Treasure || KazuFuyu

By Iskari_Meyer

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En medio de la noche, Chifuyu recibe una llamada que hiela su sangre y abre heridas del pasado. Después de di... More

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Epílogo

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By Iskari_Meyer

El botón de la camisa de Chifuyu era atractivo.

De color blanco, al igual que el resto de la tela, y estaba en su muñeca. Kazutora quería tocarlo, darle vueltas y hacer sonar sus uñas contra él, pero estaba muy lejos y estaba seguro de que el chico lo repudiaría. Nervioso, necesitaba tener algo entre las manos, y agarró la parte baja de la fina chaqueta que llevaba, pues se había puesto la misma ropa con la que había ido al supermercado aquella mañana.

Miró el color rojo coral, los azules cielo y sintió que era suave, de calidad. No sabía cuánto había costado, pero le gustaba. Aún con todo, se sentía inseguro, casi desnudo por la poca cantidad de ropa que llevaba.

No, no era eso. En el fondo, se sentía así porque esa ropa cubría muy poco y él estaba acostumbrado a otras cosas. De no ser por la chaqueta, sus hombros estarían al aire, sus brazos también; la venda cubría su muñeca izquierda y parte de su antebrazo. Los pantalones llegaban a sus rodillas, dejando a la vista sus pantorrillas blancuchas y faltas de luz solar.

Suspiró, dándole vueltas a su propio atuendo, tocando de vez en cuando la punta de sus trenzas. Tenía la necesidad de esconderse cada vez que alguien a quien no conocía chocaba con su mirada.

—Oye Kazutora, estás muy delgado, ¿es que Chifuyu no te da de comer? —Bromeó Draken, tomando un trago de su cerveza. —Una vez casi nos envenena con una ensalada.

Sonrió, arrancado de su ensimismamiento. Después de cerrar la tienda habían decidido ir a la terraza de una cafetería, cerca de la playa. La brisa revolvía el cabello de todos, sentados en círculo alrededor de una mesa redonda que portaba desde la rebelde cerveza, hasta el inocente zumo de naranja que había pedido. Una taza de té verde humeaba entre las manos de Inui, un cigarro descansaba entre los labios de Chifuyu.

—Bueno... —Musitó, jugueteando con sus propias manos. Hacía calor, el olor del té llegaba a sus fosas nasales y no pudo evitar echarle un vistazo de reojo. —Me ha tratado bien.

No entendió aquel repentino silencio que se formó y no añadió nada más, avergonzado. Mitsuya y Chifuyu se miraban con incredulidad, como si no pudieran creer lo que acababa de decir y parecía que hablaban sin palabras. Exhaló un suspiro, bebiendo algo de zumo, y luego se disculpó para ir al baño.

No es que estuviera huyendo —sí—, sólo necesitaba un soplo de aire solitario para calmarse. Mierda, ¿es que estaba desarrollando alguna clase de ansiedad social? No soportaba estar en la mira de tantas personas al mismo tiempo, aún si era en su imaginación donde le observaban con detenimiento y le juzgaban.

Entró a la cafetería y recorrió el pasillo del fondo del local. Abrió la puerta de los aseos masculinos y se arrojó al interior con brusquedad, cerrando tras de sí erráticamente.

Se miró al espejo, estaba algo pálido y respiraba con rapidez; la bola se movía en sus entrañas como si de plomo se tratara. Incómodo, abrió el grifo y empapó su cara en agua. Se sacudió como un perro mojado, pasándose una mano por los mechones que caían sueltos a los lados de su rostro.

Se quedó un par de minutos ahí, en medio del baño. Tocó las trenzas, mirándose al espejo.

Se habían estropeado un poco con el paso de las horas, así que las deshizo con cuidado. Las había hecho cuando tenía el pelo húmedo, aquella misma mañana, así que su cabello quedó ondulado cuando lo liberó de ambas gomas; tanto como las olas del mar. Lo peinó con los dedos, lo echó hacia atrás y sonrió a su reflejo, viendo cómo se desplazaba hacia delante con lentitud. Movió la cabeza de lado a lado.

—No estás tan mal. —Se dijo, como otras tantas veces, intentando convencerse de ello aunque sólo fuera por cinco minutos.

