-No te voy a peinar.
Mi mundo se cayó. ¿Cómo que madre no nos peinaría? No me podía dejar ir al colegio así, no iría suelta.
-¡No! ¡Péiname, péiname!
-No, ya vamos tarde, súbete al carro con tu hermana y cállate.
El llanto y gritos no funcionaron, madre no nos peinaría, y me tocaría ir al colegio suelta. No queríamos bajar del carro, estábamos feas, no podían vernos así. Ella intentaba aplastarme pero yo siempre rebotaba e incluso me volvía más grande, como una esponja. Era imposible. Sin nada con que peinarme, me quedaría en ese estado revoltoso y esponjoso todo el día. Así que decidimos escondernos.
Caminábamos cuando no había nadie cerca, subimos las gradas con una gran cautela, y gracias a las columnas, no nos lograban ver. Corrimos a la par de nuestro salón, kínder A, sonó el timbre y no entramos. Éramos invisibles.
Oíamos las clases desde afuera, y aunque no escuchábamos bien, no entraríamos así. Pero los pensamientos tristes venían a nosotras, realmente lo mejor era esconderse, sino seriamos la burla de todos porque... estábamos feas. En ocasiones ella se ponía a llorar en silencio así no nos encontrarían, y me sentía mal por no estar peinada, era mi culpa toda su tristeza.
Nos despistamos y apenas escuchamos que la clase había terminado y ya era hora de recreo. Habíamos pensado quedarnos ahí, pero la Coordinadora de parvularia nos vio y nos dijo que fuéramos a la zona de receso. Tuvimos que bajar, pero vimos el lugar tan lleno de personas que hicimos todo lo posible para pasar desapercibidas.
Logramos cruzar el patio engramado donde todos jugaban y nos fuimos a una parte oculta y solitaria al final de la zona de juegos, donde nos sentamos detrás de unas plantas donde nadie nos pudiera ver.
Todo era tan tranquilo y silencioso, tanto que empezamos a sentir que algo no andaba bien. Tomamos valor y nos asomamos a ver que estaba pasando, cuando vimos que ya no había nadie... Nos levantamos y fuimos a ver las demás zonas de recreo, ¡y no había nadie! De repente notamos que la puerta del patio de juegos estaba cerrada, y sin ningún maestro que nos abriera, estábamos atrapadas.
Ella empezó a llorar y a jalar la reja de la puerta para ver si lograba abrirla, pero no se podía. Empezó a pedir ayuda, hasta que una señora de la limpieza pasó y nos vio.
-¿Niña que haces ahí? Ya debería estar en su salón.
-No escuche el timbre y estoy atrapada –sollozando prendida de la reja.
La señora empezó a reír, y con solo levantar el pasador abrió la puerta
-Regrese a su salón –dijo la mujer, y siguió limpiando.
Pero no queríamos ir a nuestro salón. La Coordinadora llegó y nos dijo que debíamos ir a clases. Nos negábamos y ella gentilmente nos preguntó por qué.
-Es que mi mamá no me peino y estoy toda fea –sollozando.
-Ay, Karen, por eso no puedes dejar de ir a clase.
Ella no comprendía la gravedad de la situación, y nos llevó al salón. La maestra, al ver que llegaba, se sorprendió ya que supuestamente no habíamos ido al colegio, y rápidamente se acercó a recibirme, pero no queríamos entrar. La maestra despachó a la Coordinadora y nos hizo entrar. Con su suave voz nos preguntó por qué no quería entrar. Le explicamos la situación y dijo que solo nos quedáramos ahí. Pronto algunos de nuestros compañeros se acercaron a dejarnos comida, algunas galletas y gelatinas, y en ese momento nos sentimos un poco mejor. Aún no habían dicho nada de mi apariencia, solo nos consolaron e incluso compartieron su comida.
Llegó la hora de la salida, nos llevaban en fila hasta la zona en la que nos recogerían para ir a casa, teníamos que esperar a nuestra hermana, así que siempre nos íbamos un poco más tarde que el resto de mis compañeros. En lo que esperábamos sentadas, la maestra llegó donde nosotras y dijo que iba a peinarme.
Estábamos sorprendidas, ¿de verdad ella logrará que no esté despeinada? En eso se quitó su coleta y con cuidado fue aplastándome poco a poco, y con un par de giros quede amarrada, ya no estaba suelta, grande y desordenada, sino más pequeña y acomodada. Toda la tristeza que sentíamos poco a poco desapareció, era una simple cola de caballo, pero nos mirábamos hermosas.
-Gracias, seño. ¿Tendré que devolverle la cola cuando me vaya? –un poco decepcionada.
-No Karencita, quédatela.
Al rato nuestra hermana apareció y nuestro abuelo llego a traernos, mi hermana no nos preguntó nada de cómo me había puesto linda cuando salí mal, pero no me importó, porque ya estaba peinada.