—Sí, creo que hay un problema en la cara norte, en el mismo nacimiento del río.

Adrien frunció el ceño.

—Iré a ver.

—¿Qué? Adrien, no —lo cortó Kagami—. No son tus órdenes.

—¿Son las de alguien?

—Lo serán —aseguró Kagami—. Han enviado a uno de ellos para solucionar el problema desde tierra, no podemos dejar que se te acerquen tanto.

—Kagami...

—Lo sabes, tú menos que nadie debe ir, eres...

—Precisamente porque lo soy es que mi lugar está ahí —terminó Adrien sin darle a Kagami oportunidad de réplica—. Cúbreme aquí.

Ascendió en el cielo y, como una flecha de plata, cruzó el bosque a toda velocidad en busca del nacimiento del río. Era el hada más rápida del reino, lo que le ayudó a llegar antes del leprechaun que los de tierra habían enviado.

Adrien se dio la vuelta en el aire, observando el trayecto que había hecho. Hacer el mismo camino andando debía tomar demasiado tiempo. Quizás él terminaría con el problema incluso antes de que el leprechaun llegara.

Se acercó a los pies de la montaña, al área boscosa que protegía la alargada y enorme grieta que mostraba las entrañas de la montaña. De ahí fluía el agua del río, nacida de las enormes galerías dentro de la montaña. Todos los inviernos las hadas convocaban conciertos de lluvia y granizo que se desparramaban por la montaña a través de las hendiduras, las grietas y la tierra, llenando nuevamente las galerías. Con la llegada de la primavera, la gruta debería haberse descongelado, liberando lentamente el tesoro líquido de su interior, pero de la brecha no salía nada.

Adrien la examinó de arriba a abajo, volando por toda su extensión, tratando de comprender lo sucedido. Estiró la mano hacia la pared helada, pero un grito lo detuvo:

—¡Ey, tú! ¡Quédate quieto!

Adrien miró hacia abajo, más abajo, aún más, y entonces la encontró. Una leprechaun lo observaba con una mirada tan penetrante e indignada que bien podría haberlo clavado en aquella pared rocosa. Cuadró los hombros y descendió grácilmente hacia ella.

—No soy "tú", y solo estaba haciendo mi trabajo.

Ella resopló. Volvió a clavar su mirada en él y Adrien tuvo que reconocer que jamás había visto unos ojos tan bonitos. De un azul ártico, nada frecuente en los terrenales leprechaun, que parecían tener la entereza y la belleza de los primeros copos de nieve del invierno. Incluso fulminándole con la mirada, era imposible que pensara en otra cosa.

—Muy bien, "tú", ¿quién eres?

—Las hadas me han enviado, soy Adrien. ¿y tu nombre es?

—Soy Marinette, de los leprechauns —respondió ella, acercándose a la pared helada con sumo cuidado.

—Un gusto trabajar contigo —ironizó Adrien al verse ignorado.

—Igualmente —le respondió Marinette con sarcasmo.

Adrien se tragó un suspiro, haciendo un enorme esfuerzo, y se acercó volando hacia ella. Ambos examinaron la grieta con cuidado y, aunque Adrien no pudiera decirlo en voz alta, sentía curiosidad. Ella despertaba su curiosidad. Jamás había podido estar tan cerca de un leprechaun. Aunque su puesto como soldado implicaba que realizara tareas de todo tipo, como cualquier otro miembro del ejército, jamás se había visto tan de cerca con un leprechaun. Todo en ella le era extraño, ajeno e intrincado. La forma en que se movía sobre la tierra, las piedras y el musgo congelado le eran irreconocibles.

El legado de los duendesWhere stories live. Discover now