De repente, su teléfono vibró en uno de sus bolsillos. Lo sacó, alterado y leyó el mensaje mientras tragaba saliva.

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Chifuyu Matsuno, 20:17h

—¿Por qué mientes?

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Frunció el ceño con angustia, sin saber qué contestar. De hecho, ni siquiera supo a qué se refería, y tuvo miedo. No le había mentido en ninguna ocasión, ¿cierto? O, tal vez, se refería a la venda que llevaba. Comenzó a sudar, queriendo fustigarse por hacer una montaña de un estúpido grano de arena.

Iba a contestar, pero la puerta del baño se abrió y lo siguiente que vio fue un estallido de dolor que hizo vibrar sus párpados.

Aquel puño se estrelló con rabia en su estómago, vaciando su cuerpo de oxígeno. Su teléfono cayó estrepitosamente al suelo. Boqueó como un pez ahogado, con los pulmones marchitos, encogiéndose, tocando aquellas manos que lo agarraron de la camiseta y lo arrastraron por la pared, hasta alzarlo en el aire.

—Te encontré.

Creyó que sus ojos se inyectaban en sangre, que sus labios se volverían azules progresivamente. Unos iris de ámbar lo arrinconaban más de lo que lo hacían sus manos. Su garganta se vio aprisionada y las lágrimas escaparon, cayendo por sus mejillas al tiempo que comenzaba a pensar una súplica que nunca llegó a salir de su boca.

El chico lo soltó y Kazutora cayó de golpe al suelo de baldosas, jadeando como un desgraciado que había encontrado la mala suerte en el peor lugar de todos. Sus rodillas temblaron mientras se incorporaba, analizando al desconocido. Su corazón se detuvo, sus venas se llenaron de adrenalina y hielo cuando una mano se apoyó en la pared, aprisionándole en un espacio reducido, y él no era precisamente el filo de la espada.

La espada que lo amenazaba tenía el rostro ovalado y ojeroso, el pelo sucio y grasiento que mezclaba el castaño oscuro, y el rubio únicamente por la parte de delante, largo y fino. Aquella sonrisa de lobo lo atravesó con frialdad como el filo de una daga hambrienta de sangre. Sus músculos no respondían, la sensación de impotencia por no ser capaz de hacer nada lo llenó por dentro.

—¿No me reconoces, Kazutora? —El chico ladeó la cabeza, riendo por lo bajo, apoyado contra la pared y cerrándole el paso. —Ha pasado mucho tiempo, y aún me debes muchas cosas, gatito.

Aquella voz, aquella extraña túnica que caía por sus hombros y ocultaba la forma de su cuerpo. Giró la cabeza para ver su mano, que se apoyaba cerca de su mejilla. Estaba adornada por trazos negros que conformaban una palabra: castigo.

Hanma lo observaba con una pizca de gracia en sus iris, como si la situación fuera realmente divertida. Parecía que estaba a punto de escupirle su espuma de perro sarnoso, pero un chirrido penetró en sus oídos. Es una alucinación, es una alucinación.

La puerta del baño se abrió, las bisagras gimieron. Y una navaja cruzó el aire, cortando varios mechones del cabello de Hanma y clavándose en la pared.

—Déjalo en paz. —Los azulejos se rompieron y varios trozos cayeron al suelo, el filo del arma había encontrado su hogar en la pasta de debajo. El sonido de unos tacones llenó la estancia. —A no ser que quieras que te abra la puta garganta, claro.

Aquel apodo en específico. Ahogarse. Era como si frotaran sal contra una herida fresca, demasiado reciente como para sanar. Comenzó a hiperventilar, aunque el chico ya se había apartado de él, aunque ya nadie le amenazara.

Vio el gesto, una mirada de verde apagado y supo que había sido él. Inui arrugaba la nariz con asco, entre sus dedos relucía otra navaja. Vestido de blanco, tacones de rojo sangre.

—¿Sólo eso? —Hamma alzó una ceja, aún sabiendo que estaba en desventaja. —Qué aburrido.

—Lárgate. —Gruñó el chico, jugueteando con el arma, tanteando su paciencia. Hasta que se acabó. La navaja cruzó el aire, haciendo un fino corte en el lateral del cuello del otro. —Fuera. De. Aquí.

