PRIMAVERA

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Marinette terminó de bordar el último trébol de cuatro hojas de su nuevo corsé. El patrón se basaba en dos franjas de distintos tonos de verde que ascendían y descendían en líneas rectas que se torcían en franjas triangulares de noventa grados. Un delicado bordado de hojas recién nacidas recorrían los extremos de la franja verde oliva con hilo verde trébol salvo dos o tres aventureras cuyo diseño era dorado, igual que los ojales que cerraban el corsé por delante con un cordón de cuero vegetal. En la franja verde pino estaban bordados los tréboles de cuatro hojas. Marinette aseguró que la costura era firme y cortó el hilo sobrante.

Caminando hacia el espejo, se puso el corsé por encima de su túnica de lino. Cerró el cordón de cuero, ajustándolo a su cuerpo, y cerrándolo con un lazo al final del todo, justo sobre su ombligo. Se aseguró que los lazos verdes que unían los hombros del corsé estuvieran bien atados. Finalmente, observó su reflejo.

El corsé era rústico, cómodo y realmente bonito. Perfecto para el primer día de la primavera. No se parecía en nada al vestido que había llevado en invierno, y estaba agradecida por ello. Con la estación de hielo a sus espaldas le era imposible imaginar cómo se le había ocurrido cometer tal locura.

Fue en busca de sus botas en un intento de no pensar en ello. No era el día más adecuado para seguir recriminándose su insensatez. Al contrario, era el día de dejar que ese recuerdo se derritiera junto con la nieve y el río helado, aceptando la leprechaun que era, implicara lo que implicara.

Se ajustó las botas nuevas apretando bien los cordones. Los gruesos calcetines verdes de lana sobresalían de la bota, creando un contraste con sus pantalones de cuero vegetal. Tomó su riñonera y la ató a la cintura, por encima del corsé, y a su pierna derecha. Se miró por última vez en el espejo, entonces recordó el punto y final. Se peinó el cabello en dos pequeñas coletas. Con todo listo, salió de su hogar, dejando todos sus secretos bien escondidos antes de tomar el columpio a tierra.

Todo el mundo estaba malhumorado. El primer día de primavera siempre estaban todos de mal humor. Podía parecer ridículo ya que, ¡por fin!, podían salir libremente de sus casas y dejar atrás la estación de las hadas. Pero había un problema: no trabajaban solos.

La primavera era la estación en la que hadas y leprechauns tenían que colaborar para despertar a la naturaleza de su letargo, quisieran o no. Mientras los leprechaun hacían que las plantas y los tréboles salieran de sus semillas y rompieran el suelo hacia la superficie, las hadas hacían que las primeras flores brotaran de las ramas de los árboles. Los leprechaun se colaban en las madrigueras, despertando a los perezosos animales que daban vida al bosque, mientras las hadas enseñaban a los polluelos a volar. Unos en el cielo, otros en la tierra, pero igualmente tenían que cooperar.

Marinette apretó las manos en la tierra, empujándola y dejando que su magia fluyera hacia abajo con un brillo dorado. Al poco, una alegre comunidad de tréboles brotó.

—¡Marinette! —la llamó Alya, corriendo hacia ella. Llevaba entre sus manos una enorme gota de agua que le tendió.

—¡Gracias! ¿Te ha tocado repartir agua? —preguntó Marinette, tomando la gota con delicadeza. La comprimió entre sus manos hasta convertirse en una brillante y diminuta pelota.

—Sí, me ha tocado este turno. Luego estaré en la zona este curando las heridas de los árboles y recolectando cuero vegetal.

Marinette lanzó la pelota a un punto lejano donde solo había tierra fría y triste. La pelota impactó con certera puntería y estalló en miles de diminutas gotas. En apenas unos segundos, la hierba verde y radiante comenzó a brotar.

—Entonces no nos toca cerca —murmuró Marinette apesadumbrada.

—¿Dónde te han mandado?

—Al norte. Parece que la zona alta del río se niega a descongelarse.

El legado de los duendesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora