció, seguía vistiendo sus ropas de chico, con su chaquetilla de cuero marrón. Se saludaban a lo lejos a pesar de los años transcurridos, nunca olvidaron ese día.

Cada una en un mundo diferente, pero sin poder escapar, pensó cuando cruzaba de vuelta los bosques, había escapado antes que terminase la fiesta por el próximo nacimiento del heredero. Si era un varón, Thais ya no tendría la obligación de contraer matrimonio tan joven, pensó. Ojalá lo fuese ese crío que gestaba la reina de piel dorada. Al menos su amiga en la distancia tendría un poco más de libertad.


El lobo había seguido el rastro hasta el castillo del Uro. Los hombres de Kiran habían tardado un tiempo, pero consiguieron entrar no una, sino varias veces y tomar buena nota de las carencias de la fortaleza. Una de ellas era que el pueblo podía entrar el día de mercado hasta la misma plaza del castillo, que era donde se celebraba. La puerta del palacio no era impenetrable.

Ellos no tenían prisa, pensó Masroud, la venganza era un plato que debía de servirse frío. Con Gris atado como si fuese un perro uno de sus hombres entró esa vez a su lado. En la enorme plaza donde se celebraba ese día el mercado, había algo de revuelo. La misma reina se había dignado a bajar desde su palacio, aunque protegida por sus guardias con turbante, y velada. La princesa la acompañaba vestida más a la usanza de su país.

Gris gruño hacia ese grupo cuando pasó ante ellos. Masroud no tuvo duda, una de esas mujeres era la que había dañado a Kiran hasta casi matarle y ordenado decapitar a su hermano pequeño, gracias a los dioses que llegaron a tiempo. El lobo nunca se equivocaba, había vuelto a pasar las sábanas por su hocico y el animal siguió con la mirada al grupo. Entre ambos tuvieron cuidado de sujetar al lobo, y escapar de allí antes de levantar sospechas.

No pudieron desatar al fiero lobo hasta que estuvieron bien lejos, con sus monturas al galope hacia la cabaña del curandero, donde se había quedado una pequeña dotación. Su hermano Sehram se había encargado de volver por el paso nevado junto a Kiran y parte de sus hombres como escolta. Reunirían a toda su tropa en los cuarteles de invierno, y contratarían mercenarios suficientes para entrar en esa fortaleza, tomar a aquella maldita víbora para castigarla como se merecía. Luego desaparecerían por dónde habían venido. Acamparían lo más cerca posible del paso nevado e iniciarían la reconquista de su reino.

No sólo se habían dedicado a seguir la pista a la enmascarada, Masroud estuvo atento a todo, averiguó sobre su antiguo hogar, más cerca de aquel palacio, a apenas medio día de galopada. ¿Quién sabe? Si todo salía como esperaban, sorprenderían al rey Gyefer, como se hacía llamar desde que tomó por la fuerza su castillo y su hermano Kiran recuperaría al fin lo que era suyo por derecho de nacimiento.

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