Kazutora no sabía dónde estaba. Sólo sabía que estaba llorando contra la pared, deslizándose por ella hasta encogerse en el suelo, con el sudor del miedo. Se cubrió el rostro con las manos y se frotó la cara, apartando las lágrimas.

Patético. Ni siquiera la sombra de lo que había sido alguna vez.

Hanma dijo algo que nunca escuchó. Las bisagras chirriaron de nuevo y la puerta se cerró, como si nunca hubiera ocurrido nada. Un suspiro, dos o tres, Inui se acercó a la pared y recogió las dos navajas, guardándolas en uno de los bolsillos de sus pantalones blancos.

Una mano se extendió hacia él. Las pupilas de Kazutora titilaron de terror, hasta que su interior supo que el peligro se había ido. Presa, todos esos años había sido una estúpida presa fácil. Sus músculos habían dejado de reaccionar con cada pelea, los castigos siendo cada vez peores.

—¿Estás bien?

Su cabeza pugnó. No sabía si asentir o negar hacia aquella pregunta. Se limitó a lamentarse por lo bajo, y aceptar la amable mano del chico, que lo ayudó a levantarse.

—No quiero estar aquí, no puedo... —Alcanzó a decir, jadeando. Hiperventilaba, con el terror inyectado en vena y las heridas abiertas.

Le hubiera gustado más pensar que la figura encapuchada era una alucinación, o una persona que se cruzaba por mera casualidad y que el resto sólo era paranoia suya. Pero, no. Hanma. Su cerebro no articuló respuesta alguna a la cuestión de por qué lo estaba siguiendo. La posibilidad de que hubiera estado siendo perseguido, como un conejo que iba hacia una trampa, lo dejó quieto en el sitio.

No quería involucrar a Chifuyu. Ese fue su primer pensamiento.

—Por favor, no le digas nada de esto a los demás. —Pidió, abriendo la llave del agua y empapando su rostro de nuevo. También su nuca.

Una bofetada de agua fría era perfecta para refrescar su cabeza. Se secó con su propia camiseta de tirantes negra e intentó calmarse. Se tocó el pecho, donde aquella bomba amenazaba con explotar.

—El pasado es una tumba abierta. Siempre hay cosas que salen a la luz. —Inui sonrió con amabilidad y le tendió un bote que sacó del bolsillo de su chaqueta. —¿Necesitas ayuda?

Kazutora escuchó el tintineo de las pastillas y alternó la vista de la medicación al chico, dubitativo. Ansiolíticos, los reconocía a la perfección porque le habían metido aquello a la fuerza en la boca.

Apretó la mandíbula. Había pasado uno o dos días enteros drogado con medicación en vena y pastillas cuyos colores apenas podía recordar, en el ala psiquiátrica. Aquello no le haría daño, así que lo aceptó. Además, lo necesitaba.

Se inclinó bajo el chorro de agua y tragó el medicamento. Haría efecto en poco tiempo y lo que más quería era tranquilizarse, sino, no podría disfrutar del día con sus amigos. Y aquello le molestaría mucho, porque sería todo su culpa.

—Gracias. —Intentó sonreír, aún pálido. Tenía las pestañas húmedas de lágrimas. —¿Tú también...?

—Las llevo encima porque mi pasado también es una tumba abierta. —Explicó, quitándose la chaqueta con un suspiro. —Nunca eran para mí, pero la costumbre de llevarlas se quedó como un fantasma.

Parpadeó un par de veces y no preguntó nada más. La vida de los demás no le pertenecía, aunque mentiría si dijera que no tenía curiosidad por él. Salieron juntos del baño y cruzaron la cafetería para salir a la terraza, fingiendo indiferencia. ¿Sería demasiado modesto decir que las miradas no se levantaban a su paso?

Era imposible no fijarse en una persona como Seishu.

Tenía un atractivo masculino natural y, para qué mentir, era horriblemente guapo. El cabello rubio caía con gracia y rozaba sus hombros con mechones lisos, ojos de verde suave y piel clara, a excepción de aquella marca.

Caminaba con soltura, casi elegancia. El sonido de los tacones escarlata llamaba la atención como cualquiera, mucho más si era él quien estaba bajo la luz de los ojos de muchos. No podía negar que incluso se había detenido a observar una pulsera que llevaba en el tobillo, hecha de abalorios de color lavanda que resaltaba contra lo blanco de su piel.

