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Chifuyu llegó tarde por varias razones.

La primera de ellas se basaba en que no había dormido una mierda. Miserable, hambriento, lloroso y enfadado a las cinco de la mañana, había decidido ducharse y volverse a la cama una y otra vez, entre chocolatinas y lágrimas. Con lo que, al final, había hecho caso omiso del despertador.

La segunda razón era que ni siquiera tenía ganas de ir. Se había vestido con pereza, con aquella sudadera gris y los primeros vaqueros negros que vio al fondo de su armario; había tardado veinte minutos en peinarse, completamente a propósito, y había hecho y deshecho el nudo de los cordones de sus zapatos cinco veces.

El interior de su pecho estaba oprimido por el aire, vetusto y viejo por la brisa del pasado. Los nervios se revolvían en su estómago y había estado a punto de vomitar antes de salir de su apartamento, dejándose caer frente al inodoro en una nube de arcadas y pensamientos intrusivos.

Chifuyu nunca quiso hacer caso a Mitsuya, pero tenía que hacerlo. Precisamente por ello se encontraba camino al Centro de Detención de Tokyo, concretamente a la puerta principal, hecha con grandes cristaleras que se elevaban hasta a dos metros de altura.

El cielo estaba soleado, sus manos estaban sudando en el interior de sus bolsillos y su cabeza no paraba de dar vueltas, amenazando con darle migraña si continuaba con semejante tensión en el cuerpo. La brisa acariciaba su rostro con cariño y le recordaba a ciertos dedos que lo habían tocado igual, años atrás.

Sonrió al reconocerle, pues no se habían visto desde la semana anterior. Con los años, Mitsuya había crecido algunos centímetros de más, pero seguía llevando aquel peinado de agradable color pastel y sus característicos pendientes con cruces en el lóbulo de sus orejas. Podía adivinar en su rostro una inmensa felicidad que no llegaba a entender.

Aceleró el paso, su corazón latía con velocidad y se detuvo en seco al percatarse de aquella figura que le daba la espalda. Frente a su amigo, que conversaba animadamente, había un chico.

Pelo largo y oscuro que caía por sus hombros, ondulado en las puntas, suave, probablemente olería a frutas. La chaqueta de deporte blanca y fina se pegaba a sus brazos, era alto y esbelto, su postura algo encogida, como si estuviera cohibido. Su boca se secó y una fiera devoró lo que quedaba de su cordura. La imaginación jugó con sus sentimientos hasta agarrarlos y ahogarlos al fondo del mar, atándolos con una bola de plomo tóxico.

Chifuyu se había quedado quieto, sus músculos paralizados se negaban a obedecer las órdenes de su cerebro. Los latidos se desbocaron en cuestión de segundos y las lágrimas acudieron a sus ojos. Porque aquello era imposible.

—¿Baji?

El susurro huyó de su boca y el chico se deshizo entre sus sueños hechos de arena. Alzó la mano y atrapó su figura en el aire con los dedos, como si no fuera tangible o estuviera viendo una ilusión, una quimera engañosa que lo arrastraría al abismo más profundo.

El cataclismo de su primer amor se desató en forma de desesperanza cuando aquella figura se dio la vuelta y pudo apreciar un par de mechones teñidos de color rubio que se esparcían por el resto del cabello, igual que olas de luz se reflejaban en un lago. Ojos ambarinos, iguales a dos piedras preciosas, un lunar bajo el derecho.

No, el objeto de su delirio no era Baji, sino Kazutora.

—¡Hey, Chifuyu! —Mitsuya dio un pequeño salto, extendiendo su brazo hacia arriba para saludar.

Definitivamente debería de haberse quedado en la cama. Parpadeó un par de veces para apartar la tristeza, asolado por la ilusión de haberlo visto, de haberlo tenido a su alcance después de tanto tiempo. Baji estaba muerto, Baji no volvería.

Treasure || KazuFuyuحيث تعيش القصص. اكتشف الآن