Su belleza era etérea, el mundo parecía flotar a su alrededor y, aunque no parecía una persona muy confiada, Seishu conocía bien su lugar. No era arrogante, sino comprensivo; era impaciente en silencio, amable y suave. Llevaba una camiseta negra sin mangas, que se ceñía únicamente a su cuello, dejando a la vista sus hombros. Las venas se marcaban en delicados trazos por sus antebrazos, como ríos selváticos.

De su brazo colgaba la chaqueta blanca adornada con algún parche, sus pantalones también eran del mismo color. Tal vez por eso tenía aspecto de ángel y giraba miradas, corazones y pensamientos.

Kazutora y Seishu eran amigos. O algo así.

—¿Creéis que esto es una pasarela? —Gruñó Draken, alzando una ceja. —¿Qué demonios hacíais en el baño? ¿Mediros la po..?

Mitsuya le propinó tal patada por debajo de la mesa que el chico pegó un respingo y estuvo a punto de soltar la cerveza. No había que ser demasiado inteligente para darse cuenta del aspecto que llevaba Kazutora —a cuyo paso también se volteaban ojos curiosos por el dúo—.

—Kazutora se sentía mal y vomitó. —Inui no se sentó, se limitó a tomar su taza de té y a sorber un poco. —Es algo tarde y tengo sueño, ¿nos vamos?

Y Kazutora sonrió cuando Chifuyu se incorporó para preguntarle en voz baja cómo se sentía. Pudo rozar con los dedos el botón de su camisa sin obtener repudio.

—¿No sabes jugar al parchís? ¿Qué clase de infancia tuviste? —Arrugó la nariz, quitándole el dado de la mano y tirándolo sobre el tablero.

Aquella noche, después de cenar, se habían tirado por el suelo de la habitación que habían estado limpiando, en busca de un momento de paz. Chifuyu le explicó las reglas del juego rápidamente, haciendo un par de gestos, y enseñándole las fichas redondas y de colores.

Cada tres turnos, quien fuese más adelantado en la partida, podría hacer una pregunta al contrario. No era nada especial, pero, tal y como había rezado frente a la tumba de su primer amor, quería conocerlo, poder entenderle. Al llegar a casa le había preparado una infusión para el estómago, preocupado por lo que Inui había mencionado, horas antes.

Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba mal. Debería empezar por aquellos detalles. Dejar el pasado atrás.

—No contestaste a mi pregunta y me dejaste en leído. —Le recordó, después de un par de tiradas. —Dijiste que te he tratado bien, ¿por qué mentiste?

Kazutora ladeó la cabeza, el cabello suelto y ondulado delineaba las suaves facciones, el color arena del pijama hacía destacable su mirada de miel, rasgada por aquel lunar. Pareció dudar en su respuesta, como si temiera ofenderle por la obviedad del asunto.

—No mentí. —Dijo, tomando el dado y dándole vueltas sobre la palma de su mano. No olía a polvo porque casi habían terminado de limpiar la que sería su futura habitación. —Siempre me has tratado bien.

Chifuyu frunció el ceño, sin saber qué demonios decir contra eso, ¿tal vez señalar que estuvo a punto de darle una paliza? ¿Que le había metido tantas bofetadas que la marca de sus dedos no se había borrado ni en diez minutos? ¿Todas las veces que le habló y trató mal, por ejemplo?

Si el chico era consciente de todo eso, entonces tenía una concepción retorcida de lo que era tratar bien a alguien.

—Mejor que la mayoría de gente que he conocido. —Añadió, tirando el dado sobre el tablero. Un par de iris cerúleos se clavaron en él y tragó saliva, cohibido. —Seis. —Kazutora movió una de sus fichas amarillas seis casillas hacia delante, adelantando por dos una ficha azul. —Hmm, ¿qué clase de música te gusta?

Y así durante media hora, hasta que las fichas fueron cambiadas por un cigarro que oscilaba entre sus dedos. Humo en el aire, brisa entrando por la ventana abierta. Así, hasta que las preguntas se convirtieron en una conversación que, si bien podría ser mejor —como si ambos se hubieran olvidado de cómo hablar con otra persona— era un avance en su extraña relación.

Tal vez aquello era lo que necesitaban, un rato de respiro para ellos mismos. El Sol oculto y la Luna en lo alto, el manto nocturno extendiéndose en el amplio cielo, con el mar de constelaciones y nebulosas.

Las estrellas se reflejaban en los ojos de Kazutora, que mordisqueaba el único muffin que había quedado de todos los que hizo, y que se negó a comer, aludiendo a que eran para los demás.

Chifuyu lo miró, apoyado contra la ventana, dándole la espalda al cielo.

—Oye. —Llamó, quizá con algo de brusquedad. Suavizó el tono al encontrarse con sus iris de miel, su boca adornada de migas de chocolate. Señaló el dulce. —Estaban muy buenos. Se te da bien la repostería.

—¡Gracias! —El chico pareció ilusionarse con el cumplido y sonrió con una dulzura equiparable al muffin, que ya había terminado. —Me enseñó mi madre, hace mucho tiempo.

Alzó una ceja, sin querer ser demasiado directo. Había tenido la misma conversación con Mitsuya unas tres veces, y su amigo sólo le había dicho que lo mejor era que el mismo Kazutora se lo contara. Su familia. Su vida. Su pasado. Lo que había ocurrido antes del treinta y uno de octubre. Cómo había conocido a Baji.

Sin embargo, por el momento le preocupaba más su salud.

—¿Te encuentras mejor? —Preguntó, devolviendo la vista al cuarto en penumbra. Las paredes estaban pintadas de un suave color verde pastel. —Hoy te has esforzado demasiado.

—¿Eh? —Ladeó la cabeza, confuso, hasta que se dio cuenta de a qué se refería. Agradecía a Inui por la excusa, porque él no hubiera podido inventarse algo creíble. —Ah, perdón. Sí, estoy mejor.

—¿Es porque te pusiste nervioso? —Temía que fuera aquello. No debía exponerlo tanto al exterior, sabiendo que acababa de salir de diez años en prisión. —Si te sentías mal, podrías habérmelo dicho. Sé que debe de ser difícil.

Kazutora sonrió con timidez, asintiendo. La mentira de Inui era cierta en gran medida, porque se había pasado el día lleno de ansiedad. Primero, había salido al supermercado y regresado a medio correr, asustado no sólo por el encapuchado, sino también por los múltiples ojos que creía que se fijaban en él. Luego, la escena que había montado cuando Chifuyu había regresado de dónde fuera que estuviera, con los muffins quemados.

Había sido una horrible decisión ver las fotografías. Pero, la curiosidad había aplastado su escasa estabilidad mental. Baji y él en un día de playa, Baji rodeando sus hombros y atrayéndolo hacia sí. Todo había sido demasiado... Fuerte.

Su voz resonaba en su cabeza.

Después, la tienda. Enfrentarse a sus nuevos miedos sociales —que ni siquiera había sabido que tenía— con clientes que tal vez esperaban mucho de su servicio. En lo personal, prefería quedarse limpiando o cuidando de los animales. El cachorro había sido su salvación, con su ronroneo constante y sus pequeñas patas.

Ir a tomar algo con Draken, Mitsuya e Inui había estado bien, aunque todo se había arruinado cuando había ido al baño, presa de la ansiedad. Le debía la vida a Inui. Había tenido tanto miedo que incluso comenzaba a olvidar algunas escenas de lo sucedido.

Necesitaba alejarlos de Hanma.

—Es sólo que todo me abruma un poco. —Acabó por decir, titubeando en su respuesta.

Quizá fue en ese momento en el que se dio cuenta de que Chifuyu se estaba preocupando por él.

La Luna hundiéndose en el azul de aquellos iris, la forma en que exhalaba hacia fuera nubes de humo. Se colocaba el cigarro entre los labios y, con un movimiento suave, inhalaba y cerraba los ojos, como si la nicotina fuera algo extremadamente placentero. Parpadeaba un par de veces, suspiraba, tiraba la ceniza al cenicero, evaluaba si hundirlo entero ya, o si no había tenido suficiente aún.

Su semblante era serio, como de costumbre. Apenas lo había visto sonreír alguna vez.

—Oye, Kazutora, ¿puedo verlas?

Finalmente, el cigarro se estrelló contra el cenicero. Y Kazutora sabía que se refería a las fotografías.

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